VI. Mujeres.
Margarita, la madre de Rogelio, poco a poco se iba conformado con la muerte de Jovino. Todavía Rogelio la oía llorar algunas noches desde su pieza, separada de la de ella por un delgado tabique de madera, y entonces él también se ponía triste recordando a su hermanito, sintiéndose culpable de lo que le había pasado. Pero en la mañana todo cambiaba. Margarita muy temprano realizaba las labores domésticas del día, preparaba el desayuno que se servía con sus dos hijas, y dejaba en la mesa de la cocina el de Rogelio en espera de que se levantara. Enseguida partía al trabajo. Desde la ocho de la mañana hasta las ocho de la noche trabajaba como empleada doméstica en la mansión de Samir Abeliuk.
Terminaba el día extenuada, pero no se quejaba porque estaba consciente de que por la depresión económica en que estaba sumido el país tener un empleo constituía un verdadero privilegio. Además, el turco, como llamaban todos al señor de la casa, no la trataba mal; más bien la ignoraba, concentrado como siempre estaba él en sus negocios, y solamente se dirigía a ella cuando necesitaba pedirle que hiciera algunas compras o que preparara alguna comida especial cuando recibía invitados.
Halima, la mujer de don Samir, que muy rara vez salía de la casa y que se aburría mortalmente, conversaba con ella casi todas las tardes, después de ver la teleserie. Era el momento de descanso que tenía Margarita, y para ambas tal vez la hora del día más satisfactoria en sus vidas opacas. Sentadas una frente a la otra en el salón, hablaban sobre los más variados temas, porque las dos eran mujeres curiosas e inteligentes. Halima había comprendido que Margarita se enteraba de todo lo que sucedía en la teleserie mientras hacía el aseo en el comedor y el salón; y aunque a menudo Margarita se detenía a mirar las escenas más interesantes, eso no disgustaba a Halima, porque la teleserie siempre les daba algún motivo de conversación. Las unía también el hecho de que tuvieran la misma edad, cuarenta años que cumplirían en noviembre con pocos días de diferencia.
Otra cosa que tenían en común era un sentido religioso de la vida. Margarita era católica y Halima profesaba el islamismo; pero eso no hacía gran diferencia entre ellas ni alteraba sus conversaciones. Para ellas la religión no consistía tanto en las creencias particulares de una o de otra fe, sino en una actitud de reverencia ante lo divino y en ciertos valores morales que consideraban sagrados, más una imprecisa pero tranquilizante convicción de que sus vidas no dependían tanto de ellas mismas sino de algo superior que las trascendía. Esa creencia hacía que Halima se resignara ante la frecuente infidelidad de su esposo que advertía por múltiples señales que él descuidaba esconder, y que Margarita se conformara con su pobreza y, poco a poco, también con la muerte del Jovino.
Por cierto, Halima agradecía que su esposo tuviera al menos la decencia de no enredarse con la empleada de la casa; y agradecía también que Margarita, que no dejaba de ser agraciada y que si se preocupara pudiera ser muy atractiva para un hombre rudo como Samir, no intentara atraerlo.
– Quiero hacerte un regalo – dijo inesperadamente Halima a Margarita un día en que la protagonista de la teleserie pasó sola la noche de su cumpleaños, por haberse peleado con su prometido a causa de una desaveniencia relacionada con una amiga que se mostraba demasiado insistente con él.
– No tiene por qué, señora. Yo estoy muy agradecida de trabajar con usted, y no tiene por qué regalarme nada.
– Será en noviembre, para tu cumpleaños, Margarita. Sabes que yo también estoy contenta de que trabajes conmigo. Lo que pasa, Margarita, es que mi marido y yo nos iremos a vivir a los Estados Unidos.
Solamente un ligero gesto de los labios de Margarita dejó entrever que la noticia no era nada buena.
– ¿Y cuándo será eso? – preguntó la empleada con un tono de voz neutro, como si se tratara de algo que no le incumbiera en absoluto.
– Probablemente en marzo o abril del próximo año. Mi esposo está terminando unos negocios.
Margarita no dijo nada, lo que sorprendió un poco a Halima que esperaba que ella expresara tristeza o algo así. Porque tenía una proposición que hacerle. La miró a los ojos y sin mayor preámbulo le dijo:
– No lo he conversado con Samir; pero si se lo pido estoy segura de que lo aceptará. ¿No quisieras irte con nosotros? Allá estaremos mejor, y sobre todo más seguros que aquí en Santiago.
Margarita respondió sin pensarlo:
– Tengo que cuidar a mis niñas y a mi Rogelio. Ya perdí un hijo, y estos que me quedan son lo único que tengo.
– Te entiendo, Margarita. Pero, igual, piénsalo y me lo dices. Falta todavía mucho tiempo, así que puedes pensarlo.
Esa noche Rogelio no escuchó a su madre sollozar. Ella no estaba pensando en Jovino sino en él. Margarita había notado un cambio importante en su hijo después de que mataron al Jovino, y eso le parecía bueno. En efecto, desde que su hermano fue asesinado, Rogelio se drogaba menos, llegaba casi todas las noches a dormir a la casa, y las provisiones que compraba eran mayores y de mejor calidad. Además, un día le había explicado que si no llegaba más temprano era porque se estaba viendo con una tal Chabelita, una chica que le gustaba y que no era como las amigas con las que se juntaba antes. Margarita no podía saber que esos cambios que le parecían tan positivos, eran causados por un mayor compromiso asumido por su hijo con el muy peligroso y desquiciado grupo mafioso encabezado por el Juno.
* * *
Cuando Rogelio informó lo que había descubierto en el patio de la casa del papá de Chabelita, el jefe de la banda combinó en su cabeza varias de las cosas que el joven le había contado. Por un lado, el hecho de que los socios y el mismo presidente de la cooperativa estuvieran vendiendo sus casas y pertenencias; por otro, el que todos ellos estuvieran transportando objetos de valor a la sede de la cooperativa; y ahora la confección de la caja fuerte. Le resultaba claro que todo el dinero que esas gentes recabaran de las ventas iría a guardarse en esa caja fuerte. Era imperioso seguirle la pista, y si fuera posible, apoderarse de una llave para abrirla. Así el Juno instruyó al que ahora empezaba a considerar como uno de los más importantes miembros de su grupo.
– Mira Rogelio, la misión que voy a encomendarte ahora, piensa que es la cosa más importante que harás en tu vida. Tienes que conseguir una llave de esa caja fuerte. Por las fotos que tomaste, veo que todavía están trabajando y que no han instalado la cerradura. Pero seguramente lo harán mañana o en los próximos días. Tienes que estar vigilante y entrar a esa casa, hasta que logres ver la cerradura y con algo de suerte también la llave. Pero no debes sustraer una llave porque entonces la cambiarían por otra diferente. Lo que tienes que hacer es conseguir una imagen de la llave, por ambos lados, una huella que se obtiene presionándola por ambos lados contra una masa de plasticina. Después la limpias bien y la dejas exactamente donde la encontraste. ¿Lo entiendes?
– Sí, jefe, lo entiendo. Pero no sé si podré hacerlo.
– Tienes que hacerlo. Y también tienes que estar muy atento cuando trasladen la caja fuerte, porque si esa propiedad está en venta, es seguro que no la dejarán ahí. El premio que te daré si lo consigues, Rogelio, no te lo imaginas, pero será más de lo que esperas. Así que ¡hazlo! Si es necesario, haz la guardia en esa casa día y noche, ¿entendiste?
– Sí, jefe, entendí. Y lo haré.
Era de noche y Rogelio pensó que Chabelita y su padre estarían ya en la casa, por lo que se preparó para cumplir la misión la mañana siguiente. Pensó mucho en si le convenía encontrarse con Chabelita y engañarla para que lo dejara entrar a la casa, o no ser visto y entrar a escondidas cuando no hubiera nadie. Decidió apostarse igual que la vez que saltó el portón, porque el último encuentro con la muchacha no fue tan auspicioso, y para convencerla y conquistarla necesitaba más tiempo.
Rogelio se pasó buena parte de la noche ablandando una bola de plasticina que había sido del Jovino. Cuando encontró que ya estaba en condiciones de servir a su propósito, la presionó en una pequeña caja que envolvió con un plástico y guardó en el bolsillo del pantalón. En la mañana, como ya sabía la hora en que Chabelita y su padre salían de la casa en sus bicicletas, los vio pasar sin hacerse notar; e igual que en la ocasión anterior, esperó que la camioneta con los soldadores se detuviera frente a la casa y entraran con sus herramientas. Solamente le quedaba esperar, sin dejarse ver, hasta que los soldadores se fueran y pudiera saltar el portón. Esta vez se había preparado y llevaba una empanada y dos plátanos para almorzar y así no tener que dejar de observar ni un minuto lo que pudiera suceder.
Pasaron muchas horas. Eran ya las seis de la tarde cuando finalmente vio a los soldadores aparecer en la puerta. Subieron la máquina soldadora y demás herramientas a la camioneta. Justo en ese momento Rogelio vio llegar una bicicleta. Era el papá de Chabelita. Los tres hombres se saludaron, conversaron un par de minutos. Rogelio, muy atento a lo que pudiera suceder, vio que uno de los soldadores sacó algo de su bolsillo. Lo tomó entre el índice y el pulgar y con un gesto teatral se lo pasó al hombre de la bicicleta. Enseguida, con idéntico gesto, sacó otro objeto igual al anterior y lo entregó también. Rogelio no tuvo dudas. El soldador había entregado al presidente de la cooperativa dos llaves de la caja fuerte. Después los vio despedirse dándose la mano. Enseguida se subieron a la camioneta y partieron saludando con un gesto. Era claro que los soldadores daban por terminado su trabajo.
El hombre de la bicicleta entró en su casa con las llaves en el bolsillo. Rogelio no había podido hacer todo lo que había imaginado; pero al menos ya sabía donde se encontraban las llaves de la caja fuerte.
Pensó en esperar la llegada de Chabelita, pero desistió. Con suerte, el día siguiente ya no estarían los soldadores y él tendría todo el día para entrar, no sólo al patio sino dentro de la casa, hasta encontrar esas llaves.
* * *
Desde aquella tarde en que Rogelio la besó y le estrujó sus pechos, Chabelita no había dejado de pensar en él. Algo raro, algo que nunca había sentido antes, le estaba pasando. Fue violento, sí, fue un abuso, sí; pero no sé por qué me gustaría, no sé, encontrarme con él otra vez, y besarnos los dos, y que me acaricie y me apriete, aunque sea con fuerza.
Al llegar a su casa aquella noche se había dado un baño, sintiéndose sucia. Pero luego se había mirado desnuda al espejo. Ya no era una niña y no era tan raro que al Rogelio le gustara. Desde entonces le costaba sacárselo de la cabeza. Hasta había soñado despierta que se encontraba con él y que hacían el amor como había visto en las películas. La verdad es que sí, le gustaría encontrarse con él. Sólo para conversar, por supuesto, nada más. Para conocerlo más, sólo para conocerlo. Ya sabe que sé defenderme, así que no me preocupa que intente forzarme. Además, me pidió perdón, y ya lo perdoné un poco.
Pero había algo que le disgustaba mucho y que tampoco olvidaba. Había conocido al Rogelio en estado lamentable, tirado en el suelo, borracho y drogado. En aquella ocasión lo había ayudado llevándolo a la sede de la cooperativa y sirviéndole un plato de sopa. Se preguntaba si esa actitud agresiva que tuvo Rogelio cuando se encontraron en la plaza fuera causada por la adicción. Ella sabía, porque se lo habían explicado en el colegio, que la agresividad y la manipulación eran rasgos típicos de los drogadictos. Y ya sabemos que a Chabelita los drogadictos le daban mucha pena, hasta el punto que había imaginado organizar con sus amigas un Servicio de Rehabilitación para adolescentes drogadictos, que había tantos.
Chabelita se encontró con Mariella, la esposa de Tomás Ignacio Larrañiche, en la sala de espera de la Cooperativa, una tarde en que el abogado estuvo reunido con su papá en la oficina de éste. La reunión se prolongó mucho más de lo previsto, pues tenían que precisar los cambios en los Estatutos de CONFIAR en orden al aumento de capital; cambios que era necesario proponer con claridad a la Asamblea para su aprobación. Chabelita y Mariella se conocían pero nunca habían conversado debido a que, por la diferencia de edad que tenían, en las convivencias de la cooperativa Mariella se relacionaba con los socios adultos y Chabelita lo hacía con los hijos de éstos.
– Hola Chabelita, ¿cómo estás?
– Muy bien, señora Mariella. Aquí esperando a mi papá.
– Y yo esperando a mi marido. Esos hombres trabajan mucho, y parece que hoy nos tocará esperarlos bastante. Pero dime Mariella, por favor, que eso de “señora” no me gusta y pone distancia.
– Está bien. Sí, parece que tendremos que esperar bastante; pero hoy no tengo mucho que hacer, así que no es problema.
– Cuéntame, ¿cómo te está yendo en el colegio?
– Lo dejé. Andaba todo mal, los niños se portaban pésimo, no dejaban hacer clases, y no aprendíamos nada.
– Te entiendo. Las cosas están complicadas. ¿Y qué estás haciendo?
– Con unas amigas formamos una microempresa y estamos produciendo y vendiendo mermeladas, conservas de frutas y verduras y varias cosas más.
– ¡Qué bien! ¿Y cómo les va?
– Súper bien. Vendemos todo lo que hacemos. Gran parte la vendemos aquí en la cooperativa. Pero estamos juntando plata porque queremos instalarnos con un pequeño negocio.
– ¿Te gustaría dedicarte a eso? Es lindo ser microempresaria y realizarlo con amigas y amigos.
– Sí, me gusta y lo pasamos muy bien. Pero no lo pienso para toda la vida. Tengo otra idea, más difícil, pero algún día …
– ¿Quieres contarme qué es?
– Bueno, sí; pero es para cuando sea más grande. No es para ahora, porque no sabría cómo hacerlo y creo que es algo muy difícil. Quisiera crear un centro de rehabilitación para adolescentes y jóvenes drogadictos. ¡Hay tantos, y me dan mucha pena!
– Sí, Chabelita. Es penoso ver cómo se destruyen la vida siendo tan niños. ¿Sabes que yo también he pensado en algo así?
– ¡No me diga! Yo le podría ayudar. Conozco varios niños que andan en eso, y sé que sus papás están angustiados al verlos así. El otro día fuimos a conversar con una asistente social, Consuelo Pedreros, que es socia de CONFIAR, y con su marido que es profesor. Les pedimos orientación para definir un programa de estudios en un grupo que tenemos. Creo que ellos también estarían interesados en organizar algo para ayudar a los drogadictos. Tienen mucha experiencia.
– ¡Mmm! Puede ser. ¿Por qué no? Es así, juntando voluntades y conocimientos, que se arman y salen adelante los proyectos.
– Un día escuché al paso, no recuerdo dónde, que usted sabe mucho y que es como psicóloga para entender a la gente.
– Pero no soy psicóloga. Sí he leído y estudiado mucho, y sobre todo, creo que llego a entender a las personas, a las que empiezo a querer apenas empiezo a conocerlas.
– Escuché decir que hace meditación, que es budista o algo así.
– Bueno, sí. Medito, oro, reflexiono mucho. Me interesa sobre todo el desarrollo espiritual.
– Yo no sé casi nada de eso. Pero me gustaría. ¿Puedo hacerle una pregunta?
– Por supuesto Chabelita, pregúntame lo que quieras.
– Lo que pasa, Mariella, es que conozco a un niño, medio amigo pero que también me asusta, que a veces se droga y se emborracha hasta caer al suelo en la calle. No lo hace siempre, porque lo he visto sano también; pero lo conocí botado un día, a pocos metros de aquí, a la entrada del pasaje. Un día me contó que le mataron a su hermano, y creo que eso fue lo que lo puso mal; pero no estoy segura de si ya se drogaba antes, porque ahora los niños empiezan a los diez o doce años.
– Es así, y es terrible. Pero ¿qué querías preguntarme?
– Quisiera saber si un drogadicto, un joven, supongamos que tiene unos veinte o veinticuatro años, o algo así, que está dañado hasta el punto de ponerse agresivo incluso cuando no está mal ¿podría salir de eso y mejorarse del todo?
Mariella se demoró en responder. Imaginó que Chabelita se refería al joven del que le había hablado, o tal vez que no fuera solamente un amigo sino alguien del que ella estuviera enamorada. Debía, por eso, ser cuidadosa en su respuesta. Pensó también que una niña tan querida y buena como Chabelita ojalá no se involucrara con alguien mayor que ella con ese problema. Pero debía darle una respuesta verdadera.
En ese momento se asomaron Tomás Ignacio y Juan Solojuán a la sala donde las dos mujeres conversaban.
– ¡Por fin terminamos! ¡Estoy agotado! – Exclamó el abogado, agregando. – Vamos, Mariella, que además estoy con el estómago vacío.
– ¿Es que en esta Cooperativa los amigos no se cuidan unos con otros? – replicó Mariella mostrando cara de reproche.
– Sí, sí – respondió Solojuán sintiéndose en falta.– Es que estamos urgidos con el asunto de las compras y ventas y los Estatutos, y nuestro querido Tomás Ignacio ha tenido que trabajar demasiado.
Enseguida, dirigiéndose a Tomás Ignacio:
– Disculpa, amigo, no pensé que no habías almorzado.
– No te preocupes, Juan, que está todo bien, y ahora me desquitaré con una cena a la que voy a invitar a Mariella.
– ¡Eso me gusta! – enfatizó Mariella, ahora ya sonriendo.
Dirigiéndose a Chabelita dijo:
– Tenemos que conversar otra vez, Chabelita. Puedes ir a verme a la casa cuando quieras. Te dejo mi teléfono y la dirección. ¡Cuando quieras! Que será un gusto para mí continuar nuestra conversación.
Abrió la cartera, sacó un lápiz, escribió en un papel que estaba sobre la mesa y se lo pasó.
– Muchas gracias, señora Mariella. Iré pronto, porque me interesa mucho que sigamos conversando.
– ¿Y se puede saber de qué hablaban tanto? – preguntó Solojuán.
– ¡Claro que no! Conversación de mujeres, que no les debe interesar a personas tan serias y trabajadoras como ustedes – replicó Mariella.
Chabelita se alegró al saber que Mariella no le contaría nada a su padre. Podía confiarse con ella. Iré muy pronto a su casa.
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