XIV. Reencuentro.
Rogelio despertó con el sol que acariciaba su cuerpo desnudo. Le costó darse cuenta de que no era su pieza. La ventana estaba enteramente abierta y por ella entraba un aire tibio. Trató de orientarse mirando el celular, que indicaba que eran las dos de la tarde del lunes. Lo último que recordaba era haber tenido sexo con la mulata a la que recurría cada vez que se sentía solo. Pero eso había sido la noche del sábado, lo que significaba que había dormido todo el domingo y la mañana del lunes.
No era extraño para él perder la noción del transcurso del tiempo. Lo que tenía en realidad era una extraña percepción del tiempo, que a veces se detenía y otras se aceleraba, incluso a menudo desapareciendo completamente sin dejar huella. Le había sucedido muchas veces que cuando pasaba esto último, al volver a recuperarlo sentía el estómago vacío y mucha, mucha hambre.
Nuria, una mujer que había ya sobrepasado los cuarenta años, era para él un especie de madre sustituta, amante ocasional y refugio ante la soledad. Por eso no le sorprendió encontrar en la mesa de la cocina un vaso grande con jugo de tomates, tres rebanadas de pan cubiertas con abundante mermelada de damascos, una taza con dos bolsitas de té y azúcar, y el calentador de agua listo para ser encendido.
Rogelio dio cuenta de todo aquello en pocos minutos y se metió a la ducha. Ya repuesto y en pleno uso de sus facultades pensó en llamar a su madre para tranquilizarla. Tomó el celular que había dejado en la cama, y se percató de que no era el suyo sino el que le había entregado el Juno. ¡Maldición! Pero qué importa. ¡No es mi culpa! Se vistió, y revisando sus bolsillos encontró varios billetes grandes. Recordó que los había sacado del fajo que guardaba en su caja secreta con la intención de invitar a Chabelita.
Como no tenía otro modo de comunicarse con ella decidió ir por la bicicleta. Su madre estaría en el trabajo, por lo que no tendría que sufrir sus reprimendas. Y si Chabelita no estaba a esa hora en su casa la esperaría hasta que regresara.
Ella regresó a las seis. Lo encontró sentado en el peldaño de la puerta con la bicicleta apoyada contra la muralla. Se saludaron con un beso en la mejilla sin decirse una palabra. Chabelita lo invitó a entrar. Juan Solojuán no había regresado.
– Vengo con hambre – le dijo Chabelita – y voy a prepararme un té y un par de huevos fritos. ¿Quieres?
– Oh, sí – respondió Rogelio. – Muchas gracias.
– ¿Almorzaste?
– No; pero me serví un buen desayuno en la mañana.
– Entonces tienes hambre igual que yo. Siéntate a la mesa mientras voy a la cocina.
– ¿Te ayudo?
– No.
El “No” le pareció a Chabelita que fue demasiado tajante y rudo, por lo que agregó más suavemente:
– No es necesario. Espérame ahí, que no me demoro ni tres minutos.
Rogelio se sentó. Pensó en justificarse por no haber acudido a la cita del sábado; pero prefirió no decir nada esperando que ella pudiera haberlo ya olvidado o que lo hubiera perdonado. Pero no era así, pues regresando Chabelita de la cocina con una bandeja con los té, los huevos fritos y dos panes, lo encaró:
– Me dejaste plantada el sábado. Estoy muy enojada contigo.
Rogelio se dio cuenta de que si bien las palabras eran claras, el tono de voz le demostraba que no quería pelearse con él. Además, lo había invitado a entrar, y le estaba sirviendo.
– Sírvete. Y explícame.
– Muchas gracias, Chabelita. Sí, tengo que disculparme por no haber venido.
– Y por no haber ni siquiera avisado que no vendrías. No quiero disculpas sino la verdad. ¿Te drogaste? ¿Te emborrachaste?
– No Chabelita, por supuesto que no. Ya te dije que eso lo dejé del todo. A ti no podría mentirte, Chabelita. La verdad es que estaba por venir cuando me llamó mi jefe por motivos de trabajo. Yo no puedo arriesgar mi trabajo ¿entiendes?
– Pero al menos podrías haberme avisado.
– No pude porque me robaron el celular – mintió Rogelio.
Chabelita pensó que era muy posible que fuera cierto pues los asaltos para robar un celular eran pan de cada día. Incluso se mataba por uno en cualquier calle y a toda hora.
– Créeme, Chabelita. – Y sacando de su bolsillo el teléfono que le había entregado el Juno se lo pasó y agregó: – Mira, es nuevo, tuve que comprarlo. Y, por favor, marca tu número en él para poder llamarte.
Chabelita tomó el celular y miró los contactos. Preguntó:
– ¿Quiénes son estos que se llaman Negro, Marrón y Top-one.
– Top-one es mi jefe. Del trabajo, digo. Negro y Marrón son dos compañeros, también del trabajo. Los llamo así, pero se llaman … –titubeó – .. se llaman Pedro y Diego. El jefe nos hizo trabajar todo el fin de semana. Ves que vine a encontrarte apenas tuve un tiempo libre.
– ¡Mmm! Voy a creerte, Rogelio. Pero debes saber que estuve muy enojada contigo. De verdad estuve indignada, porque a mí, no me gusta que me dejen esperando ¿sabes?
– Créeme, Chabelita. Y perdóname. No te miento. Lo que te digo es verdad. A ti no podría mentirte, mi amor.
– No hay que mentirle a nadie – replicó Chabelita.
– Tienes razón, a nadie, y menos a ti, porque te quiero.
Ella estuvo a punto de decir “yo también te quiero”, pero no lo hizo. Dudaba de si era verdad. Acababa de afirmar que no había que mentir, y ya le había mentido cuando le aseguró que le creía. Estaba confundida. ¿Qué podía decirle?
– Ya te dije que ... te creo. Ahora sirvámonos esto antes de que se enfríe del todo. Además, mi padre debe estar en camino y no estoy segura de querer que te vea.
– ¿Por qué? ¿Acaso soy demasiado pobre, o demasiado feo, o tengo algo torcido que te da vergüenza?
Rogelio puso cara de ofendido.
– ¡No! ¡No! – casi gritó Chabelita. No es por nada de eso. Lo dije sin pensar. Lo que me pasa es que si me ve contigo va a preguntarme quién eres, y qué eres para mí y todo eso, y no sabría qué decirle.
– Puedes decirle que soy tu amigo especial, ¿no es así?,
– No lo sé. El otro día, cuando me dejaste plantada, lloré mucho, de rabia, de pena. Y desde ese día he pensado mucho en ti. Una amiga me dijo …
Chabelita no terminó la frase, dándose cuenta de que decirle lo que conversó con su amiga lo ofendería.
– Lo que pasa, Rogelio, es que no te conozco lo suficiente.
Después de un momento agregó:
– Tenemos que hablar, Rogelio. Apenas nos conocemos. Te propongo que terminemos de servirnos esto y que salgamos de paseo en bicicleta.
– Está bien. Lo que tú digas está bien, mi amor.
Chabelita se levantó.
– Espérame un minuto. Me lavo los dientes y vamos.
Media hora después, desde el puente de la calle Loreto, apoyados con una mano en la baranda y con la otra sosteniendo las bicicletas, miraban asombrados el agua torrentosa que bajaba por el río Mapocho. El caudal pasaba sólo a medio metro debajo del puente, arrastrando tablas, troncos y ramas de árboles, muebles rotos, colchones. El agua salpicaba hasta la vereda. Les pareció ver pasar flotando una cuna de bebé.
– Tengo miedo. Mejor salgamos de aquí – dijo Chabelita.
– Me gusta mirar el río cuando está así potente – rebatió Rogelio. – Hace pocos meses estaba casi seco. Bajaba apenas un hilo de agua y se veían algunos charcos hediondos de agua estancada. Eso sí, Chabelita, me apretaba el pecho y me asustaba, como me asusta la muerte. El calor seco del aire me abruma, me deprime. Pero esta agua gigante, potente y veloz, me gusta mucho, me atrae. Me quedaría aquí mirando venir y pasar el río durante horas.
Chabelita lo miró. Le encantó que Rogelio expresara de ese modo sus sentimientos. Pero ella de verdad tenía miedo y algo en su interior le decía que salieran pronto de ahí. Levantó la mano de la baranda y cogió la de Rogelio.
– Ahora vamos, Rogelio. Me parece peligroso quedarnos aquí.
No llegaban todavía al final del puente cuando sintieron un estruendo a sus espaldas y el puente se remeció. Volvieron la vista. Una casa de madera, o partes de ella, se había estrellado contra la baranda. Alcanzaron a ver pasar unas latas del techo de la casa justo por donde ellos habían estado hacía no más de un minuto.
– Nos salvamos, ¡Nos salvaste! – exclamó Rogelio acercando sus labios a la mejilla de Chabelita.
De ahí continuaron en dirección a la cordillera pedaleando con brío. Cuando llegaron al cuarto puente lo cruzaron sin bajarse de las bicicletas y fueron a sentarse en el único banco de madera que quedaba en el parque, y que había sobrevivido a los vándalos que de noche hacían hogueras con cualquier trozo de madera que encontraran.
– Aprovechemos esta banca, antes de que también la quemen los bárbaros – dijo Chabelita invitándolo a sentarse.
– ¿Los bárbaros? ¿Les dicen así? – inquirió Rogelio que más de una vez se había juntado con amigos a fumar y a beber alrededor de una fogata de ésas en la plaza de su barrio.
– Así los llama mi padre, los bárbaros. Y lo son ¿no te parece?
– Claro que sí – aseveró, agregando enseguida pensativo. – Esos son como el río que vimos, que desborda y que al pasar arrasa con todo lo que quede a su alcance.
Chabelita lo miró, sorprendida de escucharlo hablar así. Le preguntó:
– ¿Te gusta leer? Libros, digo, novelas.
Rogelio se echó hacia atrás en la banca, levantó los brazos y los llevó hasta la nuca. La pregunta de Chabelita le hizo recordar los tiempos felices de su niñez.
– Yo leía mucho. Leía todo lo que cayera en mis manos. Iba a la biblioteca municipal y me pasaba días enteros leyendo novelas. Me encantaba leer. En la noches leía a escondidas, con una linterna entre las sábanas, porque a mi madre no le gustaba que leyera tanto. Decía que me iba a quedar ciego de tanto leer, porque eso le había pasado a una tía suya.
– ¿Sigues leyendo ahora?
– Dejé de leer cuando murió mi papá.
– ¿Cómo era tu papá. Rogelio?
– Yo lo quería mucho. Él también leía mucho, pero libros difíciles, de sociología y cosas así, que no me interesaban. Era muy bueno, aunque pasó varios años en la cárcel. Ahí lo mataron, poco antes de que le tocara salir. Mi papá era un revolucionario, un guerrillero. Siempre decía que luchaba contra el sistema. Era anarquista. Mi mamá creía que estaba loco. Me repetía que de tanto leer se le habían “revenido” los sesos. Yo creo que ella tenía miedo de que yo siguiera sus pasos y que también terminara en la cárcel. Toda la culpa, decía ella, la tienen esos libros que lee. La verdad, no sé por qué me pasó; pero desde que mataron a mi papá nunca volví a tomar un libro.
Chabelita notó que los ojos de Rogelio se nublaban. Él pasó el dorso de su mano por la mejilla secando una lágrima que caía. Ella sintió una pena intensa, o un cariño inmenso, o quizás amor. No lo sabía. Tampoco le importaba entender qué era exactamente lo que sentía por ese niño que le gustaba, al que primero le habían matado al papá y hacía poco a su hermano. Acercó sus labios a los de él y lo besó con ternura. Rogelio respondió el beso tierno de Chabelita con el suyo encendido.
Mientras se besaban, en algún recóndito lugar de la mente de Rogelio pasó la imagen del río que lo arrastraba todo como un torbellino; mientras que Chabelita, en algún escondido lugar de su corazón, sintió miedo. Un miedo parecido al que sintió intuyendo el peligro cuando estaban en el puente observando el caudal incontrolable. Lo que pasaba en su conciencia era algo muy distinto. A ese niño lo quería, y no le importaba que la hubiera dejado plantada el otro día. No lo dejaría aunque fuera drogadicto y bebedor. Ella lo sacaría de sus tristezas y lo salvaría de sus adicciones, como lo había salvado hacía un rato al sacarlo del puente.
Se besaron y acariciaron un largo rato sin notar el paso del tiempo y ajenos a todo lo que ocurriera alrededor, hasta que el paso de un auto policial a toda máquina y sonando la sirena les hizo tomar conciencia de que estaba oscureciendo.
– Es tarde – dijo Chabelita. – Está llegando la noche y es hora de volver a casa.
La noche, para Rogelio, era más bien la hora de salir que la de entrar a su casa. Pero también era cierto que andar en la calle a esa hora podía ser peligroso para una niña bonita como su amiga.
– Tienes razón, es mejor que nos vamos. Sólo quisiera que en el trayecto pasemos a un local de comida rápida a servirnos un sandwich.
– Está bien, pero sólo un sandwich.
– Y una bebida entre los dos.
– Perfecto – concedió Chabelita.
Cuando estaban encadenando las bicicletas en el ingreso de un pequeño negocio Rogelio estaba arrepentido de haberla invitado. Le preocupaba que descubrieran que el billete con que iba a pagar era falso. Pero no era el caso de volver atrás. Entraron.
Cuando llegó el momento de pagar Chabelita se dio cuenta de que Rogelio titubeaba frente a la caja, visiblemente nervioso.
– ¿Te sucede algo? Si es por el pago, no te preocupes, que puedo pagar yo.
– No, no, Chabelita, yo te invité – le respondió Rogelio pasando al cajero un billete de cien.
– ¿No tienes sencillo, algo más chico? – le preguntó el cajero moviendo el billete frente a los muchachos.
– No, es lo único que tengo – respondió Rogelio sintiendo que el estómago se le apretaba.
– Me dejas sin sencillo – le dijo molesto el cajero después de guardar el billete en la caja al darse cuenta de que dos jóvenes que comían sentados en la barra lo estaban observando.
Rogelio recibió los ocho billetes y las monedas que le entregó el cajero y salió rápidamente tomando a Chabelita de un brazo y casi empujándola. Soltaron las bicicletas y partieron de carrera. Al llegar a la esquina Rogelio forzó un giro a la izquierda que casi hizo que Chabelita se cayera.
– Acelera, mi amor, que se nos hace tarde.
Chabelita obedeció sin entender el motivo de tanto apuro repentino. Así no pudieron ver ni oír al hombre de la caja que salió furioso del negocio con una pistola en la mano gritando que le habían robado, que lo habían estafado con un billete falso de cien mil.
Rogelio acompañó a Chabelita hasta su casa. Por la luz que se reflejaba en la ventana ella supo que su papá ya había llegado.
– Otro día te invito a pasar – le dijo.
– Está bien. ¿Cuándo nos vemos?
– El sábado ¿te parece?
– De acuerdo. Yo te llamo.
Se dieron un beso de despedida. Chabelita lo miró alejarse. Se sonrió al escuchar que Rogelio empezó a entonar una vieja canción de amor, que ella se puso también a cantar. Rogelio estaba contento, se sentía renovado por dentro. Hacía tantos años que no hablaba de sus verdaderas emociones como lo había hecho esa tarde con Chabelita.
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