XX. Lo que más temprano que tarde iba a suceder.
Chabelita había esperado el llamado de Rogelio, y lo había llamado innumerables veces. Al comienzo el celular sonaba pero no respondía. Después nada. ¿Lo habrá perdido? ¿Se quedó sin batería? ¿Dónde estará?
Recordó lo que le había dicho su amiga Jacinta. Que lo dejara. Que escapara mientras estaba a tiempo, y eso significaba hacerlo antes de enamorarse. Que no se dejara convencer por mucho que le prometiera que no consumiría más, porque un drogadicto nunca deja de serlo. Que la vida del drogadicto es una mentira, y que estar con él la haría sufrir cuando desaparezca por días y semanas. Con un novio así – le había dicho – vivirás angustiada, porque cada vez que desaparezca te preguntarás si volverá, si estará vivo.
Recordó también que Mariella le explicó que la adicción al alcohol y a las drogas no tiene cura permanente, aunque se puede controlar. Y sólo después de años, si el adicto se mantiene sin consumo, sólo entonces podría considerarse curado. Pero el riesgo de recaer está latente siempre, y con sólo una vez que vuelva a emborracharse o a drogarse, la enfermedad reaparece igual que antes.
Si se siente solo ¿por qué no me llama? Decidió ir hasta su casa. Si no está, al menos habrá alguien que me diga si le pasó algo, o dónde se encuentra.
La recibió la mamá del Rogelio, que la hizo pasar cuando preguntó por él.
– No está. Hace días que no aparece y estoy angustiada. ¿Quién eres tú? ¿Eres su amiga?
– Sí, señora, soy amiga de Rogelio, y también estoy preocupada porque no me llama ni responde mis llamados.
– ¿Cómo te llamas?
– Me llamo Isabel, pero me dicen Chabelita.
– ¿Eres su novia? Te lo pregunto porque el otro día me contó que por primera vez en su vida estaba enamorado. Y tú eres diferente a las otras mujeres con que lo he visto.
– Sí, creo que sí. Nos amamos, señora.
– ¡Ay, niña! No sabes cuánto me hace sufrir mi hijo.
– ¿Cómo así? ¿Por qué, señora, si me puede decir?
– Aparece y desaparece. Me dice que es por causa de su trabajo.
– Sí, seguro que es por su trabajo.
– Yo le creía, pero ya no más. ¿Te ha dicho en qué trabaja?
– Sí. Como vigilante, una especie de detective. Parece que le pagan bastante bien. Por eso me pregunto si será un trabajo peligroso. Estoy muy preocupada.
– ¡Hmm! Sí, dinero no le falta. Pero lo usa mal. ¿Tú fumas? ¿Consumes drogas?
– No, señora, nunca.
– Pero Rogelio sí ¿lo sabías?
– Fumaba marihuana y a veces se emborrachaba. Pero lo dejó. Me juró que lo había dejado para siempre.
Margarita sintió una mezcla de alegría y de tristeza en su corazón. La alegraba que Rogelo tuviera alguien que lo amara; pero Chabelita era todavía una niña y ya se angustiaba por su Rogelio, igual que ella.
– Me hace sufrir, mi hijo. Tengo miedo de perderlo. Ya perdí uno. El Jovino. Me lo mataron en la calle. ¡Lo dejaron botado como a un perro!
Margarita no pudo contener el llanto. Chabelita le tomó una mano diciendo:
– Yo lo quiero mucho, señora. Rogelio es un buen niño. Seguro que está trabajando. Y que volverá pronto.
Ya más calmada Margarita preparó un té. Después le hizo entrever que quizás el trabajo del que hablaba Rogelio y por el que le daban dinero, alimentos y objetos de valor, pudiera no ser tan santo. Chabelita le aseguró que se encargaría de ayudarlo, de encauzarlo por el buen camino. Margarita se lo agradeció, rogándole que lo cuidara porque Rogelio hacía tiempo que no la escuchaba. Quedaron en comunicarse cuando apareciera y contarse cualquier cosa de él que supieran.
* * *
El plan concebido por Juno era tan simple cuanto brutal. El portón lo echarían abajo con un camión de tolva que robaron dos días antes. Le habían reforzado el parachoques con dos rieles sustraídos de una línea de ferrocarril en desuso, con lo que se aseguraban de que cualquiera fuera la resistencia con que hubieran asegurado el portón no resistiría la embestida. Así reforzado, el motor del camión no resultaría dañado y lo emplearían para cargar todo lo valioso que encontraran.
El camión entraría por el pasaje a una velocidad de sesenta kilómetros por hora. El conductor estaría bien amarrado con cinturones de seguridad para que no sufriera el golpe. Caminando detrás irían dos grupos operativos bien armados, doce hombres en total, con la orden de someter a cualquier individuo que encontraran dentro del recinto, amordazarlo y maniatarlo. Si alguien se resistía o lo veían provisto de un arma cualquiera, no debían dudar ni un segundo en disparar a matar. Una vez despejado el campo de toda posible resistencia, procederían a cargar el camión con todo aquello de valor que encontraran.
Inmediatamente detrás de los doce hombres armados, entrarían Rogelio, el Marrón y el Negro, con la específica misión de encontrar la caja fuerte donde esperaban que estuviera el oro que habían comprado con el dinero que el Juno había pagado al comprar las dos propiedades de los socios de la cooperativa. Los tres llevarían pistolas cargadas y con el seguro liberado, por si enfrentaran algo inesperado.
El operativo no debía durar más de diez minutos. No tenían que preocuparse de que sonara alguna alarma ni de encontrar defensas eléctricas o comunicaciones electrónicas, porque las habrían anulado electrónicamente los técnicos de la banda quince minutos antes del asalto. Dos vigilantes que se quedarían en la entrada del pasaje les avisarían en caso de que ocurriera cualquier incursión policial u otro motivo que hiciera necesario retirarse. Pero la instrucción era clara: no escapar a menos de verse enfrentados a una fuerza muy superior, que para eso iban suficientemente armados.
Desde el lunes y hasta el jueves, entre las diez de la noche y las seis de la mañana, a Juan Solojuán junto a otros cuatro varones y a dos mujeres, socios todos de la cooperativa, les correspondió cumplir el turno de guardia en la sede. Igual que siempre en que a su papá le tocaba un turno de noche, Chabelita lo acompañaba porque tenía miedo de quedarse sola en la casa. Pero ella no participaba en las actividades de vigilancia porque no era socia. Quería serlo y ya había hecho el curso preparatorio, pero estaba todavía ahorrando para la cuota de incorporación.
En el caso de cualquier señal de alarma o de alguna actividad defensiva que debiera realizar la guardia, la instrucción que tenía Chabelita, inculcada con toda la fuerza de la autoridad de su padre, era correr a encerrarse en el baño que se encontraba escondido a un costado del salón. Allí debía esperar escondida en la tina, inmóvil y en silencio hasta que cesara el peligro. Juan le había mostrado que al fondo del estante que sostenía el lavamanos había una pistola cargada. Le había enseñado a destrabar el seguro y a apuntar y disparar si en alguna circunstancia debiera hacerlo para defender su vida.
Cada uno de los guardias sabía los movimientos y actividades que les correspondía realizar según las características de la amenaza que tuvieran que enfrentar.
A las dos de la noche Chabelita despertó con un estruendo. Alcanzó apenas a salir de la cama cuando escuchó ráfagas de disparos que nunca antes había sentido tan intensos ni tan cercanos. Corrió a refugiarse al baño, cerró la puerta, la trabó con una silla, tomó la pistola y se tendió en la tina de baño.
Juan Solojuán y Roberto Gutiérrez, que recién habían subido al puesto de vigilancia en lo alto del muro que daba al pasaje para reemplazar a los dos compañeros que habían estado ahí las cuatro primeras horas del turno, vieron venir el camión a gran velocidad, y detrás de ellos al grupo de asaltantes armados.
Juan comprendió de inmediato que no tenían nada que hacer ante tamaño despliegue de fuerza letal y que serían acribillados si ofrecían resistencia. Bajando rápidamente al piso, con fuertes gritos dio a Roberto y a los otros dos socios que iban camino al salón, la orden de tirar sus armas y de tenderse en el suelo con las manos en la nuca.
Los hombres de la banda del Juno los maniataron y amordazaron dejándolos tirados en un rincón del patio. No esperando ya mayor resistencia los asaltantes pensaron que podían operar tranquilos. En el patio bajo un techado lateral vieron un montón de objetos y seis de los hombres comenzaron a cargar el camión escogiendo lo que les parecía de mayor valor. Los otros seis decidieron entrar al salón. Comprobando que la puerta era bastante resistente, descerrajaron una ventana. Alcanzaron a ver que ahí sólo había sillas, mesas, una pizarra y unos pocos cuadros colgando de la pared. Volvieron a salir y se dirigieron a una casa de madera que había al fondo del terreno.
Rogelio con el Marrón y el Negro se quedaron en el salón. Revisaron debajo de las mesas y todos los rincones. Descolgaron uno a uno los cuadros con la idea de que detrás de ellos pudiera estar la caja fuerte que tenían la misión de descubrir. Y cuando ya decidían continuar la búsqueda en otro lugar el Negro se dio cuenta de que bien camuflada con unos extraños dibujos que cubrían el fondo del salón, había una puerta.
Advertido Rogelio. pensando que el cuadro había sido pintado como camuflaje para que no fuera descubierto lo que había detrás, creyó que allí encontrarían lo que estaban buscando. Intentaron abrir y forzar la puerta, pero ésta resistía. Rogelio pensó en ir a buscar refuerzos para derribar esa puerta que parecía trancada por dentro, pero se contuvo al sentir tres disparos. Era el Negro que la había descerrajado. La resistencia de la silla que había puesto Chabelita no fue un problema.
Rogelio fue el primero en entrar. Chabelita de pie dentro de la tina lo reconoció y bajó el arma con que estaba apuntando hacia la puerta. No podía imaginar que su Rogelio le fuera a disparar, y en efecto, Rogelio también bajó su arma. Pero en ese momento se dio cuenta de que el Negro apuntaba a Chabelita y que le iba a disparar.
De un salto se plantó delante de la niña frente al Negro, ordenándole que bajara el arma. Pero ya era tarde. El disparo le dio en el pecho y cayó tendido. Chabelita soltó su pistola. El Negro, desconcertado por haber herido al Rogelio y viendo que Chabelita se agachaba a su lado para socorrerlo, tomó el revólver de Rogelio, pateó la pistola de la muchacha, y cerró la puerta del baño por dentro sin saber qué hacer.
– Yo no quería. No sabía que estabas aquí. Yo te amo. Perdóname, mi amor, perdóname.
Fueron las palabras que emitió Rogelio en un susurro de voz entrecortado, cuando Chabelita trataba de detener con la mano la sangre que brotaba de su pecho.
– No te mueras. Yo también te quiero, Rogelio. Vas a estar bien. Me salvaste la vida, No te mueras. Yo te cuidaré.
– ¡Cállate! – le ordenó el Negro, que la agarró del brazo y la inmovilizó mientras el Marrón le ataba manos y pies.
– ¡Por favor! Llévenlo al hospital. ¡Llévenlo ahora, que se está muriendo! – alcanzó a decir Chabelita antes de que la amordazaran.
El Negro y el Marrón desconcertados por lo que le estaba pasando a su jefe levantaron a Rogelio tomándolo por los brazos y lo arrastraron hasta el camión. En ese momento comenzaron a repicar campanas. Era que una de las mujeres que habían amordazado y maniatado al fondo del patio, se había arrastrado lentamente hasta llegar donde estaba la cuerda de una gran campana que habían instalado colgando de un nogal, y levantando los pies y enroscándola en sus tobillos había logrado dar la alarma.
Casi inmediatamente comenzaron a escucharse muchas otras campanas en el vecindario, y aún más lejos. Los dos muchachos que vigilaban las calles adyacentes al pasaje dieron a los asaltantes la señal de que había gente acercándose armada.
Los asaltantes se asustaron y saltaron a la tolva del camión, con sus armas listas para disparar si alguien los amenazaba. El camión partió a toda marcha y se perdió en la noche. Rogelio falleció en el camino rodeado por sus compinches que creyeron la versión del Negro que les contó que un hombre armado que estaba escondido en el baño del salón le había disparado a quemarropa.
Los vecinos, que acudieron al llamado de las campanas, encontraron a Juan y sus amigos amordazados y los liberaron. Juan corrió al baño donde estaba Chabelita, que había logrado por sí misma soltarse las manos y la mordaza y que estaba liberando sus pies con una mano mientras en la otra sostenía la pistola.
* * *
Enfrentado al fracaso del operativo Juno decidió castigar a los que participaron en él dejándolos sin pago ni provisión de drogas durante un mes. Los amonestó severamente, los acusó de cobardía y abandono de la misión por haber escapado del lugar ante el simple tocar de las campanas y sin siquiera haber enfrentado a los vecinos que se acercaban con armas mucho más débiles que las que ellos portaban.
Los únicos excluidos del castigo y de la reprimenda fueron el Negro y el Marrón, que intentaron sacar al Rogelio arriesgando sus vidas ante la amenaza del hombre que supuestamente lo había matado.
Y para demostrar que sabía premiar y agradecer a los que se arriesgaban en el cumplimiento de su misión, y que a todos les quedara claro que él no olvidaba a los que le eran fieles hasta la muerte, decidió honrar al Rogelio durante su entierro. Se presentarían en grupo, la banca completa, y le rendirían honores disparando salvas y gritando consignas. Pensaba, además, entregar durante el mismo sepelio una suma importante de dinero a la madre del joven muerto, mostrando también de ese modo que sabía ser generoso con la familia de sus hombres.
El día del entierro Margarita estaba desolada. Caminaba en silencio. No tenía ni siquiera la capacidad de expresar su angustia llorando. La acompañaban sus dos hijas que la sostenían de los brazos, y que ellas sí gemían desconsoladas.
Estaba presente Halina, la señora de Samir Abeliuk, que al saber de la muerte de Rogelio quiso hacerse cargo de los gastos del funeral. Era lo último que haría por su fiel empleada, porque estaba preparando su partida hacia Estados Unidos. Le había ofrecido llevarla con ellos, pero Margarita no había aceptado porque no podía dejar a sus hijas.
Un par de pasos atrás estaba Chabelita acompañada por su padre que decidió ir con ella al entierro porque la encontró muy triste por la muerte del que, a pesar de todo lo ocurrido, ella aún consideraba su novio.
Fue después de las oraciones recitadas por un cura y cuando los encargados estaban por poner el ataúd en el nicho, que irrumpió la banda del Juno con saludos, gritos, coronas de flores y disparos al aire en honor del que aclamaban como “el valiente Rojo caído en acción”.
Halina se asustó y corrió hacia el auto en que la esperaba el conductor que la había traído. Margarita, desconcertada, no sabía qué pensar ni qué hacer, hasta que se le acercó un hombre encapuchado que le hizo entrega de un fajo de billetes.
– Es en agradecimiento y en honor a su hijo Rogelio – le dijo el Juno.
Margarita lo miró, tomó los billetes y se los arrojó con fuerza en la cara diciendo:
– De ustedes no quiero nada. Ustedes me robaron a mi hijo. Ustedes me lo mataron.
En ese momento Chabelita reconoció a los dos jóvenes que habían entrado al baño donde se había escondido durante el asalto.
– ¡Es el asesino! ¡Es el asesino! Lo reconozco – comenzó a gritar Chabelita apuntando con la mano en dirección al grupo que rendía honores mafiosos a Rogelio.
Juan Solojuán se acercó con la intención de enfrentar al hombre encapuchado, pero éste se hizo rodear por sus secuaces y dio la orden de retirarse.
Chabelita y Juan se quedaron con Margarita y sus hijos, y después de que concluyó el entierro las llevaron a su casa.
Diez días después, un sábado en la tarde, Chabelita fue a visitar a Margarita.
– Estamos pasando hambre, Chabelita, y no sé qué hacer – le confesó después de saludarla. – Me quedé sin empleo porque la familia donde trabajaba se va del país. He buscado, salgo y recorro todo el día los negocios, las casas, pero nadie me quiere emplear. He llegado a pedir en las calles, con tremenda vergüenza, pero apenas consigo para algo de pan. Lo que más temo, Chabelita, es que mis niñas tengan que salir a pedir. La mayor dice que ella podría ganar buena plata porque es bonita, pero se lo prohíbo. ¿Te imaginas? Yo no lo soportaría. Ellas tienen que estudiar para salir adelante. No pueden dejar la escuela. Pero ¿cómo hago?
Chabelita la escuchó y comprendió su angustia. Tenía sus ahorros y podía ayudarla; pero la solución era un trabajo.
– Te conseguiré un empleo – le aseguró al despedirse – sin estar segura de que pudiera lograrlo.
El siguiente sábado Chabelita volvió a visitarla. Llevaba una bolsa con alimentos no perecibles para varias semanas. Pero lo más importante era la noticia que le tenía.
– ¡Ya tienes trabajo! – le dijo. – Una señora que es mi amiga está echando a andar un Centro de Rehabilitación para adolescentes drogadictos. Se llama Mariella y es la esposa de un abogado. Le conté de ti y todo lo que sé de Rogelio. Me dijo que eres justo la persona que está necesitando. Son personas maravillosas, te lo aseguro. Ella necesita la ayuda que tú puedes darle, y te pagará lo justo, estoy segura.
Margarita la abrazó, llorando.
– ¡Gracias, Chabelita! No sabes lo que significa para mí. Y para mis niñas ¡Dios te bendiga!
– Mañana te acompaño para que hables con ella.
FIN
La Serie ANTICIPANDO Continúa en el Libro "LA CONFERENCIA DE MATILDE"
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