X. Confusión.
Juno castigó a Rogelio suspendiéndole por dos semanas el pago, la caja de alimentos y los porros. Rogelio lo aceptó sin protestar, sabiendo que había fallado en el más delicado de los encargos del jefe. Lo que más le dolía era perder la confianza del Juno y que ya no sería parte de su círculo íntimo. Pero él quería recuperar la estima del jefe. Si encuentro la caja fuerte, y con algo de suerte llego a hacer copia de la llave, habré recuperado todo lo perdido. Será Chabelita la que me ayude. Tuvo suerte de salvarse. Ahora sí, tengo que conquistarla, enamorarla.
Como la muchacha ya no vivía en la casa y no tenía el menor indicio de dónde encontrarla, decidió apostarse cerca de la sede de la cooperativa donde tarde o temprano ella iría a encontrarse con su padre. Pero tenía algo que hacer antes. Vender las dos bandejas de plata que le quedaban. Sin dinero es imposible conquistar a una chica.
Esta vez no iría donde Melchor, que sabía que era un pillo y que le había pagado demasiado poco por la bandeja grande. El Juno le había asegurado que valían mucho. Él no es mezquino y no me engañaría con eso. Y como había pasado más de una semana y el jefe nada le había advertido, decidió que no había peligro de que la policía estuviera tras ellos. Convencido de que le iría bien, partió a negociar las dos bandejas que escondió en una bolsa. Y no le fue mal.
En la noche entregó dos billetes grandes a su madre y se guardó otros siete para conquistar a Chabelita. La mañana siguiente se levantó temprano. Sus planea eran: comprarse una camisa nueva, ir a la peluquería a cortarse el pelo, y apostarse con vista a la entrada del pasaje por donde con suerte en la tarde pasaría Chabelita. Si le iba bien, la invitaría a caminar por el parque y luego al cine o a comer, dejando que ella escogiera.
Chabelita, por su parte, después de la conversación que sostuvo con Mariella, había decidido poner todo de su parte para sanar a Rogelio de su drogadicción. Y como el lugar donde lo había encontrado anteriormente era la entrada del pasaje, pasaba por ahí todos los días al regresar del trabajo con sus amigas aunque no tuviera nada que hacer en la cooperativa. Así fue que Rogelio y Chabelita se encontraron ese mismo día.
– Quería mucho verte – le dijo Rogelio cuando ella se bajó de la bicicleta. – Esperaba que pasaras por aquí, por eso vine a esperarte.
– Hola Rogelio. También yo quería encontrarte. Para conversar ¿sabes? Por eso pasé por aquí.
– Entonces estamos sincronizados, como se dice.
– Tal vez. En fin, que estamos aquí. ¿Vamos a la plaza?
– Vamos si quieres. Pero yo había pensado invitarte a la Quinta Normal. ¿Te parece?
– Ya. Pero entonces debo dejar la bicicleta. Espérame, la dejo en la sede.
– ¡Te acompaño!
– No. Espérame aquí, que regreso en un minuto.
Minutos después caminaron hacia la calle por donde pasaba la locomoción colectiva, comentando lo bonito que estaba la tarde soleada de finales de otoño. Esperaron casi media hora que pasara el bus, pero iba desbordante de gente. Lo dejaron pasar, y tras quince minutos de espera subieron al siguiente, que también iba lleno, por lo que viajaron durante treinta minutos apretujados entre ellos y con los otros pasajeros, situación que no disgustaba en absoluto a Rogelio pero que para Chabelita, que rara vez tomaba la locomoción colectiva, resultaba muy incómoda y molesta,
Al entrar a la Quinta Normal Rogelio compró dos conos de helados, dejando que Chabelita escogiera el sabor.
– De lúcuma – dijo ella, y él pidió uno igual aunque no era el de su preferencia, comentando:
– A mí también me encanta el sabor a lúcuma. Parece que tenemos los mismos gustos.
Chabelita no dijo nada. Había pensado y ensayado en su habitación cómo plantear a Rogelio el tema de la adicción a las drogas; pero ahora, estando con él, no se atrevía a hacerlo como había imaginado. No era fácil iniciar una conversación sobre un tema que seguramente disgustaría a un joven apuesto que recién le había convidado un helado.
Rogelio, por su parte, que no había preparado conversación alguna sino solamente los lugares a los que la invitaría, no se le ocurría tampoco un tema que hiciera que Chabelita lo apreciara. Así caminaron silenciosos casi todo el tiempo, deteniéndose solamente a comentar brevemente lo que iban viendo al pasar. Sólo cuando se sentaron en una banca a la sombra de una añosa encina Rogelio decidió atacar, pero sin apresurarse como la vez anterior en que sólo obtuvo el rechazo de la muchacha.
Lo que hizo fue poner su mano sobre la de Chabelita y acariciarla suavemente, como si fuera la cosa más natural del mundo. La muchacha, que estaba pensando y no encontraba el modo justo de comunicarse amistosamente con él, lo dejó hacer por un momento, hasta que cortó el contacto levantando los brazos para ordenarse el cabello. Después se decidió a iniciar la conversación que quería, pero hizo una pregunta equivocada.
– ¿Dónde consigues los porros? ¿La marihuana, la coca?
Rogelio entendió que Chabelita quería fumar. Luego de pensarlo un momento respondió:
– Ahora no tengo: pero si quieres puedo conseguir alguno de los buenos.
– No, no, no. Sólo quería saber … – replicó Chabelita que no esperaba que pudiera él pensar que quería fumar.
– ¿Por qué me preguntas, entonces? – le dijo Rogelio a la defensiva, sospechando que ella pudiera ser de esas personas que informaban todo a la policía, si no incluso un “sapo” entrometido.
Como estaban ya en materia Chabelita decidió confiarle la razón de su pregunta. Ella era así, directa y no se andaba con rodeos.
– Yo no fumo ni marihuana ni cigarrillos, Rogelio. Te pregunté porque el día que te conocí estabas último de drogado, y eso me preocupa, me preocupa mucho, Rogelio, porque no es bueno para ti.
– Yo tampoco … – comenzó a explicar Rogelio; pero dándose cuenta de que se había delatado y que no podía mentirle demasiado porque era una chica despierta, agregó: – Muy rara vez lo hice, Chabelita; de vez en cuando y sólo marihuana, nunca pasta base ni cocaína. Pero la marihuana y el cigarrillo los dejé hace tiempo. Como te dije, no ando trayendo nada de eso.
Chabelita, recordando que Mariella le había explicado que los drogadictos mienten y niegan su adicción incluso a sí mismos, no le creyó del todo; pero no era el caso de decirle que era un mentiroso. Prefirió ir por otro lado y hablarle en general de lo dañino que eran las adicciones.
Rogelio escuchó la extensa explicación que le dio la muchacha, limitándose a asentir a cada cosa que decía.
– Sí, Chabelita, lo sé. Por eso yo dejé de fumar y de beber alcohol.
La conversación se estaba desenvolviendo muy alejada de lo que Rogelio había imaginado y esperado. Decidió que era el momento de darle un giro. Se levantó, se paró frente a la muchacha, le tendió una mano con intención de ayudarla a levantarse, y le dijo:
– ¡Vamos! Quiero invitarte al cine. ¿Vamos?
Chabelita, sintiendo que ya había dicho bastante por ser la primera vez que abordaba el tema de las drogas con él, se mostró dispuesta a aceptar la invitación.
– ¿Qué película dan? Y ¿dónde?
Para esas preguntas Rogelio sí estaba preparado. Le habló de un film coreano que estaba gustando mucho y que seguro también ella apreciaría. Pero no le contó que se trataba de una historia de amor y de intensa pasión, bastante subida de tono en lo sexual, erótica sin caer en lo pornográfico. Él ya la había visto y pensó que era justo lo que le serviría para acercarse a esa muchacha que parecía ingenua pero que estaba demostrando ser más despierta de lo que había supuesto.
En la primera parte, la película muestra un romance, que comienza tiernamente, entre el hijo de un capo mafioso y una joven estudiante que participa en un grupo de rock. Instalados en una de las últimas filas de asientos, cuando los protagonistas del film se pasean en un parque de diversiones, Rogelio le toma una mano a Chabelita, y minutos después, al verse en la pantalla el primer beso, lleva la mano de la muchacha a sus labios. Chabelita lo mira, le sonríe, pero baja las manos a la butaca y libera la suya.
Poco a poco el romance del film se va cargando de pasión y, en una larga escena erótica en que los protagonistas se muestran desnudos teniendo sexo, Rogelio nota que Chabelita suspira, que se cubre la boca con la mano y que abre casi imperceptiblemente las piernas. Decide que es el momento de avanzar y posa su mano cálida en la rodilla de la muchacha. Ella no lo rechaza, por lo que Rogelio, entendiendo que su caricia no le disgusta, comienza lentamente a subir la mano por debajo del vestido.
La muchacha, excitada como estaba por lo que está viendo que sucede en la pantalla, y que nunca había sido tocada de ese modo por un hombre, lo deja hacer durante unos momentos; hasta que, sintiendo que su cara se sonroja y que su sexo se humedece, rechaza la mano de Rogelio y se desplaza hacia otra butaca. Pocos minutos después se levanta y se va.
Rogelio, desconcertado, se demora en entender, y cuando decide seguirla ella ya está en la calle. La alcanza, pero Chabelita le dice que no quiere que la siga. Cuando él insiste, preguntándole qué le sucede, por qué se va, y qué hizo mal, la muchacha lo enfrenta.
– No tienes ningún derecho a tocarme. Ahora déjame sola, que no quiero verte.
Rogelio, poniendo cara de pena y de arrepentimiento le dice:
– Perdóname, Chabelita; pensé que te gustaba.
Chabelita, roja de rabia, replica:
– ¡Pues no! ¡Y no me sigas! ¡No quiero verte más!
Rogelio la miró alejarse. Enseguida, sonriendo, se dijo: Sé que te gustó, lo sé. Y volveremos a vernos. Esto recién comienza.
Chabelita deambuló largo rato por las calles. No quería llegar a su casa y encontrarse con su padre. Se sentía confusa, desorientada. Estaba indignada con Rogelio; pero aún más con ella misma. Y sentía vergüenza. Era verdad que le habían gustado las caricias, y era verdad que se sintió agredida. No quería ver nunca más al Rogelio. ¡Lo odio! Y sin embargo deseaba volver a encontrarlo. No sabía qué pensar. Era todo confuso y contradictorio, lo que pensaba y lo que sentía.
Se sintió sola. Tenía ganas de llorar. Por primera vez no quería hablar con sus amigas de lo que le pasaba. Se van a reír de mí. Menos aún con su padre, que jamás le había hablado de sexo ni preguntado por su intimidad. A su madre no la veía hacía varios años y no tenía la menor intención de buscarla. ¿Hablar con Mariella? No sé. Puede ser, pero será otro día.
* * *
La siguiente vez que se encontraron Chabelita y Rogelio fue varias semanas después. Juan Solojuán y su hija se habían instalado en una pequeña casa del Sitio 23. La cooperativa había liberado tres sitios al pagar la segunda cuota en oro con el dinero de la venta de las casas de Juan y de don Rubén, más el aporte de Tomás Ignacio, que decidió no vender su casa sino invertir en la cooperativa la totalidad de sus ahorros que no eran pocos.
El encuentro se produjo una tarde en que Rogelio, deprimido y cabizbajo, no se decidía a salir del rincón donde acostumbraba esconderse para fumar marihuana y beber aguardiente. Se daba la circunstancia de que aquella casa abandonada a la que el joven se introducía por un portillo que había en el muro de atrás, formaba parte del Sito 23 que la Cooperativa estaba comprando. Quienes lo encontraron allí fueron el profesor Humberto Farías y su compañera Consuelo Pedreros. Ella era una Asistente Social que se conmovía ante el desamparo en que se encontraban tantos jóvenes y adolescentes, por lo que convenció al profesor de llevarlo a su casa para que se diera un baño y servirle comida.
Chabelita y Rogelio se encontraron cuando él, ya bastante repuesto y compuesto partía a su casa, justo en el momento en que Chabelita llegó en bicicleta a la suya.
La muchacha, por más esfuerzos que había hecho para sacarlo de su mente, no lograba dejar de pensar en Rogelio. Había imaginado muchas veces que se encontraban, que él le decía que deseaba estar con ella, que quería hacerla feliz, que se besaban, que se acariciaban. Lo había perdonado entendiendo que era un hombre y que no había hecho nada más que dejar llevarse por su instinto y, como le había explicado, de querer hacer algo que a ella le gustara. En lo que menos pensaba era en su drogadicción.
Chabelita dejó la bicicleta apoyada en la muralla y se acercó a hablarle.
– ¿Cómo has estado?
– Todo bien –mintió Rogelio. – ¿Y tú?
– Trabajando y estudiando.
– ¿Ya no estás enojada conmigo?
Chabelita pensó que no debía darle a entender que pensaba y soñaba con él.
– Ya ni me acuerdo – mintió ahora ella.
Esperaba que él le dijera algo bonito, o mejor aún, que la invitara. Pero Rogelio no estaba con ánimo después de la resaca y no tenía un peso en el bolsillo, por lo que se limitó a replicar:
– Mejor así.
La indiferencia que Chabelita advirtió en Rogelio le molestó y no supo que más decirle. Fue Rogelio el que quiso despedirse pero dejando abierta la posibilidad de encontrarla otro día, cuando se sintiera mejor.
– Ahora tengo que hacer, Chabelita. ¿Podemos vernos otro día?
– Sí, puede ser, si quieres …
– Entonces déjame tu número para poder llamarte.
– Dime el tuyo y te llamo. Así también yo te tengo.
Rogelio lo dictó, Chabelita lo marcó. Ambos los guardaron. Se despidieron sin decirse nada más pero sabiendo que volverían a encontrarse. Si no me llama, la llamaré cuando tenga con qué invitarla, pensó él alejándose. Está más flaco, decaído. ¿Será por las drogas? ¡Espero que me llame! pensó ella entrando a su casa.
* * *
A las tres de la tarde del domingo sonó el celular de Rogelio que se había mantenido en silencio desde su encuentro con Chabelita. Más de una vez había tenido la intención de llamarla, pero lo postergaba. Se levantó de un brinco y cogió el aparato creyendo que era ella. Pero era el jefe, que lo citó a una reunión preparatoria de un operativo que realizarían en la noche.
Desde que a su hermano el Jovino lo mataron en uno de esos operativos organizados por el Juno, Rogelio temía participar en asaltos nocturnos. Por eso se había motivado tanto cuando el jefe le encargó que investigara a la cooperativa y diera seguimiento a la caja fuerte. Esperaba que, teniendo éxito en la misión encomendada, el Juno lo haría entrar en su círculo íntimo, el cual participaba solamente en la planificación pero nunca en la ejecución de los asaltos. Pero había fracasado, lo habían castigado, y ahora lo llamaban para una operación que seguramente lo pondría en peligro.
Rogelio necesitaba dinero. Trabajar no era una opción, porque no había empleo en ninguna parte, y porque él nunca antes había trabajado en algo que no fuera ilegal. Con un poco de suerte, ahora que había reencontrado a Chabelita, quizás el jefe le daría otra oportunidad. Llegó a la hora convenida dispuesto a cumplir las órdenes que fueran.
Juno explicó detalladamente el operativo que el grupo debía realizar. Era en un barrio residencial de clase alta, lo cual hacía del asalto algo especialmente riesgoso porque en esos sectores de la ciudad había muchos guardias privados, perros peligrosos, alarmas y vigilancia. Y lo peor era que los residentes no temían disparar a quienes les parecieran sospechosos.
El plan parecía convincente. La oscuridad estaba asegurada porque lo primero que haría un grupo de avanzada sería destruir un transformador con disparos de precisión; y enseguida, con un aparato recién comprado por Juno en el mercado informal de tecnologías avanzadas, anularían todas las comunicaciones inalámbricas en un radio de trescientos metros. Otro grupo de vigilancia estaría atento a cualquier intromisión policial o de guardias privados, con la precisa instrucción de disparar a matar. Rogelio quedó asignado al grupo que escalaría los muros y entraría en el palacete que el jefe les aseguró que estaría desocupado porque los dueños estaban de viaje. Uno de los hombres del Juno sabía anular las alarmas y cámaras de vigilancia, porque quince días antes se había hecho pasar por jardinero y estuvo dos días cortando el césped y podando los rosales. Aseguró, además, que los barrotes de una de las ventanas eran débiles y no resistirían la palanca que un par de jóvenes forzudos hicieran con un pequeño chuzo de acero que él mismo había escondido en el antejardín. El mismo que les serviría para después descerrajar el portón del estacionamiento. Una vez que hubieran juntado todas las cosas de valor en el mismo estacionamiento, llegaría una camioneta que cargarían en dos o tres minutos como máximo.
Pero las cosas rara vez se dan como han sido planificadas, porque la realidad es mucho más compleja e imprevisible de lo que se cree, y es inevitable que intervengan personas, hechos y circunstancias que no pueden ser conocidos de antemano y que obligan a improvisar y tomar decisiones que no están en el plan.
Todo estaba procediendo bien; pero cuando ya terminaban de cargar la camioneta con los objetos más valiosos que encontraron en la casa se oyó el sonido de la sirena policial que se acercaba. El que comandaba el operativo ordenó al grupo subir de inmediato a la camioneta y partieron enseguida a gran velocidad. Rogelio se encontraba en ese momento en el baño del segundo piso de la casa, porque el miedo y la tensión le habían descompuesto el estómago y no había podido resistir la urgencia de defecar. Al escuchar la sirena se puso de pie, se levantó los pantalones y bajó corriendo la escalera; pero al llegar abajo el vehículo estaba ya cruzando el portón de salida y no se detuvo a esperarlo.
Rogelio se escondió como pudo al fondo del patio. Sintió que el furgón policial se detuvo un momento frente a la casa sin dejar de sonar la sirena, y que luego continuó persiguiendo la camioneta en que iban sus compinches. Escondido detrás de unas cajas de madera vio la sombra de dos policías con linternas y pistolas en sus manos que entraban a la casa por la puerta trasera. Estaba completamente oscuro. Varios minutos después se percató, por la luz de las linternas que se reflejaban en una ventana lateral, que los policías subían las escaleras.
Era el momento de escapar. Rogelio vio que al lado de las cajas donde se había escondido había una bicicleta. Sin pensarlo dos veces, la tomó, se subió de un brinco y partió a todo lo que daban sus piernas entumecidas. Escapó ileso, dirigiéndose directamente a su casa.
Margarita, que cada vez que Rogelio tardaba en llegar a la casa no podía conciliar el sueño, lo escuchó llegar, aliviada.
– Cómo estás, hijo. ¿Todo bien?
– Todo bien, mamá. Sigue durmiendo.
Rogelio se metió a la cama pensando qué hacer con la bicicleta. No le importaba mucho lo que hubiera ocurrido a sus compañeros del operativo. Esa noche no durmió. Al escuchar a su madre salir de la casa para ir al trabajo lo había ya decidido. No tenía por qué informar al Juno que había escapado en la bicicleta. Después de todo, había sido algo que él había tomado del patio y que no estaba entre las cosas extraídas de la casa por el grupo.
El jefe les había ordenado que después de esconder la camioneta y los objetos robados en el escondite 4, todos debían desaparecer durante tres días para estar seguros de que no habían sido identificados por la policía. Solamente el que comandaba el grupo debía informar al Juno el resultado del operativo, y el mismo jefe se encargaría de comunicarse con cada uno para entregarles la recompensa por lo logrado.
Pasó una semana entera sin que nadie tomara contacto con Rogelio. Sucedía que el Juno, creyendo que Rogelio había sido detenido por la policía cuando le informaron que no había alcanzado a escapar en la camioneta, decidió esperar hasta tener la seguridad de que el joven no los hubiera delatado. Menos aún podía llamarlo, temiendo que le hubieran requisado el celular y que si lo llamaba podrían llegar hasta él.
Fue finalmente Rogelio quien, dos semanas más tarde, decidió contactar al jefe. Después de tomar las precauciones del caso Juno fijó un encuentro. Rogelio le contó que cuando vio entrar a los policías se escondió, y que apenas tuvo la oportunidad de escapar lo hizo corriendo. No mencionó la bicicleta. El jefe se mostró contento por la capacidad que había demostrado Rogelio de superar la situación y de que hubiera escapado sin dejarse ver. Lo recompensó generosamente con dinero y varios porros de calidad.
Rogelio aseguró al jefe que seguiría intentando encontrar la caja fuerte y que no se daba por vencido. Juno le dijo que si lo conseguía, mantenía vigente la posibilidad de ascenderlo a su grupo de confianza. Entusiasmado, Rogelio adornó la bicicleta con vinilos y stickers y le cambió el manubrio de modo que nadie pudiera reconocerla. Explicó a su madre y a todos los que le preguntaron, que la había comprado a muy buen precio con el fruto de su trabajo, y decidió ir al encuentro de Chabelita para invitarla a que dieran juntos un paseo por los parques de la ciudad.
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