I. Perdido.
Lucila estaba desconcertada y triste. No sabía qué pensar. Entró en su habitación, cerró la puerta y se tendió en la cama. No entendía por qué Ambrosio no había llegado al parque esa tarde. Venían encontrándose todos los sábados desde que, hacía ya un mes y medio, había terminado el año escolar y estaban en vacaciones. Lo había esperado durante más de una hora y luego recorrió el parque de ida y vuelta en toda su extensión. De regreso a casa hizo el trayecto más largo para pasar frente a la de Ambrosio con la esperanza de que pudiera todavía encontrarlo.
Se había hecho noche, pero al ver que había luces encendidas se atrevió a tocar el timbre. Se asomó Matilde, la hermana menor de Ambrosio, una muchacha de catorce años, de rostro ovalado, piel ligeramente bronceada que contrastaba con su larga cabellera negra, grandes ojos también negros y brillantes, labios algo gruesos libres de cosméticos y una alegre expresión infantil. Lucila le preguntó si estaba su hermano en casa. No, había salido muy temprano en la mañana y sólo se percató de su ausencia al desayunar. No había vuelto en todo el día, lo que no dejaba de ser extraño porque no había avisado de su salida y tampoco había dicho a dónde iría ni a qué hora estaría de regreso.
—Lo he notado algo raro últimamente— confesó Matilde a Lucila, a quien consideraba de toda confianza desde que Ambrosio la había invitado a la casa presentándola como su mejor amiga y compañera del colegio. — Anoche estaba triste, y antes de irse a dormir me abrazó un rato largo y me repitió varias veces que me quería mucho, que me quería mucho, mucho.
Lucila tenía dieciocho años. Era una joven de hermoso rostro, mirada limpia y penetrante, sonrisa encantadora, cuerpo esbelto y curvilíneo. Se había esmerado ese día en embellecerse y lucir radiante para Ambrosio. Era bastante más alta que Matilde que estaba aún en edad de crecer.
—¿En qué otra cosa te parece que estaba raro? Porque, sí, yo también encuentro que ha estado más retraído y callado que de costumbre.
—Es cierto, desde hace días, al llegar saludaba apenas y se iba a encerrar a su pieza. Excepto ayer que fue a abrazarme.
Ambrosio era alto, delgado, buenmozo, inteligente. Pero como era introvertido y tímido tenía pocos amigos y era más probable encontrarlo solo que acompañado o participando en alguna actividad grupal. Le gustaba pasear en bicicleta, caminar por lugares poco transitados, sentarse a admirar el vuelo de los pájaros entre los árboles o el paso de las nubes por el cielo. Y leer libros: leerlos y pensar sobre lo que narraban y decían. Rara vez participaba en las fiestas, los juegos y los deportes que preferían sus compañeros de colegio. Le gustaba el silencio y rehuía del bullicio, por lo que, si solía vérsele solo no era porque no apreciara a las personas sino porque le molestaba el ambiente bullanguero que se crea cuando son muchos los que se encuentran en un mismo lugar. Quienes no lo conocieran pensarían que era individualista y antisocial, pero los pocos que compartían habitualmente con él sabían que era afectuoso, atento y acogedor, aunque fuera necesario tomar la iniciativa de acercarse a él para conversar. No era de temperamento triste, aunque no lograba sobreponerse a la tristeza que le había producido la desgracia acaecía a sus padres. Cuando era el caso expresaba alegría con una sonrisa y nunca con carcajadas o risas estridentes. Lo que su hermana Matilde y su amiga Lucila habían notado era que en las últimas semanas estaba más ensimismado que de costumbre, y temían que pudiera estar viviendo algo que lo tuviera particularmente deprimido.
Lucila era en verdad la mejor amiga de Ambrosio, pero ella había pasado muy rápidamente de la amistad al enamoramiento. Lo sabía y lo sentía, porque hubiera querido estar siempre con él, o al menos pasar largas horas a su lado aunque fuera sólo para mirarlo de reojo mientras lo acompañaba en sus caminatas por el parque o, a veces, en dirección al Cerro de la Virgen y por los faldeos de éste.
Lo que a Lucila la tenía especialmente triste esa noche era que había decidido que al encontrarse con Ambrosio esa tarde se lo diría. Sí, le diría que se había enamorado de él, y le preguntaría si a él le pasaba quizá algo parecido. Era una decisión arriesgada, porque si bien Ambrosio parecía estar bien con ella y gustar de sus encuentros, no dejaba notar aquellos signos que con sus amigas habían conversado muchas veces que eran los que delataban a un joven realmente interesado en iniciar una relación íntima. Pero él era distinto, retraído y tímido, y quizá esperaba que fuera ella quien tomara la iniciativa. Así lo había decidido, pero no pudo concretar esa tarde su propósito, porque Ambrosio no llegó al encuentro que ella se imaginaba como un acuerdo o compromiso tácito, si bien no se habían nunca dicho que se encontrarían en ese o en algún otro lugar, a tal o cual hora.
En la tristeza del momento una idea surgió de improviso en su mente. ¿Será que es gay? Pero la desechó inmediatamente. A Ambrosio le gustaba mirarle las piernas y la redondez de los senos bajo la blusa, tratando por cierto de que ella no lo notara. Lucila hacía como si no se diera cuenta y lo dejaba mirar libremente. Además, en muchas ocasiones había notado que se le iba la mirada cuando se cruzaba con alguna mujer especialmente atractiva, y que resistía la tentación de voltearse para seguir mirándola. No, decididamente es bien hombrecito, se dijo Lucila sonriendo por primera vez ese día.
Pero ¿qué le habrá pasado? ¿Dónde habrá ido y qué habrá hecho en todo el día? De la pregunta que la inquietaba Lucila pasó pronto a un tranquilo ensoñamiento, imaginando que estaba con él y que se besaban y acariciaban tiernamente.
Al día siguiente, como era domingo, las actividades comenzaron más tarde. En casa de Lucila el almuerzo se prolongó casi hasta las cuatro de la tarde. Estaba levantando la vajilla y preparándose para lavarla cuando sonó el timbre. Era Rosalba, la tía de Ambrosio, que acompañada por Matilde venía a preguntarle si sabía algo del joven, porque no había llegado a dormir ni se había aparecido desde el día anterior. Habían empezado a preocuparse por su ausencia, porque siendo Ambrosio muy comedido no les había advertido que no estaría con ellos ese fin de semana.
Ambrosio y Matilde vívían con Rosalba, a la que llamaban tía pero en realidad no era pariente sino solamente una amiga de sus padres. Era una mujer de mediana edad, divorciada, que vivía sola en su casa hasta que dió cobijo al joven y a su hermana, haciéndose cargo de ellos por un tiempo. Había asumido ese compromiso hasta que terminara el año escolar y los jóvenes encontraran un nuevo lugar donde vivir. Lo primero se había ya cumplido, lo segundo estaba aún por definirse.
Habían pasado cinco meses desde que en un desgraciado accidente en la carretera los padres de Matilde y de Ambrosio habían fallecido. El año escolar había terminado, pero Ambrosio no rindió la Prueba de Selección Universitaria, descartando la posibilidad de entrar a la Universidad por la obligación de buscar un trabajo para resolver la situación de su hermana. Sobre ello Lucila y Ambrosio habían conversado algunas veces, pero el tema de los estudios no era uno sobre el cual Ambrosio estuviera muy dispuesto a hablar. Lo que le preocupaba era más bien lo que debía hacer por su hermana, que recién pasaba a segundo medio, y él tenía que asumir la responsabilidad como su hermano mayor.
Lucila invitó a Rosalba y Matilde a tomar un té y conversar, pero rehusaron porque querían continuar tratando de saber de Ambrosio, visitando a otras personas que lo conocían y que tal vez pudieran haberlo visto.
Esta vez Lucila quedó bastante preocupada, pensando que el acentuado mutismo y distanciamiento que le había parecido ver en Ambrosio en sus últimos encuentros pudiera ser efecto de una depresión que lo afectara y sobre la cual no hubiera querido hablar.
De lo que sí habían conversado recientemente era de la preocupación de Ambrosio por su hermana. Tenían dos parientes en Santiago. Un tío, hermano de su madre, que era alcohólico y estaba completamente distanciado de ellos, y una tía, hermana de su padre, que vivía con su esposo y tres hijos, pero que eran bastante pobres. No dudaba que la hubieran acogido e integrado a su familia, porque “como buenos pobres son de buen corazón”, le había dicho textualmente.
En aquella conversación Ambrosio le había contado que pensaba buscar un trabajo que le permitiera arrendar una pieza donde vivir con su hermana; pero no habían vuelto a tocar el tema. Lucila, enamorada como estaba, no quería ni pensar que Ambrosio no estudiara una carrera universitaria y, peor aún, que se fuera a vivir a algún lugar donde no pudiera encontrarse con él cuando quisiera. No quería pensar en ello y por eso se había olvidado del tema, hasta ahora, en que el problema requería tomar una decisión que no podía dilatarse mucho más.
En la noche, después de cenar, Lucila fue a casa de Matilde para saber si Ambrosio había aparecido. Buscando alguna explicación de que no hubiera regresado a casa le contó que el joven le había dicho unos días atrás que estaba pensando en buscar un trabajo para hacer frente a su situación. También le había conversado sobre los familiares que tenían en Santiago.
Se les ocurrió entonces que debieran comunicarse con ellos. Lo intentaron mediante un número telefónico anotado en una vieja libreta de Matilde; pero la respuesta que obtuvieron fue un aviso de la compañía telefónica que les decía que el número que habían marcado no estaba vigente.