Ambrosio iba a menudo a encontrarse con Lucila a la salida de clases. Como Gerardo estaba en el mismo curso que Lucila la veía a diario y eso le hacía difícil olvidarla. Había mantenido alguna esperanza de que ella y Ambrosio se distanciaran y que pudiera él nuevamente intentar conquistarla; pero pasaban los días, las semanas, y cada vez encontraba que Lucila se ponía más contenta al ver llegar a Ambrosio, y que estaba cada vez más distante de él.
Una tarde en que los vió alejarse alegremente tomados de la mano comprendió que no tenía ya opción en la que esperar. En la clase siguiente le pasó un papel en que había dibujado el mismo árbol, pero ahora con tres corazones. El de Lucila estaba tomado de la mano de otro corazón más alto, y al corazón herido de Gerardo le había dibujado dos pequeños pies y un par de ojos. Ese corazón caminaba y miraba en dirección a otro árbol donde había dibujado varios otros pequeños corazones que lo miraban y que parecían esperarlo. Al ver el dibujo Lucila se sonrió, se volteó a mirarlo, y con el gesto del pulgar hacia arriba y un guiño de ojos le dió a entender que estaba todo bien, que le agradecía su comprensión y que esperaba que tuviera mejor suerte que con ella.
Esa misma tarde Ambrosio se decidió a hacer a Lucila la pregunta que hace tiempo le rondaba en la mente y que no se había atrevido todavía a formularle.
—Hoy me crucé con tu amigo Gerardo.
Lucila intuyó hacia donde quería Ambrosio llevar la conversación, y pensó que era la ocasión que había esperado tanto tiempo para contarle todo.
—Ven, quiero mostrarte algo. Sentémonos en esa banca.
Cuando estuvieron sentados Ambrosio le dijo:
—Muéstrame lo que me ibas a mostrar.
Lucila se acercó hasta sentarse pegado a él, sacó un cuaderno de su mochila y le mostró un papel.
—Mira este dibujo. Lo dibujó Gerardo, que me lo pasó en clases.
Ambrosio lo miró y comprendió en seguida que los corazones rebosantes y entrelazados no podían ser sino los de Gerardo y de Lucila. Sus ojos se ensombrecieron y temió que se le escapara una lágrima. Le dijo lo obvio:
—Son Gerardo y tú, ¿verdad?
—Gerardo lo dibujó el día en que nos encontramos tu y yo, después de dos años sin vernos, a la salida de una clase. El día en que fuimos a cenar al restaurante de José. Habíamos empezado a pololear solamente dos días antes. Yo estaba enamorada de otro joven, muy apuesto e inteligente, pero estaba desaparecido durante demasiado tiempo, así que no lo había vuelto a ver. Finalmente acepté salir con Gerardo, que es un buen muchacho y que me quería de verdad.
—Lo entiendo— le dijo Ambrosio empezando a pensar que el joven desaparecido al que se refería Lucila era él mismo, y que lamentablemente se habían vuelto a encontrar demasiado tarde.
—Pero mira este otro dibujo, Ambrosio.
Le mostró el que tenía los mismos corazones, pero uno atravesado por una flecha y sangrando.
—Este dibujo me lo pasó Gerardo dos días después de que nos encontramos tú y yo. Fue porque le dije que me había equivocado, que no estaba enamorada de él y que por eso no quería seguir con el pololeo.
Mientras le decía esto Lucila lo miraba, percibiendo cómo cambiaba la expresión de Ambrosio, antes triste, ahora radiante.
—Sí, Ambrosio, lo dejé porque nos encontramos.
—Entonces quieres decir que ese joven apuesto e inteligente ...
Dejó la frase sin terminar. La miró a los ojos y le dijo:
—Yo te amo, Lucila.
Al decir esto le tomó la mano y sus labios buscaron los de ella. Cerrando los ojos se besaron. Los dos corazones saltaban de júbilo. Cuando luego se miraron amorosamente Ambrosio le dijo:
—Te quiero desde que estábamos en el colegio.
Lucila: —Estoy enamorada de tí desde que éramos chicos.
Se quedaron largo rato sentados en la banca, mirándose, besándose, abrazándose.
—Estoy tan contenta Ambrosio, no sabes cuánto.
—Mira la luna llena que va saliendo sobre la cordillera. Así de radiante está mi corazón, Lucila.
Ya se habían dicho todo. Más palabras hubieran solamente roto el hechizo, el encanto del momento. Así estuvieron, uno junto al otro, en silencio, largo rato. Finalmente Lucila volvió a abrir el cuaderno que había dejado a su lado en la banca y le mostró el tercer dibujo de Gerardo, el de los tres corazones, en que el de Lucila estaba tomado de la mano con el de Ambrosio, mientras el corazón de Gerardo se alejaba en busca de otro amor.
—Este me lo pasó hoy. Gerardo es un buen niño. Creo que llegaremos a ser buenos amigos.
—Sí, Lucila, y conserva esos dibujos, que testimonian el cariño verdadero de una persona que vale la pena tener como amigo.
—Cuando Gerardo encuentre un nuevo amor los invitaremos, ¿te parece?
Ambrosio asintió diciendo: —Eres muy linda, eres muy buena, eres muy inteligente. No sabes cuánto te quiero.
Fue el comienzo de un amor tranquilo, alegre, confiado, que fue creciendo, ensanchándose, profundizándose cada vez más. Un enamoramiento que los ponía en un estado mental y emocional por el cual todo lo que hacían, lo que miraban, lo que pensaban, lo que sentían, estaba provisto de encanto y de poesía.
La conversación que habían tenido sobre Dios en la casa de Gabriel los había unido en un plano intelectual y espiritual muy íntimo, que continuaron cultivando con reflexiones y análisis que hacían, a veces en base a lo que Ambrosio iba descubriendo en sus estudios de historia, y en otras ocasiones a partir de lo que Lucila iba conociendo en sus estudios de biología.
Estaban deseosos de cultivarse, de expandir su mente, su espíritu. Iban al cine, al teatro, a conciertos. Visitaban museos y exposiciones de arte. Leían juntos poesías, y compartían lo que iban cada uno sintiendo, conociendo, experimentando.
Asistieron a un ciclo de coloquios interdisciplinarios sobre Cosmología, Evolución Natural e Historia Humana que se realizaba en el Instituto de Filosofía y Ciencias de la Complejidad, un centro de investigación y docencia que se caracterizaba por la exploración de las más audaces hipótesis y teorías filosóficas y científicas, lo que era posible por la independencia de ese instituto respecto al mundo académico formal y a los organismos del estado que regulaban la docencia universitaria.
Conocieron una experiencia muy interesante de permacultura y agroecología. Era un grupo de ecologistas que se juntaban en una parcela cerca de Colina donde cultivaban hortalizas y realizaban cursillos y jornadas culturales. Allá iban cada vez que podían, junto con Matilde.
A Ambrosio le costaba acostumbrarse al ruido y al movimiento incesante de la gran ciudad. Le gustaban los parques, el campo, el contacto con la naturaleza, y Lucila no tuvo inconvenientes para integrarse con él a un grupo de universitarios que una vez al mes salían a hacer senderismo y subir montañas. Estas salidas eran también ocasión de compartir emociones de hondo significado, y les permitieron establecer amistad con otros jóvenes entusiastas y generosos.
En una de las excursiones por los faldeos de la cordillera Ambrosio, levantando los brazos y aspirando con fruición el aire puro de la montaña exclamó:
—¡Siento que este aire maravilloso expande mis pulmones, purifica mi sangre y levanta mi espíritu!
Lucila, después de besarlo repetidas veces por toda la cara y terminando en un beso encendido en los labios, llenando sus pulmones de aire puro le dijo:
—¿Sabías que en la atmósfera no había oxígeno cuando apareció la vida? Todo el oxígeno que circula libremente en la atmósfera fue producido por los seres vivos que empezaron a poblar la tierra.
—¡Esto sí que me sorprende! ¿Significa acaso que los seres vivos son los que crearon la atmósfera tal como es hoy, para favorecer el propio desarrollo de la vida?
—Si, transformaron la atmósfera produciendo el oxígeno que es esencial para el desarrollo de las especies vegetales y animales superiores. Y lo siguen produciendo.
Ambrosio se quedó pensando. Una idea fue formándose muy lentamente en su cabeza. Esa idea lo persiguió durante varios días, hasta que finalmente llegó a una conclusión que le pareció suficientemente clara y convincente. Debía conversarla con Gabriel.
Fue a encontrarlo y le contó lo que le había enseñado Lucila sobre la vida. Que toda ella se había desarrollado a partir de un único ser vivo pequeñísimo que logró sobrevivir, no se sabe si en el mar o en un charco cálido. Que ese organismo tuvo la capacidad de replicarse, y que a través de múltiples reproducciones que ocasionalmente generaron seres vivos con alguna mutación genética, la vida se fue diversificando, compitiendo unas especies con otras por los espacios ecológicos y perviviendo las más aptas. Le explicó que los mismos seres vivos habían transformado la atmósfera, introduciendo y mutiplicando en ella el oxígeno, de modo que así se fue creando un ambiente favorable al surgimiento y desarrollo de las especies vegetales y animales más complejas. Hasta que finalmente apareció el homo sapiens, la especie humana, hace 150.000 años a partir de una Eva Mitocondrial y un Adán Cromosómico.
Ambrosio concluyó su larga explicación formulando en forma de pregunta la idea que se le había ocurrido.
—¿No te parece sorprendente, diría que milagroso, que ese pequeñísimo primer viviente, y millones de años después, esa primera pareja humana, hayan logrado sobrevivir y reproducirse? Y lo más importante ¿no te parece que todo esto significa, y estaría demostrando, que en la evolución de la vida se manifiesta una dirección precisa, hacia un fin que se va alcanzando a través de múltiples y sorprendentes mutaciones azarosas y procesos de selección natural? ¿Será que la vida ha tenido desde su comienzo la finalidad de generarnos a nosotros los humanos?
Gabriel escuchó todo con gran interés. Se quedó pensando y tratando de relacionar lo que Ambrosio le había explicado con sus propios conocimientos de la filosofía. Finalmente dijo:
—Aristóteles decía que los cambios que se verifican en la realidad se explican por dos tipos de causas, las causas eficientes y las causas finales. Las causas eficientes son los hechos, acciones o fenómenos anteriores al cambio, que lo desencadenan, que producen el cambio y las novedades. La causa final sería el ‘para qué’ se produce el cambio, su dirección y destino, su finalidad. Todo cambio tendría, según Aristóteles, un ‘por qué’ se produce y un ‘para qué’ se produce. Pero la causa final ha sido desterrada por la ciencia, que se limita a explicar los fenómenos solamente por sus causas eficientes. La ciencia supone que no hay un para qué, una dirección predefinida, una finalidad que explique que algo se produzca. Y de hecho la ciencia logra explicar la evolución de los seres vivos hacia especies superiores, por azar, deriva genética y selección natural.
—Sí, pero en esto de la creación de una atmósfera con oxígeno que es condición para el desarrollo de formas superiores de vida, hay algo más que adaptación a las condiciones existentes. Hay una modificación del ambiente inanimado, de la materia inorgánica, como condición para el desarrollo de la evolución hacia formas más complejas. Entonces, desconocer que esté operando una causa final parece poco razonable. ¿Por qué la ciencia excluye que haya una dirección, una finalidad en los cambios, en la evolución de la vida?
—Porque la existencia de una causa final implicaría que hay un sujeto, una inteligencia que de modo consciente haya orientado, diseñado o programado los cambios y la evolución hacia una finalidad predefinida.
—No entiendo bien —dijo Ambrosio— por qué razón la existencia de una finalidad en un proceso evolutivo supone que alguien haya puesto esa finalidad de modo consciente.
—La razón es —le dijo Gabriel—, porque la causa final, o sea el fin u objetivo al que algo se orienta, todavía no existe cuando el cambio se inicia y la evolución avanza. Como la finalidad sería algo que tendría que realizarse o cumplirse en el futuro, hay que aceptar que no existe, que no existía en la realidad cuando comienza el proceso que llega a cierto resultado. Y lo que no existía no puede ser la explicación de nada, no puede determinar una dirección, unas finalidades, en los cambios y procesos que vienen desde antes. Por eso, sólo cabría postular un para qué, una dirección predefinida, una finalidad en los cambios, si hubiera alguien que haya diseñado las cosas de manera que se orienten a ese fin. Y sólo caben dos posibilidades, dos hipótesis. O que la materia se orienta a sí misma hacia la vida y la conciencia usando su propia inteligencia, o que es orientada por Dios que la ha diseñado o programado para que se cumpla esa finalidad.
—Pero ¿por qué la ciencia excluye que existan esas posibilidades?
—La ciencia excluye la primera hipótesis, porque la inteligencia capaz de proponerse fines aparece cuando el mundo está ya formado y la vida ya ha evolucionado. Y excluye la segunda hipótesis porque la ciencia no tiene evidencias de la existencia de Dios, y suponer que él va causando los cambios es la negación misma de todo el esfuerzo que hace la ciencia por conocer y explicar los fenómenos y procesos.
Ambrosio se quedó pensando en esa explicación de Gabriel. Al final replicó:
—Pero todo esto que sabemos que ha pasado con la materia que genera la vida y con la vida que genera la conciencia, indica que en esa evolución se ha dado efectivamente una dirección. Fíjate que el hecho mismo de la reproducción significa que ese ser que se reproduce está buscando, inconscientemente, vivir en el futuro, sobrevivir y proyectarse más allá de lo que es en su presente.
—Yo me imagino —le rebatió Gabriel— que la ciencia tiene una explicación sobre cómo los seres vivos producen oxígeno y fueron generando la atmósfera, y que también explica el fenómeno de la reproducción de la vida identificando los hechos y fenómenos que la producen, o sea, por las causas eficientes y sin necesidad de recurrir a una causa final. Piensa que todo el esfuerzo de la ciencia consiste en buscar explicaciones de lo que ocurre en la realidad, identificando sus causas eficientes. Me atrevería incluso a decir que el objetivo de la ciencia es, precisamente, explicarlo todo por las causas eficientes, o sea, sin necesidad de recurrir a Dios, sin suponer su existencia y su acción en la naturaleza, sin suponer un para qué de las cosas, sino solamente un por qué.
—Bien, lo entiendo. Y me parece convincente que todo lo que ocurre tiene un ‘por qué’, unas causas eficientes que lo explican y que es importante conocer. Pero eso no excluye que exista un ‘para qué’, un sentido, una finalidad en todo lo que existe. Si esa causa final no la puede, o no la intenta descubrir la ciencia, no quiere decir que no exista, sino solamente que se requiere otro tipo de conocimiento para descubrirla y conocerla ¿no te parece?
—Bueno, se dice que la filosofía busca conocer la razón última de la realidad, el por qué de los por qué, el sentido de todo lo que existe. Pero en esa búsqueda, al menos la filosofía moderna y contemporánea también quiere prescindir de Dios. La filosofía moderna, siguiendo a las ciencias, evita suponer la existencia de Dios como causa de la existencia de cualquier cosa o fenómeno. Y, claro, no recurriendo a Dios, no se llega a comprender que en realidad las cosas tengan una finalidad y un sentido. Fíjate que la conclusión a que llega hoy la filosofía es que el sentido de la vida no es algo dado, sino algo que somos nosotros mismos los que tenemos que inventar; somos los únicos que podemos darle un sentido a la realidad y a nuestra vida. Pero la realidad, la vida, incluso la conciencia humana, en sí mismas, carecerían de un sentido y de una finalidad que vaya más allá de las funciones que cumplen.
—Me parece —objetó Ambrosio —que esa conclusión significa reconocer el fracaso total de la filosofía en su propósito de conocer el sentido de las cosas y de la vida. Porque, evidentemente, decir que el hombre es el que debe darle sentido a la realidad no es más que una salida frente a la falta de respuesta sobre el sentido de la vida. Y es en verdad, una conclusión absurda, porque ¿cómo podría el hombre darle sentido al universo y a la evolución de la vida, que son anteriores al surgimiento del hombre?
—Tienes razón en cuanto al pasado. Pero no desprecies tan fácilmente a la filosofía actual. Los humanos, con nuestro actuar consciente y libre, direccionamos nuestras vidas y damos sentido a lo que hacemos, proponiéndonos fines y objetivos. Y en cuanto al pasado, en cierto modo le damos también un sentido, al interpretarlo de unas u otras maneras.
—Está bien; pero interpretar no es direccionar. Cuando en historia interpretamos los hechos del pasado, no estamos influyendo para que ellos se produzcan. El pasado no lo podemos modificar, por lo mismo que dijiste antes: que lo que todavía no existe no puede actuar ni tener efectos sobre lo anterior. Entonces, lo que hay que comprender es para qué la evolución natural condujo al surgimiento de la vida y de la conciencia. Me parece razonable pensar que el hombre, o sea el surgimiento de una especie capaz de conocer y de amar y de admirar la belleza del universo, sea la finalidad a la que se orientó, que buscó y que finalmente logró cumplir el universo en este planeta tierra. Y probablemente, en otros planetas, otros seres también cognoscentes, amantes y capaces de apreciar la belleza. Todo existiría para nosotros, para el desarrollo de la conciencia, del conocimiento, de lo espiritual.
—Ya —replicó Gabriel.— Pero ahí está el problema, porque la ciencia, que busca explicarlo todo por causas eficientes y naturales, no necesita ni tiene porqué suponer una dirección y un fin prefijados en la evolución.
Ambrosio recordó la respuesta del padre Andrés cuando le preguntó por los milagros. Sí, el anciano le había dicho que lo que nos sucede en la vida depende de nosotros mismos y de circunstancias naturales, y que Dios no anda determinando cada cosa que nos pasa, aunque la oración siempre tiene efectos, pero no en lo material sino en el alma de las personas. El recuerdo de esa idea le sugirió otra.
—Supongamos que todo lo que sucede en el universo, la formación de las estrellas y de los planetas, el surgimiento de la vida y su evolución, hasta la aparición del hombre, incluida su inteligencia y su libertad, sean explicables científicamente, por causas eficientes propias de esos mismos procesos naturales. ¿No podría ser que, sin negar esa causación, esté operando también en la realidad la causa final establecida por Dios? ¿Que Dios actúe en todo ese proceso, pero no en términos de causa eficiente sino de causa final? ¿O sea, atrayendo, invitando, llamando?
Gabriel, después de pensar un momento comentó en forma de pregunta:
—¿Que Dios haya creado un mundo que evoluciona según sus propias leyes, incluyendo el azar entre las causas de sus cambios, pero que todo se oriente hacia un fin último que él haya establecido?
—Sí, algo así como un viaje en el que no hay camino prefijado y se hace camino al andar, como dice el poeta; pero que al final se va a llegar, cualesquiera sean los trayectos y recorridos que siga el viaje, a la meta a la que debía llegarse.
Gabriel comenzó a pasearse a paso lento, con la cabeza ligeramente inclinada y mirando al suelo, concentrado. Ambrosio lo miraba sin decir nada para no interrumpirlo en sus pensamientos. Sabía que su amigo adoptaba esa postura y caminaba dando vueltas cuando su cerebro estaba trabajando intensamente. Pero como pasaban los minutos finalmente le preguntó:
—¿En qué estás pensando?
—Trato de recordar. Lo que dijiste me hizo pensar en algo que escuché alguna vez en una clase, pero no recuerdo qué.
Justo al decir eso se le iluminó el rostro y detuvo su andar.
—¡Ya! ¡Lo recordé! El Primer Motor Inmóvil, o como decía el profesor de filosofía griega, “el Ser que mueve sin ser movido”. Según Aristóteles, en el universo todo movimiento o cambio se explica por la acción de algo o de alguien. Las cosas son movidas por la acción eficaz de alguna otra realidad; pero la cadena de esos movedores y movidos no puede ser infinita. Tiene que haber algún comienzo, y buscando la explicación última del movimiento Aristóteles sostuvo que tendría que existir un Ser que mueve sin ser movido. Ese Movedor no movido, Aristóteles dice que no puede ser material, porque si lo fuera sería movido por otra cosa material; por lo que hay que asumir que ese Ser Movedor no es parte del mundo natural que se mueve.
Después de un momento de silencio Gabriel agregó:
—Pero entonces, se pregunta Aristóteles ¿cómo podría mover algo en el mundo, si no es parte de ese mundo donde todas las cosas se mueven? ¿Cómo podría mover algo material si no es una fuerza material? La respuesta que da es parecida a lo que tú dijiste. Ese Movedor no Movido, no mueve a las cosas empujándolas o actuando directamente sobre ellas, sino que lo hace por amor, por deseo e imitación, o sea atrayéndolas, dice Aristóteles, como el amado que mueve al amante inspirando en él el deseo, el amor.
Gabriel empezó a buscar entre sus libros amontonados en un rincón.
—Aquí está, la Metafísica de Aristóteles. Déjame encontrar donde lo dice.
Recorrió las páginas hasta que encontró lo que buscaba y lo leyó.
—“Hay algo que mueve eternamente. Porque hay tres clases de seres, lo que es movido, lo que mueve, y un ser que mueve sin ser movido, ser eterno, esencia pura y actualidad pura. He aquí cómo mueve. Lo deseable y lo inteligible mueven sin ser movidos, y lo primero deseable es idéntido a lo primero inteligible. Porque el objeto del deseo es lo bello. Nosotros deseamos una cosa porque nos parece buena, y no nos parece tal porque la deseamos: el principio aquí es el pensamiento”. Y poco más adelante agrega: “De esta manera lo bello en sí y lo bueno en sí entran ambos en el orden de lo inteligible; y lo que es primero es siempre excelente, ya absolutamente, ya relativamente. La verdadera causa final reside en el Ser inmóvil, que mueve con objeto del amor, y lo que él mueve imprime el movimiento a todo lo demás”.
—No es fácil de entender —comentó Ambrosio. — ¿Me lo explicas?
—Lo que dice Aristóteles es que las realidades del mundo se mueven atraídas por ese Ser. ¿Y por qué las atrae? Pues, porque ese Ser es perfecto, pleno, infinitamente bello, deseable y bueno, conocimiento pleno, que no necesita de nada externo, que se complace en sí mismo. Y por eso las cosas se orientan hacia Dios como fin, como si buscaran llegar a ser como El, unirse a El.
—¡Dios mueve como causa final! – exclamó Ambrosio.
—Eso es lo que parece que pensaba Aristóteles. Ese Dios sin límites y que se conoce a sí mismo en su perfección, ese Primer Movedor perfecto e inteligente, no actuaría como causa eficiente sino como causa final. Tal como tú dijiste, pequeño Aristóteles.
Ambrosio sonrió al escuchar ese elogio de su amigo al que admiraba; pero se limitó a preguntarle:
—¿Y esta idea de Aristóteles ha sido desarrollada por otros filósofos? ¿O por alguna religión?
—Las religiones dicen que Dios actúa por amor. Pero no sé si es lo mismo que sostiene Aristóteles. Si lo entiendo bien, lo que dice el filósofo es que son la belleza suprema, la inteligencia absoluta y la perfección de Dios, las que atraen y mueven a la creación entera hacia El. Aristóteles fue criticado por reducir la acción de Dios en el mundo a ser la causa final de todo movimiento, de todo proceso. Él se defendió diciendo que con esa idea la vida humana se hace “envidiable y perfecta”, o como diríamos ahora, adquiere pleno sentido. Pero cuando después Tomás de Aquino tomó esa idea, la cambió, la enfrió, poniendo a Dios como el Primer Motor Inmóvil que echa a andar el mundo y es causa eficiente de todo lo que sucede.
—Pero si es como dice Aristóteles, Dios no es el que produce los fenómenos y los hechos que suceden en el mundo y en nuestras vidas. Dios no tendría que ver con el accidente de mis padres. Ni con que nos hayamos encontrado y hecho amigos. Nosotros somos los protagonistas y los responsables de lo que hacemos, y lo que sucede depende de muchas circunstancias y hechos que influyen. Dios sería, para nosotros, alguien que en cualquier circunstancia y pase lo que pase, nos espera, nos atrae, nos llama, nos invita a conocerlo, a amarlo, a asemejarnos a él.
Gabriel no dijo nada, sorprendido por la emoción con que hablaba Ambrosio, que continuó reflexionando en voz alta:
—¿Será que la ciencia y la religión no son incompatibles porque son dos modos distintos de conocer? ¿Podría decirse que la ciencia es el conocimiento y explicación de los hechos y procesos naturales por sus causas eficientes, mientras que el conocimiento del sentido y del fin nos lo dan a conocer las religiones?
La pregunta quedó sin respuesta porque en ese momento la conversación fue interrumpida por la llegada de Laura, la compañera de Gabriel, que estaba muy impresionada por lo que había visto y vivido unos minutos antes y que empezó a relatarles con todo detalle: el asalto realizado por un grupo de delincuentes armados al supermercado donde ella estaba comprando y donde se dispararon balas que pasaron por encima de su cabeza.
Rumbo a la residencia universitaria Ambrosio se fue pensando que esos hombres desalmados no valoran la vida, porque desconociendo su elevado sentido le inventan alguno muy bajo y mezquino. Después, ya acostado en su cama, las ideas daban vueltas en su cabeza impidiéndole dormir. Lo excitaba la conciencia de haber dado pasos importantes respecto a las preguntas fundamentales sobre el sentido de la vida; preguntas que lo perseguían desde que empezó a viajar hacía ya dos años.
Sólo pudo conciliar el sueño cuando, cansado de tanto pensar, decidió que pediría a Adolfo que le explicara con detalles esa religión que distinguía el campo de las ciencias y el de las religiones como formas de conocimiento autónomas, y que parecía ofrecer respuestas nuevas a las cuestiones que tanto le inquietaban.
Pero la idea de Dios como alguien que establece la causa final de la evolución y de la historia, pero deja que los hechos y fenómenos que ocurren en el proceso sean producidos por causas eficientes, continuó dando vueltas en la cabeza de Ambrosio. Le fascinaba pensar que Dios actúa atrayendo, invitando, desde el final de los tiempos y desde el sentido de la vida; mientras que a nivel de los procesos físicos las cosas ocurren conforme a las leyes naturales de la materia, a nivel biológico ocurren por azar, deriva genética y selección natural, y a nivel social e histórico por las decisiones y acciones más o menos conscientes y libres de los hombres. Comprendía que esa visión de las cosas garantiza la autonomía del conocimiento científico al tiempo que, evitando todo fundamentalismo religioso, deja abiertos los espacios que necesitan las búsquedas humanas, religiosas y espirituales.
Estaba tan obsesionado por estas ideas que una tarde las compartió con Lucila y con Matilde, que lo dejaron explayarse en sus elucubraciones. Matilde lo escuchó sin interrumpirlo. Lucila se distrajo en la mitad del relato, embelesada por el movimiento de sus labios, la sonoridad de su voz y la pasión con que expresaba sus ideas. Como había perdido el hilo de sus razonamientos, cuando Ambrosio terminó sus explicaciones y parecía esperar sus reacciones se limitó a decirle:
—Eres el hombre más lindo e inteligente del mundo. ¡Te quiero tanto!
Matilde se quedó pensando un buen rato. Cuando Ambrosio se disponía finalmente a preguntarles qué pensaban de lo que les había dicho, ella dijo:
—¿Recuerdas que te conté que quiero ser escritora?
—Sí, por supuesto que lo recuerdo. Pero me gustaría que me dijeran algo sobre lo que acabo de explicarles.
—Sí —dijo Matilde. —Es sobre eso. Hay un cuento de Isaac Asimov que se llama “La mirada hacia atrás”. En él unos escritores conversan sobre cómo se escribe una buena novela. Un anciano dice que es necesario que el autor tenga claro desde el comienzo el final de la historia. Que el final sólo es el final para el lector, pero que para el escritor se trata del comienzo. Dice que si en cada momento el autor no sabe el final de la novela, no va a llegar a ninguna parte y escribirá una historia amorfa, invertebrada y sin sentido. Un escritor joven le rebate diciendo que esa es una manera rígida de escribir una novela, y que una buena historia no puede responder a un esquema prefijado. Que lo que hace un buen escritor es crear unos personajes con carácter, y que son esos personajes los que guían la historia y determinan el final, sorprendiendo incluso al autor. El viejo le responde que no es necesario saber qué camino va a seguir la historia, y que no hay que tener un esquema de todo el relato, pero que hay que conocer el destino, que eso es importante. Una vez que lo tienes claro, cualquier camino puede conducir a él. Entonces, a medida que el autor va escribiendo, va mirando hacia atrás desde ese destino conocido, y es esa mirada la que guía el relato, donde los personajes van creando situaciones, sucesos, relaciones desconocidas, originales, libremente, conforme al carácter de cada uno de ellos. ¿Qué te parece?
—Me parece, hermanita, que serás una escritora fantástica. Sí, el autor que crea una novela es una magnífica metáfora de la creación y evolución del mundo. Creo que lo que dijo el escritor viejo es lo que debes hacer. Piensas e imaginas el final, con el que guías la historia, sin un esquema, y dejas que los personajes vayan abriendo el camino.
Se levantó y fue a darle un beso en la frente. En seguida sus labios fueron a buscar los de Lucila.