II. Lobos.
Tampoco Chabelita había regresado a su casa la noche anterior, y Juan había tratado infructuosamente de comunicarse con ella. No le preocupaba demasiado porque muchas veces la niña se quedaba a dormir en la casa de alguna amiga, y era probable que se hubieran juntado para pensar en el emprendimiento que le había dicho que querían realizar en su grupo. Que no se hubiera comunicado no era tan extraño, porque la señal de los celulares era tanto o más inestable que la corriente eléctrica, y si él mantenía su aparato operativo era porque se había preocupado de cargar la batería en la empresa.
Juan Solojuán había citado a todos los socios y trabajadores de la Cooperativa y debía concentrarse en lo que iba a plantearles. Entró por el pasaje al fondo del cual se encontraba la sede principal de la organización, alejando de su mente toda otra preocupación. Se bajó de la bicicleta y accionó el mecanismo electrónico que llevaba en el bolsillo. La puerta lateral a la izquierda del portón metálico se abrió. Varios compañeros que estaban conversando unos metros más adelante lo saludaron a la distancia mientras caminaba hacia el costado del recinto para dejar su bicicleta con las de quienes llegaron antes. Vio que otros dos grupos conversaban animadamente en el ingreso del invernadero, y escuchó el rumor que provenía de la sala de reuniones. Comprendió enseguida que su llamado había tenido una amplia acogida.
Diez minutos después, a la hora exacta en que estaba fijada la reunión, estaban ya en la sala más de sesenta hombres y mujeres, sentados en tres círculos concéntricos, esperando que Juan, fundador y presidente de la cooperativa, explicara los motivos por los que fueron citados de manera tan urgente y extraordinaria, y sin que les fuera adelantada la Tabla de los temas a tratar.
Juan ocupó la silla que le habían reservado al lado de Evelina la vice–presidenta, y de Eleonora la secretaria. Ésta procedió a hacer circular una lista donde los asistentes debían registrar su nombre y poner su firma, y sin más protocolo Solojuán dio la bienvenida a los presentes y dio comienzo a la reunión.
– ¡Compañeros! Somos todos testigos de lo que está sucediendo en las calles, en nuestros barrios y en todo el país. Después de varios años de progresivo deterioro de la convivencia civil, de aumento de la delincuencia, del narcotráfico y la drogadicción juvenil, y de la completa ineptitud de las instituciones públicas y del gobierno para controlar la situación, estamos en presencia de un verdadero caos social. Ni la educación, ni la política, ni la policía, ni la religión, están en condiciones de enfrentar el desborde de la delincuencia y a las bandas de bárbaros que asolan la ciudad, porque las mismas escuelas, los partidos políticos, la policía y las religiones, están afectadas por la crisis y han perdido toda credibilidad y capacidad de encauzar dentro de marcos razonables a las personas y a los grupos que se han levantado contra las instituciones.
Juan Solojuán recorrió con la vista la asamblea. Vio rostros sombríos que asentían con movimientos de cabeza. Lo que les estaba diciendo no era algo que desconocieran, pues desde hacía meses la televisión y las redes sociales no dejaban de referirse a lo que ya todos mencionaban como “el levantamiento de los bárbaros”, un fenómeno de protesta y descontento social nunca antes visto por su extensión e intensidad, y que estaba ocurriendo en muchas grandes ciudades del mundo.
Todos conocían a Juan y lo escuchaban siempre con especial atención. Casi todos los presentes habían leído sus Cuadernos, que después de quedar dispersos y llegar a manos de personas cuyas vidas cambiaron a partir de su lectura, habían sido rastreados y recogidos por uno de los miembros de la cooperativa, el profesor Humberto Farías, que los había fotocopiado y repartido entre los socios, y guardaba los originales como un tesoro personal. En esos siete cuadernos Juan había advertido y predicho los muy graves problemas y procesos de deterioro de la civilización moderna que se estaban acentuando desde finales de los años veinte.
Todos sabían, además, que Juan Solojuán nunca se quedaba en las meras palabras. Cada vez que el presidente de la cooperativa exponía y analizaba un problema en la asamblea, formulaba propuestas de acción que invitaba a analizar, discutir y decidir entre todos. Por todo eso, los presentes, en completo silencio, escucharon la continuación de sus palabras.
– Creo que todos presentimos y nos damos cuenta de que nuestras vidas, nuestras familias y nuestra cooperativa, se encuentran en peligro, y que las cosas no tienen por donde mejorar. El gobierno viene repitiendo desde hace semanas que el levantamiento social de los bárbaros está siendo controlado y que se extinguirá próximamente; pero los hechos lo desmienten cada día. Yo creo, amigas y amigos, que el caos social sólo aumentará en los próximos meses y por al menos varios años más. Esto ocurrirá no solamente porque el gobierno ha fracasado en sus intentos por controlarlo, sino porque se están acentuando procesos como el cambio climático, la depresión económica, el desempleo, la carestía y la hambruna, que harán aumentar el descontrol social, los saqueos de los negocios, el cierre de empresas, las asonadas callejeras.
Los rostros serios de los asistentes y leves movimientos de cabeza indicaban que las palabras de Juan expresaban en realidad lo que todos ya sabían, que era tema de conversación desde hacía tiempo, aunque algunos se esforzaran por mostrarse optimistas. Juan continuó:
– Compañeros, en estas circunstancias extremas, no cabe continuar con nuestros trabajos y actividades productivas, comerciales y financieras como si nada sucediera. Es necesario abordar el problema en serio y tomar decisiones fuertes, para proteger nuestras vidas, nuestras familias, y nuestra organización.
Un murmullo de aprobación, acompañado por el ruido que producía el movimiento de las sillas que ponía de manifiesto la inquietud de los presentes, se dejó oír en la asamblea. Como Juan se quedó unos momentos en silencio, varias voces se alzaron:
– Sí, hay que reaccionar, no nos podemos quedar sentados.
– Pero ¿qué podemos hacer? – preguntó una.
– Tenemos que defendernos. – respondió otra.
– Debemos organizarnos para resistir. – agregó uno más.
Juan pensó que, antes de continuar, era bueno que todos los que quisieran expresarse lo hicieran libremente. Ofreció la palabra al Roni, uno de los socios nuevos de la cooperativa que siempre tenía algo que decir, aunque no fuera muy atinado.
– Yo propongo que conversemos con la pandilla principal de esta Comuna y que lleguemos a algún acuerdo con ella. Yo sé quien es el jefe, no porque tenga que ver algo con él, sino porque en mi barrio todos lo conocen y hablan de él. Le dicen el Juno, y es un tipo duro y violento, pero generoso con los que lo secundan. En el barrio están los que le tienen miedo, que son la mayoría, y los que lo siguen, a los que ayuda con mucha generosidad. Se me ocurre que, como organización, podemos negociar y hacer un trato con él, que nos deje trabajar tranquilos. El otro día le pregunté al dueño del negocio de la esquina cerca de mi casa, porque es uno de los pocos que no han sido asaltados. No me quería decir nada, pero al final me dio a entender que estaba protegido. No me lo dijo, pero yo creo que tiene un trato con el Juno, porque he visto merodear en las noches a dos tipos que un día encontré que conversaban con él en la calle.
Se produjo un silencio y todas las miradas se dirigieron a Juan, que había escuchado al Roni con el ceño fruncido. Comprendió que la Asamblea esperaba que fuera él quien respondiera al Roni, pero cuando iba a hablar notó que una mujer, sentada en la tercera rueda de sillas, levantó tímidamente la mano y enseguida la bajó, como si hubiera querido decir algo y se arrepintiera de hacerlo. Juan le dijo:
– Señora Ernestina, diga no más, con confianza, lo que piensa.
Ernestina se puso de pie.
– Lo que pasa, don Juan, es que mi marido decidió que nos fuéramos al sur, al campo, donde vive un hermano. El otro día nuestra hija fue agredida en la calle, en pleno día, por un grupo de muchachotes, y se salvó de que le pegaran y la violaran porque en el momento en que se la llevaban, por los gritos de ella pidiendo auxilio salió un vecino con una escopeta y los enfrentó. Ella quedó muy asustada, se encerró en la casa y no hay forma de que salga ni siquiera a la esquina. Tampoco quiere volver al colegio. Con mi marido decidimos vender todo lo que tenemos e irnos al campo. Dice mi cuñado que allá donde vive todavía está tranquilo, y que podemos ir a trabajar con él. Por eso vine, don Juan. Yo lo lamento en el alma, compañeros, pero tenemos que pedir, si es posible, que la cooperativa nos reembolse nuestra parte del capital que nos corresponde de acuerdo con los estatutos. Es que estamos muy afligidos con lo que le pasó a nuestra hija. Lo lamento, de verdad. Lo lamento tanto.
La voz de Ernestina se quebró. Se dejó caer en la silla, y con la manga de la blusa trató de esconder y secar las lágrimas que empezaron a brotar de sus ojos. Nuevamente las miradas de todos buscaron a Juan, que como presidente de la cooperativa sabría qué decir en ese momento en que se daban cuenta de que la situación se complicaba y que estaba en juego el sentido y destino de la organización.
Juan se levantó y dijo:
– Les voy a contar un cuento. Había una vez, en un lejano país, una aldea rural asentada en los faldeos de una montaña. Allí vivían en paz y tranquilidad unas cien familias campesinas, que prosperaban año tras año por el fruto de su trabajo. Cada familia cultivaba su propio huerto, criaba sus animales, y los aldeanos se ayudaban unos a otros cuando lo necesitaban. Un día bajó de la montaña, sin que nadie lo advirtiera, un enorme lobo depredador, que recorrió toda la aldea y sus alrededores sin que nadie se lo impidiera, porque los campesinos eran confiados y poco conocían el mal. Así el lobo se dio cuenta de que allí le sería muy fácil alimentarse y vivir, aprovechándose de los frutos del trabajo de los campesinos. Al comienzo el lobo bajaba de noche y se llevaba alguna gallina o cualquier otro alimento que le apeteciera. Los campesinos, al principio, no se preocuparon mucho, porque la pérdida no era grande, y les resultaba más costoso y peligroso luchar contra el lobo que continuar prosperando con su trabajo. Así sucedió que el lobo fue ganando confianza, sabiendo que no sería castigado por sus fechorías y que los campesinos lo dejaban hacer. El lobo empezó a venir no solamente de noche, y tampoco solo. Se hacía ahora acompañar por su señora loba, e incluso por sus dos hijos lobitos que ya estaban en condiciones de aprender a cazar por su cuenta. La cosa empezó a preocupar a los aldeanos, porque las pérdidas ya no eran insignificantes, sino que aumentaban día tras día. Pero ¿qué podían hacer? A uno de los aldeanos se le ocurrió un día, que tal vez podría domesticar al animal depredador, y para hacerlo, empezó a dejarle comida, para que libremente se alimentara en su campito. Pensaba que saciándolo, haría que se fuera y dejara tranquilas a sus gallinas y sus pavos. Cuando preparaba una cazuela, agregaba alguna presa de carne adicional, y así todos los días dejaba en una olla una parte de la comida que preparaba para su familia o para su perro. Pero lo que pasó fue que el lobo dejaba que esa rica comida que obtenía tan fácilmente se la sirvieran sus hijos lobos, mientras que él y su señora loba, que ya estaba acostumbrados a comidas crudas, continuaron cazando gallinas y otros animales en los campos de los demás campesinos. El aldeano que tuvo la idea de domesticar al lobo, contó a sus vecinos lo que hacía, ufanándose de que el lobo ya no cazaba en su gallinero. Así, varios otros campesinos comenzaron a hacer lo mismo que él, dejándole rica comida a los lobos. El resultado fue que el lobo padre, al que le resultaba cada vez más fácil obtener el alimento, comenzó a llamar a muchos otros amigos suyos, y ahora ya no era sólo su familia sino una verdadera manada de lobos la que entraba a la aldea y arrasaba con lo que encontraba. Con tanta pérdida que tenían cada día, los aldeanos se fueron empobreciendo, y así eran cada día más débiles frente a las manadas de lobos que asolaban sus campos y su aldea. Llegó un momento en que las gallinas y las presas que los lobos cazaban comenzaron a escasear. Y entonces los lobos, que ya se sentían dueños del lugar, empezaron a amenazar directamente a los campesinos. Un día entraron a la casa de uno de ellos, y estuvieron a punto de matar y comerse a una niña. Por suerte pudo salvarse, porque un vecino llegó en el momento justo con una escopeta y ahuyentó a los lobos con un disparo. Pero el miedo que se esparció por la aldea después de aquella terrible amenaza hizo que algunos campesinos comenzaran a emigrar, escapando del peligro. Así la aldea se fue despoblando, y cada vez resultaba más difícil vivir allí, porque los lobos campeaban por todas partes, y los aldeanos eran cada vez menos, y cada día más pobres. Bueno, queridos compañeros, el cuento termina con un final feliz, porque sucedió que entonces los aldeanos formaron una cooperativa y se organizaron para defender sus campos, sus trabajos, sus cultivos y sus familias, hasta que los lobos se fueron alejando del lugar porque allí ya no les resultaba tan fácil obtener lo que querían.
Juan Solojuán se sentó, recorrió con la mirada el círculo que formaban sus amigas y amigos, con quienes había compartido innumerables conversaciones y trabajos, y les dijo:
– Por supuesto, señora Ernestina, usted y su marido tienen todo el derecho del mundo a decidir sus vidas y buscar el mejor modo de garantizar la seguridad y la recuperación de su hija. Sus aportes a la cooperativa están bien resguardados, y sólo hay que efectuar unas simples operaciones para que reciban su dinero, según el compromiso que todos hemos asumido al adherir a los estatutos que nos guían. Solamente quisiera decirles a ustedes, que existe una alternativa distinta, que los invito a conocer y a analizar, antes de tomar la decisión de retirarse. Esto vale para todos y cada uno de los socios. Pueden retirarse si lo desean, y recibirán lo que es suyo. Pero deben pensar que cada persona que se retira, nos debilita a todos en la muy difícil situación en que nos encontramos.
Juan Solojuán carraspeó. Recorrió con la mirada a los socios de la cooperativa, y continuó:
– El cuento de los lobos es claro en enseñarnos que, frente a una amenaza, tenemos siempre tres alternativas. Una es la de tratar de salvarse cada uno por su cuenta. Irse a vivir a otra parte. La otra es tratar de desviar la amenaza hacia los demás, para quedar menos expuesto. Es lo que hacen lo que nos contó el compañero Roni que hizo el dueño del negocio de su barrio. Compañeros. Hacer tratos con la mafia es reforzarla, debilitarnos y dañar a otras personas y negocios del barrio. Los que hacen eso se justifican por el miedo; pero la verdad es que se hacen cómplices de los malos al pagarles por su protección. Por ningún motivo podríamos nosotros entrar en esa espiral perversa. Antes de llegar a eso, sería mejor poner término a nuestra cooperativa; y en todo caso, yo me retiraría inmediatamente porque jamás aceptaré ser cómplice de algo así. La tercera opción es organizarnos para defendernos y para enfrentar cualquier agresión que llegase a suceder. Es lo que propongo a esta asamblea.
Juan recorrió los tres círculos de socios con la vista y comprobó que la gran mayoría asentía a su propuesta. Se limitó a agregar:
– Compañeros. Si estamos de acuerdo en que debemos organizarnos para defendernos, pasaremos a analizar y decidir sobre los modos y las formas concretas de hacerlo. Pero lo primero es tomar la decisión. Ofrezco la palabra.
El primero en alzar la mano fue el Roni, que sin esperar que le dieran la palabra se puso de pie y exclamó:
– ¡Tiene razón nuestro presidente! Yo me disculpo por haber propuesto que llegáramos a algún un acuerdo con la pandilla que dirige el Juno, para protegernos. No había pensado que hacer un trato con ellos dañaría a los demás. La parábola que nos contó don Juan me aclaró la película. Lo siento y me disculpo otra vez. Yo apoyo la moción de organizarnos para resistir y defendernos.
Dicho esto el Roni se sentó, y un aplauso cerrado vino a confirmar la decisión unánime de la asamblea.
Juan notó que Ernestina asentía con la cabeza. Parecía querer decir algo, y Juan la instó a hablar.
– Es sólo que tengo que conversar con mi marido, y con mi niña. Por mi seguiría aquí, con ustedes. Si hay alguna forma de defendernos, creo que nos quedaríamos. ¿Qué es lo que usted propone, don Juan?
– Lo que propongo – respondió Juan dirigiéndose ahora a todo el grupo – es algo muy drástico, que implica decisiones fuertes, duras, que pueden ser difíciles de adoptar; pero que son necesarias. Y lo que nos dijo usted, Ernestina, me sirve para plantear lo que he estado pensando.
Juan se puso nuevamente de pie. Se escuchó el silencio que produjeron el tono y sus palabras tan serias, y continuó:
– Ernestina nos ha dicho que, después de lo que le sucedió a su hija, tomaron en familia la decisión de vender todo lo que tienen y partir al campo en busca de la seguridad que necesitan para vivir. Hace dos días, el de las balaceras nocturnas en nuestro barrio, nos pasó con mi hija darnos cuenta de que estamos muy cerca de ser asaltados en nuestra casa. Y ahora, al escuchar lo que nos contó Ernestina, pensaba en qué haría yo si a Chabelita le pasara lo que le sucedió a su hija. No tengo duda de que, igual que ellos, y lo mismo que cualquiera de nosotros, haría todo lo que estuviera a mi alcance para salvar a mi hija del peligro. Por supuesto que vendería todo, como han decidido Ernestina y su marido, si con ello pudiera impedir que la violen, la secuestren o la maten.
Juan Solojuán hizo una pausa para dar tiempo a los presentes a sopesar bien lo que estaba diciendo. Se sentó y continuó:
– La verdad es, queridos amigos y amigas, que estamos todos en peligro. Lo sabemos por lo que ocurre en nuestros barrios, a nuestro alrededor, cada día. También lo demuestran las estadísticas sobre el aumento de los asaltos y de las muertes violentas en la ciudad, que aumentan en cada nuevo informe. Como les decía antes, las cosas no van a mejorar sino que seguirán empeorando en los próximos días, semanas y meses. Si ya nos sentimos tan amenazados, piensen en cómo estaremos después.
Juan recorrió con la mirada los rostros atentos y sombríos de los socios que lo escuchaban.
– Pero no debemos dejarnos paralizar ni vencer por el miedo. Cuando están en peligro nuestros hijos, nuestras familias, y nuestras propias vidas, estamos dispuestos a ponerlo todo en nuestra defensa ¿verdad? El desafío que tenemos no será fácil, las dificultades son enormes; pero estoy seguro de que, entre todos, unidos y apoyándonos mutuamente, podemos enfrentar y superar todos los obstáculos. Ahora, compañeros, propongo que tengamos un momento de reflexión. Diez minutos para que cada uno, en silencio, reflexione sobre todo esto, y después, media hora para reunirnos en grupos de seis, compartamos esas reflexiones y las analicemos, para traer enseguida a la asamblea las conclusiones a que lleguemos y finalmente tomar decisiones entre todos.
Los socios estaban bastante sorprendidos por el modo en que Juan Solojuán había llevado hasta el momento la reunión. Como fundador y presidente de la cooperativa ejercía un liderazgo indiscutible; pero habitualmente procedía en las asambleas dejando amplios espacios a la participación y a las intervenciones de los socios. Esta vez había sido diferente, y todos entendían que se trataba de una reunión extraordinaria, para tratar una cuestión vital, sobre la cual era necesario actuar con extrema urgencia y con gran energía. Y en efecto, Juan había decidido ejercer todo su ascendiente, aunque dejando obviamente que la decisión final quedara en la asamblea, que era soberana y que en asuntos de tanta importancia requería alcanzar un gran consenso. Pensaba en la necesidad de crear una fuerte voluntad colectiva, y ello requería un liderazgo convencido y decidido, lo que explicaba la forma en que llevaba la reunión y el modo tan asertivo de plantear el tema.
Como era de esperar, los diez grupos expresaron unánimemente su decisión de jugarse a fondo, como personas y como cooperativa, en la defensa de los socios y sus familias y de la organización. De los grupos surgieron algunas ideas generales sobre cómo podrían proceder, pero el nivel de las respuestas era claramente insuficiente para enfrentar una situación tan compleja como la que había descrito Solojuán.
Cuando todos los grupos concluyeron sus presentaciones Juan tomó la palabra.
– Compañeros, entonces, sin duda ni vacilación alguna, enfrentaremos la situación con todas las fuerzas y recursos que podamos juntar. – Hizo una pausa y repitió enfatizando: – ¡Con todas las fuerzas y recursos que podamos juntar! Pues, como ya todos estamos conscientes, el desafío es enorme, y requerirá actuar con gran inteligencia y con decidida voluntad. Lo que yo he pensado es una estrategia articulada en orden a cumplir tres objetivos, igualmente importantes y necesarios para tener éxito.
La reunión continuó durante dos horas. Primero Juan Solojuán explicó detalladamente los tres puntos de la estrategia que había concebido, a saber: Uno. Crear un sistema de seguridad defensiva, capaz de resistir cualquier ataque externo, de modo de garantizar la vida de todos los socios de la cooperativa con sus familias. Dos. Desarrollar un sistema de seguridad alimentaria, y de auto-cuidado de la salud, capaz de garantizar la subsistencia prolongada de las familias y de la organización, que debía ser sustentable en el mediano y largo plazo. Tres. Lograr el crecimiento de la organización, hasta alcanzar el tamaño necesario para asegurar los dos objetivos anteriores, integrando progresivamente una creciente cantidad de personas, familias y unidades económicas a la cooperativa.
– Para lograr todo esto, mi propuesta es muy fuerte, pero es la única forma de asegurar el éxito. Lo que propongo es que hagamos todos lo mismo que decidieron hacer Ernestina y su marido, esto es, vender todo lo que tengamos, todo lo que tenga valor económico. Los que tengamos casa, que la vendamos. Los que tengan ahorros, que los retiren de donde los tienen invertidos. Pero en vez de irnos a vivir en el campo cada uno por su cuenta, ingresar todo a la cooperativa, que como sabemos resguarda bien lo que cada uno aporta. Y con todo el dinero recaudado, comprar un gran terreno, lo más cercano posible a ésta nuestra sede. E irnos todos a vivir allí, construyendo casas, desarrollando nuevas empresas y negocios cooperativos, y estableciendo un sistema de defensa poderoso. Juntos, estando cerca unos de otros, seremos fuertes, desarrollaremos nuestra organización, tendremos con qué vivir y progresar, y nos protegeremos y defenderemos de cualquier agresión.
Enseguida Solojuán pidió a Tomás Ignacio Larrañiche – quien como abogado y socio fundador de la cooperativa llevaba todos los aspectos jurídicos de la organización –que recordara a la Asamblea los criterios y las normas que regulaban los aumentos de capital y los aportes que hacían los socios.
Tomás Ignacio se levantó, y con su voz fuerte y algo engolada que dejaba notar su elevado origen social y sus estudios y prácticas profesionales, explicó:
– Compañeros, como ustedes deben saber, los estatutos y reglamentos de la Cooperativa establecen que cada vez que ingresan nuevos socios efectuando su aporte de capital, y cada vez que los socios actuales realizan aportes que se suman al patrimonio de la Cooperativa, es necesario realizar legalmente un aumento del capital social, equivalente al monto de los aportes nuevos que se ingresan.
Hizo una pausa recorriendo con la mirada a los socios para comprobar que hubieran entendido. Enseguida agregó:
– Ustedes saben, también, que el valor total del patrimonio de la cooperativa se encuentra repartido entre todos los socios, en proporción a los aportes que haya realizado cada uno, sea directamente o cuando se ingresan al patrimonio social excedentes que se han generado y que la Asamblea decide capitalizar. Cada socio posee, debidamente inscritas a su nombre, las que llamamos “Acciones de Trabajo”, cuyo valor unitario, o sea lo que vale cada Acción, corresponde al valor promedio de un día de trabajo en la Cooperativa, fijado en la fecha en que se efectúa el incremento del capital. Para decirlo más claramente, el valor total del patrimonio social de la empresa es el monto global del capital existente, conforme a la contabilidad anual, o sea, al correspondiente Estado de Situación y de Resultados del Ejercicio. Sobre ese monto total, cada socio posee un número de Acciones de Trabajo, que corresponden exactamente a los aportes reales efectuados por cada uno, medidos según el valor actualizado de la jornada laboral promedio. Cada uno de nosotros, y todos los socios, sabemos cuántas Acciones de Trabajo poseemos cada uno, y conocemos también el valor promedio de la Jornada de Trabajo que se fijó en la última Asamblea Ordinaria anual. Sabemos también cuánto es actualmente el Capital Social de la Cooperativa, y la parte que de éste corresponde a cada socio. Lo sabemos, y si no lo sabemos, basta que entremos al portal web de la Cooperativa y ahí está toda la información, con total transparencia. ¿Está claro, verdad?
Tomás Ignacio carraspeó. Se sirvió un sorbo de agua y nuevamente recorrió la sala con la vista. Comprobando que los socios asentían con la cabeza continuó explicando.
– Pues bien, ahora, si esta Asamblea aprueba la propuesta de nuestro Presidente, ingresará al Patrimonio de la Cooperativa muchísimo dinero. Todo el dinero que cada uno de los socios logre obtener con la venta de sus propiedades y pertenencias, y todo el dinero que integren los nuevos socios que captemos. Con ese dinero la cooperativa compraría una gran propiedad y realizaría todo aquello que la Junta Directiva decida para cumplir los tres objetivos de que nos habló nuestro Presidente. Legal y contablemente se efectuaría el Aumento del Capital, y se entregaría a cada socio antiguo o nuevo, la cantidad de Acciones de Trabajo que les correspondan de acuerdo con el monto del dinero que cada uno aporte. Así, lo que antes poseíamos como propiedad personal, pasaremos a poseerlo igualmente; pero integrado a la Cooperativa, de la cual somos socios, trabajadores y propietarios.
Tomás Ignacio se sentó, diciendo:
– Es todo. Si alguien quiere hacer alguna pregunta, estoy a su disposición.
– Yo no tengo casa ni ahorros, pero tengo algunas cosas que puedo vender – dijo el Roni.
– Lo importante – respondió Juan – es que todos aportemos lo más que podamos. Que realmente pongamos todos nuestros recursos y capacidades para defender nuestras vidas, nuestras familias y nuestros trabajos.
Después de atender las preguntas de los socios y de aclararse las dudas, la asamblea debatió largo rato la propuesta de Juan Solojuán. Así, con total claridad respecto de los procedimientos con que se procedería en el aumento del Capital Social, en la emisión de Acciones de Trabajo y en el ingreso de nuevos socios, finalmente se aprobó la propuesta por mayoría de votos, con algunas abstenciones de socios que plantearon que debían conversar con sus familias.
Enseguida se formaron tres comisiones de trabajo, con la tarea de traer a una próxima reunión, que se realizaría cuatro días después, propuestas concretas en torno a los tres puntos de la estrategia. Por su parte la directiva se encargaría de buscar las mejores formas de ayudar a los socios para la venta de sus bienes y para su justa integración al capital cooperativo.
Terminada la reunión, Juan partió apresuradamente hacia su casa con la esperanza de encontrar a Chabelita sana y salva, pero no sin una creciente inquietud. Hacía tres años que había perdido a Nuria, la mujer que lo acompañó después de divorciarse de la madre de Chabelita. Nuria había quedado malherida en un confuso incidente entre bandas rivales que la policía nunca había aclarado, cuando salía del trabajo e inadvertidamente se encontró en medio de un fuego cruzado entre bandas armadas. La atención de urgencia que recibió en el hospital fue deficiente a causa de las carencias en que se encontraba el sistema público de salud, con la consecuencia de su fallecimiento por una infección post-operatoria. Desde entonces Juan vivía entregado enteramente a las actividades la cooperativa y al cuidado y educación de Chabelita, que eran los dos amores que le daban sentido a su vida.
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