XL. La pregunta decisiva.

Los que se encontraron el sábado en la casa de Gabriel no fueron los mismos de los encuentros anteriores. Faltaban Marcos, Jorge y Roberto. Del grupo habitual estaban solamente Gabriel, Julia y Ambrosio, y se habían agregado  Lucila, Matilde y Laura la compañera de Gabriel. Estaba Matías, al que Ambrosio recordaba haber visto en aquella ocasión en que los encontró fumando marihuana. Ambrosio había invitado también a Adolfo, al que presentó diciendo:

—Adolfo es un amigo que conocí en la Universidad, en un seminario sobre historia de las religiones. Lo invité porque pienso que puede aportarnos mucho en la conversación de hoy.

Cuando todos estaban ya sentados sobre los cojines Gabriel explicó:

—Invité también a Jorge, a Consuelo y a Marcos pero estaban menos interesados en el tema de la conversación que en el partido que se juega en el Nacional. Supuse que Roberto vendría con Julia. ¿Por qué no vino?

—La verdad —explicó Julia—, me dijo que para conversar sobre Dios habría que tener unos buenos pitos de marihuana a disposición, y como no era el caso ...

Todos se rieron con ganas. En realidad se sentían algo cohibidos, o quizá incluso algo avergozados por haberse reunido para conversar sobre un tema que estaba tan lejos de las preocupaciones habituales que compartían, y que en realidad solamente era importante para Ambrosio, y en parte también para Gabriel.

—Yo me declaro abiertamente atea —dijo Julia—, así que ya saben lo que voy a defender.

—A ver —dijo Gabriel— Hagamos una ronda para empezar. Que cada uno diga lo que cree y lo que piensa.

—Yo tampoco creo en Dios —dijo Matías—, o mejor dicho, no me interesa el tema.

—A mí —dijo Consuelo— Dios no es algo que me ocupe la mente. Nunca me he detenido a pensar si existe o no existe. Más bien creo que no hay modo de saberlo con seguridad.

Laura se dio cuenta de que la miraban y tuvo que pronunciarse:

—Que cada uno crea lo que quiera. Para unos Dios es verdad, para otros no. Cada uno tiene su verdad.

Le llegó el turno a Matilde, que explicó:

—Yo creía firmemente en Dios, y en la Virgen, y en la Iglesia y en todo eso, hasta el accidente de nuestros papás. Me enojé tanto con Dios que dejé de creer en él. Ahora, algo me dice que Dios existe, pero en verdad no tengo muy claro lo que siento sobre Dios. Ojalá que exista, digo yo.

Las miradas se dirigieron a Lucila.

—Yo creo en Dios —declaró—. En Dios, pero no en los curas ni en ninguna Iglesia ni religión. Simplemente creo que Dios existe y que está cerca de mí.

Ambrosio dijo también lo suyo: —En mi caso, es algo que me inquieta realmente mucho. Quiero saber cuál es la verdad, si hay o no hay un Dios, creador de todo y que le da sentido a todo. Pero no tengo respuesta, más bien dudas, y desde hace tiempo estoy buscando una respuesta.

Adolfo, que había permanecido en silencio, fue invitado a pronunciarse.

—Yo creo en Dios y me interesan las religiones. Las estoy estudiando. Es lo que por el momento puedo decirles.

Faltaba solamente que se pronunciara Gabriel. Las miradas se volvieron hacia él, en espera de su respuesta.

—Yo me pongo mi sombrero de licenciado en filosofía y digo que antes de decir que sí o que no, hay que ponerse de acuerdo en lo que estamos entendiendo con la palabra Dios. ¿De qué hablamos cuando nos preguntamos si Dios existe? ¿De un señor de barbas que está allá sobre las nubes, mirándonos con ojos escrutadores y juzgando si lo que hacemos está bien o está mal, para decidir si nos lleva al cielo o nos hunde en el infierno? ¿O de un ente perfecto, omnipotente, que se supone que haya creado y diseñado la evolución de todo el universo? ¿O de una realidad espiritual que está en el interior de cada uno? ¿O del universo mismo, en el sentido de que todo lo que existe sea Dios, lo que se llama panteísmo? Y así hay muchas ideas de Dios, y para cada idea de Dios que podamos tener, habría quizá una respuesta diferente.

Gabriel se dió cuenta de que lo que había dicho no calaba suficientemente en la mente de sus amigos que lo escuchaban, que no sacaban todas las consecuencias de lo que les estaba explicando. Dirigiéndose a Julia le preguntó:

—Julia, cuando tú te declaras atea, y dices que no crees en Dios, ¿qué es lo que estás negando? ¿A qué idea de Dios te refieres?

—A lo que me enseñaron las monjas en el colegio y en un curso de preparación para la primera comunión. Yo no puedo creer que exista un ser que nos vigila día y noche, que nos pone restricciones a la libertad, que no quiere que gocemos del sexo, que nos amenaza con el castigo del infierno, y que es cruel porque siendo todopoderoso permite que las personas, especialmente las mujeres, seamos humilladas y discriminadas. Un Dios que castiga a los que no creen en él y premia a los creyentes, me parece algo tan mezquino, tan cruel. Ese señor no puede existir.

Gabriel le planteó entonces la misma pregunta a Lucila, que se había declarado creyente. 

—El Dios en que yo creo no es cruel ni castigador, sino alguien bueno, que me protege y me cuida, que siento que me ama, y que me perdona las tonteras que hago. Al que le puedo rezar y pedir ayuda cuando la necesito, y que me ayuda en muchas cosas que le pido. No sé bien cómo es Dios, pero no puedo imaginarlo como lo piensa Julia. Estoy de acuerdo con ella. Ese Dios cruel, amenazante, castigador, mezquino, no existe, no puede existir.

—¿Ven lo que les decía? Julia dice que es atea, Lucila dice que cree en Dios. Pero las dos están de acuerdo en que la idea de Dios que enseñan algunas religiones a los niños no puede corresponder a algo real. Las dos dicen que ese Dios no existe.

Intervino Matías: —Pero tampoco el Dios de que nos habla Lucila puede ser real—. Dirigiéndose directamente a Lucila agregó: —Si te entiendo bien, te estás imaginando una especie de amigo secreto, o un papá protector, que te da en el gusto en lo que tú quieres, y que es tan buena onda que te lo perdona todo, y te ayuda en las tareas, y está al servicio de tus proyectos personales.

Lucila protestó: —Bueno, es el Dios amor, que a mí me enseñaron también en clases de religión, un cura.

—Los curas y las monjas debieran ponerse de acuerdo, entonces. Cada uno enseña lo que le parece.

Matías, que había dicho esto con cierto desdén se volvió hacia Adolfo:

—Tú dices que crees en Dios y que estás estudiando las religiones. ¿Me puedes decir en el Dios de cuál de las religiones es el que crees?

—El de todas, que es el mismo en todas las religiones.

—Ahí si que me confundiste. No veo que ni siquiera se parezcan las creencias de los cristianos, los budistas y los islámicos.

Al decir esto Matías se quedó mirando a Adolfo a los ojos, como desafiándolo a que le respondiera. Adolfo se limitó a decir:

—Yo solamente digo que las distintas religiones creen en el mismo Dios.

Al decir esto Adolfo se echó hacia atrás en el sillón, disponiéndose a escuchar pero sin participar en la conversación. Quería entender bien lo que pensaban y buscaban esas personas que apenas comenzaba a conocer, y decidió que intervendría solamente si le preguntaran algo directamente.

Gabriel, dándose cuenta de que la conversación podía enredarse, quiso sacar la conclusión a que había querido llegar con la pregunta que había hecho a sus amigos.

            —Bueno, lo que les decía es justamente que no tiene sentido preguntarse si Dios existe o no existe, si antes no nos ponemos de acuerdo en una idea de Dios, una idea de algo o de alguien que “pudiera” existir.

—Entonces —dijo Ambrosio—, empecemos por precisar una idea de Dios, para después preguntarnos si hay algo real que corresponda a esa idea.

—Sí —dijo Gabriel—. Pero para llegar a esa idea, opino que el camino a seguir sería ir descartando todas aquellas ideas de Dios que son claramente falsas, esto es, que sea imposible o absurdo que existan de verdad.

—¿Te parece —preguntó Ambrosio a Gabriel —que podemos descartar de Dios todas las características que son propias de un ser humano? Lo digo, porque Dios no puede ser uno como nosotros.

—Yo diría —le respondió Gabriel— que no debemos formarnos una idea antropomorfa de Dios, pero no que tengamos que descartar todas las cualidades de las personas. Por ejemplo, no me parece que podamos decir que, porque el ser humano es libre e inteligente, Dios no puede ser libre e inteligente.

—¿Entonces?

—Entonces, lo que pienso que hay que descartar en la idea de Dios, es todo aquello que sea defectuoso, negativo, limitado, imperfecto. Si queremos una idea de Dios que “pudiera” existir, tenemos que excluir todo lo que nos parezca limitado e imperfecto.

—O sea —dijo Ambrosio—, Dios no puede tener un cuerpo, porque todo cuerpo tiene límites. No puede estar sometido a las limitaciones del espacio ni del tiempo. Tendría que ser infinito, y eterno. No podría estar conformado de partes, por lo que tendría que ser algo así como un todo completo y unido en sí mismo. No podría ser ignorante ni desconocer alguna cosa, por lo que tendría que conocerlo todo, ser omnisciente. No podría ser indiferente a nada de lo que suceda, ni discriminar a nadie, por lo que tendría que poseer un amor universal. En resumidas cuentas, tendría que ser perfecto.

Matilde, que hasta el momento había escuchado en silencio pero enteramente concentrada en lo que los demás iban diciendo, tuvo una intuición que le iluminó el rostro. Levantó entonces la mano pidiendo la palabra como hacía en el colegio, y sin esperar que se la dieran dijo:

—Si la idea de Dios es la de un ser perfecto, y hay que negar todo lo que sea negativo, entonces— hizo una pausa, para dar énfasis a lo que iba a decir—, entonces, Dios existe. Porque no existir es un defecto, y existir es una cualidad positiva, una perfección. Y si decimos que Dios no puede ser imperfecto, no podemos decir que no exista, porque sería una contradicción.

Gabriel no se esperaba que Matilde sacara por sí misma la que había sido una de las ideas que formularon en su tiempo grandes filósofos. Pero también sabía que esa conclusión había sido rebatida por otros grandes filósofos.

—Esta chiquilla chica se pasó de filósofa. Eso que dices, Matilde, es lo que se ha llamado el argumento o la prueba ontológica de la existencia de Dios, que dice que no se puede pensar un ser perfecto, o la perfección, sin afirmar simultáneamente su existencia. Pensar en Dios sería pensar necesariamente en un ser existente. Pero otros filósofos, analizando esa argumentación, han concluido que no es una buena prueba de la existencia de Dios, porque lo que prueba es solamente que la idea de Dios como ser perfecto incluye la noción de la existencia, pero eso no demuestra que esa idea de Dios corresponda a algo realmente existente. O sea, podría ser que el ser perfecto que pensamos como existente, no exista en la realidad.

Matilde se quedó pensando, hasta que dijo:

—¿No les parece que eso es darle demasiadas vueltas al asunto? Porque, digo yo, si la idea de Dios incluye la idea de que existe, el ateo cae en una contradicción. Cuando dice que Dios no existe, lo que está diciendo es que no existe algo que no puede pensar como algo que no existe.

—Mira Matilde, eres grandiosa como filósofa. Pero hay un error en lo que dices. El error es que el existir o el no existir, no es una cualidad, algo que se pueda captar o expresarse en una idea. El existir es un hecho, un acto, que se tiene o que no se tiene. El existir no es una cualidad que se pueda definir en un concepto, en una idea. Por eso que el argumento ontológico se equivoca cuando incluye la “idea" de la existencia en la “idea” de Dios.

            —Lo pensaré —replicó Matilde con un gesto que mostraba no creer lo que le estaba diciendo Gabriel. —Lo pensaré, capaz que me convierta en filósofa. Mira que se me está ocurriendo otra idea.

—¿Qué se te ocurre ahora, hermanita querida?

—Se me ocurre pensar que si como dice Gabriel, existir no es una idea, sino un hecho, entonces no podemos tener una idea de Dios. Tratar de pensar un concepto de Dios, una idea de Dios, es proponerse algo imposible.

Gabriel la miró con ojos que se ensancharon de admiración.

—Eso que dices, Matilde, es la conclusión que hay que sacar de todo lo que hasta aquí hemos conversado. El único Dios que “pudiera” existir, digo “pudiera”, no que exista. El único Dios que “pudiera” existir, es un ser que no somos capaces de pensar, de concebir cabalmente. No podemos saber cómo es Dios, si es que Dios existe. Suponiendo que Dios exista, debe necesariamente ser tan superior a nuestra mente, a  nuestra inteligencia, que no lo podríamos concebir.

—Entonces, dijo Matías, tendremos que concluir justo lo contrario de lo que dijo antes Matilde. Si no podemos formular un concepto de Dios, es imposible intentar argumentar que Dios existe. Porque todo razonamiento se hace con conceptos, con ideas, y si no podemos tener una idea de Dios, mal podríamos llegar a afirmar que Dios existe.

—A eso que dices, Matías, que es tan cierto como lo que dijo Matilde de que no podemos pensar a Dios como un ser que no existe, tengo que responderte lo mismo que a ella. El hecho de que no podamos, que no seamos capaces de tener una idea exacta, un concepto preciso de Dios, no significa que Dios no exista. Ni lo uno, ni lo otro. No se puede afirmar racionalmente que Dios no existe, en base al hecho de que no podamos formular un concepto de Dios que sea parte de un razonamiento.

—Entonces ¿estamos bloqueados? – preguntó Matías.

—Yo creo que estamos casi enteramente bloqueados. No podemos saber si Dios existe o si no existe, es lo que pienso yo.

—No estoy de acuerdo —le rebatió Julia—. Lo que a mi me parece es que todo esto que estoy escuchando es pura especulación, pura filosofía. Yo tengo una mentalidad más científica. Y digo que la ciencia, con todo el avance gigantesco que ha hecho en el último siglo, en física, en biología, en el estudio del cerebro y de la mente, no ha encontrado nada sobre Dios. La ciencia fundamenta el ateísmo. La ciencia está explicando la materia, la vida, la mente, sin necesidad de formular la hipótesis de Dios, como se hacía antes, en que todo lo que no llegábamos a conocer se atribuía a Dios. Ahora la ciencia, si aún no llega a comprenderlo todo, sabe que algún día llegará a explicarlo. La ciencia, para comprender el universo, no necesita la hipótesis de Dios. Además, la ciencia formula creencias justificables, sea por la experiencia empírica, sea mediante la argumentación racional. De ahí se concluye que la creencia en Dios no puede ser justificada o validada científicamente.     

Gabriel le respondió:                                           

—Es cierto lo que afirmas; pero hay un problema en lo que dices. Que la ciencia no encuentre indicios de Dios en la realidad que estudia, es algo obvio, y no podría ser de otra manera. La ciencia se basa en lo que percibimos empíricamente, y a partir de lo que percibimos empíricamente, llega a conclusiones mediante el análisis racional y el cálculo matemático de eso que se percibe. Pero Dios, si existe, no puede ser percibido por los sentidos, porque no podría ser algo material, que tenga partículas, ondas, quántos, etc. Y tampoco puede ser objeto de cálculos matemáticos, que se refieren a cantidades. Y ya vimos que Dios tampoco puede procesarse como un concepto dentro de una argumentación. Todo esto no significa que Dios no exista, sino que la ciencia no puede considerarlo como un objeto de su estudio, ni puede elaborar hipótesis o teorías sobre Dios. La ciencia no puede decir ni sí ni no, ni nada sobre Dios, porque no tiene capacidad para hacerlo.

—Vuelvo entonces a preguntar —dijo Matías —si ni la filosofía ni las ciencias pueden responder la pregunta ¿estamos bloqueados?

Fue ahora Ambrosio el que intentó dar una respuesta.

—Casi, casi bloqueados, en el sentido de que ni la ciencia ni la filosofía nos dan una respuesta. Pero puede que exista una salida, una vía de posible respuesta, creo yo. Podríamos tener, los humanos, una forma de conocimiento espiritual. Podríamos tal vez tener una experiencia de Dios, no empírica, no racional, pero experiencia cognitiva.

—A ver, explícate más – le dijo Lucila.

—A varios de ustedes les he contado de mis vivencias con los aymaras, con los krishna, con los evangélicos, con el arte, y en un retiro espiritual con un cura católico. Todos hablan de experiencias que han tenido de realidades espirituales, y de experiencias de Dios. Pudiera ser que sea verdad. Después de todo, esas personas que dicen tener esas experiencias, son personas generosas, confiables, en las que no parece haber doblez, y no me las puedo imaginar engañando cuando dicen lo que dicen. Los veo consecuentes en sus vidas con eso en que creen.

—Lo que no significa que lo que ellos creen sea verdadero.

—Tienes razón. Sin embargo, ellos tienen la certeza de que es verdadero. Y es por eso que digo que, quizá sea posible responder nuestra pregunta, no mediante la ciencia ni la filosofía, sino a través de algún otro tipo de experiencia cognitiva, suprasensible, suprarracional, mística.

Laura, que hasta ahora había estado escuchando la conversación en silencio, dijo como al pasar:

—Pues, de todo lo que escucho me reafirmo en lo que dije al comienzo. Que cada uno crea lo que quiera; para unos Dios es verdad, para otros no. Cada uno tenga y se quede con su verdad.

—¡Es que no! – rebatió Matilde—. Porque la verdad es una sola, o Dios existe, o Dios no existe. No hay otra posibilidad. Si existe, los que dicen que no, están equivocados. Si no existe, los que dicen que sí son los equivocados.

—¿Pero qué importancia tiene creer o no creer en la existencia de Dios? No me parece que cambie nada— dijo Laura.

Ambrosio: —Al contrario, cambia todo. El sentido de la vida, y de la muerte, y del universo. Si somos serios y consecuentes con creer o con no creer, viviríamos muy distinto en uno y otro caso, con distinto ánimo, con otras esperanzas, con diferentes proyectos. Yo creo que la pregunta por la existencia o no existencia de Dios es la pregunta decisiva.

            —A mí no me parece que los creyentes y los no creyentes vivan muy distinto.

—Es, pienso yo, porque ni los creyentes tienen realmente fé en lo que dicen creer, ni los ateos creen realmente en lo que sostienen. Para ser consecuentes con una creencia hay que jugársela por ella, y si uno no se la juega enteramente, es porque la creencia no es muy firme y no le es muy importante.

—Es que si estamos casi bloqueados, como acabamos de concluir, y si ni la ciencia ni la filosofía nos dan una respuesta segura, pues, como que no tenemos razón para jugarnos la vida por una creencia en la que no tenemos certeza.

—Es cierto; pero entonces se me aclara otra cosa, que es clave para nuestro tema. Los que dicen haber tenido alguna experiencia de Dios, esos sí que se juegan la vida por aquello en que creen. Y si es así, entonces, habría que reconocer que una respuesta realmente convincente a la pregunta decisiva, la obtienen solamente los que han tenido experiencias místicas.

—Entonces —dijo Lucila continuando la argumentación de Ambrosio—, lo importante no es creer o no creer en Dios, como una afirmación que se hace, sino, tener o no tener una experiencia de Dios, una experiencia espiritual.

Gabriel se dió cuenta de que, llegados a ese punto, poco más se podía agregar. Pero se le ocurrió proponer, y le pareció que sería muy interesante, que cada uno dijera ahora lo que pensaba. ¿Habría cambiado la opinión que tenían antes de iniciar la conversación?

—Yo sigo pensando igual, que cada uno piense y crea lo que quiera, cada uno con su verdad —dijo Laura.

—Yo también sigo pensando lo mismo. No creo que Dios exista — dijo Julia.

—Yo —dijo Matías —ya no me declararía ateo, sino agnóstico, o sea, que no sé ni podemos saber si Dios existe o no existe.

—Yo creo más que al comienzo, que existe un ser perfecto— fue la conclusión de Matilde. —Y me gusta creerlo, me da un ánimo nuevo.

—Por mi parte sigo creyendo en Dios; pero tengo ahora una idea de Dios distinta de la que tenía antes— fue la conclusión de Lucila.

—En mi caso —dijo Gabriel—, creo haber aprendido algo, avanzado un poquito, pero la pregunta la sigo dejando sin respuesta.

Ambrosio finalmente afirmó:

—Yo, más que una conclusión saco una decisión: trataré de tener una experiencia mística. Y estudiaré la historia de las espiritualidades, el budismo, el hebraismo, el cristianismo, el islamismo, etcétera. Estoy realmente muy motivado, todavía más ahora, después de esta conversación. Sigo pensando que es la pregunta decisiva, a la que hay que encontrarle una respuesta convincente.

Recién entonces se dieron cuenta de que Adolfo había estado todo el tiempo en silencio. Temiendo que estuviera resentido Gabriel pensó que era el caso de preguntarle algo.

—Dijiste, Adolfo, que crees en el Dios de las religiones. ¿Te parece que en las religiones se dan verdaderas experiencias de Dios?

—Sí, es lo que pienso, las religiones son eso en lo esencial, experiencias de Dios.

Matías no pudo quedarse callado ante la que le parecía una afirmación enteramente absurda. Le dijo:

—¿Pero cómo va a ser eso cierto? Las religiones son todas diferentes, cada una cree en dogmas distintos y por eso incluso entran en guerra entre ellas. No tiene ningún sentido lo que dices. Si me dijeras, al menos, que una religión en que crees es la verdadera y que en ella se da una relación con Dios, pero no en todas, al menos no sería ilógico lo que estarías afirmando.

—Si tienes paciencia te explico lo que creo. Soy Baha’i, que es una fé, una religión nueva. Se fundó en el siglo diecinueve por un profeta iraní llamado Baha’u’llàh. Lo que creemos los Baha’is es que todas las religiones son una sola. Que el único Dios se ha manifestado en diferentes épocas y a distintos pueblos, a través de profetas y educadores de la humanidad que Dios envía para enseñar a la humanidad. Abraham, Moisés, Krishna, Buda, Zoroastro, Jesús, Mohamad, Baha’u’llàh, son todos Manifestaciones del único Dios. Las enseñanzas de los libros sagrados de todas las religiones, son parte de una revelación progresiva, que se va desplegando en el tiempo, y que va educando a la humanidad de acuerdo a las capacidades que van desarrollando los hombres en la historia y de acuerdo a las diferentes culturas. Por eso decía que creo en el Dios de las religiones. No hay contradicción en esto, al contrario, me parece que es el único modo en que puede comprenderse la coherencia moral y espiritual entre las distintas religiones. Los Baha’is creemos que Baha’u’llà nos trae la revelación de Dios para nuestra época, y que su dispensación abre a la humanidad las enseñanzas que necesitamos los hombres y las sociedades de hoy.

—¿Una religión nueva? ¡Válgame Dios! —exclamó Matías sarcásticamente, levantando teatralmente las manos entrecruzadas mirando hacia el cielo. Luego agregó:  —¡Era lo que faltaba! ¡Cuándo dejaremos atrás el pensamiento mágico y empezaremos a pensar científicamente!  ¿Cuándo asumiremos que las ciencias contradicen a las creencias religiosas?

Las miradas del grupo se volvieron hacia Adolfo esperando su respuesta.

—Las ciencias —comenzó a decir Adolfo calmadamente — contradicen las creencias propias de las culturas antiguas, con las cuales se adornaban e interpretaban las enseñanzas de las religiones. Los mensajes religiosos en cada época y cultura debían ser trasmitidos en los lenguajes y en los contextos de cada cultura, que no eran culturas científicas. Pero las enseñanzas religiosas son, en su esencia, un conocimiento de carácter moral y espiritual. Baha’u’llàh enseña que la ciencia y la religión son dos formas de conocimiento que se complementan, y que no hay contradicción entre la verdadera ciencia, que estudia el orden natural y las leyes del universo, y la religión que enseña las leyes del orden moral y espiritual. Si las ciencias demuestran algo que contradiga alguna creencia propia de una religión, hay que confiar en lo que enseña la ciencia.

—Apuesto que tu religión está también atemorizando a las gentes ignorantes con el anuncio del inminente fin del mundo— dijo Matías con desdén.

—Pues, te equivocas. Lo que anuncia Baha’u’llàh es la decadencia de esta civilización y el surgimiento de una nueva civilización mundial mucho mejor. Y lo que predijo, textualmente, es que surgirían pronto nuevas ciencias. Nótese que lo hizo estando encarcelado y sin contacto con la cultura occidental. Y pocos años después aparecen la nueva física con la teoría de la relatividad y la cuántica, la nueva biología con el descubrimiento del adn, la nueva astrofísica que cambió la mirada del universo. Y están surgiendo nuevas ciencias sociales y políticas. Todo este avance científico es anunciado y ensalzado como grandes avances de la humanidad en el conocimiento de la creación de Dios. Baha’u’llà promueve y anuncia la unificación del género humano superando las divisiones entre las naciones; dice que llegará una era de paz, que se difundirá un idioma común universal como segunda lengua, que se creará una moneda única para el comercio global. Son procesos que se ven venir ¿no les parece?

Gabriel, que lo escuchaba con interés pero con una expresión que mostraba no estar para nada convencido le comentó:

—Si como dices, las revelaciones y enseñanzas religiosas de esos grandes educadores de la humanidad están marcadas por los lenguajes y las culturas de la época y el lugar donde nacen, esta fé de que nos hablas estará marcada por el lenguaje, las creencias y la cultura iraní del siglo diecinueve, que si no me equivoco era un país islámico chiíta.

Adolfo lo pensó un momento antes de responder:

—Es cierto. Eso hace que los textos de Bahá’u’lláh y algunos aspectos de la fé Bahá’i no sean fáciles de comprender y asimilar en el mundo occidental. Pero es una religión distinta, nueva, y nosotros creemos que universal. Te diría que es como el cristianismo que nació en el seno de la religión judía pero el mensaje y enseñanzas de Jesús eran nuevas, y para todo el mundo.

Ambrosio escuchaba todo con gran atención. Lo que decía Adolfo le hacía sentido considerando las experiencias que él había tenido con devotos y fieles de distintas religiones y creencias.  Le dijo:

—No me habías contado de esta fé que tú tienes, de ese profeta en que crees.

—No te había contado porque no habíamos tenido la ocasión de conversar sobre esto. Los Baha’is no somos proselitistas, no andamos predicando lo que creemos; pero damos testimonio cuando alguien nos pregunta, y respondemos siempre, explicando lo que creemos. Lo que la fé Baha’i sostiene es la búsqueda independiente de la verdad, por cada persona, colaborándonos unos con otros, y aceptando las enseñanzas de los Educadores de la Humanidad.

—Pues, entonces, debemos juntarnos un día a que me lo expliques con más detalles, pues me interesa mucho conocer esa nueva religión.

Matías estaba disgustado. No le gustaba la participación de ese invitado de Ambrosio, recién llegado al grupo de amigos que tenían desde sus años de estudiantes universitarios. Se levantó y empezó a despedirse, con lo cual se fue poniendo término a una tarde en que la conversación había resultado, para algunos más que para otros, tan interesante e instructiva.