22. FALTAR A LA PALABRA EMPEÑADA

22. Faltar a la palabra empeñada.

 

Juan Solojuán se devanaba los sesos intentando descubrir la estrategia de la CIICI frente a la anunciada Conferencia de Matilde. Estaba sumamente inquieto desde que descubrió que había continuado la vigilancia de Matilde y de él mismo con medios ultrasofisticados, invisibles e indetectables para cualquiera que no hubiese contado con un equipo tecnológico refinado como el que tenían en el CCC, y que estuviese especialmente advertido para prestar atención a cualquier cosa que pudieran preparar los agentes del servicio represivo de Estado.

Sus sospechas se acrecentaron cuando fueron informados que la CIICI había desistido de interferir las comunicaciones enviando mensajes engañosos sobre la fecha y el lugar en que se realizaría el evento. No emplear unos medios que no habían dado los resultados que esperaban— pensaba Juan —no significa que hayan cesado en su intento de impedir la difusión nacional y mundial del evento.

Concentrado en el asunto una idea, una intuición, pasó por su mente. Dando un golpe con el bastón en el suelo se levantó del sillón donde estaba reposando sus piernas y llamó a su secretaria.

Cuando Ximena apareció en el umbral de la puerta se le acercó y dijo al oído:

—Ximena, necesito que vayas personalmente a nuestro Centro Informático y le digas al oído a Gerardo Cosmyski que venga por favor a mi oficina. Adviértele que debe tomar resguardos. Nada más que eso, él comprenderá. Desconecta tu IAI y cualquier otro equipo electrónico, y no los vuelvas a encender hasta que hayas regresado.

Ximena con un gesto de la mano respondió que había entendido y salió presurosa. Media hora después entraba Gerardo al despacho de Juan.

Salieron al patio. Comprobaron que el Dron estaba inmóvil en el aire a cien metros sobre el auto de Juan. Decidieron tomar uno de los pequeños camiones de carga que se utilizaba para transportes menores de productos agrícolas, y se dirigieron al Sitio 23, un trayecto que era habitual para ese vehículo.

Cuando después de pasar por la cueva de los murciélagos y el tunel se encontraron en la sala subterránea, debajo del Museo y a salvo de cualquier posible interferencia, Juan planteó a Gerardo sus inquietudes.

—Mi temor es que la CIICI impida la transmisión de la conferencia de Matilde Moreno, estableciendo en el Auditorio y sus alrededores una zona de silencio electrónico que impida la salida de cualquier comunicación que se emita desde el lugar. Algo como lo que tenemos aquí en el Museo, pero en gran escala.

—Sin duda lo pueden hacer. La tecnología de silenciamiento electrónico está muy avanzada, se aplica en algunas cárceles y recintos militares especialmente protegidos. La CIICI posee los medios y tiene atribuciones para hacerlo. Pero puedo asegurarte que no lo han hecho hasta ahora en ninguno de nuestros recintos. Y hasta donde yo sé, la instalación de esos sistemas debe hacerse manualmente, instalando aparatos electrónicos que si bien son de pequeñas dimensiones, nuestros equipos de vigilancia podrían detectar si se procede a instalarlos.

Juan se quedó pensando mientras hacía girar por el aire su bastón. Lo detuvo finalmente, apuntando hacia el techo. La pregunta que formuló sorprendió a Gerardo:

—Si la CIICI instalara un área de silenciamiento alrededor del auditorio ¿podríamos nosotros romper el cerco y lograr transmitir al exterior?

—Eso es imposible. No hay modo de hacerlo. No que yo sepa.

—La pregunta y el desafío que te pongo, a tí y a tu equipo de expertos informáticos, es simple: ¿cómo podemos transmitir la conferencia si nos instalan un cerco?

—La respuesta simple es, grabando la conferencia, imagen y sonido, y transmitiéndola después. Solamente habría que tomar la precaución de hacer la grabación utilizando una tecnología antigua, hoy en desuso, que para el caso sería muy útil. Habría que conectar la cámara de registro, el micrófono y el computador donde se grabaría todo, empleando cables físicos, porque las conexiones inalámbricas pueden ser todas silenciadas.

—¿Y podemos contar con esos medios antiguos?

—Sí. Yo mismo tengo en mi casa esos viejos aparatos. Eran de mi abuelo y los guardo como reliquias; pero están en buen estado. Son bastante grandes pero se pueden transportar con facilidad, pues los mantengo bien acondicionados en una maleta.

—Creo, amigo Gerardo, que en esta ocasión les daremos el uso apropiado.

—Hay un solo problema, don Juan. Necesitaríamos contar con un equipo de transmisión suficientemente potente, instalado en un lugar distinto al de nuestras comunicaciones, que ya hemos visto que las han interferido.

—¿Y los equipos de emergencia?

—Ya los detectaron y también los pueden interferir.

—¿A qué te refieres cuando dices que se necesitan equipos de transmisión potentes?

—Porque si la CIICI nos quiere impedir la transmisión, lo más probable es que nos desconecten de la Internet-5, y ahí estamos fuera. La única solución sería contar con un Servidor autónomo, suficientemente poderoso, desde el cual podamos transmitir nuestra señal a algún retrasmisor amigo que reponga nuestro mensaje en la Internet. Lamentablemente no contamos con un Servidor como el que se necesitaría.

—¿Alguna posibilidad de adquirir uno, o de emplear alguno de alguien que conozcamos?

—En Chile hay solamente dos equipos de ese tipo. En las dos Universidades más grandes, que los emplean en sus investigaciones científicas. Es imposible que nos permitan utilizarlos.

Gerardo se quedó pensando. Después de un momento, con el rostro iluminado dijo a Juan mirándolo a los ojos:

—Hay un modo de hacerlo. Necesitaríamos poner en línea, conectados físicamente como una cadena, unos 150 o quizás 200 equipos de computación personales y de oficina. Hay que hacer el cálculo para saber cuántos se necesitan, pues depende de la potencia y capacidad disponible en cada equipo.

—¡Eso lo podemos hacer! No nos sería difícil juntar 200 equipos entre nuestros amigos.

—Bien, pero los necesitaríamos con al menos dos días de anticipación, para asegurarnos de que todo quede bien instalado. Y, además, se require tener un lugar seguro donde hacer la instalación, que cuente con buena potencia de energía eléctrica.

Juan levantó nuevamente su bastón apuntando hacia el techo del subterráneo:

—¡Aquí arriba! En el Museo.

—Desde al lugar de la conferencia hasta aquí— dijo Gerardo Cosminsky —la distancia no es tan grande, por lo que podemos pensar en que quince o veinte minutos después de que termine la conferencia de la señora Moreno, podríamos estarla transmitiendo.

—No desde que termine, sino desde que empiece—acotó Juan con una sonrisa.

—¿Cómo así?

—Simple. Si contamos con un grupito de jóvenes con buenas bicicletas, podrían traer hasta acá la grabación a medida que se está realizando, cada tres, cada cinco minutos.

—Sí, es posible unir los registros rápidamente y sin que se produzca interrupción de la continuidad.

—Pues, entonces, amigo Gerardo, tenemos mucho trabajo que realizar.

Cuando regresaron a la sede central de CONFIAR vieron que el Dron de vigilancia continuaba en el aire a cien metros sobre el auto de Juan. Por esta vez verlo allí les resultó tranquilizante pues significaba que no habían sido seguidos.

Juan Solojuán quedó convencido de que, aún en el peor de los escenarios, lograrían transmitir la conferencia de Matilde. No sabía que el General Kessler estaba organizando una operación compleja que haría imposible que la conferencia misma pudiera realizarse, y que en esa operación el silenciamiento de las comunicaciones de CONFIAR tenía solamente el objetivo de controlar las informaciones sobre lo que sucedería ese día.

 

***

 

Juan Solojuán tuvo que distraer su atención del asunto de la conferencia porque Arturo Suazo se había presentado intempestivamente en la oficina de Tomás Ignacio Larrañiche exigiendo la exhumación de los cadáveres de Roberto y de Segundo Gutiérrez.

¿Cómo había sabido el joven Arturo que sus cuerpos estaban enterrados en los Jardines del Sitio 23? La única explicación que el abogado podía darse era que su ayudante Benito Rosasco, a quien había encargado el caso, se lo hubiera contado no obstante él le hubiera indicado enfáticamente que lo mantuviera en secreto hasta que pasara el evento que había complicado las relaciones entre el CCC y la CIICI.

Tomás Ignacio estaba indignado. Había confiado en el joven abogado y éste le había fallado; pero lo que más le molestaba era que había dado garantías a su amigo y presidente de CONFIAR Juan Solojuán, de que Benito Rosasco era de toda su confianza y tenía bien puesta la camiseta de la Cooperativa.

—¿Por qué dejaste de cumplir mis instrucciones?— le preguntó al joven abogado.

Benito trató primero de negar ser el responsable de que hubiera trascendido la noticia sobre el lugar donde estaban sepultados los cadáveres. Pero ante las preguntas de Tomás Ignacio tuvo que reconocer que se había encontrado en un bar con Arturo Suazo y, entre copa y copa, le había dicho que ya sabía donde se encontraban los cuerpos.

—No le dije donde se encuentran, y además, le hice prometer que no harían nada él ni su ONG hasta que el abogado jefe de CONFIAR decidiera hacer la exhumación.

—De modo— lo reprendió Tomás Ignacio —que bastan unas copas para que no guardes los secretos de tus clientes. ¿Qué clase de abogado eres?

—Lo lamento mucho, señor— se disculpó Benito—, no volverá a suceder nunca más, se lo prometo. Yo no había bebido. El que estaba algo borracho era Arturo Suazo. Me contó que había terminado la relación con su novia y que por eso estaba bebiendo. Yo trataba de aliviarlo de su pena dándole una noticia que pudiera animarlo.

Tomás Ignacio pensó que el hecho que haya terminado su noviazgo con Antonella, hija y nieta de los fallecidos, pudiera explicar también el tono agresivo con que Arturo Suazo se había presentado exigiendo la rápida inhumación de los cadáveres, tal vez esperando que ello pudiera hacer que Antonella recuperara la confianza en él. Pero esa explicación no cambiaba su parecer de que quien se declara un luchador social y que ante una desilusión amorosa se emborracha, y luego se comporta como un tonto y no cumple lo que promete, no es alguien en quien se pueda confiar nunca más.

Fue a consultar con Juan Solojuán para decidir lo que debían hacer.

—Este Benito Rosasco ¿es socio de la cooperativa? — le preguntó Juan cuando Tomás Ignacio le contó lo sucedido.

—No lo es todavía. Está por cumplir los seis meses de trabajo y de prueba, y en dos semanas tendré que recomendar o desestimar su aceptación como socio. Ciertamente que no lo recomendaré, aunque es un talentoso abogado; pero ha demostrado no ser digno de mi confianza.

—¿Y qué opinas, Tomás Ignacio, sobre la petición del joven Arturo Suazo?

—El problema es legalmente complicado. En principio debiéramos informar a la autoridad judicial sobre los cuerpos. Se abriría un procedimiento judicial y la investigación sobre la muerte y la sepultura de los dos hombres quedaría en manos de la policía, o quizá, de la CIICI. Si el caso es derivado por el juez a la CIICI, podrías tener algún problema por haber decidido o autorizado la sepultura en el Sitio 23 sin avisar a la autoridad del momento.

—En ese tiempo— exclamó Juan —en plena Devastación Ambiental, no había autoridad a la que informar ni recurrir, y fueron cientos de miles los muertos que fueron enterrados por personas compasivas.

—Por supuesto, así fue. Pero ha pasado el tiempo, y si la CIICI quisiera abrir un flanco de acción contra CONFIAR, o contra tu persona, podría aprovechar la circunstancia y armar un enredo.

—A mí no me preocupa, y al CCC nada puede afectarla, porque en cualquier cicunstancia asumiré personalmente la responsabilidad por la sepultura de mis dos amigos.

—Pero no creo que ocurra nada. En primer lugar, porque dudo que a la CIICI le interese abrir el caso. No olvides que Antonella y Arturo fueron detenidos por la investigación que estaban realizando desde la ONG que ve en ello un frente de lucha contra la Dictadura.

—Mi opinión— afirmó Juan —es que la decisión sobre la exhumación de los cuerpos de Roberto y Segundo es algo que deben decidir sus deudos, Mayela y Antonella. Y también, si informar o no a la policía y que se abra una investigación formal sobre su muerte, deberá ser también una decisión que tomen ellas, con toda libertad.

Tomás Ignacio lo pensó un momento. Luego dijo:

—Creo también yo que lo que dices es lo mejor. ¿Hablas tú o hablo yo con Mayela y Antonella?

—Ellas fueron informadas de que el caso quedó en tus manos. Debieras hablar tú con ellas.

—Estoy de acuerdo, amigo Juan. Lo pregunté por si querías orientarlas ...

—No— lo interrumpió Juan. —Yo actué del mejor modo, conforme a mi conciencia y según indicaba la prudencia. No tengo nada que ocultar ni nada que me preocupe. Habla con ellas y deja que decidan según les indique su corazón y su propia conciencia.

—Bien. Lo primero será informar a Benito que ya no está a cargo del caso porque he decidido tomarlo nuevamente bajo mi responsabilidad.