7. DIGNIDAD

7. Dignidad.

 

Matilde y Ambrosio se detuvieron ante el gran portón de hierro forjado. Se trataba de un edificio institucional de varios pisos construido a comienzos del siglo XX. Ninguna identificación en la entrada permitía saber que era la sede de una entidad del Estado, pero una consistente presencia de guardias armados no dejaba dudas de que adentro había personas importantes y ocurrían cosas misteriosas que era necesario resguardar.

Matilde y Ambrosio presentaron sus documentos de identidad junto con la citación a la entrevista. Sólo a ella la dejaron entrar, por lo que Ambrosio se vió obligado a permanecer en la calle.

—No me esperes Ambrosio, esto puede durar más tiempo del que suponemos.

—No te preocupes, caminaré un poco y después te esperaré en ese Restaurante allá en la esquina, desde donde podré mirar tu salida.

Matilde fue conducida a una sala de espera circundada de asientos. Al entrar se detuvo un momento para hacer una rápida observación del lugar. Había dos guardias, aparentemente sin armas, uno al costado de la puerta de entrada y el otro ante otra puerta que daba al interior. En los cuatro costados de la sala estaban dispuestas pequeñas cámaras de vigilancia. En la sala había dos jóvenes, un hombre y una mujer que no tendrían más de veinte años, sentados juntos y tomados de la mano. Matilde los saludó con un gesto, que ellos correspondieron del mismo modo. En seguida fue a sentarse en un lugar desde donde podría observarlos sin que su mirada resultara invasiva, y al mismo tiempo percibir los movimientos que pudieran darse en ambas puertas de la sala.

La pareja estaba en silencio pero se les notaba extremadamente nerviosos. Matilde decidió acercarse a ellos, se sentó a su lado y se presentó.

—Soy la escritora Matilde Moreno. He sido citada porque daré una conferencia sobre el orden social en la sede del Consorcio CONFIAR, y no sé qué será lo que quieren saber de mí aquí en la CIICI.

El desplazamiento de la escritora no pasó inadvertido. Matilde se dió cuenta de que el vigilante de la puerta interior se llevó una mano al oído, seguramente para acomodar un pequeño audífono. El hombre se acercó entonces a decirles que estaba prohibido conversar en ese lugar.

—Está bien— replicó Matilde. —Solamente yo he hablado, ellos no han emitido palabra, de manera que no se preocupe, que permaneceré en silencio absoluto.

Pero cuando el vigilante volvía a su lugar de observación la joven que estaba a su lado se acercó al oído de Matilde y le susurró sus nombres:

—Me llamo Antonella Gutiérrez y él es mi novio Arturo Suazo. Nadie sabe que nos trajeron aquí y estamos asustados por lo que nos pueda pasar.

El vigilante volvió a levantar su mano al oído, recibiendo instrucciones, luego de lo cual se acercó nuevamente a los tres:

—Levántense ustedes dos. Síganme.

Condujo a los jóvenes hacia el interior del recinto y volvió en seguida a su puesto de observación. Mientras Antonella y Arturo desaparecían de su vista Matilde hizo un ejercicio pnemotécnico para no olvidar los nombres de los jóvenes.

Cuarenta minutos después Matilde fue llamada y conducida por un largo corredor a la sala de los interrogatorios. La ambientación correspondía exactamente a la descripción que le había hecho Solojuán.

Fue invitada a sentarse en la silla de los interrogados. El asiento se hundió al recibir su peso, quedando en muy incómoda posición. Desde allí levantó la vista para ver a sus interrogadores, entre los cuales identificó a la psiquiatra Roberta Morgado. ¡Qué rostros tan inexpresivos!, pensó mientras bajaba la vista al ser enfocada por los reflectores.

Matilde estaba preparada para responder todas las preguntas que había podido imaginar que le formularían. Había pensado también que el mejor modo de enfrentar la situación sería responder contrapreguntando a sus interlocutores. Ella no quería un enfrentamiento con ellos, y había decidido evitar cualquier actitud que pudiera interpretarse como que se ponía en posición de adversario.

De hecho, Matilde no era adversaria de nadie, sino sólo una persona autónoma que pensaba con su propia cabeza. Se había preguntado cuál debiera ser una auténtica actitud metodológica de nueva civilización, y había concluído que no era la del antagonismo sino la del diálogo, intentando siempre convencer al interlocutor, aunque éste se pusiera en posición de poder y no tuviera disposición para buscar el conocimiento y la verdad, sino para juzgar conforme a una ideología preestablecida.

Lo había pensado bien y lo tenía todo claro. Pero al encontrarse en esa situación, hundida en el asiento, enfocada por los reflectores que la encandilaban y frente a los siete interrogadores que la miraban desde arriba, decidió que antes de nada era necesario reafirmar su dignidad como persona humana y como mujer.

—Díganos su nombre, su profesión y su actividad — dijo el hombre que presidía el estrado.

Matilde, sin mirarlo para evitar las luces que le molestaban respondió:

—Ustedes ya saben quien soy, puesto que me han citado. Soy Matilde Moreno, escritora. Estoy dispuesta a responder todas sus preguntas; pero les solicito que desvían esos reflectores que no sólo me molestan sino que afectan mi vista.

—Eso no lo decide usted, señora. Y responda mirando al estrado.

—Lamento decirle que no responderé absolutamente nada y guadaré silencio mientras esos focos estén dirigidos hacia mí. Soy una ciudadana respetuosa de las leyes, no he cometido ningún delito, y no entiendo por qué me han citado. Si les interesan mis ideas y opiniones, estoy disponible para sentarme alrededor de una mesa con ustedes; pero en estas condiciones indignas, no estoy dispuesta a responder ninguna pregunta.

Matilde bajó la vista, se acomodó como pudo en el asiento y cruzó los brazos en actitud de paciente espera. En el estrado el que presidía miró a la psiquiatra Morgado, la que se limitó a hacer un gesto vago que no dejaba claro lo que quería decir. Estaban desconcertados, porque en cualquier otra circunstancia sabían bien lo que tenían que hacer: declarar a la persona en desacato y solicitar a los guardias que se la llevaran. Pero tenían presente la instrucciones que les había dado el Coronel Ascanio Ahumada, Subdirector del Servicio, y sabían que éste estaba siguiendo la situación en la pantalla de su oficina.

Después de un largo minuto de silencio la psiquiatra Morgado decidió tomar la iniciativa:

—Señora Matilde, debe usted comprender que estamos cumpliendo nuestro trabajo conforme al protocolo establecido. Por favor responda nuestras preguntas, que nada podrá ocurrirle a usted.

Matilde se limitó a levantar un brazo haciendo ver que le molestaban las luces, luego volvió a su posición anterior manteniendo silencio. Pero en seguida se puso de pié.

—¡Siéntese!, señora. No nos obligue a declararla en desacato, por favor, que no es nuestra intención. Pero tendremos que hacerlo si no colabora.

—Discúlpeme usted; pero la silla está rota y, a mi edad, debo cuidar la columna.

¿Se atreverán a detenerme? Era la pregunta que se hacía mentalmente Matide. La situación se mantuvo sin cambio por dos o tres minutos, hasta que la psiquiatra Morgado dijo algo al oído del hombre que presidía el grupo, se levantó de su asiento y se retiró de la sala. Todos quedaron expectantes de la respuesta que obtendría del jefe.

Pasaron otros tres minutos hasta que se presentó en la sala el Coronel Ahumada, quien dió instrucciones al que presidía el estrado para que pusiera término a la sesión. En seguida se acercó a Matilde y la invitó cortésmente a que la acompañara a su oficina para conversar.

—Soy el coronel Ascanio Ahumada— se presentó cuando ya en su oficina le ofreció asiento. —Y tiene usted razón. No hay motivo alguno para que la hayan citado de este modo. Eso que usted ha visto en la sala es el procedimiento que se emplea en nuestro Servicio para las personas que han cometido delitos o que existen sospechas fundadas de que están preparándose para cometerlos. En absoluto correspondía que usted fuese citada de ese modo. Fue una decisión de algún subalterno, que será debidamente amonestado.

—Me alegra escuchar lo que me ha dicho, pues en verdad estoy sumamente sorprendida por todo esto.

—Pero no le ocultaré que estamos preocupados por la noticia que se está difundiendo, de que usted ofrecerá una conferencia, con muy amplia difusión, sobre la política y el orden social. Usted sabe bien que son temas muy complicados en la situación en que nos encontramos. Nadie quiere volver a esos tiempos en que los políticos desencadenaron, por su imprudencia demagógica y populista, los graves acontecimientos conocidos como el Levantamiento de los Bárbaros, y más gravemente aún, la Gran Devastación Ambiental.

—Sin duda, señor Ahumada, nadie con más intensidad que yo desea que esos muy lamentables sucesos nunca vuelvan a ocurrir en nuestro país ni en ninguna otra parte del mundo. Si usted leyera mis libros se daría cuenta de que todos están orientados a promover un modo altamente civilizado de enfrentar los problemas y las más difíciles condiciones y circunstancias que puedan afectar a la sociedad.

—Pero entonces, por favor explíqueme por qué quiere levantar el tema político en este momento en que están aumentando las dificultades e incluso han ocurrido ya dos o tres conatos de levantamiento, muy localizados y de poca importancia, es cierto, pero no por eso menos preocupantes. Y en cuanto a la delincuencia común, puedo decirle que está aumentando peligrosamente, y eso obliga al Estado a fortalecerse y aumentar la vigilancia sobre todos, como prevención. El control de la delincuencia, que es parte sustantiva del control social, es el principal problema de la sociedad y el más difícil desafío que tenemos.

—¡Precisamente por eso! señor coronel. El asunto de fondo es que el hombre es un ser social, y por eso el orden social es cuestión prioritaria. Y en ese mismo sentido, el ser humano es, como lo definieron los antiguos filósofos griegos, un zoon politikon, un animal político. La política está en la naturaleza humana y no se puede eliminar de la vida social. Solamente por períodos breves puede ser inhibida, ocultada, como ha ocurrido estos años; pero la política está ahí latente, y resurge siempre, porque está en el ADN del ser humano, y no puede existir sociedad sin política. Eso es, pienso yo, lo que está empezando a suceder, después de casi veinte años en que, con razón, la gente no ha querido saber nada de política debido a la pésima experiencia de las décadas anteriores. Por eso, exactamente por eso, es que decidí poner en el título de mi próxima conferencia, “repensar la política”. Si no repensamos la política, ella al final volverá a establecerse tal como era antes, tan mala y dañina como llegó a mostrarse.

—Pero usted también quiere repensar el orden social, supongo que para cambiarlo; pero el peligro actual es que está reapareciendo el desorden.

—¡Es lo que le decía! ¿Por qué es importante la política? Pues, precisamente porque ella es una de las principales actividades a través de las cuáles se construye y se garantiza el orden social; orden que sólo subsiste si se permite que los individuos intervengan libremente en ella.

El coronel la escuchaba bastante sorprendido porque jamás había pensado algo parecido. Le habían enseñado que la responsabilidad de asegurar el orden social recae en la polícía, y que el peligro de la política es que tiende inevitablemente a crear desorden, porque los políticos siempre quieren cambiar las cosas, incluso las estructuras. Pensar en esto le recordó el rol y la función que le correspondía por su cargo. Y la conversación que estaba teniendo con la escritora estaba siendo grabada y podría ser conocida por sus superiores. Mirando fijamente a Matilde le dijo:

—Lo que me está usted diciendo me parece bastante subversivo, y espero que no sea eso lo que diga en su conferencia. ¿Puede resumirme las principales ideas que piensa exponer? Necesitamos saberlo, para que nuestros especialistas evalúen los efectos que su conferencia tendrá sobre los distintos sectores de la sociedad: los estudiantes, los trabajadores, los jubilados, los desocupados, los delincuentes. Así podremos controlar el orden social, que es nuestra misión constitucionalmente establecida.

—No puedo, señor, aunque quisiera. Porque no tengo claro aún lo que voy a decir. Estoy estudiando el tema, y tenga usted en cuenta que yo soy escritora y que mi oficio me lleva a improvisar. Es todo lo que puedo decirle.

—Uhhhm! Lo que me dice es muy delicado y un grave problema para nosotros.

—Pero es todo lo que puedo decirle. Debe usted confiar en que todo lo que diga al público asistente será pensando en el bien de la sociedad y de las personas. Esto se lo puedo garantizar.

—En fin, debo pedirle respetuosamente que, puesto que se ha abierto una indagatoria sobre usted y la iniciativa de la conferencia, sea ella justificada o no, deberá usted permanecer disponible para atender a nuestro personal, en el caso que por algún motivo se requiera nuevamente su comparecencia en la CIICI.

—No se preocupe usted, mientras se respete mi dignidad, estoy disponible para dialogar y atender sus consultas.

Al escuchar esto el coronel se levantó, disponiéndose a acompañar a Matilde para que le devolvieran su documento de identidad y las pertenencias que le fueron requisadas al entrar. Esta señora es peligrosa en verdad. Deberemos estar muy atentos y seguirle los pasos con extremo cuidado, iba pensando mientras caminaba a su lado.

Cuando avanzaban por el pasillo Matilde en un momento detuvo sus pasos y encaró al coronel. Pensó que era el momento de advertirle que ella estaba en conocimiento de los nombres de los dos jóvenes con que se había encontrado en la antesala. El coronel debe saber que estaré atenta y que denunciaré cualquier cosa que pueda sucederles.

—En la antesala— dijo al coronel —ví que estaban citados dos jóvenes, Arturo Suazo y Antonella Gutiérrez. No es que tenga dudas al respecto, pero estoy segura de que el Servicio que usted dirige sabrá respetar también la dignidad de ellos y sus derechos.

—¿Usted los conoce?

—No son delincuentes.

—Tampoco yo tengo idea de quienes sean esas personas que me nombra. Pero puede estar segura de que ..., de que, de que me informaré personalmente de su situación.

—Se lo agradezco, señor, se lo agradezco realmente mucho— le dijo Matilde al despedirse del coronel.

Salió a la calle y se encontró con su hermano Ambrosio que se paseaba frente al edificio.

—Matilde, veo que todo fue más rápido de lo que pensabas.

—Así es, y todo bien. Después te cuento. Ahora vamos a casa.

En el camino Matilde dejó caer sobre un montón de basura el IAI que había comprado siguiendo la sugerencia de Juan Solojuán. En la CIICI no pudieron escuchar lo que conversaron ese día los hermanos.