La idea que Ambrosio incubó en esa noche de pesadillas se convirtió, una vez plenamente consciente, en una decisión. Ante tanta injusticia y opresión que había conocido, y ante tanta resignación y pérdida de dignidad de los jóvenes de su edad con los que había compartido el trabajo esos dos meses, no podía permanecer indiferente y seguir su camino como si nada pasara. Debía hacer algo. Y ese algo era — le parecía evidente — la política, participar como ciudadano en un organización política que luchara por la justicia y la liberación de los pobres, de los obreros y de los campesinos.
Caminando por las calles con este pensamiento que lo absorbía pasó delante de un local que ostentaba el signo que identificaba al partido socialista. El puño de la rebeldía combativa representaba bien su personal estado de ánimo, por lo que consideró que había dado con la señal que le indicaba el camino a seguir. La puerta del local del partido estaba cerrada, pero habían fijado un papel que invitaba a participar en una importante reunión partidaria para el día siguiente a las veinte horas. Decidió asistir, pensando en explicar que aunque no era militante del partido estaba dispuesto a colaborar si se lo permitían.
A la reunión asistieron una quince personas: varias de tercera edad que imaginó que serían jubilados, tres muchachos que parecían estudiantes de enseñanza media, y el resto eran todos funcionarios públicos, sea de la Municipalidad como de los servicios locales del Estado. A Ambrosio lo acogieron cortésmente y después de un breve interrogatorio sobre los motivos por los que quería asistir le permitieron participar en la reunión.
El tema a tratar era muy preciso: colaborar en la preparación de una asamblea ciudadana que organizaría el Alcalde, militante del partido, en ocasión de la inauguración de un nuevo centro de salud, un evento en el cual estaría presente el diputado socialista por la circunscripción. La asamblea ciudadana ocurriría dentro de tres semanas, de modo que se abocaron a programar todas las actividades que debían realizar durante ese tiempo para darle el necesario realce a tan importante visita partidaria. La consigna era que el partido debía mostrar la mayor presencia en el acto y en sus preparativos, y todo orientado a destacar la figura del diputado, teniendo en cuenta que era posible que también asistieran personeros de otros partidos. Como era una situación de tanta importancia para el partido en la Comuna, sobre todo debido a que en poco tiempo se abriría el período de la campaña electoral para elegir parlamentarios, debían reunirse todos los martes a la misma hora y mantenerse a la orden, atentos a cualquier otra convocatoria partidaria.
Ambrosio había anotado en un papel varias ideas sobre la situación de los trabajadores temporeros en la empresa de flores; pero no tuvo ocasión de presentar el problema que le interesaba que fuera abordado. Le explicaron que cada reunión tenía un temario, decidido por la directiva, y que había que atenerse al mismo. Se comprometió a participar con los tres jóvenes en la importante tarea de pegar y repartir por toda la ciudad los afiches y volantes que les serían entregados el miércoles en el mismo local junto con el material necesario para pegarlos en los postes del alumbrado y en las murallas donde se pudiera. Pensó que cumpliendo esa tarea le sería posible encontrarse con alguno de los miembros de la Directiva para pedirle que incluyera el tema de los temporeros en una próxima reunión partidaria.
Durante la semana siguiente participó en la pegatina de los afiches y la repartición de los volantes junto a dos de los tres jóvenes que se habían comprometido a hacerlo. Tuvo ocasión de encontrar a uno de los miembros de la directiva del grupo partidario, al que planteó brevemente el problema de los trabajadores de la empresa de flores y la necesidad de hacer algo al respecto. El hombre lo escuchó, le respondió que sí, que la situación de los trabajadores en todo el país era lamentable debido a la legislación laboral existente, y que el partido se preocupaba del tema en el Parlamento. Ambrosio le insistió en que era necesario hacer algo localmente, por ese grupo de trabajadores concretos en la zona; pero a esto no obtuvo respuesta. Al insistir en el tema pidiendo que fuera incluido en el temario de la próxima reunión la respuesta fue tajante:
—Tu no eres militante, por lo que no tienes derecho a proponer nada, aunque te hemos autorizado a asistir a las reuniones. Si te inscribes formalmente, entonces podrás participar.
Ambrosio comprendía que al no ser militante del partido no tenía derechos en él; pero quedó disgustado por la actitud del dirigente que por su respuesta le había dejado claro que el problema de los trabajadores reales y concretos lo tenía sin cuidado. Entonces conversó el tema con los dos estudiantes con los que se reunían todas las tardes a repartir panfletos y pegar afiches convocando a la asamblea organizada por la municipalidad y a la que asistiría un alto dirigente del partido.
La conversación con los estudiantes fue provechosa. Por un lado le consiguieron un trabajo informal en una empresa vinculada al partido, que se encargaba del aseo y ornato en la comuna. Por otro lado les compartió su inquietud por la situación de los trabajadores temporeros, y los jóvenes se dijeron dispuestos a solicitar que el tema fuera tratado en una próxima reunión del núcleo partidario.
El día de la siguiente reunión llegó lleno de energía y entusiasmo, porque ya no estaba solo en la demanda de que el partido se ocupara de la grave situación que afectaba a un grupo de trabajadores. Sentía en su pecho hambre y sed de justicia.
La reunión comenzó con una información del secretario, que contó una conversación telefónica con el diputado en la que había recibido instrucciones precisas sobre cómo debía organizarse la asamblea ciudadana. Lo más importante era asegurar la mayor asistencia de público, de lo cual debía ocuparse especialmente el municipio, movilizando al máximo a todos los grupos que recibían beneficios: pensionados, microempresarios, personas autorizadas a ocupar la calle para sus actividades comerciales, y también los negocios y las empresas formales con las que la comuna mantenía estrechas relaciones de mutua conveniencia. Otra cosa muy importante era asegurar que el diputado durante el acto ocupara un lugar destacado, junto al alcalde.
A continuación el presidente del grupo pidió información sobre lo que se había hecho en publicidad. La persona que se encargó de la impresión de los afiches y panfletos informó sobre las cantidades de cada material, y explicó que los costos habían sido asumidos por la entidad que habitualmente colaboraba en ello. Ambrosio hubiera querido saber si se trataba de una entidad municipal, de una empresa privada o de alguna organización social; pero no se atrevió, al darse cuenta que el informante al referirse a la entidad que aportó los financiamientos hizo un gesto como diciendo, “ustedes ya saben de quién se trata, no es el caso de nombrarla”. Uno de los estudiantes dió una detallada cuenta de los sectores de la comuna donde ya habían repartido panfletos y afiches, y lo que harían los días siguientes hasta completar la terea asignada. El presidente los felicitó por haber avanzado muy bien, asegurando que él mismo había visto el afiche repartido en su recorrido por la comuna.
Uno de los estudiantes agradeció las felicitaciones, y aprovechó que tenía la palabra para plantear la necesidad de que el partido se preocupara del problema de los trabajadores temporeros. Mientras lo escuchaba el presidente del grupo hacía ostensibles gestos de desagrado, hasta que no se retuvo más y le dijo:
—Ese tema no está en la tabla de la reunión. Además, tenemos cosas más urgentes e importantes que tratar. Para la asamblea ciudadana y la inauguración del centro de salud nos quedan menos de dos semanas, y es necesario que nos concentremos en que todo salga perfecto, como lo piden nuestro alcalde y nuestro diputado.
Pido, entonces —dijo el estudiante— que el tema sea tratado en la próxima reunión.
—No será posible en la próxima —replicó el presidente—. Tendrá que ser después del evento que nos tiene ocupados. Pero, además, no olvidemos que con la asamblea ciudadana y la inauguración del centro de salud se inicia el período electoral, en que todos nuestros esfuerzos deberán orientarse a apoyar a nuestros candidatos, y sobre todo a renovar la representación ciudadana de nuestro compañero diputado.
Uno de los asistentes, anciano y por ello respetado militante, pidió la palabra:
—Yo pienso, compañeros, que lo que nos ha planteado aquí el joven estudiante es importante. Los socialistas somos un partido de los trabajadores, de los obreros, de los empleados y de los campesinos. Yo sé en carne propia lo que es la explotación de los trabajadores, y eso no ha cambiado en todos estos años, porque tengo un sobrino nieto que me cuenta cuáles son las condiciones en que se trabaja en las empresas de agro-industria hoy día.
—Está bien, don Humberto, eso lo sabemos todos. Pero ¿qué podemos hacer? En el programa del partido está impulsar la reforma laboral y el sindicalismo. Entonces, lo más eficaz para resolver estos problemas es tener a nuestro compañero diputado para que impulse un proyecto de ley en el parlamento.
Ambrosio tuvo una idea y mantuvo ostensiblemente levantada la mano hasta que le dieron la palabra:
—Señor presidente. Quisiera hacer una pregunta. ¿Desde cuándo el compañero diputado es el representante de los ciudadanos de la zona ante el parlamento?
—Se cumple ahora el segundo período, o sea, van a ser ocho años, y la tarea nuestra es ahora lograr para él, militante de nuestro partido, un tercer período. ¿Por qué lo pregunta, compañero?
—Porque quisiera saber si en estos ocho años ha hecho algo por los trabajadores temporeros. Si ha ido a visitarlos, si ha conversado con ellos, si ha recogido sus demandas, y si acaso ha obtenido algún beneficio para ellos.
—Seguro, seguro —se apresuró a responder el presidente—. Pero con esto se cierra el tema, que podremos poner en tabla después del evento que nos tendrá ocupados por las próximas semanas.
Después de unas intervenciones rutinarias y de tratar aspectos burocráticos se puso término a la reunión. Ambrosio comprendió que no se lograría nada que beneficiara realmente a los que fueron por casi dos meses sus compañeros de trabajo en la empresa de las flores, porque los dirigentes del grupo no tenían el menor interés en la situación de ellos.
Al terminar la reunión se le acercó, cojeando y apoyado en su bastón, don Humberto, el anciano que había sostenido la petición de tratar el tema de los trabajadores temporeros.
—¿Cómo te llamas?
—Ambrosio.
—Tú no eres de aquí, porque no te había visto, y conozco a casi todos en el pueblo pues me paso horas sentado en la plaza mirando pasar a la gente.
—Vengo de Los Andes. Estoy de paso y me iré pronto a Santiago. Estuve trabajando en una empresa de flores, donde conocí la explotación de los campesinos, por eso me acerqué al partido.
—¿Has leído a Marx? ¿Sabes algo del marxismo?
—Muy poco, en verdad casi nada.
—Cuando yo tenía tu edad leía a Marx y lo estudiaba como si fuera la biblia. En esos años creíamos que íbamos a cambiar el mundo, y lo tratábamos de hacer, y llegamos a creer que casi lo logramos, pero fue todo una ilusión que terminó con el golpe militar. En aquellos años la política era otra cosa, idealista, no como ahora, en que ya nadie cree en lo que dice.
Ambrosio lo escuchaba atento sin saber qué decir.
—¿Tienes tiempo para conversar?
—Sí, sí, y me interesa.
—Vamos a la plaza, es un buen lugar para hablar. Como estoy jubilado y no tengo nada que hacer, me entretengo mirando a la gente. La televisión me irrita con tanta tontera que muestran y que dicen, así que no la veo. A mí me gusta mirar la realidad, no una imagen de ella en la pantalla, donde te muestran lo que quieren mostrarte, para atontarnos.
Se sentaron en un banco de la plaza junto a un farol que esparcía una débil luminosidad amarilla. Poca gente caminaba a esa hora por las calles. El viejo continuó su charla:
—Te habrás dado cuenta de que no hay en el partido interés por la justicia. Ya no creemos en nada.
—Pero usted levantó la voz y me apoyó en la petición que hice.
—Uhm! No sé si lo hice para apoyarte o para que te convencieras de que no les interesa. Yo voy a las reuniones por costumbre y porque no tengo otra cosa mejor que hacer. Muchas veces, al terminar, nos vamos a tomar unas cervezas; y me entretengo un poco. Pero no creo en el partido, o mejor dicho, ya no creo en nada. Antes sí que creía. Creíamos, todos los que estabamos en la lucha política de aquellos años. Pero te diré lo que pasó.
Don Humberto se calló. Pasaron varios minutos sin agregar nada más. Ambrosio se decidió a preguntarle:
—¿Qué fue lo que pasó?
—Ah, sí, te estaba diciendo que creíamos que era posible cambiar el mundo. Nosotros éramos la vanguardia lúcida, que conquistando el poder del Estado instauraríamos una sociedad justa e igualitaria. Que la gente se liberaría de la opresión, y liberada, sería solidaria y trabajaría conscientemente por el bien general. El paraíso prometido por las religiones, que con ese cuento adormecen al pueblo, era posible construirlo en la tierra. Creíamos que era tan fácil, o tan difícil, pero tan posible como conquistar el poder, el gobierno del Estado. Para ello, lo más importante era organizar un partido fuerte, disciplinado, ideológicamente claro, siguiendo las enseñanzas de Marx y de Lenin. El partido de las clases trabajadoras, de los obreros y los campesinos. Puras ilusiones, pero estábamos convencidos de que todo eso que creíamos era científico, y además, que estaba demostrado en los países comunistas, en la Unión Soviética, en China, en Cuba. Íbamos a las industrias y a los campos, organizábamos sindicatos, hacíamos mitines en las plazas, repartíamos panfletos, nos juntábamos en grupos a estudiar a los autores revolucionarios, nos invitaban los estudiantes de las universidades que nos apoyaban con entusiasmo.
Don Humberto se sumergió nuevamente en el silencio, en la nostalgia, en el recuerdo de los tiempos en que todo tenía sentido. Ambrosio se movió en el asiento esperando que el anciano retomara su relato. Como el hombre no reaccionaba le preguntó:
—Y ¿qué pasó don Humberto?
—Que ¿qué pasó? Pasó que estábamos completamente equivocados. En primer lugar, los revolucionarios estábamos divididos en varios partidos y en muchas fracciones. Con el tiempo me dí cuenta de que ese solo hecho contradecía todo lo que soñábamos. ¿Cómo íbamos a construir una sociedad sin clases ni divisiones, donde el bien común predominara sobre los intereses particulares, si nosotros mismos estábamos divididos por pequeños intereses, o por el gran interés de tener más poder que nuestros aliados? Cada uno quería liderar el proceso. Nuestros dirigentes, los líderes, estaban ávidos de poder. Lo comprendí mucho después, cuando me dí cuenta de que la división entre dirigentes y dirigidos, que atraviesa a toda la sociedad, se reproducía del mismo modo e incluso más acentuada, en nuestras propias organizaciones revolucionarias en las que soñábamos con una sociedad en que todos seríamos iguales. Los dirigentes mandaban, los militantes obedecíamos, ejecutábamos las órdenes. No es tan distinto a lo que sucede en las empresas capitalistas. Sólo que en el partido no nos pagaban, sino que era todo trabajo voluntario, por la causa del socialismo. La recompensa vendría después, que no sería otra que la felicidad de vivir en un mundo justo, fraterno y solidario.
Como nuevamente don Humberto callaba Ambrosio le preguntó:
—¿Ya no creen en eso los socialistas?
—Se vino todo abajo. Pero te diré una cosa. No fue la derrota política lo que destruyó las ilusiones. Fue el exilio de muchos de nosotros, que conocimos que lo que pasaba en la República Democrática de Alemania, en la Unión Soviética, en Cuba, en Checoslovaquia, en Albania y en general en los países comunistas, no tenía nada que ver con lo que imaginábamos. Tenía yo una amiga, entusiasta comunista, que se fue a Cuba y que un año después se suicidó, enteramente desilusionada del sistema. Lo que se vivía en esos países lo había descrito Gramsci, un intelectual comunista italiano muy importante, con una sola frase: “hipocresía social totalitaria”. Y así fue como cayó la Unión Soviética, cayó la República Democrática Alemana, cayó Checoslovaquia, cayó Hungría, etc., quedando al descubierto que eran regímenes totalitarios, donde los gobernantes gozaban de todos los privilegios y el pueblo estaba sometido y sin libertad de asociación ni de pensamiento. Eso es sabido hoy por todo el mundo, aunque no se diga.
—Sin embargo —objetó Ambrosio —, muchos de los exiliados durante la dictadura volvieron y continuaron siendo comunistas y socialistas.
—Yo también sigo siendo socialista, como sabes. Pero ni yo ni ellos creemos en lo que creíamos. Te diré algo. No es solamente cuestión de haber cambiado de ideas, sino algo más grave. Lo que nos pasó es la pérdida completa de la fé, que es algo muy íntimo y muy doloroso. Es haber perdido el sentido de la vida que antes teníamos. Y eso se traduce en que la política ya no se vive con ideales, con pasión, sino con intereses, lo que abre el fácil camino a la corrupción. El error del marxismo es no haber comprendido bien la naturaleza humana. Marx decía que la naturaleza humana se reduce al conjunto de las relaciones sociales, y que cambiando las estructuras y las relaciones sociales se cambia al ser humano y se crea el hombre nuevo. En ese pequeño error se origina la tragedia histórica de todas las revoluciones socialistas.
Don Humberto se levantó del asiento.
—Perdona todo lo que te dije, muchacho. Necesitaba decírselo a alguien, antes de morir. Lo he callado durante años porque no tenía a alguien de confianza a quien decírselo. No sé por qué te lo cuento a tí. Perdona, lo lamento, tu eres joven, no he querido ...
Don Humberto dejó la frase sin terminar, dió media vuelta y se alejó lentamente, cojeando y apoyado en su bastón. Ambrosio vió que al alejarse el anciano se llevaba la mano a los ojos como para enjugarse las lágrimas.
Ambrosio quedó impactado por la confesión del viejo y vencido socialista, pero igual decidió seguir participando con los estudiantes en la repartición de los afiches y volantes, porque se había comprometido a ello. Además, mantenerse en el grupo le daría tal vez la oportunidad de conversar con el alcalde y con el diputado sobre la situación de los trabajadores temporeros, que era lo que le interesaba realmente.
El día del evento llegó y cuando Ambrosio se presentó a la hora prevista encontró que estaba todo preparado: un estrado alfombrado, instalado en la calle frente al centro de salud que se inauguraba; sillas suficientes para todos los posibles asistentes; micrófonos y sistemas de audio; la bandera chilena y el pendón de la comuna. En el estrado se habían dispuesto dos hileras de cómodos sillones. En la primera estarían las autoridades políticas, y atrás de ellos, los personajes ilustres del municipio, que darían realce al evento.
Ambrosio recorrió con la vista el público buscando a don Humberto; pero no estaba. El acto comenzó con un pequeño grupo musical que interpretó un repertorio de canciones folclóricas y del nuevo canto. Atraído por la música la gente empezó congregarse hasta completar poco más de la mitad de los asientos disponibles para el público. Ambrosio seguía buscando vanamente a don Humberto. Y a Diana, esperando que pudiera también encontrarse allí; pero no.
Terminada la parte musical el locutor dió inicio al acto político invitando a subir al estrado a las autoridades, empezando por el señor alcalde, el señor diputado, el secretario regional del Ministerio de Salud y los consejales del municipio. En seguida empezó a nombrar a los invitados especiales, los personajes destacados, los benefactores de la comuna.
El primero en ser nombrado e invitado a ocupar un puesto en el estrado fue anunciado como el empresario agrícola que más puestos de trabajo había creado en la comuna, y que estaba siempre contribuyendo con generosos aportes en beneficio de las organizaciones civiles. Cuando él subió con agilidad al estrado, el alcalde y el diputado se adelantaron a saludarlo efusivamente. Se veía que eran viejos y buenos amigos.
Ambrosio reconoció al hombre, nada menos que el dueño de la empresa de flores, el mismo que llegó con los carabineros el día en que Diana fue violada por los siete rufianes, el responsable máximo de la explotación y del trato indigno que recibían los trabajadores de la empresa. Por su mente cruzó la idea que pudiera ser también el que financió la impresión de los volantes y afiches que él junto con los estudiantes del grupo socialista habían repartido por las calles y las plazas convocando al evento.
Ambrosio sintió que la sangre le subía a la cabeza. Estaba furioso. No se le ocurrió nada mejor que empezar a gritar, acusando a los que estaban en la tribuna:
—¡Vendidos! ¡Vendidos!
Sin saber de dónde habían salido llegaron dos carabineros que lo arrastraron fuera del acto. Uno de ellos era el mismo que había efectuado la indagación el día de la violación de Diana. Le dijeron que si volvía al acto lo tendrían que encerrar por atentar contra la paz y la tranquilidad en un acto oficial organizado por la autoridad edilicia. Que quedaría registro en sus papeles de antecedentes, y que por su bien, lo mejor es que se quedara callado, se fuera a su casa y no volviera a insultar a las autoridades.
Ambrosio estaba furioso, pero terminó por aceptar que nada sacaría rebelándose porque estaban coludidos los políticos, los empresarios y los policías. Deambuló por las calles hasta tarde pensando siempre en la posibilidad de encontrarse con Diana. Había decidido regresar a Santiago y quería despedirse de ella, expresarle algunas palabras de aliento. Al no encontrarla imaginó que estaría encerrada en su pieza llorando tirada sobre la cama.