PRIMER TRAYECTO - IV. Hare Krishna.

Ambrosio había llegado al terminal de los buses que parten hacia el sur. Eran las once de la mañana y siendo domingo las calles estaban menos concurridas que en un día laboral y tampoco había mucha gente en el recinto. Se disponía a recorrer los locales de venta de pasajes con la intención de comprar el más barato, cuando escuchó unos extraños cánticos cuyas palabras no lograba descifrar, y sonidos de instrumentos de cuerda, de viento y de percusión que tampoco sabía identificar. Monótona y alegre a la vez, pensó que podía ser música oriental.

Movido por la curiosidad caminó hacia la calle y vió a un grupo de unos quince jóvenes, varios de ellos rapados, otros con el pelo muy corto pero dejando una curiosa cola en la nuca; algunas mujeres tenían marcada una señal en la frente y varios jóvenes mostraban pequeñas manchas pintadas en sus rostros. Todos vestían largas túnicas que llegaban hasta el suelo, algunas de color naranja, otras blancas, y una persona de mayor edad vestía una camisa y un amplio pantalón de color gris.

Eran ellos los que cantaban y bailaban rítmicamente atrayendo a la gente que se detenía a mirarlos. En la ciudad provinciana de Los Andes Ambrosio nunca había visto a personajes parecidos a los que formaban ese grupo, pero recordaba haber visto en la televisión escenas como aquella. Vió que uno de los jóvenes estaba repartiendo unos volantes. Se acercó para obtener uno, pensando que así podría informarse sobre ese grupo y qué se proponían.

El volante era una hoja amarilla impresa por ambos lados. Bajo el título HARE KRISHNA - FIESTA DEL DOMINGO, destacaba por un lado la colorida figura de una joven tocando una flauta, sentada en posición del loto, con el rostro semi cubierto por un turbante y detrás de ella una cascada de agua y de luz. Venía en seguida una explicación sobre el significado de unos versos que Ambrosio identificó inmediatamente como la letra que repetían insistentemente los cantores, y más abajo una invitación a compartir gratuitamente un almuerzo y cánticos espirituales, ese mismo día domingo.

Le pareció que podía ser algo interesante, y se sintió atraído por la alegría que mostraban los participantes, que contrastaba con la severa actitud de los evangélicos que conoció en Los Andes. La posibilidad de compartir un almuerzo gratuito lo terminó de convencer.

Se acercó al que repartía los volantes y le preguntó si podía acompañarlos porque le interesaba la invitación que había leído. Sonriendo el joven le respondió que sería muy bien recibido y que los siguiera cuando terminaran de cantar y bailar. Que los acompañara cuando tomaran el bus que los llevaría al lugar del encuentro.

Al grupo se habían sumado varias personas dispuestas a participar en la fiesta del domingo. Hicieron un largo recorrido en bus que los dejó donde terminaba la parte urbana de Santiago y comenzaban los faldeos de la precordillera. Desde ahí iniciaron una larga caminata por un sendero de tierra bastante empinado y zigzagueante, hasta que finalmente llegaron a destino.

—Este es nuestro ashram —escuchó decir a uno de los devotos.

Era un lugar espacioso con abundantes árboles y vegetación nativa, recintado con rústicas pircas de piedra. Había una serie de construcciones de madera y barro que dotaban al lugar de un cierto encanto. En la entrada al recinto había dos jóvenes devotos sentados sobre grandes piedras, que saludaban y daban afectuosamente la bienvenida a los que iban llegando. Al interior, en una gran explanada que continuaba empinándose hacia el cerro, se habían formado varios grupos de personas, parejas y familias con niños, que conversaban tranquilamente. Ambrosio pensó que eran visitantes que como él habían venido al encuentro dominical, porque sus ropas y sus actitudes los diferenciaban claramente de los devotos de Krishna. 

Ambrosio se paseó por todo el recinto, observándolo todo con curiosidad. Había seis o siete cabañas dispuestas en semi círculo, a las que se dirigieron los recién llegados, probablemente para dejar sus cosas y lavarse. Frente a las cabañas estaba un  amplio comedor al aire libre, cubierto por una ramada de esteras de totora y entramados de juncos y coirón, bajo los cuales habían dispuesto una serie de mesones sobre caballetes y largas bancas de madera. Algunas personas, aparentemente visitantes, conversaban sentados en uno de los mesones. Ambrosio calculó que allí podrían sentarse a comer tranquilamente unas cien personas.

Siguió recorriendo con la vista el lugar. En la parte más alta habían levantado, siempre empleando materiales ligeros pero esta vez especialmente cuidados y fortalecidos, una construcción que Ambrosio pensó que sería el templo donde los devotos de Krishna realizarían sus oraciones. A un costado del comedor estaba emplazada otra construcción ligera, que parecía ser una cocinería porque tenía dos chimeneas que despedían  vapores blancos y humos grises. Y más atrás, una huerta colorida donde pudo distinguir hileras de plantas de lechugas, de albahacas, de tomates, de zapallos, de zanahorias, de cebollas, de habas, de acelgas.

Ambrosio recorrió el lugar sin decidirse a acercarse a alguno de los grupos de visitantes. Caminaba lentamente, aprovechando de respirar el aire puro del lugar. Había imaginado que se encontraría con muchos otros devotos de Krishna con sus túnicas características, pero no eran tantos como los visitantes. Varios vestían ropas normales pero se distinguían por un mechón que les colgaba de la nuca. Levantando la vista hacia la imponente cordillera distinguió a un hombre bastante anciano, vestido con una túnica gris, que se aproximaba lentamente descendiendo del cerro apoyándose en un rústico bastón de madera.

Volviendo la vista hacia el sendero por donde habían llegado observó a un joven algo mayor que él, que estaba ingresando al ashram mirando a un lado y a otro. Colgada al cuello y apoyándola con su mano izquierda portaba una cámara fotográfica de considerable tamaño. Ambrosio soñaba con tener algún día una cámara como esa, pero estaba enteramente fuera de su alcance. La cámara, y el ver que el joven entraba solo al lugar lo animaron a acercarse y preguntarle:

—Hola! ¿Vienes a la fiesta del domingo?

—Hola! Sí, me contaron que era una fiesta entretenida y bonita. ¿Sabes si permiten sacar fotografías?

—No tengo idea, porque es la primera vez que vengo. Habría que preguntar...

Se presentaron. El joven fotógrafo se llamaba Gabriel y había egresado de licenciatura en filosofía de la Universidad de Chile.

Gabriel no esperó a tener permiso. Comenzó a sacar fotografías en forma que a Ambrosio le pareció instintiva en un fotógrafo al encontrarse en un lugar como ese.

—Los Krishna están al otro lado. Cuando nos acerquemos les preguntaré si permiten tomar fotos.

En ese preciso momento se escuchó el sonido de un gong que estaba siendo parsimoniosamente golpeado por un devoto que había salido de la cocinería. Era la señal de que algo habría de comenzar. Y en efecto, los devotos que se habían recluido en las cabañas comenzaron a salir. En el ingreso del templo aparecieron uno a uno varios otros ataviados con sus coloridas túnicas y sus frentes pintadas. Otros más salieron de la cocinería, de modo que, incluyendo al anciano de la túnica blanca que ya había descendido del cerro, Ambrosio contó más de treinta entre hombres y mujeres, ancianos y jóvenes,  con sus túnicas naranjas, grises, blancas, y con sus cabezas afeitadas con las curiosas colas de pelo en la nuca.

Se fueron juntando, formaron un círculo, y moviendo armoniosamente los brazos levantados hacia el cielo comenzaron alegremente a cantar:

hare krishna, hare krishna,

krishna krishna, hare hare,

hare rāma, hare rāma,

rāma rāma, hare hare.

 

Mientras cantaban los visitantes se acercaron, y al terminar el canto uno de los devotos de Krishna tomó la palabra dando la bienvenida a todos los presentes. Los devotos se acercaron entonces a los visitantes, y uno a uno los fueron saludando, abrazando afectuosamente, agradeciéndoles por haber llegado hasta el lugar a compartir con ellos la fiesta del domingo.

Terminados los saludos uno de los devotos los invitó a sentarse alrededor de las mesas. Devotos de Krishna y visitantes se distribuyeron, mezclados, en las diferentes mesas. Cuando todos hubieron ocupado su puesto el devoto que los había invitado a sentarse atrajo la atención de todos haciendo sonar un pequeño instrumento musical, una especie de campanilla múltiple. Explicó entonces que entre las enseñanzas de Krishna trasmitidas a la humanidad hace muchos siglos en el libro sagrado Bhagavad Gita, está la importancia de la alimentación, junto al canto y la danza, para alcanzar la pureza del espíritu y la felicidad de cada persona.

—Algunos dicen que somos lo que comemos. Nosotros hablamos de la revolución de la cuchara. Es una manera de decir que la comida es muy importante no solamente para el desarrollo corporal, sino también para nuestro  desarrollo mental y espiritual. Krishna nos enseñó que debemos abstenernos de comer carnes, sean rojas o blancas, y pescados, nada de carne de cualquier tipo de animales. Porque para comer esas carnes hay primero que matar a esos seres vivientes que Dios ha creado para que vivan igual que nosotros en este mundo. Todas las religiones enseñan “no matar”, pero muchas no son consecuentes y prohiben solamente matar a otros hombres. El señor Krishna manda que nos alimentemos de verduras, de frutas, de cereales, de semillas, o sea, nos enseña una alimentación vegetariana. Y recomienda también la leche y los productos derivados de ella: todos los lácteos, como quesos y yogures, que son nutritivos y sanos.

La gente escuchaba atenta y respetuosamente. Probablemente más de uno estaría esperando que la explicación no se extendiera demasiado y que comenzaran pronto a servir la comida. El joven devoto continuó su explicación:

—Esta alimentación lacto-vegetariana que nosotros adoptamos, es la más sana para el cuerpo humano, y ya podrán comprobar que con estos ingredientes se pueden preparar los más deliciosos platos. Pero no solamente para el cuerpo. Es también una alimentación muy importante para nuestra mente, porque contribuye a aplacar los malos instintos, las rabias, los deseos de venganza, los instintos sexuales y todos esos demonios que a veces nos llevan a agredir a nuestros hermanos y a dañar la naturaleza, y que se exacerban cuando nos alimentamos de carnes y de sangres. Por lo mismo, el Señor Krishna nos prohibe ingerir o aspirar todos aquellos productos que, aunque sean de origen vegetal, son adictivos, como el tabaco y el café, el vino y la cerveza.

Se escuchó desde el fondo un murmullo de protesta. El devoto de Krishna sonrió al oirlo pero continuó explicando:

—Ahora bien, no se trata solamente de lo que ingerimos como alimento del cuerpo, sino también de cómo comemos, con qué espíritu lo hacemos. Los que preparamos las comidas que nos serviremos hoy, las cocinamos pensando en todo momento en Dios. Nos ponemos en actitud de conciencia de Krishna. Así, traspasamos a los alimentos un espíritu de vida, un espíritu divino, portador de alegría y de felicidad. Y porque es importante que no solamente alimentemos el cuerpo, sino también el espíritu, antes de comenzar a comer bendeciremos y alabaremos a Krishna, recordaremos su nombre y nos pondremos en su divina presencia. Por eso, a los que quieran, sin que sea una obligación, a los que quieran, los invitamos a sumarse a nuestro canto.

 

Hare krishna, hare krishna, krishna krishna, hare hare, hare rāma, hare rāma, rāma rāma, hare hare.

 

Mientras los devotos y gran parte de los invitados cantaban y balanceaban sus manos por encima de sus cabezas, Gabriel levantó su cámara fotográfica. Era una escena que merecía ciertamente ser registrada, pero mientras enfocaba alcanzó a ver un gesto alarmado de uno de los devotos que se cubría la cara con el brazo y con clara indicación de la mano le indicaba que no, que no lo hiciera. El fotógrafo desistió de hacer la fotografía respetando así la voluntad de sus extraños pero generosos huéspedes.

—Parece que no está permitido sacar fotos— comentó a Ambrosio que estaba a su lado.

Terminado el canto que se repitió varias veces y que poco a poco fue bajando de intensidad hasta apagarse, unos jóvenes devotos, hombres y mujeres, comenzaron a repartir por las mesas bandejas rebosantes de comida que incluían verduras y algas, crudas y cocidas, cereales, semillas, quesos, pan de centeno, y unas jarras con coloridos jugos naturales de frutas.

Ambrosio siguió con la vista a una joven muy hermosa que sonreía encantadoramente mientras servía a los comensales desplazándose de un lugar a otro como danzando al ritmo del hare hare. Vestía una blusa sencilla que dejaba ver sus largos brazos bronceados, y un vestido que cubría apenas sus rodillas, destacándose de las otras devotas cuyas túnicas les llegaban a los pies. La joven se dió cuenta de que Ambrosio la miraba y le correspondió con una graciosa sonrisa. Cuando ella hubo terminado el servicio a los comensales se sentó en un puesto vacío que quedaba en la mesa donde estaban Gabriel y Ambrosio.

Al terminar con los platos se ofrecieron infusiones de yerbas aromáticas y medicinales. Todos conversaban animadamente. Los devotos respondían con amabilidad y paciencia las preguntas que les planteaban sus huéspedes.

—Me gustaría saber— dijo Ambrosio mirando directamente a la joven que lo había encantado —por qué unos devotos visten túnicas naranjas, otros blancas o grises, y qué diferencia hay con los que visten de civil como tú.

Esperaba que fuera la joven la que respondiera, pero ella le sonrió pero guardó silencio. La respuesta vino de un hombre de mediana edad que no había participado en el servicio de la comida.

—Nuestros vestuarios de colores parecen extraños a los occidentales; pero son habituales y corrientes en distintas regiones de la India. Por lo demás, no son más raros que las sotanas negras, marrones y blancas que usaban hasta hace poco los sacerdotes y religiosos católicos, y los hábitos de distintas formas y colores de las monjas. Estas ropas son parte de la cultura védica, en que las personas se visten de acuerdo a sus actividades. Los célibes se visten con ropas de color azafrán o naranja, los casados nos vestimos de blanco, los mayores y los gurús pueden emplear el gris, y a veces el amarillo. La camisa se llama "kurta" y la ropa de abajo "dhoti". Las mujeres visten "saris", y si tienen una marca roja en sus cabezas es porque son casadas. Estas ropas son simples, atractivas, saludables, y no son caras. Pero no son obligatorias en absoluto, como pueden ver que algunos devotos no las usan. En realidad, todos las usamos en ciertas ocasiones, y otras veces nos vestimos como cualquier ciudadano. Pero son recomendadas durante los ejercicios ceremoniales y cuando salimos a cantar y danzar en las calles, porque nos predisponen mejor para el desarrollo espiritual.

Unos  minutos después de terminado el almuerzo todos fueron invitados a escuchar las enseñanzas que impartiría el gurú en el templo. Para entrar al recinto sagrado se pidió que se sacaran los zapatos “en respeto a la sagrada conciencia de Krishna”, y a dejar en la entrada los objetos que pudieran distraerlos. El templo era espacioso, con pocas sillas y abundantes cojines de varios colores. Las sillas estaban reservadas para las personas mayores o para quien necesitara sentarse por alguna razón, los cojines para quienes quisieran adoptar la posición del loto, y los demás fueron invitados a instalarse en el suelo embaldosado como quisieran.

El templo estaba presidido por una fotografía en colores que representaba a algún importante Gurú. Alegraba el lugar un conjunto de muy curiosas figuras, que parecían las imágenes de cartón piedra típicas de los carnavales más que figuras de carácter religioso. Ambrosio pensó que debía preguntar qué representaba cada una de ellas.

La charla del gurú, que no era otro que el anciano del bastón que Ambrosio había visto bajar del cerro, fue corta y sencilla. En no más de quince minutos el gurú explicó que el propósito de la vida es alcanzar la felicidad. Que la felicidad se logra cuando el ser humano llega a unirse con la suprema conciencia de Khrisna, a través de la comida sana, los cánticos vedas, la repetición del mantra hare hare, la lectura de los antiguos textos vedas, especialmente el Bhagavad Gita y el Srimad Bhagavatam, la vida modesta y sencilla, la abstención de relaciones sexuales fuera del matrimonio, y la meditación sobre la suprema conciencia de Krishna.

Después de un largo silencio agregó:

—Difícilmente la plenitud se alcanza en una sola vida, por lo que al morir las personas, el alma emigra hacia otro cuerpo y reinicia su camino ascendente hacia Dios.

A Ambrosio le extrañó que en su explicación el gurú se refería indistintamente a Krishna y a Dios como si fueran una misma cosa, aunque también había mencionado a Brahma y a Visnú, sin especificar quienes eran tales extraños personajes. Memorizó esos nombres para preguntar después por ellos.

Terminada la charla subió al escenario un grupo de devotos provistos de los instrumentos musicales que Ambrosio ya había visto cuando se encontró con ellos frente a la Estación Central. Entre ellos estaba la chica de la sonrisa, que esta vez estaba vestida con una túnica naranja. ¿En qué momento se había cambiado? Tocaron, cantaron y bailaron ofreciendo un espectáculo hermoso, alegre e inocente. Al comienzo algunos visitantes acompañaron los cánticos con rítmicos aplausos, y poco a poco iban siendo invitados a integrarse a la danza.

Ambrosio se había replegado esperando que no lo notaran, pero finalmente también a él le llegó el turno de sumarse, invitado por la muchacha encantadora. Participando de esta forma sintió que podía integrarse mentalmente al grupo y a lo que estaban haciendo. Junto a todos los demás repetía una y otra vez el mantra del hare hare levantando y balanceando los brazos y las manos. Poco a poco fue sintiendo cierta sensación de serenidad que dejó paso a un estado de inconsciencia, con la mente vacía de cuaquier idea o percepción, su propio yo diluido en el colectivo cantante y danzante, y sin que nada que no fuera el monótono e interminable ritmo del mantra ocupara su mente. Era el mantra que surtía efecto.

Después de más de una hora de cánticos, representaciones y bailes llegó el momento de poner término a la fiesta dominical, y así se lo hicieron saber a los visitantes, invitándolos a contribuir voluntariamente con algún dinero. El que quisiera hacerlo con la intención de alabar a Dios y contribuir al desarrollo de la conciencia de Krishna podía depositar lo que deseara ofertar, en una urna a la salida del templo.

Todo había sido perfecto, tranquilo y alegre. Pero entonces ocurrió algo enteramente inesperado que hizo que la situación diera un vuelco dramático.

A medida que fueron saliendo del templo, algunos hacían un donativo y otros simplemente iban al atrio, se ponían los calzados que habían dejado en él, y recuperaban sus bolsas, carteras y otros objetos. Fue entonces que Gabriel tuvo un sobresalto. No encontraba su cámara fotográfica. Revisó cuidadosamente todo el atrio, pidió a Ambrosio que le ayudara a encontrarla; pero nada. La cámara había desaparecido.

Gabriel, alarmado y temeroso de que pudieran robarle su preciosa cámara, corrió donde se encontraba el joven devoto que había oficiado de maestro de ceremonia en el templo y le explicó apresuradamente la situación. Ambrosio confirmó que Gabriel había dejado la cámara en el atrio y que al salir ya no estaba.

—Hay que detener a las personas, que nadie se vaya. No puedo perder mi cámara, que es mi instrumento de trabajo y mi única inversión.

El joven devoto se acercó al gurú pidiendo instrucciones. Este le dijo en voz baja algo que Ambrosio no alcanzó a escuchar. Inmediatamente el devoto tomó un megáfono y saliendo al patio comenzó a llamar a todos, que se acerquen, porque debe darse una última instrucción. Cuando todos se hubieron reunidos el gurú dijo con voz entre dolida y enérgica:

—Hermanas y hermanos, amigas y amigos. Ha ocurrido algo que no había pasado antes, pero que es muy serio y que debemos resolver entre todos.

La gente escuchaba sorprendida y expectante.

—Ha desaparecido una valiosa cámara fotográfica, que fue dejada por su dueño en el atrio del templo y que al salir ya no estaba.

Observando que varias mujeres visitantes abrían sus carteras y revisaban sus pertenencias para asegurarse de que no hubieran perdido nada, continuó:

—Les quiero pedir, ante todo, que revisen cada uno sus cosas, sus carteras, sus bolsillos, y vean si tienen todo lo que traían, y si les ha desaparecido algo de valor por favor me lo dicen.

Mientras todos seguían sus instrucciones llamó a uno de los devotos que estaba como recepcionista o de guardia en la entrada al recinto, y le preguntó si alguien se había retirado.

—Solamente una pareja con dos niños chicos; pero eso fue a la hora del almuerzo. Los niños no querían comer, hacían pataletas, y los padres decidieron que no era el caso de pasar un mal rato y se retiraron. Después, nadie ha salido de aquí.

—¿Nadie más ha perdido algo? ¿Tienen todos, todas sus pertenencias?

Gestos de asentimiento. Ninguna denuncia. Dijo entonces:

—Queridas y queridos amigos. Los guardas de la entrada me confirman que desde la hora de almuerzo nadie ha entrado ni salido del recinto. Por lo cual, con mucho dolor del alma y pidiéndoles todas las disculpas por la molestia, les pido que sean tan amables y que al retirarse lo hagan ordenadamente, permitiendo que podamos revisar sus pertenencias. Porque parece que alguien se aprovechó de las circunstancias y debemos recuperar la valiosa cámara perdida por este joven. Sé que será molesto para todos; pero les ruego que tengan comprensión. Sólo el que haya efectuado el hurto debiera molestarse.

La gente escuchaba, se oyeron algunos murmullos de personas que se quejaban de lo mal que estaban las cosas hasta el punto que incluso allá en el cerro llegaban los maleantes. Pero de un modo u otro todos expresaban su conformidad con el hecho de ser revisados al salir.

Fue así que se fueron todos poniendo en fila ante la salida, donde eran revisados por hermanas y hermanos Krishna, que lo hacían con especial rigurosidad pero con tal delicadeza que todos se despedían después de pasar la prueba agradeciendo sinceramente la grata fiesta dominical en que habían participado. Al final, Ambrosio y el propio Gabriel fueron revisados. La cámara seguía desaparecida.

—¡Debe estar en algún lugar! — exclamó Gabriel. —Busquémosla, por favor, ayúdenme a encontrarla, que es la fuente de mi sustento.

Todos los hermanos se pusieron a la tarea. Revisaron cada lugar donde imaginaron que alguien podía haber escondido la cámara. Pero fue en vano, de modo que cuando ya oscurecía el anciano gurú decidió que debían continuar la búsqueda al día siguiente.

—Si quieren se quedan a dormir con nosotros. Mañana temprano, cuando salga el sol, podremos entre todos continuar buscando la cámara.

Gabriel se mostró muy agradecido. Se quedaría esa noche en la comunidad. Ambrosio dijo que él también podía quedarse.