Capítulo 18 - LA VIGILANCIA Y LA ÉTICA

XVIII. La vigilancia y la ética.


Solojuán se sentó en la primera fila. Había llegado temprano con la intención de encontrarse con la escritora. Un minuto antes de que comenzara la conferencia un destello le anunció que tenía un mensaje. Era Osmán. “Me alegro de verte aquí. El conferencista es muy bueno en su tema, un estudioso de las civilizaciones”. Juan Solojuán se puso de pie y se giró para ver donde se encontraba Osmán. Alertó nuevamente el celular: “No me busques. Estoy cruzando en este momento el Ecuador a 15.000 millas de altura, atento a la conferencia”.

Juan se sentó. El maldito nos está vigilando, y escuchará todo lo que aquí se diga. Iba a responder a Osmán haciéndole ver su molestia por la vigilancia que hacía de ellos a distancia, pero ya no había rastro de los mensajes ni del remitente. En ese momento Ambrosio Moreno subía al estrado. Era un hombre joven, alto y buen mozo, lo que sorprendió a Juan que se había imaginado encontrar una persona mayor y de barba larga según el estilo de moda entre los docentes universitarios. Pensó que Matilde, la escritora de ciencia ficción que admiraba y que sabía que era la hermana menor de Ambrosio sería también bastante más joven de lo que creía. Recorrió nuevamente con la vista el auditorio con la idea de identificarla, pero evidentemente no se encontraba entre el público. El conferencista saludó a los presentes, que no eran más de quince personas, la mayoría de la tercera edad, les agradeció su asistencia e interés por el tema de la charla, y comenzó diciendo:

La delincuencia es el problema más grave que enfrenta hoy la sociedad. Y muchos nos preguntamos qué se puede hacer.

El celular de Solojuán se iluminó un segundo con un mensaje de sólo dos palabras: “Empezó bien”.

Es una creencia muy generalizada – continuó el historiador – que las personas se comportan correctamente porque así se los indican la conciencia moral y la razón. Esta es una verdad muy parcial, porque la conciencia moral y la razón requieren haberse formado, educado y desarrollado en cada individuo para que tengan efectiva capacidad de guiar el comportamiento. Y esta formación ha sido históricamente, y es actualmente, algo que no muchas personas han experimentado en el grado y con la coherencia suficientes para guiar la conducta. Sin una sólida formación moral las personas actúan según su conveniencia e interés. La verdad es que los seres humanos, en gran proporción, tenemos una fuerte y casi irresistible propensión a delinquir cuando nos encontramos en dos situaciones, que son aparentemente contrarias pero que tienen un elemento en común. Una es cuando estamos solos y nadie nos ve ni se fija en lo que hacemos. Los chicos de una escuela se comportan razonablemente bien cuando son vigilados por el docente; pero se desatan los malos comportamientos cuando quien los vigila se ausenta por alguna causa cualquiera. Ese comportamiento no es sólo de los chicos sino también de muchos adultos. La otra situación que favorece el delito y la mala conducta se da cuando las personas están inmersas en una multitud o en medio de un mar de gente donde no pueden ser reconocidos.

El público era tan reducido que el conferencista pudo notar que los asistentes de mayor edad asentían moviendo la cabeza, mientras que los tres más jóvenes esquivaban su mirada, tal vez sintiéndose en cierto modo reprendidos. Solojuán permanecía impasible.

Lo que tienen en común estas dos situaciones – continuó – es que en ellas las personas no emiten información sobre sí mismas ni sobre lo que hacen, y creen que nadie las observa, ni las conoce ni se fija en ellas. No cabe duda de que los pecados y delitos son cometidos, la inmensa mayoría de las veces, en la oscuridad, anónimamente, sea porque el malhechor se ha escondido o porque no puede ser reconocido al estar oculto en medio de una masa de seres indistintos y no identificables. No digo que cuando las personas se encuentran en esas situaciones necesariamente delinquen; por eso hablo de propensión a delinquir, que indica que en esas situaciones se debilitan los resguardos que nos impiden actuar mal, de modo que la tentación de pecar se manifiesta sea en el pensamiento o en la imaginación, lo que aumenta la probabilidad de que ello se traduzca en el mal comportamiento y en la mala acción.

Juan pensó que lo que decía el conferencista era obvio, de simple sentido común, y se explicaba fácilmente por el miedo al castigo, que se evita si el malhechor no es descubierto. Fue precisamente lo que escuchó enseguida.

Es evidente que lo que desea todo individuo potencialmente delincuente es evitar el castigo que merezca su mala acción, peligro que se evita o disminuye al ocultarse la acción. Pero no parece que se trate solamente de eso. Además del temor al castigo influye en el comportamiento la opinión que los demás se formen sobre uno. Todos, o casi todos, deseamos que los demás piensen y tengan una buena opinión sobre nosotros, y nos interesa y gusta que nos consideren buenas personas. Nos interesa y nos gusta ser bien vistos y proyectar una buena imagen.

Premio y castigo, pensó Juan adelantándose a lo que diría el charlista, que continuó:

Ciertamente las personas que tienen una buena reputación son valoradas socialmente, lo que suele generarles beneficios de diversos tipos. Es el premio al buen comportamiento, el reconocimiento social que todos apreciamos. Hacer buenas obras en público, comportarse bien en la comunidad, y delinquir en privado y sin que nadie lo descubra, significa normalmente obtener beneficios y premios por lo bueno, y evitar los costos y castigos por lo malo.

Ambrosio Moreno hizo una pausa y nuevamente recorrió con la mirada al público. Con la excepción de una pareja de ancianos que se había dormido, la mayoría de los asistentes se mantenía atento a sus palabras; pero el charlista tenía buenas razones para pensar que lo que hasta el momento había explicado no constituía para nadie algo que no supieran, ni menos que los pudiera sorprender. Pero su intención no era decir algo extraordinario o sorprendente, sino conducir al público hacia una mejor comprensión de la realidad. Continuó su razonamiento.

Lo que he dicho hasta aquí les parecerá obvio. Pero debemos dar un paso más, y prestar atención a la relación entre la conciencia moral, la vigilancia, el temor al castigo y el deseo del premio. Veremos que son posibles diferentes combinaciones entre estos factores, y son ellas las que en definitiva determinan el comportamiento de las personas. La hipótesis que quiero ilustrar y explicar es que la vigilancia y el premio y el castigo, influyen sobre los comportamientos individuales y sociales en alguna proporción diferente según el grado de presencia y vigencia que tenga la conciencia moral y la razón en las personas. Para mostrarlo debo referirme a las diferencias que se han dado en el comportamiento humano en el pasado y en el presente, para llegar a proponer algunas previsiones sobre lo que probablemente sucederá en el futuro.

Durante los siguientes quince minutos el historiador se explayó mostrando con interesantes ejemplos cómo en las sociedades tribales antiguas, en las pequeñas aldeas medievales, y en las comunidades campesinas y poblados relativamente aislados, las personas se comportaban bastante correctamente desde un punto de vista ético. En efecto, allí los robos eran escasos, se decían pocas mentiras y los homicidios ocurrían rara vez. Excepto, claro está, en los casos en que era la colectividad, o grupos sociales numerosos, los que se enfrentaban con otros grupos con intereses opuestos o con comunidades y etnias vecinas que los amenazaban, o frente a extranjeros que les generaban desconfianza. En tales casos los desbandes colectivos llegaban a ser extremadamente crueles.

Estos hechos sugieren que, efectivamente, los comportamientos correctos requieren una alta dosis de vigilancia social, toda vez que en esas sociedades pequeñas las personas se conocían y una de sus actividades habituales era estar atentas a lo que hacían los demás. Cada uno vigilaba a sus vecinos, y sabía que era vigilado por ellos. Dicho de otro modo, el conocimiento y la vigilancia mutua son rasgos destacados de la vida comunitaria en sociedades pequeñas. En cuanto al enfrentamiento y la crueldad contra quienes se consideraba enemigos, podría suponerse que se debía precisamente a la desconfianza respecto de personas y grupos que poco conocían y que no podían vigilar.

Sin embargo – continuó explicando el historiador – las posibilidades de que esos aldeanos y personas del pueblo pudieran infligir castigos y otorgar premios eran muy limitadas. En efecto, tanto el castigar como el premiar no eran atribuciones de la gente sencilla, ésa que se conocía y vigilaba mutuamente, sino que estaba en manos de individuos y grupos reducidos que ejercían el poder sobre las comunidades, a las que conocían poco y sólo indirectamente, pues no estaban en contacto directo con ellas. Experiencia común era que resultaban premiados por los poderosos, personas más bien perversas que se ponían a su servicio y que muchas veces actuaban como verdaderos verdugos contra sus semejantes, mientras que personas buenas y fieles eran a menudo duramente castigadas. Vemos, así, que la hipótesis del buen comportamiento como efecto directo del castigo y del premio social derivado de la vigilancia no es tan decisivo como pareciera a primera vista. Si bien estos factores tenían un papel importante en aquellas sociedades, debemos suponer que habría allí otros elementos tanto o más determinantes. Factores que no hay que buscar en el entorno social, sino en la intimidad de cada persona. Me refiero a la ética de las virtudes y a la conciencia moral, que actúan desde el interior de las personas, por auto-control y auto-guía.

Ambrosio Moreno cogió un vaso que le habían dejado en la mesa y bebió un sorbo. Juan se distrajo pensando que un hombre como el conferencista debiera estar siendo escuchado por un público numeroso y no por un grupito de jubilados, dos o tres de ellos acompañados por nietos o sobrinos encargados de cuidarlos. El conferencista retomó el razonamiento.

A la ética y la conciencia moral se asociaba casi siempre la religión. Esta reforzaba el auto-control por la creencia de que los individuos estaban permanentemente vigilados por Dios, que dispensaría en esta vida y sobre todo después de la muerte, premios y castigos: la felicidad completa o el fuego eterno. Adviértase que se trataba de un premio y un castigo tan desproporcionados respecto a la relativa bondad o maldad de nuestras buenas o malas acciones, que bien valía la pena mantenerse dentro de márgenes razonables. Cabe señalar también que la ética y la moral de las virtudes tienen un carácter eminentemente individual, razón por la cual los comportamientos crueles en que incurrían e incurren los colectivos y las multitudes (aún si compuestas por personas habitualmente buenas y controladas), no se encuentran guiados por la conciencia individual. Y sucede con la religión, que tiene una dimensión personal pero es también colectiva o social. En cuanto las creencias e identidades religiosas son capaces de movilizar multitudes, muchas veces fueron y son todavía causa de guerras, de conflictos violentos y de comportamientos bárbaros y crueles, enteramente carentes de moral y de conciencia.

La señora que se había dormido abrió los ojos. Al darse cuenta de que su marido empezaba a roncar lo despertó propinándole varios golpes nerviosos con el codo y hablándole al oído.

Cariño, despierta. Parece que está hablando de religión. Eso te interesa.

Creyó que lo dijo en voz baja, pero como era bastante sorda y también su marido, fue oída por los asistentes que estaban cerca y que no pudieron evitar sonreírse.

El hombre reaccionó: – Calla, mujer ¿no ves que quiero escuchar lo que dice?

Esta vez fueron muchos, incluido Juan Solojuán, los que no pudieron contener la risa.

La pantalla del celular de Juan se iluminó con la imagen de un monito sonriente que repetía: “¡No te rías! ¡No te rías!”.

Sin entender el motivo de la inesperada alegría del público el historiador continuó disertando.

Aldous Huxley, un gran escritor que fue capaz de prever una sociedad futura donde los individuos se encontrarían vigilados al detalle por el que George Orwell llamó “el gran hermano” dejó escrito lo siguiente: «“Donde dos o tres se reúnan en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”, dijo Jesús. Pero en medio de doscientos o trescientos la presencia divina se hace más problemática. Y cuando el número alcanza el nivel de los miles y de las decenas de miles, las probabilidades de hallarse Dios en medio de ellos y en la conciencia de cada uno, disminuyen a tal punto que se reducen a cero. Porque es tal la naturaleza de una multitud excitada que allí donde se reúnen dos mil o tres mil individuos en masa, allí brilla necesariamente por su ausencia, no solamente la deidad sino la misma humanidad común a todos. El hecho de pertenecer a una masa humana le roba al hombre la conciencia de ser él su propio yo y le arrastra a estamentos inferiores, a las honduras de un reino donde lo personal no cuenta, ni siquiera existe, donde no existen responsabilidades, donde no existen lo derecho ni lo entuerto, donde no hay necesidad de un pensamiento de discriminación y de juicio, sino solamente un intenso y confuso sentido de descomunal gravitación, un masivo interés de instigamiento, una enajenación de rebaño».

El conferencista hizo una pausa con la intención de que los asistentes sopesaran la importancia de sus últimas afirmaciones. Enseguida continuó.

Acerquémonos ahora al presente, a nuestras grandes ciudades modernas, donde habitan cantidades gigantescas de individuos en edificios de altura que a veces parecen verdaderos guetos verticales, o en poblaciones donde cientos de miles de personas se concentran en pequeñas viviendas todas iguales, adheridas unas a otras y distanciadas por calles estrechas. Podría uno imaginar que en esos contextos donde los individuos pueden mirarse, escucharse y vigilarse incluso desde las ventanas y sin salir de sus viviendas, y encontrarse por millares en las calles, plazas y lugares de concentración urbana, y apretujarse en los medios de locomoción colectiva, las personas ejerzan una estrecha y constante vigilancia muta. Pero no es así. En realidad, las grandes ciudades son asentamientos humanos en los que la cercanía física de los individuos es inversamente proporcional al conocimientos que tienen unos sobre otros. Cada una ensimismada en sus propios asuntos, negocios, compras y diversiones, las personas no se hablan, no se escuchan, ni siquiera se miran, y casi nada saben de sus vecinos.

Ambrosio Moreno se sirvió un sorbo de agua. Justo en ese momento sonó un celular que alguien había mantenido abierto no obstante al comenzar la conferencia se pidió al público que los apagara o mantuviera en silencio. El historiador continuó.

Ese celular que acaba de sonar nos recuerda distinguir entre dos situaciones muy diferentes, separadas por la introducción masiva de las tecnologías de la información y las comunicaciones, con Internet y las redes sociales. En las grandes ciudades, antes de la irrupción de la informática y de la computación, la seguridad y la confianza de los habitantes de las ciudades se fueron poco a poco degradando. La delincuencia fue aumentando en la misma medida en que la moral y la religión fueron perdiendo vigencia. Esto ocurrió porque las relaciones comunitarias y la vigilancia mutua dejaban de ejercitarse. Se corrompieron los gobernantes y las élites económicas, políticas, intelectuales y religiosas, y también poco a poco la gente común y corriente.

Juan notó que los tres jóvenes se movieron en sus asientos y que recién al escuchar que se mencionaban las tecnologías comenzaron a interesarse.

- Todo eso cambió con la irrupción de Internet, la informática y las redes sociales, pero fue sólo por un tiempo. Al comienzo los ciudadanos, empoderados por el acceso a la información y por la capacidad adquirida de emitir sus propios mensajes, efectuaban una eficaz vigilancia sobre las autoridades del Estado, las empresas y las élites religiosas y culturales. Ello derivó a menudo en la caída de connotados políticos, el encarcelamiento de empresarios, el desprestigio de líderes religiosos y culturales, incluso de altos mandos militares. Las propias instituciones en que las personas descubiertas en actos de corrupción o en comportamientos sexistas, xenófobos, racistas, homofóbicos o pedófilos, temiendo perder su reputación y el apoyo de los consumidores o adherentes, se preocuparon de castigar a los denunciados, incluso antes de que la justicia pudiera comprobar la veracidad de las acusaciones.

Notando el charlista que sus palabras despertaban el interés de los tres jóvenes presentes su mirada se fijó en ellos mientras continuó explicando.

- Ese empoderamiento ciudadano no duró mucho, porque poco tiempo después – me refiero a la segunda y tercera década del siglo XXI – la vigilancia cambió de dirección, y los poderosos de los mercados y de los Estados comenzaron a ejercer una estrecha vigilancia sobre los subordinados, los consumidores, los movimientos sociales y los ciudadanos todos. La vigilancia se extendió capilarmente, de modo que se acabó la privacidad para todo el mundo. No solamente operaban cámaras que registraban el desplazamiento de las personas en las calles, plazas y lugares donde transitaba la gente, sino que la información que cada persona emitía a través de sus celulares y computadores, en la intimidad de su hogar o en cualquier lugar y momento, dejaba huellas y era trazable al detalle. Esa vigilancia de la población y la completa pérdida de la privacidad fueron justificadas con el argumento de que quien nada malo hace, nada debe temer, mientras que con ellas se garantizaba un eficaz control de los delincuentes, traficantes de drogas, asesinos, ladrones, pedófilos, xenófobos, machistas, extremistas, terroristas, extranjeros, y un largo etcétera, esto es, de todo individuo o grupo de individuos que cualquier persona pudiera imaginar que fuera una amenaza o un peligro para su seguridad. En ese contexto, porque el comportamiento delictivo no podía ocultarse y por temor al castigo, los comportamientos negativos disminuyeron en las ciudades. Pero este mejoramiento duró poco, y nos encontramos hoy en una situación en que, habiendo desaparecido enteramente la privacidad, y estando todos vigilados permanentemente, proliferan el delito, la delincuencia, el narcotráfico, la mentira, la corrupción. Ya no está operando aquello que dije al comienzo: que la propensión a delinquir aumenta cuando las personas pueden ocultarse y no ser descubiertas y disminuye cuando es alta la vigilancia. ¿Cómo podemos explicarnos que, existiendo tanta vigilancia y siendo prácticamente imposible ocultarse, el delito haya aumentado tanto? ¿Por qué los delincuentes abundan y actúan abiertamente y a rostro descubierto?

Ambrosio Moreno recorrió nuevamente el público con la mirada esperando que alguien intentara una respuesta. Juan Solojuán levantó la mano y el charlista le ofreció la palabra.

Lo que creo – dijo Juan – es que los delincuentes se dieron cuenta de que sus fechorías quedaban impunes. O sea, se disolvió el nexo que antes existía entre el conocimiento público del delito y el castigo que se supone que merece quien lo comete.

Correcto – confirmó el historiador. – Pero entonces hay que preguntarse por qué se disolvió ese vínculo entre el delito y el castigo, a pesar de la vigilancia y del conocimiento público del malhechor. ¿Cuál cree usted que es la causa de esa ruptura?

Juan respondió: – Las instituciones policiales y de justicia han dejado de cumplir sus funciones, o las cumplen de modo muy deficiente.

Nuevamente se encendió el celular de Juan. Esta vez era una carita inocente que decía “Y yo que confiaba en que la policía nos defenderá de los bandidos”, seguida de un emoticón de diablo riendo a carcajadas.

El mensaje de Osmán distrajo a Solojuán, que ya no atinó a responder al conferencista que ahora preguntaba por la causa de que la policía y la justicia hubieran dejado de castigar a los delincuentes. Como no obtuvo respuesta Ambrosio Moreno explicó:

Para que la vigilancia sea suficiente para desalentar la delincuencia es necesario que exista en la sociedad una cierta base de conciencia moral difundida socialmente. Que un porcentaje consistente de la población condene los delitos no por miedo al castigo sino porque les repugnan a su conciencia. En ausencia de esta moral socialmente difundida, o si ella es manifiestamente minoritaria, no existe en la sociedad la fuerza suficiente para que se proceda a castigar los actos que atentan contra la propiedad, la vida, el bienestar y las buenas costumbres. Si la mayoría de la población carece de conciencia moral, la vigilancia recíproca y el conocimiento de los comportamientos delictivos genera más bien el efecto contrario, a saber, que los delitos resultan premiados y no castigados. La reputación favorable se alcanza no por el buen comportamiento sino por el malo, destacándose especialmente el actuar de los delincuentes más audaces. Vuelvo al ejemplo de esos escolares que se comportan razonablemente bien cuando son vigilados por el docente, pero se desatan en comportamientos cuando quien los vigila se ausenta. Pues bien, cuando son esos muchachos mal formados éticamente los que vigilan en grupo y se vigilan mutuamente, se convierten en cómplices de sus desmanes y hacen bullying a los compañeros que se distancian de sus comportamientos innobles. En cualquier grupo social sin valores morales se produce una naturalización del delito. Y esta es, creo yo, la situación en que estamos.

La pareja de ancianos se puso de pie interrumpiendo al orador. La mujer sintió que debía explicarse. Dirigiéndose al conferencista exclamó con voz trémula:

Discúlpennos, señor. Debo acompañar a mi marido que tiene una urgencia. La edad, usted entenderá....

No hay problemas, no se preocupen – les dijo Ambrosio Moreno que sólo continuó la charla cuando los ancianos se alejaban por el pasillo central tomados del brazo.

La pregunta que imagino que ustedes se estarán planteando es ¿hacia dónde nos conduce esta situación? Y enseguida ¿es posible cambiar el rumbo, y cómo hacerlo? Mi conocimiento de la historia de las civilizaciones me lleva a sostener que lo que está ocurriendo actualmente en nuestras sociedades occidentales es la fase terminal de una civilización, y que esta civilización en que vivimos, con sus sistemas económicos y sus instituciones políticas, colapsará muy pronto. Y me atrevo a vaticinar que la etapa final, esto es, la próxima situación histórico-política que conoceremos, será una dictadura muy brutal, ejercida por una pequeña élite de poder económico, político y militar, pero que contará con el apoyo pasivo de las masas. Tardará tal vez algunos años, no muchos, en llegar; pero lo hará por la sencilla razón de que la delincuencia, que va avanzando desde la periferia del poder hacia el centro, desde las clases populares hacia las clases altas, amenazará cada vez desde más cerca la propiedad y la vida de las élites económicas, políticas y militares. En ese momento actuarán empleando todo el poder, y desarrollarán una lucha sin cuartel contra la delincuencia y para restablecer el orden social, empleando todos los medios de que dispongan. Y como la crisis económica, social y política se encuentra agravada por el cambio climático y el deterioro del ambiente, que finalmente habrán llegado a afectar también la vida de esos sectores que han estado más protegidos, la dictadura asumirá un carácter fuertemente ecologista y ambientalista, sin importar el costo social que tengan el cierre de industrias contaminantes, el desempleo y la carestía. Como les decía, el pueblo, las masas, aplaudirán la instauración de esa dictadura porque la verán como la salvación, no solamente del planeta sino de sus propias vidas. Algo que, por lo demás, comienza a apreciarse en la demanda de orden y de drásticas medidas que están exigiendo grupos y movimientos sociales crecientemente indignados con lo que está ocurriendo.

Una mujer levantó la mano. Era la única entre los adultos que pudiera tal vez contar menos de sesenta años. Sin esperar que le ofrecieran la palabra preguntó con voz angustiada:

¿Qué podemos hacer, señor, para revertir esta situación, terminar con la delincuencia e impedir esa dictadura cruel que usted nos anuncia?

Uno de los asistentes jóvenes, convencido de que sabía la respuesta levantó la mano. Ambrosio Moreno le dio la palabra.

Hay que hacer una revolución, hay que cambiar las estructuras para que cambien las personas. Debemos exigir una nueva economía, sin injusticias ni explotación; y una nueva política orientada al bien común. Eso dará como resultado personas con conciencia social y espíritu solidario.

Tres o cuatro débiles aplausos avalaron la propuesta. Otra mano, esta vez de un hombre mayor. se alzó:

La educación, pienso yo, es la solución. Hay que educar a los niños, a los jóvenes, y hay que re-educar a los adultos. Lo que tenemos actualmente es un sistema educacional que no forma en valores, y al revés, las escuelas a menudo son lugares de aprendizaje del individualismo, del arribismo social, de la drogadicción y el alcoholismo. Lo que hay que hacer, creo yo, es educar en valores, enseñar las virtudes, el respeto, la abnegación, la responsabilidad.

Varias voces expresaron en un murmullo que compartían lo escuchado. Juan Solojuán fue el único que, moviendo la cabeza, parecía no estar de acuerdo. Iba a levantar la mano para exponer su punto de vista pero lo detuvo el chasquido del celular. La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que, por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias, y que el propio educador necesita ser educado”.

Juan levantó las cejas, sorprendido: ¿Será que Osmán no sólo nos vigila, nos mira y escucha, sino que nos lee también el pensamiento? Porque, en efecto, había pensado comenzar su intervención con esa muy conocida pero siempre descuidada afirmación de Carlos Marx en su Tercera Tesis sobre Feuerbach.

Como nadie pidió la palabra el conferencista continuó:

Carlos Marx escribió miles de páginas, gran parte de ellas equivocadas; pero en su juventud expresó en una frase directa y sencilla algo muy sabio, que después olvidó y que en realidad contradice los principios básicos del marxismo.

Ambrosio Moreno abrió un pequeño aparato electrónico y leyó el texto exacto del mismo mensaje recibido por Juan. Éste comprendió que no era que el maldito leyera en su mente sino que tenía acceso directo al Intercomunicador Audiovisual del conferencista. Nuevamente pensó en expresarle su enojo por esa intromisión en la privacidad, pero no tenía modo de contactarlo y, además, pasó por su mente que quizás no fuera tan malo que en ARKINSULAND guardaran los escritos y apuntes del historiador, que dejando sobre la mesa el dispositivo continuó explicando el sentido de la tesis que acababa de leer.

No hay cómo cambiar las estructuras económicas y políticas, las “circunstancias” a las que se refiere Marx en ese texto, si no hay muchísimas personas conscientes y decididas que las conciban, las creen, las organicen, las desarrollen, y vivan conforme a ellas. Somos los hombres y las mujeres reales y actuales, los únicos que podemos crear una economía justa y solidaria, una sociedad mejor, una nueva civilización. Y en este contexto en que se han perdido los valores y la conciencia moral. y en que abunda la delincuencia, no es razonable esperar un cambio como el que sería necesario. No existen los hombres y mujeres suficientes para crear algo distinto. Y entonces, se piensa, hay que comenzar por la educación de las personas. Está bien; pero ¿dónde están los educadores virtuosos que puedan formar a las personas en las virtudes y en la ética indispensables?

Ambrosio Moreno guardó silencio dejando pensativos a los asistentes. Estaba llegando al final de la charla. Continuó:

Lamento tener que decirles, porque es mi deber no engañar a nadie, que las tendencias en curso continuarán predominando y que lo más probable es que en pocos años más se establezcan en muchos países esas dictaduras que, con mucha violencia y crueldad, impondrán el orden y se esforzarán por revertir el deterioro del medio ambiente. ¿Qué podemos hacer? Pienso que hay dos cosas muy importantes que debemos realizar desde ahora mismo y antes de que sea demasiado tarde. La primera es prepararnos para sobrevivir en unas circunstancias cada vez más complicadas, aprender a vivir con poco, hacernos lo más autónomos que podamos. Lo segundo, que es el mejor modo de realizar lo primero, es solidarizar con aquellos grupos de personas que un poco por todas partes están creando y desarrollando iniciativas económicas, sociales y culturales alternativas, solidarias, cooperativas. Vincularnos a ellas y participar en ellas. En síntesis, partiendo de un cambio interior de nosotros mismos, ir creando desde lo pequeño una nueva civilización, esto es, un modo nuevo de vivir, de comportarnos, de relacionarnos, de habitar la Tierra. Es un proceso que ha comenzado en pequeña escala pero que está creciendo, y que puede requerir décadas e incluso siglos para desplegar todas sus potencialidades.

Y prepárense en serio para defenderse – fue el último mensaje que recibió Juan Solojuán en su celular.

No veo otra alternativa – concluyó Ambrosio Moreno. – A menos que surja en alguna parte, en algunos hombres y mujeres singulares, misteriosamente, por alguna gracia divina especial, una energía espiritual tan poderosa que produzca por sí misma una conversión acelerada de muchos. Ha ocurrido en la historia, pocas veces, pero ha ocurrido. O tal vez, como dejó escrito Ortega y Gasset, “sería necesaria una nueva revelación”.

Ambrosio Moreno dio por terminada la conferencia. Algunos breves aplausos y la sala se vació rápidamente. Juan se le acercó con la intención de hablar con él.

Muy interesante, en verdad, su exposición. Lástima que fuéramos tan pocos los asistentes – le dijo Juan.

Pues, eso no me preocupa mucho – respondió Ambrosio. – Habrá notado usted que no tengo gran aprecio por las multitudes. Cualquiera sea el número de asistentes a mis clases y charlas, me satisface imaginar que habrá en el público al menos una o dos personas que se interesen y que les sirva algo lo que expongo.

Juan pensó que esta vez lo habían escuchado dos personas con especial interés: él ahí presente y otro desde un avión a gran distancia y altura. Ambos dedicados a concebir y crear civilizaciones, y que habrían de tener muy en cuenta lo aprendido esa tarde.

En ese momento se acercó rápidamente una mujer joven que tomó del brazo al profesor.

Vamos, querido, que tenemos un compromiso. Debemos irnos ya, porque dejé el auto en la calle y como están las cosas ni la alarma ni la vigilancia sirven de nada.

Es mi esposa, Lucila – la presentó Ambrosio.

Juan Solojuán – la saludó éste estrechándole la mano.

Como la premura de Lucila era evidente y comenzaban a retirarse Juan explicó.

Soy un admirador de las novelas de su hermana Matilde. Vean que traje su último libro con la idea de que pudiera encontrarla y pedirle su firma.

Sí, una gran escritora – comentó Lucila.

Me gustaría conversar con usted, profesor, ¿es posible hacerlo en algún momento?

Ambrosio le pasó una tarjeta.

- Ahí tiene mi teléfono. Llámeme y podemos fijar un encuentro a la salida de una de mis clases en la Universidad.

- Muchas gracias, profesor. Lo haré sin falta. Le adelanto que me interesa mucho el tema de las civilizaciones. Cómo decaen y cómo comienzan.

Bien, entonces, espero encontrarnos cuando quiera.