X. Acoso y violación.

Ambrosio destacaba ante sus compañeros de trabajo por ser más alto,  soprepasando a casi todos al menos por el tamaño de la cabeza. Era esbelto, de piel más blanca, manos grandes, piernas largas, nariz recta, labios refinados, ojos grandes. Estas diferencias generaban la envidia de los jóvenes que notaban que la mirada de las mujeres se desviaba mucho más hacia él que hacia ellos. Suponían también que Ambrosio tendría más estudios y sería más inteligente.

La reacción de los envidiosos era, durante el trabajo, hacer notar su torpeza y menor rendimiento laboral cada vez que se presentaba la ocasión, y durante las horas en que no se trabajaba, distanciarse y dejarlo solo. Las mujeres tampoco se le acercaban, temerosas de que los compañeros pensaran que lo hacían por interés o por el deseo de ligar. Se había difundido que venía de la capital y no era difícil darse cuenta de que el joven estaba de paso, mientras que ellas sabían que tendrían que compatir sus vidas con los jóvenes que eran del lugar o que provenían de las ciudades y pueblos cercanos. Debían cuidarse mucho de que no fuera a pensarse mal de ellas.

Además de Elisa, la joven de los eccemas y la fea dermatitis que se le acercaba a conversar porque también ella era aislada por los compañeros de trabajo, Diana se había atrevido a acercarse a Ambrosio en forma que a muchos jóvenes les pareció descarada.

Diana se desplazaba por el campamento de modo más desinhibido que las demás jóvenes. La blusa y los pantalones que usaba se ajustaban a su cuerpo resaltando sus contorneadas formas; pero ese modo de vestir no era distinto al que usaba la inmensa mayoría de las mujeres jóvenes en cualquier ciudad, donde hubiera pasado desapercibida. Pero en el campamento en que estaban era distinto. Los jóvenes la miraban y cuchicheaban entre sí cuando pasaba frente a ellos, y a diferencia de las mujeres, varios no se inhibían y sin preocupación alguna buscaban su compañía. A menudo la insistencia era tal que se convertía en un verdadero acoso. Ella los rehuía como haría cualquier mujer sensata y digna, pero ellos en su despecho pensaban que Diana era una mujer altiva y desdeñosa. Y a pesar del rechazo que recibían, o tal vez a causa del mismo, pronto comenzaron a circular por el campamento los más variados rumores que la señalaban como mujer fácil. Algunos se vantaban de haberla besado, otros de haberla visto desnuda caminando en la noche por el campo, y no faltaban quienes describían eróticas sesiones de sexo que habrían tenido con ella, relatos fantasiosos y totalmente inverosímiles, pero con los que se entretenían y excitaban.

Ambrosio se acercó a Diana una tarde después del trabajo en que la vió sentada en una escalera, cabizbaja y con un pañuelo en la mano. Estaba llorando. Así supo que trabajaba porque su madre estaba enferma y su padre había sido despedido del empleo, por lo que debía contribuir con lo que pudiera para pagar el alquiler del departamento en que vivían.

—Yo quiero irme a Santiago, donde estoy segura que encontraría un mejor trabajo, y lo haré; pero mis padres se oponen.

—¿En qué te gustaría trabajar?

—Ah! Si pudiera escoger trabajaría como modelo. Creo que tengo el porte y el cuerpo para hacer modelaje. Hace dos años, yo tenía diesiséis, salí primera en un concurso de belleza.

—Sí, eres muy linda. Sin duda en Santiago encontrarías un trabajo mejor que éste. Pero imagino que para entrar al modelaje hay que tener algún contacto que te abra el camino.

—Y vestuario, y plata para pagar maquillajes y sesiones fotográficas, y desplante, y saber de protocolos, y hay que pasar por agencias y escuelas que te enseñan a caminar en una pasarela, y me dicen que, además, hay que estar dispuesta a que te manoseen y que les hagas favores. Me he informado, ves, y sé que no tengo posibilidades, porque, además, la competencia es enorme.

—Debe ser como dices, no tengo idea de como sea eso; pero pienso que no te debes desanimar. Siempre hay que soñar con lo que uno quiere.

—Yo sueño con ser modelo. Lo sueño de verdad, dormida y despierta. Y me encanta que me miren, que me admiren. No tendría miedo a que me miren desnuda, en realidad pienso que me gustaría. Una vez se lo dije a mi mamá y casi se murió. ¿Te parece mal que a una le guste que la miren?

—Aquí te miran mucho, lo habrás notado.

—¡Pero no así! Esos me miran con mirada obscena, pensando sólo en llevarme a la cama. Lo que me gusta es que me miren encontrándome hermosa, que les guste mirar mi cuerpo porque soy bella, no que se exciten como animales y siempre pensando mal de una.

—Te entiendo, Diana.

—Pero pocos lo entienden. Creen que ser modelo es como ser prostituta. Y ¡nada que ver! Una vez casi me engañan. Vino al pueblo un tipo que hizo una especie de casting. Fuimos como veinte chicas, yo a escondidas de mis papás, y sólo para probar, porque se hubieran muerto si me voy a Santiago. Quedé entre las cinco seleccionadas. Una amiga mía fue con el tipo ese a Santiago, pero volvió una semana después. El trabajo era en un café con piernas, donde debía atender semidesnuda a los clientes. Te confieso que, yo, no lo encontraría tan terrible. Quizá si algún día me voy a trabajar en un café de esos. Porque aquí, en trabajos como éste, no tengo ningún destino, eso lo tengo claro.

Diana conversaba con confianza. Ambrosio se dió cuenta de que ella era así, una muchacha desinhibida, espontánea y extrovertida, honesta y de limpio corazón. Que si se le había acercado era porque necesitaba de alguien confiable con quien conversar de sus cosas, de sus sueños, los que no se atrevía a contar en su casa y seguramente tampoco con los chicos y chicas del pueblo que la hubieran juzgado mal. No se atrevió a decirle que a él le gustaría mirarla desnuda, sólo mirarla, pero lo pensó. Y con el ritmo de trabajo que tenían, por la vigilancia social de que eran objeto, y debido a que Diana los domigos se iba a su casa, no volvieron a tener una conversación tan abierta.

Cuando ya se cumplía un mes desde que había llegado al campamento Ambrosio comenzó a observar comportamientos y situaciones que hasta entonces no había visto, o de las que no se había dado cuenta. Lo primero que vió, alto como era, fue a un inspector acercarse a una de las jóvenes y pegarse a ella por atrás mientras la mujer trabajaba inclinada sobre el camellón de flores que estaba desmalezando. Notó que la empujaba con el vientre y que le decía algo al oído, mientras ella continuaba en su quehacer, pero evidenciando con una mueca que el acosador no podía ver desde atrás, su molestia ante la situación. Claramente la joven no se atrevía a protestar por temor a la represalia del inspector. La escena, que se prolongó por varios minutos, fue vista por todos los que estaban cerca.

Como el hecho  no había tenido ninguna consecuencia ni castigo para el acosador fue como si se hubiera dado una señal de que ello estaba permitido, lo que dió comienzo a la repetición de actitudes similares y a diversas otras formas de acoso, ya no solamente por parte de los inspectores sino también por varios de los jóvenes trabajadores. Ello derivó en una suerte de complicidad ente dos de los inspectores y seis o siete trabajadores, que empezaron a entablar camaradería y que se juntaban en las noches a parlotear, reirse a carcajadas y tomar cervezas y pisco, que aunque estaba prohibido eran vendidas a escondidas en el quiosco del campamento.

Ambrosio observaba todo esto con disgusto, y aunque hubiera querido hacer algo no se le ocurría cómo, porque las mujeres  afectadas por el acoso parecían resignadas, y porque los hechos que observaba no adquirían la gravedad de alguna abierta agresión sexual. Conversando después con Elisa, que se libraba del acoso debido a los eccemas de su piel que la hacían poco deseable, supo Ambrosio que estos hechos eran habituales en el campamento, y que no se limitaban a lo que él personalmente había visto.

—En el campamento hay mucha más actividad sexual de la que parece.

—¿Cómo así?

—En las noches los inspectores entran a menudo al galpón de las mujeres. Tienen las llaves y están autorizados a controlar a las trabajadoras. Se aprovechan de su poder, y sacan de sus camas a las mujeres que les gustan y se las llevan. Al comienzo muchas se resisten, pero tienen miedo a las represalias. Si alguna se resiste y niega con más fuerza, le borran los puntos que haya obtenido, la acusan de flojera y termina siendo despedida. Pero como hay unas cuantas que lo aceptan resignadas, al final vienen a buscar a esas.

—Me cuesta creer que las trabajadoras se dejen someter tan fácilmente —comentó Ambrosio.

—Tu no sabes cómo son las cosas por acá. En el campo la vida sexual no es como en la ciudad. En esta zona son pocas las mujeres agraciadas, e incluso las feuchas, que no hayan sido acosadas y violadas desde muy niñas. Incluso por sus padres, por sus tíos, por sus abuelos. Sobre todo por los patrones y por los hijos de ellos, que lo consideran como si fuera un derecho porque les dan trabajo y les permiten vivir en sus campos. Las mujeres terminan  acostumbrándose a ser agredidas sexualmente, como si fuera algo natural en la vida.

Elisa notó la sorpresa que mostraba Ambrosio. Ella se sorprendió a su vez de su inocencia. Pensando que era bueno abrirle los ojos a la realidad continuó:

—Esto es así hasta que las mujeres se casan. Entonces tienen alguien que las cuida. Pero en muchos casos, los hombres consideran a su esposa como objetos de su propiedad con las que pueden hacer lo que quieran. Y hay mucha violencia intrafamiliar.

—Pero no será siempre así.

—Claro que no siempre. También hay jóvenes y hombres honrados, que son más respetuosos con sus mujeres y que las valoran porque les ayudan con los trabajos del campo y les crían los hijos que les asegurarán la vida cuando llegue la vejez.

—¿Y no hay muchos embarazos aquí en el campamento?

—Antes era lo habitual, y apenas se sabía de un caso la mujer era despedida inmediatamente. Actualmente si ocurre que alguna mujer se embaraza también es despedida al tiro; pero los casos son menos, porque aquí mismo en el quiosco se venden condones, y en la pequeña enfermería se entrega la píldora del día después al que la pida. Y además, no es difícil conseguir hacerse un aborto clandestino, que antes era muy caro pero que ahora se puede pagar con el sueldo de dos semanas.

Después de lo que había visto y de lo que Elisa le había contado Ambrosio estaba escandalizado. La ira y el rechazo ante la injusticia y opresión en que se desarrollaba el trabajo en la empresa se incrementó mucho más al tomar conciencia de este otro problema. Lo irritaba también la pasividad y la resignación de los trabajadores ante situaciones que tan claramente atentaban contra su dignidad como personas humanas.

Por otro lado, todo aquello lo había puesto a pensar sobre la sexualidad. Ya no estaba tan seguro de lo que había llegado a concluir sobre el sexo después de la saludable experiencia y de las conversaciones que había tenido con Madayanti, de que la sexualidad es algo hermoso, bueno y sano. La condena del sexo fuera del matrimonio por parte de las religiones, que le había quedado tan claro que era un evidente extravío, empezó a adquirir en su mente un nuevo aspecto, otra dimensión. Porque si bien había experimentado personalmente que la sexualidad podía ser hermosa y sana, comprobaba ahora que también podía ser bastante cruel. Lo que pasó en el campamento unos días después vino a trastocar enteramente sus pensamientos sobre el tema.

Todo comenzó un día en que en el mismo invernadero se encontraban Ambrosio, Diana y el inspector. No habia ocurrido antes debido a la rotación de los trabajos. El hecho fue igual al que había visto por primera vez cuando el inspector acosó a una trabajadora poniéndose detrás de ella mientras trabajaba inclinada en el invernadero. Sólo que esta vez Diana reaccionó con energía y le dió un soberbio e inesperado bofetón. Se escuchó fuerte de modo que todos miraron y comprendieron lo que había sucedido. Se escucharon varias voces de mujeres: “bien hecho”, “se lo merece”.

El inspector estaba rojo de rabia. No se había esperado una reacción como esa, menos aún de esa mujer, la desinhibida, la que estaba en boca de todos, la que según se contaba era la más puta, la que según le habían dicho había sido poseída por tantos y tantas veces en el campamento. Y más aún lo irritaron las frases que alcanzó a escuchar de las mujeres alabando la bofetada que le había propinado.

—¡Esta agresión no va a quedar así! ¡Soy el jefe de esta sección y a mí se me respeta! ¡Ya verá esta puta!

Lo dijo en voz alta para que todos escucharan. Pero los días siguientes no pasó nada nuevo, excepto que, al ver las mujeres que Diana continuaba trabajando tranquilamente sin que nada malo le pasara, varias de ellas habían empezado a resistirse a los acosos sexuales que antes aceptaban con mayor resignación.

Una noche después del trabajo Ambrosio notó que en vez de los consabidos parloteos y carcajadas del grupo de cómplices que se había formado entre dos inspectores y algunos peones, estaban todos escuchando en silencio algo que les decía el inspector jefe en voz baja. Intuyó que estaban tramando algo.

El día siguiente, al terminar la hora extra de trabajo que Diana igual que muchos otros cumplía para mejorar su puntaje y ganar un bono de rendimiento, el inspector al que había abofeteado le ordenó con buenas palabras, con respeto pero con la autoridad habitual con que se dirigía a los trabajadores, que fuera al fondo del campo y que le trajera una pala que había quedado abandonada en la mañana. Encargos como ese eran habituales, aunque no correspondían a los trabajos normales y se hacían fuera de los horarios de trabajo. Diana no quería tampoco enemistarse nuevamente con el inspector, que parece que había aprendido a respetarla, de modo que obedeció sin sospechar nada.

Veinte minutos después, cuando ya todos estaban entrando al comedor para la comida de la noche, Diana llegaba al final del predio y buscaba la pala abandonada, que no encontraba en ninguna parte y que parecía haber desaparecido. Estaba en esto cuando se le acercó un hombre por detrás, la tomó con fuerza cerrándole la boca para impedir que gritara. Inmediatamente se aparecieron otros seis hombres con capuchas hechizas que les cubrían la cabeza hasta el cuello, dejando solamente dos orificios ante los ojos.

Diana se resistía con todas sus fuerzas, trataba de gritar, de golpear a los agresores; pero la fuerza de estos y la violencia con que la golpearon le impidieron zafarse de la brutalidad que le esperaba. Los encapuchados le ataron una fuerte tela entre la boca abierta y la nuca, impidiéndole cualquier intento de pedir ayuda. En seguida le amarraron las dos manos por detrás del cuello y le sujetaron con fuerza las piernas con las que Diana no había dejado de defenderse y de tratar de golpear a sus agresores. La desnudaron y comenzaron a violarla brutalmente, uno tras otro, unos por delante, otros por atrás. Todo esfuerzo que hacía por resistirse no tenía más efecto que aumentar la violencia con que era tratada, de modo que al final, vencida, se limitaba a llorar de dolor y de impotencia.

Habían pasado ya cuatro hombres sobre ella cuando escuchó a uno decir en voz baja:

—Allá viene el jefe.

Alcanzó a ver de reojo al recién llegado, el que igual que los otros también estaba encapuchado. Fue el último en violentarla, mientras dos hombres mantenían a Diana con las piernas abiertas. Cuando el último hubo terminado su trabajo sobre ella le escuchó que le susurraba suavemente al oído:

—Así aprenderás a respetar a tus jefes ¡puta de mierda!

Reconoció la voz del inspector, y al mismo tiempo sintió cierto alivio porque lo que le había dicho al oído significaba que ya habían terminado y que la dejarían viva. Lo denunciaría, sí, debían pagar por todo lo que le habían hecho.

La dejaron botada, desnuda y amarrada tal como estaba cuando la violaron. Logró ponerse de pié, pero el fuerte dolor que sentía en todo el cuerpo la obligó a tenderse de nuevo en la tierra. Estaba completamente oscuro. Sintió sobre su cuerpo caer algunos goterones de lluvia. Después de un largo rato de forcejeo logró soltar la cuerda con que le habían amarrado las manos y pudo sacarse la mordaza que le había impedido pedir ayuda. Pero ya no era el caso de ponerse a gritar. Era de noche, el lugar habitado más cercano era el campamento y desde ahí no la oirían.

La lluvia había empezado a caer con intensidad y Diana sintió alivio. Aprovechó el agua para lavarse todo el cuerpo y en especial sus partes íntimas donde sentía todavía que estaban los residuos de sus agresores. Se dió cuenta de que los golpes recibidos le habían dejado moretones en todo el cuerpo y que de algunas heridas en la espalda salía sangre. El agua fría de la lluvia y el lavarse con  ella hizo que se sintiera un poco mejor, con fuerzas suficientes para irse.  Después de lavarse todo el cuerpo muchas veces buscó y  encontró sus ropas, que estaban rasgadas pero que todavía le servían para cubrirse. Quería desaparecer, irse  a algún lugar donde nadie la conociera. Pero ¿dónde podía ir, sino al mismo campamento donde estaba segura que se encontraría con sus agresores, que por cierto no darían la cara y negarían todo cuando los acusara de la violación?

Llegó al campamento. No vió a nadie. Fue hasta el galpón de las mujeres. Estaba cerrado por dentro. Empezó a golpear la puerta con sus puños, con toda su fuerza, hasta que sintió que las mujeres se despertaban y acercaban a la puerta. No entendiendo lo que sucedía las mujeres, temerosas, no le abrieron  hasta que gritó con fuerza:

—¡Ábranme por favor! Soy Diana. ¡Me han violado!

Le abrieron y ella entró zigzagueante hasta tenderse en su cama. Las compañeras de trabajo la rodearon, preguntando insistentemente qué le había pasado. Diana, humillada y adolorida como estaba no tenía ganas de decir nada. Pero las mujeres al verla mojada por la lluvia, sucia de la tierra que se le había adherido al cuerpo y con la ropa desgarrada, salieron a buscar ayuda. La pequeña enfermería del campamento estaba cerrada. Fueron donde el guardia y le pidieron insistentemente que llamara a los carabineros, porque había habido una violación. El guardia dijo que no tenía las llaves de la oficina donde estaba el teléfono. Las mujeres se decidieron entonces a ir al dormitorio de los jefes para despertarlos.

Abrió la puerta el inspector jefe, el que había recibido la bofetada de Diana, aparentando haber sido sacado de un profundo sueño.

—¿Por qué me despieran? ¿Por qué tanto alboroto? ¿Pasa algo? ¿Por qué están aquí bajo la lluvia gritando como locas?

Se asomaron los otros inspectores. El que salió primero les explicó lo que pasaba:

—Parece que violaron a una trabajadora.

Como no era la primera vez que escuchaban algo así no le dieron mucha importancia. Pero las mujeres insistían en que debían hacer algo, llamar a los carabineros, que la violación había sido brutal, perpetrada no por uno sino por un grupo de hombres.

—¿Donde ocurrió eso? –inquirió el inspector.

—No lo sabemos. Parece que fue en el campo, lejos del campamento.

¿Quién es la víctima?

—Diana.

—Ah! —Dijo uno desde adentro.— Esa es una perdida, no necesita que la violen.

—¡Pero está muy mal! ¡Está herida!  — alegaron las mujeres.

Ellas insistieron hasta que finalmente el inspector decidió que lo mejor era que él mismo hiciera la denuncia en carabineros. Ello sería un punto a su favor, y eliminaría toda sospecha que pudiera surgir en su contra, puesto que era fácil argumentar que si fuera culpable no sería el que denunciara el hecho.

Recién a mediodía llegó al campamento la patrulla de carabineros, que venía acompañada por un hombre cuidadosamente vestido que, le informaron después a Ambrosio, era el dueño de la empresa.

Diana se había levantado y conversaba con Ambrosio, que le aconsejaba que hiciera la denuncia con todo detalle, asegurándole que él la acompañaría en todo lo que pudiera. Ella le había dicho que sentía verguenza, que la noticia de su violación se esparcería por todo el pueblo, lo que la perjudicaría por el resto de su vida. Ambrosio le insistió, argumentando que era necesario que se hiciera justicia. Diana replicó que no creía para nada en la justicia, pero que de todos modos haría la denuncia, para que al menos sirviera para que no se fuera a repetir con otras mujeres.

Al ver entrar a los carabineros el inspector que los había llamado se sonrió al comprobar que uno de los uniformados era al que había llamado, que había sido su compañero en el colegio y con el que habían estado juntos en muchas fiestas y juergas. Fue el carabinero que interrogó a la víctima, mientras el otro tomaba apuntes de sus respuestas.

El inspector saludó con reverencia al dueño de la empresa, que le preguntó cómo iban avanzando los cultivos

—Todo muy bien, perfectamente. Aquí los hago trabajar, a todos, muy duro para aumentar la productividad — le respondió.

El carabinero pidió a Diana que relatara lo que le había sucedido.

—Me violaron entre siete. Estaban encapuchados. Pero sé que uno de ellos fue él  — apuntó con el dedo y con mirada furiosa al inspector al que había abofeteado y que se mantenía al lado del dueño de la empresa.

—¿Lo viste hacerlo? ¿No dices que estaban encapuchados?

—No lo ví, pero sé que es él.

—¿Tienes pruebas de lo que estás diciendo? Porque acusar a un inocente es muy grave.

Diana pensó por un momento y dijo:

—Ayer al terminar el trabajo  me mandó al fondo del campo a buscar una pala. Yo fui sola. La pala no estaba por ninguna parte; pero allí estaban los encapuchados, que me amordazaron, me amarraron y me violaron.

—Eso no es una prueba.

Intervino entonces Ambrosio, quien contó lo que había visto unos días antes en el invernadero. Contó que el inspector la estaba acosando, que Diana le había dado una bofetada y que el inspector la había amenazado con un castigo terrible. ¡Todos los que estaban ahí lo escucharon!

—Sí —agregó Diana—, y cuando este maldito me estaba violando me dijo al oído que así aprendería a respetar a los jefes.

—¿Se hizo en su momento la denuncia del acoso sexual?

No se había hecho, de modo que el antecedente serviría poco ante un juez, si el caso llegara a la justicia. Tampoco servía lo que contaba la joven, porque nadie podría confirmarlo.

Los carabineros dijeron que debían ir al lugar de los hechos. Ambrosio le preguntó a Diana si estaba en condiciones de ir. Ella asintió.

Llegados al fondo del predio Diana indicó el lugar exacto donde la habían violado. La lluvia había borrado muchas huellas, pero de todos modos se notaba que en ese lugar las plantas habían sido aplastadas. Lo más importante del acucioso registro del terreno, según la conclusión del carabinero, había sido comprobar las pisadas de un grupo de hombres, que no iban en dirección del campamento sino exactamente al contrario, se perdían en el predio vecino. Era una prueba contundente de que los agresores eran extraños, probablemente bandidos o campesinos que habían llegado de otro lugar y que al ver a la joven no habían dudado en agredirla.

—Aquí está la pala que pedí a esta joven que me trajera  — dijo el inspector levantando el instrumento, con lo cual confirmaba una parte del relato de Diana pero al mismo tiempo le servía para deslindar toda responsabilidad por el hecho violento.

Volvieron al campamento. Los carabineros entrevistaron a varios inspectores y a trabajadores, hombres y mujeres. Los testimonios confirmaron que el inspector que había sido acusado estuvo presente en el comedor a la hora de la cena, porque se había hecho notar. Nadie pudo decir que lo hubiera visto hacer algo raro esa noche. El testimonio definitivo fue el que dió uno de los inspectores, que aseguró que el acusado había dormido como todos los días junto a ellos y que no había salido en toda la noche.

Cuando todo el procedimiento terminó Diana firmó la denuncia; pero estaba segura de que no habría castigo para los culpables. También Ambrosio comprendió que no había esperanza alguna de justicia. El inspector había planificado las cosas de modo cuidadoso y no había ninguna prueba concluyente que lo incriminara.

Ese mismo día Diana renunció al trabajo. Lo mismo hizo Ambrosio, indignado por lo que había sucedido pero más que nada por solidarizar con la joven violentada. Al cobrar los dineros que les debían, les dijeron que habían perdido todos los bonos que hubieran podido haber acumulado por cumplimiento de metas y por rendimiento, debido a que estaban renunciando voluntariamente sin haber cumplido el período entero establecido en el contrato.

Ambrosio acompañó a Diana hasta el bus que la llevaría al pueblo. En el camino ella repetía:

—¡Malditos! ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué será de mi?

Cuando llegaron al pueblo Ambrosio quiso acompañarla hasta su casa, pero Diana se negó terminantemente. No había decidido aún qué les contaría a sus padres, y no quería que le preguntaran a Ambrosio lo que le había pasado.

Ambrosio estaba conmovido, pero no sabía que hacer en una situación como esa. Y tampoco podía hacer nada más en favor de la muchacha. Una hora después volvió a la casa de su compañero del colegio.

Los días siguientes reflexionó mucho sobre lo que había sido su primera experiencia real de trabajo y de encuentro con la injusticia, y con la brutalidad a que pueden llegar los hombres. Recordaba las conversaciones con Madayanti en que habían concordado en que las religiones estaban muy equivocadas al restringir el sexo y castigarlo con las penas del infierno. Ya no estaba seguro de eso que antes le había parecido tan obvio. Pensó que si hechos como los que habían ocurrido en la empresa de flores podían pasar en la época actual, en un sistema democrático, donde hay leyes e instituciones de policía y de justicia bien organizadas, con cuánta mayor frecuencia y violencia debieran haber ocurrido en las épocas antiguas en que los poderosos ejercían su dominio sin contrapeso sobre pueblos completamente indefensos.

Pensó que los profetas fundadores de religiones, queriendo promover la justicia y educar a la humanidad en el amor y la fraternidad, hicieron lo mejor que supieron hacer al poner restricciones a los instintos sexuales, buscar aplacarlos mediante estrictas normas morales, y amenazar con el castigo infernal a los que descargaban su violencia y pasión incontenible con mujeres y niños débiles e indefensos. El mismo, si hubiera podido, hubiera incendiado la empresa de las flores con sus patrones e inspectores encerrados dentro. No cabía dudas, el sexo tenía una cara hermosa y otra horrible. Como ocurría también con el cultivo de las flores.

Pensando en todo eso, al final se quedó dormido. Tuvo pesadillas toda la noche. En ellas se mezclaban escenas de violencia sexual con situaciones laborales de abierta injusticia. Se despertaba angustiado al ver la pérdida de la dignidad en que caían las personas víctimas de las injusticias y de las agresiones. Pesadilla tras pesadilla una idea empezó a tomar forma en su mente.