25. Decisiones
Arturo Suazo llamó a la secretaria de Tomás Ignacio pidiendo con urgencia ser recibido por el abogado en audiencia formal.
—Estaba por pedirte que lo llames— le dijo el abogado a Josefina. —Dile al joven que si quiere puedo recibirlo esta tarde a las cuatro y media.
A la hora convenida se presentó Arturo.
—¿Qué es lo urgente que tienes que plantearme?— le preguntó Tomás Ignacio apenas el joven entró a su despacho.
—Puesto que usted ha tomado el caso bajo su responsabilidad directa, vengo a exigirle nuevamente que solicite ante las autoridades, en el más breve plazo, la exhumación de los cuerpos de Roberto y Segundo Gutiérrez, enterrados clandestinamente en un recinto del Consorcio CONFIAR.
Tomás Ignacio lo escuchó sorprendido por la prepotencia y el desdén con que el joven lo emplazaba. Supuso que había estado hablando el tema con el abogado Benito Rosasco, pues solamente él podía haberle informado que retomó el caso en sus manos.
—¡Exigir! ¡En el más breve plazo! Dígame, jovencito, y si no lo hago a su entero gusto ¿qué?
—Si no lo hace usted, tendremos que solicitarlo nosotros, como organización dedicada a la investigación de las violaciones de los Derechos Humanos.
—Muy bien, pero aclárame algo. ¿Dejarán ustedes el caso en las manos del abogado Benito Rosasco?
—¡Exactamente! El abogado que usted despidió para callarlo e impedirle que continuara con la investigación en que había ya descubierto el lugar donde se encuentran las sepulturas. Él se acercó a nosotros, nos lo explicó todo, y está ya formando parte de nuestra organización.
La situación no podía presentarse peor. Pero Tomás Ignacio sabía algo que el joven ni siquiera sospechaba, y debía decírselo. Con cuidado, con prudencia, pues el joven parecía no estar muy dispuesto a escuchar. Pensó en abordar el tema por otro lado, para ganar tiempo mientras decidía el modo de informar al joven que Benito Rosasco, el abogado en quien confiaba y que había ingresado a su organización, era en realidad un funcionario de la CIICI que se había primero infiltrado en su propio Departamento Jurídico.
—¿Qué dice a todo esto tu novia, Antonella? ¿Está de acuerdo en lo que ustedes, en la organización, se han propuesto hacer?
—Antonella ya no está conmigo. ¡Hemos terminado nuestra relación! Pero no viene al caso, pues podemos actuar por nuestra cuenta, como organización que tiene personalidad jurídica reconocida.
El joven lo dijo con evidentes muestras de enojo, mirando a Tomás Ignacio como si éste fuera el culpable de que aquello hubiera sucedido. El abogado comprendió que el asunto era delicado, pues había sido Mariella, su esposa, la que había conversado con ambos jóvenes y no le parecía extraño que Arturo la responsabilizara de su separación con Antonella.
Pero Tomás Ignacio no podía dejar que Arturo se retirara sin haberle informado lo que habían descubierto sobre Benito Rosasco.
—Escucha, Arturo, lo que tengo la obligación moral de decirte. La razón por la que despedimos a Benito Rosasco no es la que tu has dicho, y que imagino que es lo que él te contó.
Iba a continuar, pero se le ocurrió un mejor modo de informarlo, que al joven pudiera resultarle más creíble. Llamó a su secretaria.
—Josefina, por favor, dile a Rolando que venga un momento.
Dirigiéndose ahora a Arturo: —Rolando es el experto informático de nuestro Departamento Jurídico. Tiene algo importante que contarte. Por favor, escúchalo con atención.
Cuando se presentó Rolando en el umbral Tomás Ignacio lo hizo pasar y le dijo:
—Rolando, por favor, cuéntale a mi amigo Arturo lo que descubriste sobre Benito Rosasco.
Rolando pareció dudar, pero Tomás Ignacio le reiteró su pedido:
—Todo, sí, cuéntale todo. Arturo es una persona de confianza. No te preocupes.
—Pues entonces, lo que puedo decir— comenzó a explicar Rolando —es que el abogado Benito Rosasco trabajó como asistente del Dr. Tomás Ignacio durante casi seis meses. Se demostró muy eficiente y le teníamos completa confianza. Pero descubrimos, por casualidad, que es un informante o un funcionario de la CIICI, que se había infiltrado en nuestra organización. Lo descubrí yo mismo, que encontré en el computador de su trabajo un archivo oculto, encriptado de modo muy sofisticado. Eso nos puso sospechosos y una investigación interna nos llevó a descubrir que varias informaciones que él decía haber descubierto por su cuenta, haciéndonos creer que era un investigador excepcional, en realidad eran informaciones que recibía de la CIICI.
—Gracias, Rolando. Puedes volver a tu trabajo.
Arturo Suazo se puso pálido. Las manos le temblaban. Era evidente que estaba asustado. Tomás Ignacio entonces le dijo:
—Sí, estimado Arturo. Este es el motivo por el cual lo despedimos. Y, por cierto, no se lo dijimos a él, porque no quisimos hacerle saber que lo habíamos descubierto como un infiltrado. El no sabe que nosotros lo sabemos, y por eso pudo ir donde ustedes y engañarlos. Pero yo tengo la obligación moral de informarte. Es una vieja táctica la que aplican. Empiezan por encontrarse con uno como si fuera por casualidad. Te comparten unos tragos, te hacen confidencias, te muestran que piensan igual que tú. Se ganan tu confiaza y ¡ya están dentro!
—¡Maldición!— Exclamó Arturo. —Fue tal como usted me lo dice. ¿Qué me aconseja, señor? ¿Qué debemos hacer?
—¿Le han entregado mucha información?
—Bastante, en verdad. Le dimos acceso a nuestros archivos, poniendo en sus manos un equipo computacional para que trabajara. Estoy asustado. ¿Qué me aconseja que haga?
—Hmm! Lo que se me ocurre que puedes hacer es, ante todo, informar en secreto a tus amigos de la organización; pero que nadie le muestre desconfianza, para que él no sospeche. En seguida, sin que se dé cuenta, revisen el equipo que pusieron en sus manos y comprueben si ha instalado en él una carpeta encriptada. Si es así, hagan una copia de toda la información. Y, bueno, si confías en mí, en nosotros, me traes esa copia para intentar desencriptar esos archivos secretos. Más adelante tendrán ustedes que inventar cualquier excusa para que no siga colaborando en tu organización.
El joven Arturo, ya algo repuesto del impacto que le había significado la información recibida preguntó a Tomás Ignacio:
—¿Pudieron ustedes desencriptar ese archivo oculto?
Tomás Ignacio se dió cuenta de que no podía decirle que estaban intentando hacerlo, pues la conversación podía estar siendo escuchada por la CIICI si el joven, como era esperable, portaba consigo su intercomunicador audiovisual. Le dijo:
—No pudimos. No se nos ocurrió hacerle copia, y el mismo Benito Rosasco vino la mañana siguiente a su despido a eliminarlo del equipo en que trabajaba.
Y después de un momento agregó:
—Sólo espero que tu IAI no esté ‘pinchado’ por la CIICI, porque si lo está, esta conversación que hemos tenido aquí la habrán ya escuchado. Y en ese caso es probable que Benito Rosasco no se aparezca más en vuestra sede. En cualquier caso, sea lo que sea, puedes venir a contarme lo que pase. Venir, no llamarme por teléfono. Venir personalmente, con todos tus equipos electrónicos deconectados. ¿Lo comprendes?
—Sí, señor. Haré todo como usted me aconseja. Le agradezco infinitamente su confianza.
Tomás Ignacio lo miró, comprensivo. Le dió la mano y se despidió diciéndole.
—¡Cuídate! Arturo. Es muy probable que Benito Rosasco haya instalado en vuestra sede algún sistema de escucha e incluso algún equipo de video. Habla con tus amigos en otro lugar. ¡Sé prudente!
—Lo seré, señor. Muchas gracias por todo.
Un minuto después de haberse retirado Arturo Suazo volvió sobre sus pasos, y encontrando nuevamente a Tomás Ignacio le dijo:
—Señor, Benito Rosasco sabe que vine a hablar con usted, y me dijo cómo debía encararlo, que es lo que hice al comienzo. Cuando lo vea me va a preguntar cómo me fué, qué dijo usted. ¿Qué le respondo?
—Díle que me encaraste. Díle que te aseguré que procederíamos a solicitar la exhumación de los cadáveres; pero no de inmediato sino después de una conferencia muy importante que estamos organizando. Sólo eso. Díle que no supiste convencerme de nada más.
—Gracias otra vez. Así lo haré, señor. Hasta luego, señor.
—Hasta luego Arturo.
Temprano la mañana siguiente, al llegar Tomás Ignacio a su oficina encontró a Arturo Suazo que lo estaba esperando. Antes siquiera de saludarse el joven le dijo con voz entrecortada:
—Ayer, cuando llegué a la oficina más o menos una hora después de irme de aquí, encontré que nos habían asaltado. Se llevaron solamente el equipo en que trabajaba Benito Rosasco, nada más, aparte de desordenar muchas cosas. Deben haber sido los de la CIICI que escucharon nuestra conversación.
—¿Qué hiciste tú, o qué hicieron en tu organización?
—Yo desconecté mi IAI y pedí a los compañeros que hicieran lo mismo. Nos reunimos de emergencia, les informé la conversación que tuve con usted. Decidimos suspender todas nuestras operaciones, llevamos los equipos computacionales a un lugar seguro y cerramos la oficina. Después tiramos todos nuestros IAI al río. ¡Se acabó! La verdad es que ya desde antes algunos de nosotros estaban pensando que nuestra organización no estaba trabajando bien y que no avanzábamos en nuestros objetivos tan bien como creíamos que sería cuando la creamos.
—¿Denunciaron el hurto a la policía?
—No, no lo hicimos. ¿Qué sentido tendría?
—Pienso que debieran hacer la denuncia, aunque más no sea para que quede constancia.
—Tedría que hacerlo el representante legal de la ONG, que es nuestro líder. Pero él estaba más asustado que nadie, y no tengo idea de cómo contactarlo. Además, no creo que quiera hacerlo. Sólo nos dijo que nos debíamos ‘sumergir’ por un tiempo largo, al menos un año.
—El consejo que yo puedo darte, Arturo, es que continúes tu vida lo más normalmente posible, en tu casa o en la de tus familiares, y que busques otro trabajo. Si tuvieras algún problema con la CIICI sólo preocúpate de que yo sea informado para poder ayudarte. Pero creo que no tendrás ningún problema. La CIICI ya tiene toda la información de ustedes y le estarán preocupando asuntos mucho más importantes.
Arturo se retiró bastante más tranquilo de como había llegado. Tomás Ignacio fue en seguida al despacho de Juan Solojuán para contarle lo sucedido; pero la secretaria le informó que Juan no vendría durante todo el día, y que le había dejado el recado de que se encontraría con Mayela y Antonella.
***
Juan Solojuán había invitado a Antonella y a su madre a almorzar en el Restaurante Don Rubén. Esto había puesto muy contenta a la joven porque esperaba ver allí a Alejo Donoso, el joven y apuesto mozo, nieto de don Rubén, cuya mirada directa, límpida y cautivadora la había impactado el día en que había ido con Arturo a encontrarse con Mariella.
Juan había reservado el mismo privado que Antonella ya conocía. Ella se alegró especialmente al ver que serían atendidos por Alejo, que cuando llegaron le regaló una sonrisa especial, que fue correspondida alegremente por Antonella que esta vez no se sentía inhibida como en la ocasión anterior en que estaba acompañada por Arturo. A lo largo del almuerzo los dos jóvenes no dejaron de intercambiar afectuosas y seductoras miradas.
Mayela estaba contenta al comprobar que su hija mostraba de ese modo estar superando la tristeza que la embargaba desde que decidió poner fin a su romance con Arturo. Juan Solojuán, concentrado en pensar cómo plantearles el tema por el que habían venido, no se percató del enamoramiento que empezaba a germinar entre los dos nietos de sus fallecidos amigos Roberto y Rubén.
Ese alegre intercambio de miradas entre los jóvenes contribuía a crear alrededor de la mesa, donde se servían apetitosos platos y bebidas que Alejandro se esmeraba en servir con especial dedicación, un ambiente distendido que favorecería el desarrollo de la conversación que debían tener.
Juan esperó que terminaron los postres para abordar el asunto. Informó a las dos mujeres que se había descubierto que los cuerpos de Roberto y de Segundo, suegro y esposo de Mayela, abuelo y padre de Antonella, estaban sepultados a pasos de donde se encontraban en ese momento, en el jardín interior del Sitio 23.
En seguida las acompañó al lugar, que estaba cubierto de flores. Recogidos en silencio ante las tumbas, los ojos de Mayela se llenaron de lágrimas. Antonella estaba emocionada, pero la situación no empañaba la alegría que había reencontrado durante el almuerzo.
Después de largos minutos de silencio y recogimiento Juan les dijo:
—Hay personas que quieren y han solicitado la exhumación de los cuerpos, para investigar las causas de la muerte de Roberto y de Segundo. Si esto se hace, los cuerpos serían posteriormente sepultados en el Cementerio General. Pero la decisión depende sólo de ustedes dos, que pueden hacer la solicitud.
Mayela miró a su hija a los ojos. Antonella movió la cabeza suavemente. Sin mayor demora Mayela dijo:
—No, don Juan. No tiene sentido abrir viejas heridas, que no conducirían a nada bueno. Aquí estos hombres queridos descansan en paz, y así deben continuar.
Juan Miró a Antonella, que agregó:
—Estoy de acuerdo con mi madre. Estoy contenta de saber que mi padre y mi abuelo están sepultados aquí, donde podré venir a visitarlos y a rezar por ellos cuando lo desee. Tal vez, si no le parece mal a usted ¿sería posible poner una pequeña lápida con sus nombres?
—Sin duda. Creo que es una muy buena idea. Roberto y Segundo fueron muy buenos socios de CONFIAR y grandes amigos míos, de Tomás Ignacio y de muchas otras personas. Es muy bueno que en este lugar donde reposan sus cuerpos podamos venir a recordarlos todos los que mucho los quisimos. Recuerdos de ellos, como ustedes saben, hay varios en el Museo de CONFIAR.
Esa noche, ya descansando en su casa, Antonella estaba feliz. Feliz de saber que los cuerpos de su padre y de su abuelo reposaban en un lugar tan bello. Feliz de tener ahora donde ir a recordarlos y a rezar por ellos. Feliz de pensar que tenía ahora un motivo para ir hasta el Sitio 23 donde podría encontrarse con Alejandro Donoso.
Recordó que cuando se había encontrado con Arturo Suazo en el cementerio se había inventado la idea de que en ese encuentro se manifestaba una señal, un mensaje de su padre. Mariella le había explicado que se trataba de una simple casualidad, de un suceso ni siquiera tan improbable. Pero ahora volvió a creer que algo misterioso, algo como un destino especial, la había llevado a conocer, en ese lugar ameno donde reposaban los cuerpos de su padre y de su abuelo, al amable, bello y atractivo nieto de don Rubén, y que éste había sido un amigo de su abuelo.