XXIII. Leucemia y filosofía.

—¿Qué me recomiendas, José, para animar una conversación filosófica?

La pregunta tomó de sorpresa al chef. Ambrosio le habia contado el éxito que había tenido con el curanto al horno y cómo había contribuido a la alegría de todos y que desbordó luego en canciones y música. José le respondió, divertido:

—Filósofos, filósofos, déjame pensar. — José dió varias vueltas por la cocina. —Yo diría, querido, que para la filosofía no hay nada mejor que pasar hambre. Imagino que si los filófofos gozaran de la plenitud de los placeres del cuerpo no se hubieran complicado la vida preguntándose sobre su sentido, sino que hubieran vivido la vida a concho, con todos los sabores y placeres que pueden darnos las cosas ricas. ¿No te parece?

—Ya; pero mi pregunta es en serio.

—A ver, déjame pensar en un rico plato filosófico.

Después de un minuto en que continuó dando vueltas por toda la cocina se detuvo. Empezó a relatar lo que iba pensando:

—Primero, excluiría la carne. Por ningún motivo carnes rojas que activan la sangre y los instintos. Pero tampoco pescado ni mariscos, que potencian las bajas pasiones. Ni siquiera huevo. Leche sí, y sus derivados, sí, que operan como calmantes, igual como las madres tranquilizan a sus bebés amamantándolos.

Ambrosio recordó que hasta ahí José concordaba con lo que enseñaban los Hare Krishna. El chef continuaba pensando en voz alta:

—Nada picante tampoco, por lo que excluiremos también el ají, el ajo y la pimienta. ¿Qué puede ser? No he escuchado nunca decir que exista un plato especial para filósofos, de modo que tendremos que inventarlo. Pero sí, por supuesto, algún sabor amargo, un amargo dulzón, porque los filósofos buscan el sentido de la vida y en cambio piensan en la muerte.

Ambrosio estaba divertido y fascinado al mismo tiempo. Le resultaba muy interesante escuchar y observar la cara y los movimientos del chef mientras estaba en pleno proceso creativo.

—Evitaremos también todo lo que pueda distraerlos, porque la filosofía y la ciencia requieren concentración, igual que el arte culinario. Se excluyen entonces los frijoles. Cereales sí, pero han de ser suaves y de sabores tenues. Sí, un ingrediente importante será, entonces, la quinoa, como acompañamiento de un guiso salteado. Porque, aunque sea para filósofos, la comida debe ser gustosa. Pensemos, berenjenas, tomates, una pizca de jengibre, unos cuantos trozos pequeños de cochayuyo, algunas almendras peladas. Sí, debiera quedar un guiso gustoso, porque tampoco se trata de hacerlos sufrir a los pobres filósofos.

Una hora después, si alguien hubiera entrado a la cocina hubiera visto a José caminando de un lado a otro, y a Ambrosio sentado frente a un mesón tomando nota de la receta y de las explicaciones que le daba el chef, que terminó diciendo:

—Tengo algunas dudas con las cantidades y proporciones de los ingredientes del salteado, porque para inventar un  buen plato no basta imaginarlo. Hay que prepararlo y probarlo y perfeccionarlo de a poco. Pero me atrevo a decirte que si no es arte, esto al menos es artesanía. Y no olvides que además del plato principal prepararás una ensalada. Para filósofos te aconsejo verduras a la toscana agregándole palta, quesillo fresco y aceitunas negras. Y aunque te parezca extraño, no les daría vino sino cerveza de la buena bien helada.

El sábado, con la receta del chef Ambrosio preparó su almuerzo para filósofos. Por su parte Roberto  escogió un repertorio de música reposada y letras poéticas, pensando en las preferencias que había expresado Stefania el sábado anterior. Todo eso preparó el ambiente de modo que a Stefania le resultó fácil decir a sus amigos lo que quería conversar con ellos:

—Ustedes ya saben de mi enfermedad. Es una leucemia aguda, insidiosa y en estado avanzado. Me han hecho transfusiones de sangre y me han visto los mejores médicos. En Estados Unidos los médicos te dicen las cosas sin miramientos. Me han dado pocas semanas de vida, al máximo dos o tres meses.

Se produjo un silencio absoluto. Nadie osó hacer comentario alguno. Stefania continuó:

—Yo ya lo he asumido. Estoy todo lo serena que puedo estar. Estoy más sensible que nunca, no lo puedo evitar. Pero lo que a mí misma me sorprende es que siento unos deseos de saber, de responder preguntas a las que nunca antes había prestado mayor atención. No quisiera morir sin haber sabido qué somos los seres humanos, para qué vivimos, cuál es el sentido de la vida, y si todo termina en la muerte o hay algo más allá, que nos sobreviva. No tengo miedo, ni angustia. Es solamente la necesidad de saber, de conocer. He estado leyendo filósofos de varias tendencias y maestros de varias religiones; pero mientras más leo más me confundo, porque no encuentro respuestas que me convenzan, porque todo lo que encuentro son afirmaciones, pero no argumentos. Ustedes que son medio fiósofos y medio artistas, tal vez puedan ayudarme a pensar y a llegar a alguna conclusión.

Lo dijo todo de corrido, tal como lo había preparado. Se quedó esperando que alguno de los amigos reaccionase, dijese algo, iniciase la conversación sobre las preguntas planteadas. Las miradas se todos fueron orientándose hacia Gabriel, que sintió que debía decir algo.

—Stefania, amiga querida, no sabes lo que me entristece lo que nos cuentas. Te queremos mucho, te queremos mucho —le dijo, acercándose y abrazándola. Fue como una señal que hubieran esperado Julia y Roberto, y después Ambrosio. Los cinco amigos se fundieron en un abrazo que se prolongó varios minutos.

—Lo sé, lo sé —dijo al fin Stefania poniendo fin al emotivo momento—. Yo también los quiero tanto. Pero quiero que me digan lo que piensan sobre lo que me inquieta saber. Es que no tengo mucho tiempo para encontrar las respuestas, y de verdad necesito saber qué pasa cuando uno muere, si se acaba todo como dicen algunos, o si es un tránsito hacia otra vida, como creen otros. Gabriel, tú eres el que más filosofía ha estudiado, y si no me sabes responder algo cuerdo y convincente a esta pregunta, en verdad que no sé para qué puede servir la filosofía.

—Sí, amiga del alma, es la gran pregunta que se han planteado siempre los filósofos. Lo que pasa con la muerte depende de lo que seamos los seres humanos, y sobre esto hay tres respuestas posibles: o somos solamente un cuerpo, viviente y consciente pero puro cuerpo a fin de cuentas; o somos un ser compuesto de cuerpo y de alma; o somos un espíritu encarnado, un alma encerrada transitoriamente en un cuerpo.

Tomó aliento y continuó:

—Si fuéramos solamente un cuerpo evolucionado que ha llegado a tener conciencia, pero que ésta no sería más que una realidad material, al morir termina todo lo que hayamos sido. Sólo quedarán existiendo de nosotros, nuestras obras, las huellas que hayamos dejado durante nuestra vida en el mundo, y el recuerdo que perviva de nosotros en la memoria de otras personas. Esa es la visión materialista.

Suspiró, tomó aliento y continuó:

—Si en cambio fuésemos un compuesto de cuerpo y de alma, que es la llamada visión dualista, con la muerte del cuerpo se produce la separación de los dos componentes: el cuerpo se disuelve y vuelve a la tierra, pero el alma continúa viviendo de algún modo. Es lo que creen casi todas las religiones, que difieren solamente sobre lo que le pasa al alma después de la muerte. En algunas religiones el alma emigra hacia otros cuerpos, se reencarna en otras personas que nacerán en el futuro. Otros sostienen que el alma es juzgada por Dios, y su destino  feliz o desdichado dependerá de cómo hayamos vivido.

—¿Y en la tercera respuesta? —preguntó Stefania.

—Para los que creen que la verdadera realidad humana es de naturaleza espiritual, el estar corporalizada es sólo una situación de tránsito. Entonces, con la muerte el espíritu se libera de los condicionamientos materiales que lo han restringido y encerrado en los límites de un individuo particular, de modo que sólo entonces comienza la persona a vivir en la plenitud de la conciencia y de la libertad, integrada al espíritu universal donde todo es unión y no hay nada de lo que nos ha separado a unos de otros en esta vida.

—Me gusta más la tercera —dijo Stefania después de pensar un momento— pero ¿cuál de las tres es la verdadera? ¿Cómo podríamos saberlo?

—Yo me la juego por la primera —dijo Julia poniéndose de pié. —Yo creo que somos cuerpo, pero no materia inerte, sino cuerpo vivo, que se emociona y que goza de lo que existe, que es capaz de cantar y de bailar, de sentir y de conocer, de apreciar las maravillas de la creación y de crear bellezas nuevas. Yo soy este cuerpo gordito pero ágil que ustedes ven aquí.

Stefania sonrió al ver los movimientos del cuerpo con que su amiga parecía querer demostrar lo que decía. Le preguntó:

—Y si supieras que te quedan sólo unas pocas semanas de vida ¿qué harías?

—¿Qué haría? Gozaría todo lo que pudiera con este cuerpote. Me olvidaría de todos mis fallidos intentos de hacer dietas y comería cuanta cosa rica se me antojara. Bailaría hasta quedar exhausta. Tomaría sol en la playa sin ponerme bloqueador y en pelotas. Andaría a caballo por el campo. Caminaría bajo la lluvia y el viento, y si supiera de una tempestad en algún lugar, iría a encontrarla para sentir su fuerza. Por supuesto, tendría todo el sexo que pudiera, explorando todas las posibilidades. Y probaría cuanta droga encontrara.

—Serías realmente un peligro público –comentó Roberto.

—¿Crees que soy peligrosa? Porque eso que estoy diciendo es lo que hago, claro, sin el apuro y la locura con que lo haría si supiera que me quedan pocas semanas de vida. Pero es lo que hago, dentro de los límites que me impone la cordura y la decencia, y la necesidad de cuidar este cuerpote que tendré que arrastrar por el resto de mi vida. Sí, lo que en realidad más me limita y me quita libertad, es la necesidad de pensar en el futuro, en cuando sea vieja, y en que tengo que cuidarme para que la gente no piense mal. Si pudiera olvidarme del futuro, si supiera que no tengo futuro, viviría el presente mucho más intensamente, hasta reventarme.

La última frase la dijo mirando a Stefania a los ojos, como desafiándola. Y la desafió de hecho agregando:

—Si yo tuvira un cuerpo tan bello, tan esbelto, tan sexi y tan perfecto como el tuyo...

—¿Perfecto? Apariencia, amiga, no te olvides que mi sangre se está blanqueando.

—Perdona, amiga, quise solo decirte que pienses en lo que tienes y que lo goces más de lo que lo haces.

—No te preocupes, te entiendo. Pero yo no soy como tú. Dijiste que te la jugarías por la primera de las concepciones de la vida que nos resumió Gabriel. Pero ¿si la verdadera no fuera esa, sino la tercera, que es la que me gusta más? En ese caso lo que habría que hacer sabiendo que se tienen pocas semanas de vida, es todo lo contrario a lo que tu harías. Habría más bien que prepararse para la vida eterna del espíritu, meditar, purificar el alma, perfeccionarla en todo lo que se pudiera, liberarla lo más posible del condicionamiento corporal en que se encuentra encerrada, dejarla volar hacia el infinito. Créeme que de verdad he pensado en ir a encerrarme a un convento, o irme a un lugar solitario a meditar.

Se produjo un silencio. Stefania agregó:

—¿Saben por qué no lo he hecho, por qué no lo hago? Porque no estoy convencida de que esa tercera sea la verdadera. Quisiera tener una respuesta convincente, porque no siento que sea cuestión de jugársela, como dice Julia. En la situación en que me encuentro, no es fácil hacer la apuesta, porque te lo estás apostando todo, a todo o nada. Por eso que les puse la pregunta, por eso que quisiera saber, aunque no sea una respuesta definitiva y absolutamente segura, pero que al menos sea  razonable, que justifique la apuesta que, en uno u otro sentido, a fin de cuentas no puedo dejar de hacer.

Intervino Ambrosio con énfasis:

—Estoy completamente de acuerdo con Stefania. Pienso que es la pregunta fundamental a la que habría que buscar una respuesta convincente.  Pero no solamente si uno sabe que le queda poco tiempo de vida, sino en cualquier circunstancia. Porque al final, es la propia vida la que está siempre en juego, y podemos vivirla equivocados o de acuerdo a la verdad de lo que somos. Además, uno no sabe cuánto va a vivir. Mis padres murieron en un accidente cuando estaban perfectamente de salud y proyectando muchos años por delante. Desde que ellos fallecieron yo tengo la idea de que puedo morirme en cualquier momento, y por eso me planteo la misma pregunta de Stefania.

—Bueno, sí. —dijo Gabriel continuando con el tema— La búsqueda de la verdad sobre lo que somos es una pregunta que se han planteado todos los filósofos. Pero los que no son filósofos, igual viven y toman decisiones y hacen la apuesta en uno u otro sentido.

—Yo creo —sostuvo Roberto— que la mayoría de las personas se da una respuesta y vive de acuerdo a ella, pero con poca convicción. La mayoría cree en una religión, o sea, cree en la segunda opción, que es bastante cómoda por lo demás. Porque las religiones dan una respuesta ya hecha, lista, que afirman como si fuera la verdad sin someterla al análisis crítico y a la prueba de los hechos. Y además, como es una respuesta dualista que considera que el cuerpo y el alma serían dos cosas distintas y separables, le dan algo de satisfacción a cada uno, tanto al cuerpo como al alma. Nada muy a fondo, sólo preocupándose de no exagerar con la satisfacción del cuerpo para no condenar al alma, ni darle tanto al alma para no descuidar el cuerpo y  sus deseos. Es una apuesta cómoda pero mediocre, y que al final delega en otros el sentido de la vida.  Y entonces, si se equivocan, la culpa no es propia sino de ese otro.

—A mi me sorprende que la gente sea tan crédula —comentó Julia. —Creen en cualquier cosa que les digan, en muertos que resucitan, en las estrellas que nos marcan el destino, en las cosas más esotéricas y extrañas. Por eso yo no creo en nada, más que en lo que veo, en lo que siento, en lo que vivo cada día. Pero, sí, reconozco que sería bueno saber la verdad de las cosas. Pero ¿cómo podríamos si los más grandes filósofos con sus tremendas cabezotas no han llegado a la verdad?

—¿Por qué dices que no han llegado? La mayoría de los filósofos han dado una respuesta y afirman que es verdadera —rebatió Gabriel.

—Entonces —dijo Stefania— lo que hay que hacer es conocer sus argumentos, seguir el curso de sus razonamientos, y ver a donde llegan y si son convincentes sus razones. ¿Cuáles son, Gabriel, los argumentos que se puedan dar para cada una de las tres respuestas que dices que hay?

Gabriel se dispuso a dar una explicación. Los amigos entendieron que no sería breve y se acomodaron para escucharlo.

—La creencia de que somos solamente el cuerpo tiene su principal soporte en la teoría de la evolución natural. De acuerdo a ésta, somos el resultado de la evolución de la materia, que generó por azar o por selección natural, a lo largo de muchos miles de años, la vida y las especies animales hasta finalmente al hombre, en un proceso de creciente organización y complejidad física, química y biológica. Los sentidos, la conciencia y la capacidad de conocer y de comunicarse, que se pueden ya encontrar presentes en las especies animales superiores, habrían tenido un gran desarrollo con el crecimiento del cerebro humano, con la forma de las manos y con la capacidad de articular palabras y desarrollar el lenguaje en toda su complejidad y riqueza.

—Dicen que el hombre es el único animal capaz de entregarse a algo que lo trasciende, de un amor universal— comentó Stefania.

—Se ha demostrado que hay animales capaces de amar a los extraños y de ser altruístas. Ahora bien, según la teoría de la evolución y conforme a toda la evidencia empírica, la evolución garantiza la conservación y supervivencia de las especies, pero no de los individuos que las forman. La muerte de los individuos está en el programa biológico de los seres vivos, y es incluso necesaria para asegurar la supervivencia de las especies a través de la reproducción biológica.

—A mí me convence —dijo Julia. —¿Qué podría decirse contra esto, que está demostrado científicamente y que me parece evidente?

Gabriel continuó explicando lo que había estudiado:

—La creencia en el alma como principio vital, consciente y espiritual, no es incompatible con la idea de la evolución y del cerebro como condición y base del conocimiento. Filósofos tan antiguos como Aristóteles, y tan creyentes en el espíritu humano como Santo Tomás de Aquino, afirmaban que todos los seres vivos tienen un alma. Las plantas un alma vegetativa, los animles un alma sensitiva, los hombres un alma racional. La palabra ‘animal’ significa precisamente ‘con alma’, con ‘ánima’. Justamente en esto se basa la creencia en que los humanos estamos constituidos por un cuerpo y un alma espiritual.

Fue Stefania la que ahora preguntó a Gabriel:

—¿Y cuál es el argumento para llegar a esa creencia?

—El argumento más fuerte diría que es éste. La mente humana es capaz de producir ideas, conceptos, argumentaciones, números y ecuaciones, símbolos y poesías. O sea, el ser humano tiene capacidad de razonar, posee la facultad de pensar de modo abstracto y de crear, en base a esos objetos racionales que produce, obras filosóficas, científicas, matemáticas, poéticas.

—Bueno, de eso no cabe duda, es evidente, es lo que estamos haciendo aquí. Pero ¿por qué no podría ser esto obra del propio cerebro material? —argumentó Julia.

—Lo que se dice desde la concepción que llamamos dualista, es que las ideas, los razonamientos, los objetos mentales con que trabaja la razón humana, no son materiales, no son corporales. La idea de ‘circunferencia’, o la formulación del principio de conservación de la energía, o un silogismo cualquiera, por más que se los analice, no pueden ser observados con ningún microscopio ni instrumento, porque no contienen  ni un átomo de materia, no tienen masa ni son ondas ni quantos de energía, no tienen composición física, ni química, ni biológica. Las ideas, los números, son puramente racionales, ideales. Aunque se expresen con palabras, las ideas como tales, los argumentos en sí mismos, son inmateriales. Y lo que dicen los que creen en el alma inmaterial es que algo que es inmaterial tiene que haber sido producido por algo que sea también inmaterial.

—No entiendo por qué un cerebro material no pueda producir ideas inmateriales.

—Porque, como dicen los filósosos, “nadie da lo que no tiene”, y porque “el actuar sigue al ser y es manifestación del ser”. Un producto inmaterial como es una idea, tiene que haber sido producida por un ser que tenga en sí algo de inmaterial; una acción inmaterial como es un razonamiento, tiene que ser realizada por un sujeto que sea, al menos en parte, inmaterial él mismo.

—Pero —objetó Julia— todos nuestros pensamietos ocurren en nuestro cerebro, que es material.

—El problema que se plantea es que, por más que se analice el cerebro en toda su realidad material, con todos los instrumentos capaces de detectar partículas, ondas, fluidos, energías físicas, etc., no se podría encontrar nunca en él una realidad inmaterial, una idea abstracta, que no tiene composición química ni física. El problema del materialismo es que no puede explicar lo que no sea material.

Se detuvo un momento para servirse un sorbo de cerveza y en seguida agregó:

—En todo caso, yo estoy explicando el argumento dualista, que sostiene que el hombre es corporal y espiritual, que el cuerpo y el alma están unidos y actúan juntos, el alma animando al cuerpo, y el cuerpo dando concreción al alma. Así, cada vez que emitimos una idea, algo sucede en nuestro cerebro, alguna corriente eléctrica, algún fenómmeno químico, alguna conexión o sinapsis de neuronas, o lo que sea; pero eso no es todo lo que sucede cuando pensamos. Y la prueba sería que junto con producirse esos hechos eléctricos y químicos en el cerebro, tenemos conciencia de lo que estamos pensando y tenemos autoconciencia de que somos un sujeto que está pensando.

Stefania estaba tratando de comprender bien los términos del asunto. Expresó en voz alta lo que pasaba por su mente:

—Supongamos que tienen razón los dualistas, y que junto con el cuerpo tenemos un alma que piensa y que es consciente y autoconsciente. Y que cuando morimos se produce la separación de los dos componentes. El cerebro deja de funcionar, el cuerpo se paraliza. Supongamos que el alma queda volando, ya sin cuerpo. En ese estado, al no contar con el cerebro y con el cuerpo, ya no podría sentir, ni pensar, porque no tiene ya un cerebro con el que operar. Incluso no tendría ningún recuerdo, porque el recuerdo está en la memoría, que se ubica en algún lugar del cerebro. Sería como cuando una inyección nos hace perder la conciencia, la conciencia deja de tener conciencia de cualquier cosa, incluso deja de tener conciencia de sí misma. Es igual que desaparecer.

—Buen punto —dijo Gabriel—. Por eso que las religiones dicen, algunas que el alma trasmigra hacia otro cuerpo, otras, que queda en espera de volver a unirse a su antiguo cuerpo en la resurrección, y otras, que el alma va a integrarse a un espíritu universal, o se une al mismo Dios. Pero aquí ya no estamos en el campo de la filosofía y de lo que puede deducirse con la razón, sino que son puras creencias de tipo religioso.

—¡Que se contradicen unas con otras! —exclamó Julia.

—Pero eso no quita que alguna de ellas sea verdadera —replicó Stefania.

Gabriel retomó su explicación, porque no quería que quedara trunca y porque sentía la necesidad de darle a Stefania una esperanza.

—Nos queda todavía la tercera hipótesis, de que somos un espíritu corporal. Según esta visión, el hombre es esencialmente espíritual, de modo que nuestro cuerpo sería el modo en que ese espíritu se manifiesta en el mundo, pero sin dejar de ser de naturaleza esencialmente espiritual. De acuerdo a esta tesis, con la muerte del cuerpo no pasaría nada sustancial en el hombre, nada que lo reduzca o limite sino que, al contrario, sería el momento en que el espíritu humano empezaría a vivir la plenitud de lo que es, con entera conciencia y completa libertad. Porque lo que nos limita en esta vida sería el cuerpo, que nos instala en un tiempo y en un lugar determinados, y que nos pone miles de exigencias y condicionamientos incluso para pensar, para amar.

—¿En qué se basan los que creen esto? —inquirió Stefania, que había manifestado antes que era la visión que más le gustaba.

—Hay que decir que esta manera de entender al ser humano la tenían muchos pueblos antiguos, sobre todo en Oriente; pero actualmente no está muy difundida. Tampoco ha sido muy argumentada por los filósofos. Pero tiene unos interesantes fundamentos que podría resumir. La idea básica es que la esencia de una realidad, su verdadera naturaleza, sólo puede conocerse cuando esa realidad ha alcanzado su plenitud o perfección. Lo que es un árbol no se conoce hasta que crece, da flores y produce frutos, no cuando recién brota de la tierra. De ahí se sigue que el ser humano no es algo ya completo o que manifieste su naturaleza por el solo hecho de nacer, de vivir, sino que al contrario, sólo llega a realizarse plenamente, o sólo alcanza su plena naturaleza o su esencia, cuando haya desarrollado todas sus potencialidades.

Bebió un nuevo sorbo de cerveza y continuó:

—De este modo, si queremos entender lo que es el ser humano, no hay que pensarlo en referencia a las personas comunes y corrientes, sino que hay que buscarlo en aquellas personas que han alcanzado las más altas cumbres a que puede llegar un ser humano. Los hombres más sabios, los que han alcanzado las mayores alturas del conocimiento y de la creación artística, los más generosos y desinteresados en el amor universal, los más puros y santos. Seres profundamente espirituales, que se desentienden de las necesidades del cuerpo, personas que han tenido experiencias místicas que los han transportado a otra dimensión de la existencia, a la que ellos mismos han definido como unión espiritual con Dios.

—¿Y a tí, qué te parece esa manera de entender al ser humano?

—Diría que la única manera de probarse sería en el momento de la muerte. Y en esta vida, tal vez alcanzando esa plenitud espiritual, llegando a tener personalmente alguna experiencia espiritual de esas que trascienden la materia. En cualquier caso, juega a favor de esta teoría el hecho de que la comparten en general todos los místicos, tanto orientales como occidentales. Y es bastante sorprendente que esas personas profundamente espirituales se la juegan por ella en su vida, despreciando las propias necesidades del cuerpo y los aspectos materiales de la vida, y en cambio se concentran enteramente en buscar el desarrollo espiritual de sí mismos y de los demás.

Gabriel terminó diciendo que no tenía nada más que decir porque hasta ahí llegaban sus conocimientos sobre el tema, que las tres teorías sobre el hombre le parecían respetables, sostenibles con argumentos racionales, y que él no tenía una conclusión, sino que como filósofo que quería ser, seguía buscando la verdad, sin haberla todavía encontrado, y sin saber si algún día pudiera alguien alcanzarla.

Como ya nadie agregaba nada Ambrosio se atrevió a contar, primero lo que había aprendido sobre la cosmovisión de los aymaras, que dicen que los hombres somos miembros de la sallqa o comunidad de los seres vivientes, del ayllu o comunidad de los humanos, y de la huaca o comunidad de los espíritus, de los dioses y donde están también los humanos que ya murieron. 

Le hicieron muchas preguntas y les describió con detalles lo que había vivido en  su paso por el norte. Después les contó lo que Madayanti le había explicado sobre los chakras y las auras, como energías sutiles que emanan del cuerpo y se proyectan hacia fuera de modo misterioso. Curioso le pareció que Julia, que había abogado con tanta fuerza y convicción a favor de la creencia de que el ser humano es solamente el cuerpo, fuera la que más estaba dispuesta a aceptar y creer en esta idea bastante esotérica.

El esfuerzo intelectual que había significado para Stefania toda esa conversación la tenía extenuada. Los médicos le habían recomendado tranquilidad y el mínimo esfuerzo. Empezó a sentir fuertes dolores, por lo que pidió a Gabriel que llamara a sus padres, los que media hora después llegaron con una ambulancia. Antes de que sus amigos se retiraran les dijo:

—Lo que yo quisiera en realidad, antes de morir, es tener alguna experiencia que justifique plenamente haber vivido, que le dé sentido a la vida, no importa si larga o corta. Porque a fin de cuentas ¿qué sentido tiene todo si al final morimos y todo está destinado a perecer? Tiene que haber algo que justifique la vida, tiene que haberlo.

Antes de partir la madre de Stefania le dijo a sus amigos que necesitaba donantes de sangre, de cualquier grupo. Todos se comprometieron a hacerlo. Ella les indicó el hospital donde debían presentarse, que era adonde ahora la iban a llevar y donde probablemente permanecería los próximos días y hasta que le hubieran hecho una nueva transfusión.