Capítulo 7 - TRES BANDEJAS DE PLATA

VII. Tres bandejas de plata.


Después de informar a Juno lo que había visto, Rogelio quedó decepcionado por el premio que le dio el jefe. Esperaba recibir al menos dos papelillos de coca o una buena cantidad de marihuana. Se sentía cansado y desanimado, sin ganas de hacer otra cosa que quedarse tendido en la cama y dormir. Lo deprimía el sentir que lo que estaba realizando para el jefe no era bien recompensado. Desanimado, pensaba que no valía la pena esforzarse mayormente. Eran los efectos de la abstinencia en que lo estaba dejando el Juno.

Lo que le había entregado el jefe eran tres bandejas en una bolsa corriente de plástico. Es cierto que le había explicado que las había conseguido en una arriesgada operación realizada por el grupo, en la que casi los habían sorprendido. Eso les daba un valor especial según las costumbres internas de la banda.

Son de plata fina. Les puedes sacar mucho dinero; pero debes hacerlo con extremo cuidado, y esperar por lo menos una semana antes de ir a ofrecerlas, hasta que la policía se canse de buscarlas. Escóndelas bien, no sea que te pillen con ellas en la mano.

Está bien. Pero no tendrías algo más para mí, que estoy necesitando.

Nada. Ya te dije que te necesito con la cabeza despejada, y todavía no cumples la misión completa.

Rogelio no quedó conforme; pero no tenía nada que replicar. “El jefe siempre tiene razón”, le habían enseñado que era la primera ley del grupo.

El problema era, ahora, cómo esconder las bandejas en su casa de modo que su mamá no las fuera a descubrir. Si las ve pensará que las robé y no me creerá que es un pago por mi trabajo. En su dormitorio tenía un escondite; pero allí no cabía la bandeja más grande.

Pensó que la mejor alternativa era dejarla debajo del colchón de su cama. No era un lugar seguro donde la pudiera dejar muchos días, porque su mamá tenía la costumbre de dar vuelta el colchón cuando cambiaba las sábanas. Decidió desobedecer al jefe. Saldría en la mañana temprano y entregaría la bandeja al Melchor. Necesitaba dinero urgentemente. Si no me los da el Juno, yo sé dónde comprar buena pasta. Además, necesito algo de plata para invitar a la chicoca. “La chicoca” era, por cierto, Chabelita, con la que quería satisfacer otro de sus deseos, además de que le serviría para cumplirle al Juno.

Melchor tenía un puesto en el mercado persa. Aceptaba lo que le llevaran, pero todos sabían que pagaba menos de la mitad que otros reducidores. A Rogelio no le importaba. Necesitaba dinero con urgencia. Además, le quedaban todavía las otras dos bandejas, que vendería mejor esperando unos días.

Melchor era un hombre malo que se hacía querer por las personas a las que estafaba y dañaba. Era inteligente y frío, pero por sobre cualquier otro rasgo de su personalidad, tenía muy desarrollada la capacidad de manipular con astucia y engaño a las personas con las que hacía sus torcidos negocios. Apenas vio a Rogelio con una sucia bolsa de plástico en la mano acercarse al lugar donde tenía su puesto, supo que le traía mercadería. Se dio cuenta también de que el joven estaba asustado, porque miraba hacia un lado y otro. Eso era bueno para él, porque entendió que Rogelio aceptaría cualquier cosa con tal de no tener que cargar de regreso la bolsa con el producto que sin duda era mal habido. Cuando el joven se puso frente a él, en silencio, ansioso, comprendió que además de tener miedo estaba urgido por falta de droga. Lo hizo pasar detrás de una especie de biombo de madera donde acostumbraba hacer sus compras.

Media hora después Rogelio salió y le dio efusivamente las gracias por el negocio realizado. Estaba contento por haber conseguido tres dosis de pasta base, y aunque sabía que no era un producto de calidad como el que le regalaba el Juno, era suficiente para calmar su ansiedad y borrarse por unas cuantas horas. Había olvidado que quería tener plata para invitar a Chabelita.

Melchor lo miró alejarse, sonriendo torvamente. Ese desgraciado no tiene idea del valor de lo que me trajo. Y ni siquiera tuve que pagarle, porque me aceptó esos treinta miligramos de pasta. Está harto jodido, el pobre.

Rogelio se fue casi corriendo a su lugar preferido para drogarse. Un rincón oscuro de una casa abandonada, que tenía un portillo en el muro trasero por donde era fácil entrar sin ser visto, y llegado el caso escabullirse sin dejar rastro.


 

* * *


 

Cuando Rogelio logró recuperarse de la depresión en que cayó después de exaltarse con las drogas de pésima calidad que le pasó Melchor a cambio de la bandeja de plata, dudó durante varias horas sobre lo que le convenía hacer. Si iba a su casa recibiría las recriminaciones de su madre, que siempre lo entristecían. Si se comunicaba con Juno, seguramente recibiría una dura amonestación o incluso un castigo por no haberse presentado a informar los avances en su misión. Después de mucho pensarlo se le ocurrió dirigirse hacia la casa de Chabelita por la posibilidad de lograr alguna información que dar al jefe y de ese modo mitigar la severidad con que, sospechaba, sería tratado por éste.

Al llegar frente a la casa notó que algo había cambiado, pero no se le ocurrió qué podía ser. Pensó que antes de trepar por el portón era mejor asegurarse de que no hubiera nadie. Lo mejor era lo más simple: tocar el timbre. Si le abría Chabelita, o quien fuera, pediría un vaso de agua. Sí, en verdad tenía sed, mucha sed.

El timbre sonó tres veces. No había nadie. Decidió entrar por donde ya sabía. Le sorprendió que tanto el estacionamiento como el patio interior estaban más limpios y con menos objetos que la última vez. Recordó que los socios de la cooperativa estaban trasladando sus cosas al local al fondo del pasaje. La caja fuerte no estaba. Seguro la entraron a la casa, o se la llevaron. ¿Cómo saberlo? Tenía que entrar a la casa, era el único modo de saber si estaba ahí; pero no era posible, con las puertas aseguradas y las protecciones de hierro en las ventanas. Es tarea para el grupo operativo, no para mí.

Tres horas después se encontró con el jefe en el lugar acostumbrado.

¿Qué te habías hecho? ¿Por qué no te reportaste? ¡Imbécil! Hasta pensé que habías tratado de vender las bandejas y que te habían pillado y encanado.

No, jefe, las bandejas las tengo bien resguardadas – mintió Rogelio, añadiendo otra mentira: – He estado vigilando la casa donde está la caja fuerte; pero sin novedad. Al final me arriesgué y salté el portón. La caja ya no está en el patio, pero atisbando por una rendija me pareció ver que estaba dentro de la casa. No estoy seguro, porque estaba oscuro y las ventanas cerradas con sus cortinas. Después, a otras horas he tocado el timbre para que la chica esa me deje entrar; pero nadie me abre.

Mmm. Y entonces ¿qué piensas hacer?

Es que, jefe, yo no puedo hacer nada más. Quería traerte buena información, por eso no me reporté antes. Lo hago ahora porque no sé qué más podría hacer yo. Las dos puertas de la casa tienen cerrojos de seguridad, y las ventanas están protegidas por barrotes de fierro. La única manera de entrar, jefe, sería cortando los barrotes de una ventana con una sierra; pero tiene que ser una sierra eléctrica, potente, que yo no tengo.

Eso no es problema. Mañana mandaré dos o tres hombres. Tú los guiarás. Desde ahora y hasta que te llame no te hagas ver por nadie. Enciérrate en tu casa, y permanece atento a mis instrucciones.

Así lo haré, jefe. Iré a mi casa y esperaré tu llamada.

Llegando a su casa, sediento y hambriento, fue directamente a la cocina. El refrigerador estaba casi vacío; pero había huevos y agua fría en una jarra. Se tomó dos vasos grandes de agua y puso a freír cinco huevos.

Cuando llegó su mamá ya estaba terminando de comerlos. Rogelio se puso a la defensiva, tratando de inventar una explicación de su ausencia, que supo por el Juno que duró una semana entera. Pero Margarita estaba tan contenta de verlo que no le dijo nada. Solamente lo abrazó largo rato, tratando de que él no notara las lágrimas que rodaban de su cara. Después, volviéndose hacia el lavaplatos y enjugándose la cara con un paño de cocina le dijo:

Hijo, hijo mío. ¿Qué te habías hecho? Hace días que no sé nada de ti. Y mira como estás, pálido y demacrado. ¿No te he dicho que me avises cuando no vas a volver en la noche? ¿Te parece justo dejarme una semana angustiada?

No, madre. Estuve trabajando. Mañana me pagan y haré las compras, porque veo que no queda nada. No te preocupes, madre. ¿No te he dicho tantas veces que no tienes que preocuparte por mí? Sé cuidarme, madre. Y ya soy bastante grande como para no tener que reportarme todos los días.

Margarita prefirió no replicar para no comenzar una discusión con su hijo aparecido después de una semana de estar acongojada.

Rogelio durmió toda la noche y gran parte del día siguiente. Lo despertó su madre. Le habían pagado el sueldo semanal y le tenía una suculenta cazuela de ave. Justo después de comer Rogelio recibió el llamado de Juno que le indicó dónde ir a encontrarse con el grupo.

Llegó a la cita con tres minutos de retraso. El Juno estaba sentado en su camioneta de dos cabinas, acompañado por tres muchachotes. El equipo para cortar el candado del portón y descerrajar los barrotes de la ventana estaba en la parte trasera del vehículo, oculto por unos sacos. Los tres hombres portaban sus pistolas cargadas, dispuestos para enfrentar y eliminar, si fuera necesario, a quienquiera se interpusiera en su camino.

Juno explicó el plan a sus cuatro acompañantes. Con una cadena harían un cortocircuito que dejaría sin luz toda la calle. Sabían que cuando eso ocurría la gente se encerraba en sus casas y en pocos minutos la calle quedaba desierta. Llegando a la casa Rogelio golpearía la puerta y pediría que le abrieran. Esperarían sólo un minuto, y si nadie se asomaba, entrarían por el portón descerrajado disparando hacia el patio. Sin perder un minuto romperían los barrotes de la ventana y entrarían. Ante cualquier asomo de resistencia, la orden era clara: ¡disparar a matar!

Cuando Rogelio escuchó esto se asustó. Nunca había imaginado que participaría en un asalto violento en que se asesinaría. Peor aún, las víctimas podían ser personas que él conocía, Chabelita y su padre. Y él habría sido el causante directo de sus muertes. Juno se retiró caminando y les dio la orden de partir en la camioneta.

Cuando a Rogelio le tocó cumplir su cometido y golpear la puerta de la casa tiritaba de miedo. Las piernas le temblaban y le costaba mantenerse de pie. Imaginaba que Chabelita le abriría y que sería la primera en caer acribillada.

Pero nadie abrió. Trató de escuchar, apoyando la oreja en la puerta. No escuchó señal alguna de que hubiera alguien en la casa. Rogelio se persignó. Que no estén, Dios mío, ojalá que no estén.

Media hora después habían terminado y los asaltantes partían en la camioneta con las manos vacías. La casa estaba desocupada, sin nada dentro, barrida y limpia. Fue entonces que Rogelio recordó qué, cuando había ido a ver la casa, le pareció que había algo diferente. Era que ya no estaba el letrero que anunciaba que la casa se vendía.

Aunque imaginaba que el Juno se pondría furioso y no dudaba que lo castigaría, Rogelio se sintió aliviado. Al jefe algún día se le pasaría el enojo. En cambio, si hubieran matado a la Chabelita y a su padre, no sabría cómo enfrentar su conciencia por el resto de su vida.