20. DRONES Y SEPULTURA

20. Drones y sepulturas.

 

Juan Solojuán se paseaba por los pasillos de la Sede Central de CONFIAR, entre su despacho y el de Tomás Ignacio Larrañiche. Caminaba al paso más rápido que le permitían sus piernas, apoyando con fuerza el bastón que resonaba produciendo un cierto eco que lo incitaba a avanzar aún más rápidamente, de ida y vuelta, una y otra vez. Era señal inequívoca de que algo le inquietaba, o de que tenía un problema que no lograba resolver.

Tomás Ignacio, intrigado por el ruido intermitente que producía el bastón sobre el piso se asomó a mirar, y viendo a su amigo Juan en tan desacostumbrada actividad le preguntó:

—¿Qué sucede, amigo Juan? ¿Te preocupa algo?

—Nada, amigo Larrañiche, nada que te deba inquietar. Estoy moviendo mis piernas para que no se anquilosen más de lo que están, nada más. No te preocupes.

Pero el ceño fruncido de Juan desmentía lo que decían sus palabras, por lo que Tomás Ignacio, que lo conocía bien, no le creyó.

—Pues, amigo Juan, si es así, te acompaño en tu paseo, que también me pesan los años.

—¡Qué va! ¡Qué va! Si tienes cinco años menos que yo y todavía sales de madrugada a trotar dando vueltas por los pasillos del Sitio 23, mientras Mariella hace sus ejercicios aeróbicos.

—¡¿Qué?! ¿Cuándo nos viste? ¿Y qué haces a esas horas de la mañana en ese lugar?

Juan le dijo al oído:

—¡Ah! amigo Larrañiche, anoche me quedé en el Museo, bajé al subterráneo, atravesé el túnel y salí al Sitio 23 por la Cueva de los Murciélagos.

—¿Y se puede saber qué diablos andabas haciendo por ahí? Hace al menos quince años que no voy al Museo, que me trae recuerdos de una época que prefiero olvidar.

—¡Años heroicos aquellos! Duros, sacrificados; pero heroicos, amigo Larrañiche. Los vivimos juntos, y esos lugares nos salvaron y nos permitieron continuar con nuestros proyectos.

—Sí, por cierto, pero yo vivía con terror, temiendo que fuera el fin del mundo, o al menos, el fin de la civilización. Pero dejémonos de recuerdos y vamos a servirnos un buen café a mi despacho, a ver si me cuentas qué es lo que te tiene tan inquieto que te lleva a pasar la noche bajo tierra y caminar ahora por los pasillos blandiendo tu bastón como si fuera una espada.

La idea del café era demasiado tentadora. Ante las tazas humeantes, después de probar con satisfacción la calidad del brebaje, Juan preguntó:

—¿Dónde consigues este café tan bueno?

—Es colombiano. Me lo regaló Matilde un día que hablamos del caso de la nieta de nuestro recordado amigo Roberto Gutiérrez. A propósito, te informo que encargué la investigación del asunto a Benito Rosasco, uno de los abogados jóvenes más prometedores de mi equipo.

—¡Ahá! Una muerte verdaderamente lamentable, un asesinato cruel, la de Roberto y de Segundo, de los que me acuerdo siempre y que todavía aparecen en mis sueños. Los recuerdo como si fuera hoy, los dos cadáveres tirados en el pasaje a las puertas de nuestra antigua sede. No podía creer que fuesen ellos. En esos tiempos tan convulsionados no pudimos investigar mucho, porque debíamos defendernos de los bárbaros y del clima horrible. ¿Has descubierto algo?

—Nada. El expediente que me entregaron los de la ONG traía solamente una breve reseña de quienes eran las personas supuestamente asesinadas, y de dónde y cuando aparecieron muertos. Nada más. Incluía una información detallada de la búsqueda que hicieron en los registros de todos los cementerios de Santiago y alrededores. No encontraron ninguna señal de sus sepulturas. No se supo nada más de sus cuerpos.

—Pues, amigo Larrañiche, buscaron donde no podían encontrar nada. Porque a Roberto y a su hijo Segundo, cuando encontramos sus cadáveres en la calle, los recogimos. Yo con mis propias manos hice los ataúdes con rústica madera. Los velamos todo un día, hicimos una ceremonia de despedida, y en la noche los fuimos a enterrar.

—¿Cómo no supe nada de eso?

—Porque en ese tiempo tú eras socio de la Cooperativa y nos prestabas tus servicios profesionales, pero continuabas trabajando con tus colegas en el Bufete de Abogados que mantenías. Pasabas poco tiempo con nosotros.

—Sí, recuerdo que me informaron del fallecimiento de Roberto días después, pero nunca me dijeron que lo habían sepultado. Pero, entonces, y es muy importante para mi investigación actual ¿dónde se encuentran sus sepulturas?

Juan Solojuán se acercó a Tomás Ignacio y le susurró al oído:

—Muy cerca de donde estabas hoy en la madrugada haciendo footing. En los jardines del Sitio 23, cubiertas de arbustos y de flores. Creo que soy uno de los pocos que lo saben, porque la mayoría de los amigos que participaron en el funeral han fallecido.

La conversación siguió en el mismo todo, hablándose al oído, porque Tomás Ignacio comprendió la precaución de su amigo. Le dijo:

—Creo que será necesario exhumar sus cadáveres. Es necesario para la investigación que estamos realizando. Pienso que tendremos que pedir la autorización de Mayela y de Antonella, que son sus familiares directos. Pero, díme ¿por qué ellas no saben dónde fueron enterrados?

—En aquellos años nos pareció que era mejor que no lo supieran. A Mayela, la esposa de Segundo con su hija de seis años, le dimos protección en nuestra sede, y temíamos que pudiera hacer algo imprudente. Después nunca preguntaron, y tampoco se me ocurrió decirles nada, para no abrir viejas heridas. Pero, amigo Larrañiche, no nos apresuremos. Pensemos bien lo que se debe hacer. Y en todo caso, esperemos que pase la conferencia de Matilde, que por el momento nos tiene muy ocupados.

—Bien, tienes razón. Pero ahora debes decirme qué es lo que te inquieta tanto que te lleva a pasar la noche bajo tierra y a pasearte furibundo por los pasillos.

—No estoy furibundo, amigo Larrañiche, sino inquieto, preocupado.

—¿No me puedes contar qué es lo que te tiene tan alarmado?

—La CIICI. Anteayer conversé con los informáticos que están batallando con las interferencias que están haciendo a nuestras comunicaciones de la Conferencia, y me informaron que habían detectado un Dron que se mantuvo varias horas inmóvil ochenta metros sobre el automóvil de Chabelita, y que nos siguió cuando después mi hija me llevó a la casa. Me explicaron que debía ser un Dron de nueva generación, probablemente funcionante con energía de Hidrógeno, por la cantidad de horas que se mantuvo en el aire. Ayer me hice acompañar por uno de los técnicos en un vehículo de CONFIAR hasta la casa de Matilde, y pudimos ver que sobre su casa se mantenía inmóvil otro Dron igual al que me había seguido el día anterior. Lo miramos con un catalejo. Era un aparato realmente sofisticado, que nuestros técnicos no sabían de su existencia ni encontraron información de algo similar consultando en sus redes y explorando ampliamente en la Internet-5.

—Pero ¿qué pueden hacer con tales aparatos?

—Se lo pregunté a los técnicos. Vigilancia, seguimiento, interferencia de las comunicaciones, y quizás incluso registro de lo que se conversa dentro del auto y de la casa.

—¿Se lo dijiste a Matilde?

—Sí. Pero ella no se interesó ni se preocupó mayormente. Está encerrada en su casa, imperturbable, concentrada en la preparación de su conferencia.

—¡Bien por ella! En fin, amigo Juan, no te inquietes tanto. La vigilancia de los ciudadanos, por cualquiera que sea el medio que se realice, es una atribución legal de la CIICI y no podemos hacer nada. Por lo demás, ya sabemos que todos estamos siendo permanentemente vigilados.

Pasaron tres días desde aquella conversación entre los dos viejos amigos y compañeros fundadores de la Cooperativa CONFIAR. En la tarde del viernes antes de la hora de retirarse, Tomás Ignacio entró presuroso e inquieto al despacho de Juan Solojuán. Se acercó a él y sin más preámbulo le dijo al oído.

—Ya sé el lugar exacto donde están sepultados los cuerpos de Roberto y de Segundo Gutiérrez.

—¿Cómo así?

—Me lo indicó Benito Rosasco, el joven al que encargué que investigara el caso. Creo que te dije que es muy capaz, uno de los mejores ayudantes con que contamos en nuestro departamento jurídico. Buscó en los antiguos registros de CONFIAR, identificó a todas las personas que pudieran haber estado en contacto con Roberto en aquellos años. Encontró a cuatro personas, a las que entrevistó. Uno de ellos lo recordaba todo: los ataúdes improvisados que preparaste, el velorio, la ceremonia de despedida, el traslado por el túnel subterráneo, y la sepultura en los jardines del Sitio 23.

—Tú ¿qué hiciste?

—Lo felicité por haber descubierto algo tan importante para la investigación. Y le pedí que lo mantuviera en secreto hasta que exhumáramos los cadáveres, lo que debería hacerse en privado, después del evento de la conferencia.

—¿Qué dijo él?

—No te preocupes, Benito es de toda mi confianza, tiene la camiseta de CONFIAR siempre puesta y podemos contar con su discreción y prudencia. Le pedí, y me lo garantizó, que no se lo diría a nadie.

 

***

 

Juan cerró el libro, lo dejó en el velador y apagó la luz. Lo había terminado de leer. Los últimos capítulo y el final inesperado y ambiguo de la novela de Matilde lo dejaron pensativo.

Encontraba muy interesante el debate que tuvieron los integrantes del Consejo Intergaláctico. Matilde era una escritora audaz, que había atribuido a los sabios representantes de los planetas más desarrollados del Universo sus propias convicciones sobre la moral y la espiritualidad. Pero Juan no estaba tan seguro de pensar igual que ella, y se preguntaba si sería correcta la decisión que finalmente adoptó el Consejo Supremo de Todas las Galaxias en el sentido de no intervenir sobre la conciencia moral de los individuos ni afectar su libertad, ni siquiera ante la inminente desaparición de la especie humana.

La decisión de los sabios del Universo, después del interesante debate que se dió entre los integrantes del Consejo, fue que si la humanidad habría de sobrevivir o colapsar, sería por voluntad de ella misma, como resultado de sus propias decisiones libres.

Juan compartía la idea de que la libertad es el valor principal que debe ser preservado aún ante las más difíciles condiciones, porque es la libertad la que hace que los humanos seamos seres que merecen ser distinguidos por sobre todas las demás especies de animales terrestres. Pero se preguntaba si él mismo, puesto en presencia de una persona que en su sano juicio hubiese decidido quitarse la vida no obstante haber él intentado persuadirlo empleando todos los argumentos y motivaciones que pudiera, la dejaría finalmente suicidarse. Imaginaba que más bien intervendría con la fuerza para impedírselo.

También lo dejó perplejo el final de la novela, que dejaba abierta una posibilidad de salvación de la humanidad, que sin embargo se presentaba muy ambigua y con escasas probabilidades de ser efectiva y real. Cuando ya parecía todo perdido, en distintas partes del mundo se había comenzado a hablar del retorno simultáneo de varios grandes maestros de la humanidad: Abraham, Moisés, Zoroastro, Krishna, Buda, Confucio, Jesús, Mahoma, Bab y algunos otros. Todos ellos habían enseñado el valor de la libertad, testimoniando con su propio ejemplo que más valía morir defendiéndola que vivir oprimidos en la esclavitud. Para influir en las personas emplearon solamente pedagogía: la palabra y el ejemplo de sus vidas. Nunca intervinieron reduciendo la libertad de quienes los seguían, a quienes invitaban dejando siempre que cada uno decidiera su vida.Todos ellos habían enseñado que lo que hace libres a los hombres es el conocimiento de la verdad y el desapego espiritual respecto de los intereses y las pasiones. Todos ellos habían proclamado la libertad de los hijos de Dios como lo que llevaría a los humanos hacia la felicidad y el amor universal.

Pero en cuanto a esta segunda venida simultánea, no estaba claro en la novela si era el sueño de uno de los protagonistas o algo que ocurría realmente; ni tampoco si se trataba del retorno de esos personajes en cuerpo y alma, o de la renovación de sus mensajes en el seno de comunidades religiosas que hacían referencia a ellos. Y también era ambiguo el motivo de su regreso a la tierra: si lo hacían como salvadores de la humanidad o, por el contrario, para cerrar el ciclo de la historia con el Armagedón, el Juicio Final y la instauración de una tierra y un cielo nuevos, que de un modo u otro, todos ellos habían anunciado. Y quedaba abierta finalmente la sospecha de que todo no fuera sino un sueño colectivo de la humanidad, inducido por el Consejo Supremo Intergaláctico que se resistía a aceptar la destrucción de la vida en el planeta tierra.

Juan Solojuán se quedó pensando en el sentido de la vida y de la muerte, y en el valor supremo de la libertad. Esa noche durmió poco.