18. LOS SUEÑOS DE ANTONELLA Y LOS DE ARTURO

18. Los sueños de Antonella y los de Arturo.

 

Mariella pensó que para ayudar a Antonella Gutiérrez y Arturo Suazo que se habían involucrado en la búsqueda de la verdad y de la justicia sobre la muerte del padre y el abuelo de la muchacha, convenía primero conversar con ella, después con su amigo y finalmente con los dos juntos. Tomás Ignacio se lo comunicó a Mayela, la madre de la joven, que coordinó el primer encuentro.

La conversación se realizó en el jardín japonés al que Mariella iba a menudo para practicar meditación taoísta. Antonella nunca había imaginado que existiera en Santiago un lugar como ese. Mariella le fue explicando, mientras lo recorrían, el significado que tenían en la cultura japonesa antigua las grandes piedras y rocas, los círculos de arena a su alrededor, la isla monte rodeada de agua y el puente sobre ésta, los matojos y muros de bambús, la alfombra de helechos y musgos, las linternas de piedra, las diferentes variedades de plantas. Un lugar, en síntesis, especial para pacificar la mente y practicar la introspección.

Después de recorrer sus distintos espacios se sentaron en el cesped, una al lado de la otra. Sus miradas se alzaron espontáneamente hacia las altas cumbres de la imponente cordillera de Los Andes. Allí, después de unos minutos de silencio, Mariella preguntó a la joven:

—¿Cuáles son, Antonella, tus sueños, tus anhelos más íntimos? ¿Qué es lo que más quisieras realizar en tu vida?

Antonella se quedó pensando. No esperaba una pregunta tan directa de una mujer a la que recién conocía; pero el ambiente en que estaban y el paseo que habían dado por el jardín la predisponían a abrir su alma ante esa mujer que por su edad bien pudiera haber sido su abuela.

—En esta sociedad en que estamos— dijo finalmente —uno puede tener muchos sueños grandes y hermosos, pero no es nada fácil que se puedan realizar. Yo sueño con estudiar en la universidad y llegar a ser profesora de educación inicial. También sueño con un amor grande y sereno, y viajar conociendo todo el país, y después tener dos o tres hijos, y vivir en una ciudad pequeña y tranquila. Sueño con tener paz interior, y vivir en un lugar donde haya concordia y fraternidad entre las personas y las familias.

—Son sueños hermosos, Antonella, y ninguno de tus sueños me parece que no puedas realizarlos.

—A veces yo también pienso que sí, que los puedo realizar. Pero hay muchas cosas que me lo impiden, que me alejan de ellos.

—¿Qué cosas te lo impiden? ¿Qué es lo que te aleja de la posibilidad de realizar esos sueños?

—Muchas cosas. Mi madre, por ejemplo, que quiere a toda costa que empiece a trabajar lo antes posible, apenas se abra un puesto en CCC. También Arturo, al que quiero mucho y que creo que también me quiere; pero él dice que mis sueños son individualistas y que me quiero evadir de la dura realidad social en que vivimos. Para él la gran ciudad es el lugar donde hay que estar si se quiere influir en la vida social y en la cultura. Es rebelde, luchador. Arturo no busca la tranquilidad y la paz, porque piensa que el conflicto y la lucha son lo que mueve a la historia. Me repite que hay que echar raíces y no pensar en viajar, que es una manera de evadirse. Tampoco le interesa tener hijos. Dice que le quitarían libertad, que lo amarrarían obligándolo a asumir una responsabilidad que no quiere tener, para poder continuar luchando con libertad.

—Cuéntame algo de tu padre, Antonella. ¿Cómo era él? ¿Cómo lo recuerdas?

—Yo tenía cinco, casi seis años cuando ellos murieron, mi padre y mi abuelo. Conservo pocos recuerdos porque ellos trabajaban en la cooperativa CONFIAR y se quedaban muchas noches en la sede para defenderla, mientras mi madre y yo nos encerrábamos en la casa y casi no salíamos para evitar los peligros. Mi padre nos traía cosas para comer, en las noches, y por eso sobrevivimos, mientras a nuestro alrededor mucha gente pasaba hambre o escapaba hacia otros lugares más protegidos.

—¿Cómo supiste de la muerte de ellos?

—Un día llegó a nuestra casa una asistente social que se llamaba Consuelo y que formaba parte del grupo que organizaba y dirigía la cooperativa. Sólo recuerdo que mi madre lloraba amargamente, que me abrazaba con fuerza. Consuelo nos llevó esa noche a un lugar seguro dentro de la cooperativa; algo así como un gran subterráneo, donde pasamos varios meses protegidas. Mi madre nunca quiso decirme nada si es que supo algo de cómo murieron. Creo que en verdad nunca se supo bien qué les pasó, porque Juan Solojuán hizo averiguaciones y tampoco llegó a saber en qué circunstancias murieron. Sólo supe que lo cuerpos de mi padre y de mi abuelo fueron dejados abandonados en el pasaje que daba acceso a la sede de la cooperativa donde ahora se encuentra el Museo del CCC.

—¿Por qué piensas tú que fueron asesinados por los militares o los policías?

—No lo sé, en verdad. Es lo que al comienzo decía mi madre. Y lo que afirma Arturo, quien me ha convencido de que los culpables son los cuerpos represivos de la dictadura. Lo asegura porque en su organización han recopilado y mantienen mucha información sobre casos similares ocurridos en esos mismos meses. Pero nada muy concreto relativo a mi padre y a mi abuelo.

—¿Cómo fue que conociste a Arturo?

—Fue una casualidad. Nos encontramos en el cementerio un día en que fui a dejar unas flores a la tumba de una tía. Yo estaba triste porque no tenía donde llevarle flores a mi padre. Arturo estaba con otros jovenes haciendo un reconocimiento sobre alguien del que estaban investigando la causa de su muerte. Conversamos, me contó lo que hacían en su organización. Me pareció que en ese encuentro casual se manifestaba algo así como un mensaje misterioso de mi padre y de mi abuelo que me decían que era necesario investigar su muerte. No lo sé, fue un sentimiento, como una intuición. Y desde ese día me comprometí con la organización. Arturo me encantó por su valentía, por su búsqueda de la justicia, y como me gustaba mucho y yo también le gustaba a él, empezamos a salir.

—Hace cuánto tiempo fue ese encuentro.

—Exactamente cinco meses y dos días, lo recuerdo bien, ese día en que todo cambió para mí.

Mariella se quedó largo rato pensativa. Antonella esperaba que ella le dijera algo. Finalmente le escuchó decir:

—Antonella ¿puedo preguntarte si eres creyente de alguna religión? ¿Crees en Dios?

—Creo que Dios existe, sí, me considero cristiana, católica, aunque a mi manera porque no formo parte de ninguna comunidad. Pero tengo fe, sí. Y me encanta Jesús. Me enamoré de la persona de Jesús leyendo un librito titulado “Evangelio Laico Según Feliciano”. Después leí los Evangelios de verdad y me fascinan.

—Bien, entonces quisiera invitarte a que te pongas en presencia de Dios, y que luego te concentres en el recuerdo de tu padre y de tu abuelo. Trata de hacerlos presente en tu mente, en tu memoria. Y cuando llegues a tener una imagen, un recuerdo de ellos, simplemente ponlos en las manos de Dios, y déjalos ir hacia ese Dios misericordioso que los ama y que te ama a tí igual que a ellos. Hazlo ahora. Y hazlo después, cada vez que te recuerdes de tu padre y de tu abuelo. Verás que tu espíritu se sentirá libre y en paz, y que tu amor por tu padre y tu abuelo aumentará con su recuerdo.

Antonella cerró los ojos y se quedó en silencio. Mariella, a su lado, pasó su brazo por detrás y apoyó la mano en su hombro con afecto. Diez minutos después Antonella pareció despertar de un sueño. Miró a Mariella y le dijo:

—Hace tiempo que no sentía tanta paz en mi corazón.

Caminaron lentamente hacia el lugar donde Mariella había estacionado su automóvil. Mientras lo hacían Mariella preguntó a la joven:

—¿Has estudiado, o sabes algo de estadística?

—Sólo un poco. Lo que me enseñaron en el colegio. ¿Por qué me lo pregunta?

Mariella se detuvo, miró a Antonella a los ojos y le dijo:

—Porque según las leyes del azar, las coincidencias y las casualidades, que cuando nos ocurren creemos que son muy raras, son muchísimo más frecuentes de lo que tendemos a suponer. Yo lo aprendí hace poco. Me encontré un día, comprando en una verdulería, con mi amiga Matilde Moreno, la escritora. Justo estaba yo pensando en ella. ¿Te ha pasado algo así con personas que conoces, de estar pensando en ellas y justo encontrarlas?

—Sí, me pasa bastante, que me encuentro, o que me llaman por teléfono, personas en las que estoy pensando.

—¿Sabes lo que me dijo Matilde? Me dijo que en los últimos días más de diez personas le habían dicho algo parecido, y que eso no tenía nada de raro, porque desde que se sabía que daría una conferencia y la noticia estaba difundiéndose en las redes, no era extraño que las personas se acordaran de ella. Me contó que sus libros se estaban vendiendo mucho más que de costumbre, porque su nombre aparecía en las redes y se había viralizado. Le comenté que con eso ella echaba por tierra mi creencia de que tengo una capacidad intuitiva muy desarrollada. Me contó entonces que en una charla en el IFICC a la que asistió, un matemático preguntó qué probabilidad existe de que en una sala donde se encuentran por casualidad 24 personas, dos de ellas tengan su cumpleaños el mismo día. Todos dijeron que la probabilidad era muy pequeña, entre el 1% y el 10 %. Pero la respuesta verdadera, para cualquier grupo de 24 personas que se encuentre por casualidad en un lugar, la probabilidad matemática de que dos de ellas cumplan el mismo día, es del 50 %. ¿No es sorprendente?

—En mi curso del colegio había una compañera que cumplía el mismo día que yo, y nos hicimos amigas porque pensábamos que algo tan especial nos unía.

Mariella se detuvo entonces para decirle:

—Antonella, tu interpretaste el encuentro con Arturo en el cementerio como si fuera algo muy especial; algo que ocultaba un mensaje de tu padre y tu abuelo. Pero en verdad pienso que no hay nada de eso. La probabilidad de que en el cementerio se encuentren dos personas que van allí por motivos que tienen alguna conexión es muy alta. Tu fuiste al cementerio y recordaste a tu padre y a tu abuelo. Arturo fue, y probablemente va a menudo, porque está trabajando en el tema de las víctimas por violación de los Derechos Humanos. Yo creo, de verdad, que en el encuentro entre ustedes no hay escondido ningún mensaje de tu padre y de tu abuelo, como me dijiste. Tal vez no sabes que los grandes maestros espirituales, que ellos sí saben de mensajes divinos y espirituales, no le dan importancia a los encuentros casuales.

—¿Qué me quiere decir con todo esto?

—Te quiero decir, querida Antonella, que tú no tienes ninguna petición de tu padre ni de tu abuelo para que investigues sobre su muerte. Tú no tienes ningún deber u obligación con ellos, de hacer algo así. Si quieres hacerlo, será solamente porque así lo decides tú misma, libremente.

Cuando, minutos después, Mariella llevaba en su automóvil a Antonella a la casa de su madre, le dijo:

—Antonella, pienso que debes buscar la realización de tus sueños. Eres joven, debes mirar hacia adelante. Es tu vida, la tuya propia, la que debes orientar según lo que deseas hacer, y siendo fiel a tí misma. No te quedes mirando hacia atrás, que no te atrape el pasado. Deja a tu padre y a tu abuelo en las manos de Dios. Es el consejo que te puede dar alguien que ya te quiere mucho y que desea lo mejor para tí.

Esa noche Antonella durmió con la tranquilidad que no había tenido desde hacía meses. Despertó pensando que tal vez Arturo no era el hombre de su vida.

 

***

 

Dos días después Mariella tuvo la conversación con Arturo. El lugar del encuentro fue una sala de CONFIAR. Cuando el joven llegó Mariella lo saludó sonriente y con afecto. Arturo, desconfiado, le dió la mano diciendo:

—Señora, he venido a hablar con usted sólo porque Antonella me lo ha pedido. Ella me contó algo de lo que conversaron el otro día. Yo le adelanto, señora, que no creo en Dios ni en el amor de los cristianos.

—¿En qué crees, Arturo?

—Creo en el ser humano, creo en la lucha por la justicia, creo que es posible construir un mundo nuevo, para lo cual debemos hacernos fuertes. Porque el enemigo que nos oprime y explota es poderoso. En eso creo, de verdad, señora Mariella.

—Me parece muy bien, Arturo, yo también creo en todo eso en que crees tú. Lo creo de verdad.

Tomaron asiento, Mariella le acercó una bandeja con galletas que había preparado Josefina, la secretaria de Tomás Ignacio, y le ofreció una taza de té. Después, mirando a Arturo a los ojos le dijo:

—Si creemos en lo mismo, en las capacidades del hombre, en la lucha por la justicia, y en que un mundo mejor es posible y está en nuestras manos construirlo, te propongo que reflexionemos juntos en los modos en que podemos lograrlo.

Arturo la miró desafiante. Luego dijo enfáticamente:

—Yo tengo claro lo que hay que hacer. Lo primero es derrotar a los que nos oprimen, vencer a los malos, y para eso hay que luchar. Me parece obvio. Y los primeros pasos son para meter a la cárcel a los asesinos, a los criminales que violaron los Derechos Humanos y que, de ese modo, usurparon el poder, destruyeron la democracia y mantienen sometido al pueblo.

—Yo pienso que hay que juzgar y castigar a los culpables de los crímenes para que prime la justicia y que sobre esa base podamos construir una sociedad más fraterna. Pero dime, Arturo ¿has pensado que esos que tu consideras enemigos, que son ya demasiado poderosos y fuertes, si se los combate se esforzarán en hacerse todavía más fuertes, y que la represión puede llegar a ser todavía peor?

—Sí, lo he pensado, y es lo que se necesita. Se llama “agudizar las contradicciones”. Cuando la represión sea más fuerte, más la población tomará conciencia y reaccionará, finalmente, rebelándose.

—Pero, entonces, entre un poder represivo que se habrá hecho más fuerte, y una población en lucha por la justicia, seguramente habrá muchas muertes, muchas víctimas, grandes violaciones a los Derechos Humanos incluso contra personas inocentes. ¿No te parece que de ese modo no avanzamos hacia esa sociedad mejor que queremos?

—Lo que no me parece— respondió irritado Arturo —es el pacifismo, el poner la otra mejilla, que es la ideología de los débiles. El futuro será de los fuertes, de los que logremos vencer a los poderosos y que, conquistando el poder, estableceremos en el mundo una sociedad nueva. Ese es mi sueño, señora, un sueño grande, no como los sueños pequeños de las personas débiles.

Mariella pensó que en eso que decía Arturo había mucho de fascismo; pero no se lo dijo sabiendo que hacerlo tendría solamente el efecto de irritarlo más de lo que ya estaba. Pensó en Antonella, cuyos sueños hermosos y limpios eran de esos que Arturo consideraba pequeños y propios de personas débiles. Pasó por su mente preguntarle muchas cosas de su vida personal, para comprender mejor los motivos de ese modo de pensar, de sentir y de actuar del joven; pero el momento no era el apropiado. Sintió que había fracasado en la comunicación con el joven. No había sabido llegar a su corazón. Sólo le quedaba esperar que, en algún momento futuro él pensara en las preguntas que le había formulado. Lo miró con tristeza y le dijo, en un último intento de llegar a conmoverlo:

—Arturo, tu eres joven, idealista y entusiasta. Tienes mucho que dar a la sociedad que con justa razón quieres transformar. Si tu objetivo es construir un mundo nuevo, no dejes que te atrapen los conflictos del pasado. Para transformar el mundo debemos liberarnos de las estructuras dadas, que son la sedimentación del pasado. Para crear una nueva sociedad debemos llegar a ser libres, autónomos respecto de las estructuras y de los hechos del pasado, que nos limitan y condicionan. La autonomía se alcanza subiendo a un nivel superior. Antonio Gramsci decía que para ser autónomo hay que ascender hasta llegar a una posición más alta, inaccesible al campo adversario.

Arturo no pareció entender lo que Mariella le decía, pero le interesó la referencia a Antonio Gramsci, un autor del que había oído decir que había sido un gran visionario. Y percibiendo la tristeza en la mirada de la mujer le dijo:

—No se preocupe, señora. Yo continuaré en la lucha, y pensaré en lo que usted me ha dicho.

No quedaba nada más que hacer. Mariella lo invitó a la conferencia de Matilde Moreno diciéndole que si quería le podía conseguir una entrada.

—Gracias, señora, no es necesario que se moleste, pues ya ella misma me pasó dos entradas y espero ir con Antonella.

 

***

 

Juan continuaba leyendo la novela de Matilde, a su ritmo, pausadamente, saboreando cada episodio, reflexionando sobre cada idea y cada emoción que expresaban los personajes. Estaba tan entretenido que al mismo tiempo que quería avanzar de un capítulo al siguiente, deseaba detener el avance para no llegar tan pronto al final, en que ya no continuaría gozando de la lectura.

Le encantaba el modo en que Matilde captaba los sentimientos y las emociones de los personajes, y cómo iban sutilmente modificándose por efecto de la intervención extraterrestre que potenciaba sus emociones. Encontraba genial el modo en que describía cómo los afectos se convertían poco a poco en amor, la amistad en fraternidad, el enojo que provocaban las injusticias en ira e indignación incontenibles. Las personas se enternecían ante el sufrimiento de los animales, y llegaban a llorar cuando veían talar un árbol. Ya no resultaba extraño que las personas se abrazaran en las plazas y en las calles, expresando libremente sus emociones. Todo indicaba que esta vez el experimento salvador del planeta que potenciaba los sentimientos y emociones estaba dando los resultados esperados.

Pero empezaban a ocurrir algunas exageraciones y a manifestarse también afectos y emociones contradictorias. No a todos les parecía bien que sus novias se besaran amorosamente con sus amigos, y ellas tampoco apreciaban que sus parejas se excedieran al manifestar sus afectos a mujeres desconocidas solamente porque eran muy bellas. Los celos y las envidias eran emociones que también se sentían con intensidades crecientes. Y ello generaba conflictos y rupturas.

Estas exageraciones no llegaronn a alarmar a los Observadores Intergalácticos hasta que empezaron a manifestarse emociones colectivas que afectaban a poblaciones enteras. La identificación con el club deportivo al que se amaba, el sentido de pertenencia a una determinada clase social, el fervor patriótico, el afecto que encendía las pasiones religiosas, se presentaban con creciente intensidad, hasta el punto de que se generaban confrontaciones que se agudizaban llevando a ciertos grupos a enfrentarse a golpes, y a sociedades enteras al borde de conflictos bélicos.

Analizando los comportamientos humanos los Observadores llegaron a la conclusión de que había dos emociones muy fuertes cuya exacerbación estaba demostrándose muy peligrosa. Por un lado, el sentimiento de pertenencia a un grupo, sea éste la familia, el clan, el partido, la clase, la iglesia, la patria. Por otro lado, la emoción que producía la posesión de bienes, lo que llamaban la ‘propiedad privada’. Desde muy pequeños se despertaba en los humanos la emoción profunda por ‘lo mío’, el sentirse dueño de las cosas, y esa emoción incrementada se convertía en avidez y en envidia, que distanciaban a los humanos y los ponían unos contra otros, dando lugar a la competencia más desenfrenada.

La conjunción entre ambas emociones exacerbadas era realmente explosiva, de modo que, cuando las manifestaciones colectivas de ellas amenazaron la paz entre las Naciones con el inminente peligro de que se desatara una Quinta Guerra Mundial, los Observadores comunicaron al Consejo Intergaláctico que también el segundo experimento tendiente a salvar el planeta estaba fracasando, y que era mejor interrumpir con urgencia la intervención sobre los afectos y emociones de los humanos. Esta vez los Observadores no tenían ninguna propuesta, y alarmados por la situación existente en la tierra solicitaron formalmente que se diera por concluida su tarea y que les permitieran abandonar un mundo tan peligroso.