XVI. Se descubre un secreto.
Rara vez Margarita entraba a la habitación de Rogelio. Lo habitual era golpear la puerta y si el hijo no respondía, se asomaba apenas para comprobar si se encontraba en casa. Consideraba que con su trabajo en la mansión de los Abeliuk más el aseo que realizaba en la casa con la ayuda de la mayor de sus hijas, tenía suficiente quehacer. Bien podía Rogelio encargarse al menos de su propia habitación.
El domingo, como hacía varios días que Rogelio no llegaba a dormir, decidió dar una mirada a las cosas de su hijo por si encontraba algo que le diera algún indicio de dónde pudiera encontrarse. Desde aquella primera vez que llamó a la policía, a los hospitales, a la morgue, y a los padres de varios de sus compañeros de escuela, y en que sólo obtuvo la indignación de su hijo, se limitaba a esperarlo, preocupada al principio y cada vez más angustiada a medida que pasaban los días sin saber de él.
La pieza era un verdadero chiquero. La cama deshecha, la ropa repartida en distintos lugares del suelo, un par de revistas pornográficas sobresaliendo debajo de la cama, una cantidad de polvo acumulado sobre todo lo anterior por durante quizá cuántos meses, y un fuerte olor a podredumbre cuyo origen era un charco de vómitos podridos al otro lado de la cama.
Para calmar su ansiedad decidió poner un poco de orden en el caos. Sorprendería a Rogelio, que debiera estar contento cuando reencontrara su habitación ordenada. Comenzó levantando del suelo un montón de calcetines, calzoncillos, camisas, pañuelos y otras ropas sucias, que puso a lavar. Recogió las revistas; los platos, tazas y vasos con restos podridos de comida mezclados con colillas de cigarrillos; una cantidad de tarros de cerveza y de coca-cola, tres botellas de aguardiente vacías, los vidrios rotos de una cuarta botella, y medio rollo de papel higiénico desparramado; lo que más le sorprendió fue un mechero y diversos objetos e instrumentos cuya utilidad desconocía. Colocó todo aquello lo más ordenadamente que pudo en los lugares que le parecieron apropiados para cada cosa. Sacó las sábanas sucias, las reemplazó por otras limpias y tendió la cama. Sacudió el polvo de los muebles y se puso a barrer.
Fue ahí que descubrió el secreto mejor guardado de Rogelio. Al escobillar con energía el piso para eliminar unas manchas, se desprendieron dos baldosones, y al tratar de colocarlos nuevamente en su lugar descubrió la caja de madera donde Rogelio escondía todo lo que tuviera que ver con sus actividades en la banda del Juno. Alicates, destornilladores, tijeras, una caja llena de plasticina seca, todo eso en una primera bandeja. Levantando ésta descubrió una variedad de brazaletes, cadenas de oro y de plata, collares, aretes, anillos y otras joyas. Bajo éstas, unos pequeños sobres de papel plastificado con pequeños restos de un polvo blanco que le hicieron pensar que se trataba de cocaína o de alguna droga parecida. En un rincón dos jeringas y una pipa. Y abajo de todo un fajo de billetes que le parecieron falsos, lo que comprobó mirándolos a contraluz.
Margarita bajó la cabeza y la tomó entre sus manos. ¿Hasta dónde había caído el Rogelio? ¿Cómo era posible? ¿En qué se había metido? ¿Cuál era su culpa, como madre que no había sabido orientarlo, y ni siquiera darse cuenta de lo que hacía y de lo que le sucedía? ¿Qué estará haciendo estos días? ¿Y dónde estará ahora? ¿Estará vivo al menos?
Eran preguntas que se hacía y que volvían una y otra vez a su mente que iba pasando de estar desconsolada a indignada, y luego abrumada y sobre todo angustiada por lo que pudiera estarle pasando a su hijo en ese momento. Y mientras esas preguntas y esos estados de ánimo pasaban por su mente, casi mecánicamente volvió a poner todas las cosas que encontró en la caja de Rogelio, la guardó donde estaba y la cubrió con los baldosones.
Pasó por su mente el pensamiento de que sería muy peligroso para su hijo que alguien pudiera descubrir el escondite. Podía incluso venir a investigar la policía. Ella misma no quería saber nada sobre aquello, y Rogelio no debiera volver a tener esas cosas cuyo origen sospechaba que no era nada bueno.
Sin pensarlo dos veces tomó una decisión. Cogió los billetes falsos y los quemó uno a uno en la cocina. Luego arrojó la cocaína por el lavaplatos y botó los sobres a la basura. Agarró las jeringas y la pipa para las drogas y las hizo añicos golpeándolas con un mazo. Las herramientas las puso en el velador.
¿Qué hago con las joyas? Las dejó en el hoyo del piso donde estaban, pero fue a su habitación, buscó un pomo de pegamento, lo esparció cuidadosamente bajo los bordes de los baldosones y los mantuvo presionados hasta que comprobó que habían quedado firmemente adheridos en su lugar y que no se distinguían de los otros.
Continuó después barriendo la habitación, una y otra vez, lo que fue poco a poco calmando su mente. Finalmente miró hacia lo alto pidiendo ayuda, cayó de rodillas y con las manos juntas y los codos sobre la cama comenzó a orar. Dios mío, mi Señor misericordioso y compasivo. Virgen María Santísima. Apiádense de Rogelio, apiádense también de mí. Les ruego por mi hijo, que esté bien, no le haya pasado nada. Ayúdenlo a salir del hoyo en que se encuentra. ¿Qué debo hacer yo, Señor, por mi Rogelio? ¡Dios mío! ¿cómo puedo ayudarlo? No lo dejen caer nunca más en la tentación. ¡Líbrenlo del mal! Amén, Amén.
La oración de Margarita continuó por largo rato en el mismo tono, pasando poco a poco de la angustia a la esperanza, hasta que comenzó a rezar los misterios dolorosos del Rosario contando con los dedos las avemarías, los glorias y padrenuestros.
* * *
Margarita ya se había acostado cuando escuchó llegar a su hijo. Se levantó de un salto y se asomó para verlo.
– ¿Rogelio?
– Sí, mamá. Ya llegué. No te molestes que ya comí.
– ¿Que no me moleste? ¡Ven acá de inmediato! No sabes cuánto he sufrido estos días.
La voz le temblaba. Se había repetido cien veces todo lo que le diría cuando volviera a casa. Pero al verlo se abalanzó sobre él, lo abrazó, lloró de alegría porque estaba vivo y que parecía estar bien. Terminó golpeándolo en el pecho y sacudiéndolo.
– ¿Por qué me haces esto, Rogelio?
– Pero ¿qué te he hecho yo, mamá?
–Te desapareces por varios días y no eres siquiera capaz de avisarme. ¿No se te ocurre que me preocupo y sufro pensando que pudiera pasarte algo malo?
– Pero, mamá, si ya soy grande. Estaba trabajando, No pude llamarte porque me robaron el celular.
Margarita, más tranquila, lo soltó.
– ¿Es verdad que ya comiste? Porque no me demoro nada en prepararte algo.
– Sí mamá. Ya comí.
Margarita quería decirle todo lo que había pensado; pero no sabía cómo empezar, qué decirle para que no reaccionara mal. Se decidió por lo más sencillo.
– Anda a mirar tu pieza.
Rogelio abrió la boca al entrar. Nunca la había visto tan ordenada y limpia. Su mirada buscó su escondite. Inquieto preguntó:
– ¿Qué pasó aquí, mamá? ¿Quién hizo esto? ¿Fuiste tú?
– ¿Quién si no?
Rogelio se agachó comprobando que los baldosones de su escondite no podría ya levantarlos. Se volvió hacia su madre, que lo miraba con los brazos cruzados, dispuesta a enfrentarlo pensando que reaccionaría enojado.
– Mamá. Tenía aquí unas herramientas.
– Sí, el alicate, el destornillador y la plasticina están en tu velador.
– Pero ¿lo demás?
– ¿Lo demás?
– Sí, lo demás. Tenía aquí mis ahorros.
– ¿Tus ahorros? Unos billetes falsos. Esos los quemé. Las drogas las tiré por el lavaplatos. Las jeringas las hice pedazos.
– Pero ¿por qué, mamá?
– ¿Me preguntas por qué lo hice? Te lo diré. Porque esta es mi casa y aquí no quiero ni drogas ni dinero falso ni joyas robadas.
– ¿Las joyas? No eran robadas, mamá. Con ellas me pagaron trabajos que hice.
– ¿Trabajos? ¿Qué trabajos haces, que se pagan con joyas?
– ¿Qué hiciste con ellas? Son muy valiosas, mamá.
– ¿Esas baratijas? Pues, me deshice de ellas. Las boté a la basura. Ya no están. ¡Olvídalas!
– Pero eran mis cosas, mamá. No tenías derecho …
Margarita había temido que Rogelio reaccionara mucho peor de lo que lo estaba haciendo. Cambió el tono:
– Rogelio, tenemos que hablar. Quiero que me digas lo que te pasa. Sabes que no está bien tener dinero falso, joyas robadas, drogas.
– Ahora no, mamá. Otro día hablamos, si quieres. Ahora no. Déjame sólo, que necesito pensar y estoy cansado.
– Está bien, hijo. Descansa ahora, y piensa. Mañana conversaremos.
Margarita salió de la habitación. Rogelio cerró la puerta y se tendió en la cama. No le preocupaba mucho lo que había perdido. El reencuentro con Chabelita le había cambiado el ánimo. Se sentía contento por dentro, como no lo había estado desde hacía muchos años. ¿Será que me estoy enamorando de esa niña tierna y chúcara? La pérdida de sus cosas no le importaban tanto, y tuvo mucho susto al pagar con el billete falso. Si yo pudiera me alejaría del Juno y dejaría las drogas. Además, ahora tenía dinero del bueno en el bolsillo, y todavía un par de billetes grandes que podría cambiar como había hecho con el otro. Le gustaba su pieza ordenada y limpia. Pensó que ahora podría invitar un día a Chabelita, e imaginó que hacían el amor en su propia cama.
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