Ambrosio había cumplido tres meses de trabajo en la empresa pesquera. Se completaba el período del contrato en que estaba a prueba y esperaba que sería recontratado, esta vez con un contrato por tiempo indefinido y con un mejor sueldo. Era lo que le habían dicho que se acostumbraba en la empresa, bastando haber demostrado buen comportamiento y eficiencia en el trabajo. Ambrosio se había esforzado mucho en todas las actividades que le fueron asignadas, no había faltado ni un día y siempre llegó a la hora, de modo que su expectativa de mantener el trabajo tenía sólidas bases. Pero cuando fue a pagarse le dijeron que se había cumplido el contrato y que, por ahora, la empresa no tenía necesidad de sus servicios.
Había oído que la industria pesquera estaba pasando por un mal período debido a una importante disminución de las capturas, pero no se le había pasado por la mente que eso pudiera afectar su continuidad en la empresa dado que sus trabajos no eran en la pesca directa sino en tareas de servicios y de mantenimiento.
La pérdida del empleo, y el hecho de que estaba por cumplirse un año desde la muerte de sus padres, hicieron que cayera nuevamente en una fuerte depresión, que creía haber superado. Deambuló durante tres días por la ciudad intentando encontrar algún nuevo trabajo, pero con tan poco empuje y motivación que en los lugares donde se presentó lo descartaron sin mucho preámbulo.
Decidió volver a Santiago para encontrarse con su hermana y visitar con ella la tumba de sus padres en Los Andes. Ello le permitiría también volver a ver a Lucila, a la que no había escrito y de quien tampoco había vuelto a tener noticias desde la última vez que habló con su hermana en Santiago. Se sintió mal al darse cuenta de que había sido desatento con la que consideraba todavía su mejor amiga. Pensaba mucho en ella, la recordaba con cariño y echaba de menos las largas conversaciones que habían tenido en el tiempo del colegio. Con Matilde había hablado varias veces por teléfono, pero no había vuelto a saber de Lucila.
—¿Por qué no la llamas, o le escribes?
Siempre le decía que lo haría, pero nunca lo hizo. La pregunta incluía un ¿por qué? ¿Por qué no la había llamado, y por qué no le había escrito? No tenía una respuesta consciente, pero algo le decía que era por aquello que le había dicho su hermana, de que Lucila estaba enamorada de él, y eso lo retenía porque si fuera cierto ¿qué actitud tomaría? Además no quería ni pensar en que quizás él mismo pudiera estar enamorado de ella.
Se había puesto de acuerdo con Matilde para encontrarse en el terminal de buses a su llegada a Santiago. Durmió gran parte del largo viaje y llegó a Santiago descansado aunque con la espalda adolorida por la posición incómoda en que había estado tantas horas. Matilde había llegado muy temprano y lo esperaba desde hacía rato. Como era sábado no tenía clases, y por lo ansiosa que estaba por volver a ver a su hermano casi no había dormido.
Se abrazaron largamente. Fueron en seguida al terminal de los buses que los llevaría a Los Andes, y dos horas después ya estaban en su ciudad natal. Conversaron todo el viaje y contaron todo lo que en esos meses les había pasado. Recién al bajar se dieron cuenta de que no habían programado lo que sería ese fin de semana. Pero Ambrosio tenía claro que irían a la casa de Rosalba, donde podrían quedarse a dormir esa noche. Irían también al cementerio para dejarle flores a los papás. Y pasarían a ver a Lucila, que como lo haría junto con Matilde se había liberado de sus interiores inquietudes.
Llegaron a la casa de Rosalba a media mañana. Como habían vivido con ella sabían que los sábados, como no era día de trabajo, estaría todavía en cama, leyendo alguna novela después de haberse servido el desayuno. Pero su sorpresa fue mayor cuando quien les abre la puerta era un hombre cubierto con una bata de baño. Se presentaron y le preguntaron por Rosalba. El hombre los hizo pasar al living y entró en la habitación al mismo tiempo en que salía Rosalba envuelta también en una bata.
Así supieron que Rosalba ya no estaba viviendo sola, que había encontrado un hombre con el que formaban pareja. Ambrosio se alegró al saberlo, Matilde estaba sólo sorprendida.
—Esta sí que es una visita sorpresa. ¿Por qué no me avisaron que vendrían a verme? Pudiera haberles preparado algo para atenderlos.
Matilde y Ambrosio se dieron cuenta de que con ese recibimiento Rosalba se ponía en guardia y les daba a entender que no estaba dispuesta a volver a vivir con ellos.
—No te preocupes, venimos sólo de paso a saludarte. El motivo del viaje es ir a ver a nuestros padres al cementario, porque se cumple un año.
Rosalba les ofreció un desayuno. Café con leche y pan con huevos revueltos. Mientras lo tomaban les hizo saber que ya no era posible que se quedaran en la casa, porque la habitación que antes habían ocupado estaba ahora convertida en una oficina donde trabajaba su pareja, que era contador. Así los jóvenes hermanos supieron que tendrían que volver a Santiago ese mismo día. Tendrían que apurarse para ir al cementerio en la mañana y buscar a Lucila en la tarde, para regresar a Santiago en hora prudente porque Matilde debía llegar a la casa de los tíos antes de que oscureciera, y Ambrosio debía resolver donde quedarse esa noche.
—¡Claveles no!— Dijo enfático Ambrosio cuando Matilde se disponía a escoger las flores que llevarían a la tumba de los padres. Se decidieron por un ramo de crisantemos.
Lavaron la lápida que se había ensuciado con la tierra, la lluvia y el abandono. Colocaron las flores en unos tarros que encontraron cerca y que llenaron de agua. Ambrosio, de pié, intentaba encontrar algunas palabras para decirle a sus padres muertos, o quizá vivos de algún modo como creen los aymaras, los cristianos y los krishnas. Matilde se puso a llorar ruidosamente, cayendo de rodillas. Ambrosio se arrodilló a su lado y la abrazó con fuerza. Juntos lloraron en silencio.
Salieron del cementerio dos horas después, cuando la hora del almuerzo ya había pasado hacía rato. Compraron unos yogurt, queques dulces, dos bebidas gaseosas y varias frutas. Irían a comerlos al parque, allí donde tantas veces Ambrosio se había encontrado con Lucila. Sabía que la probabilidad de encontrarla en ese lugar era escasa, pero Ambrosio pensó que quizás tuvieran suerte, porque la necesitaban, después de haberse sentido tan tristes y solos en el cementerio.
Había muy poca gente en el parque, lo que era normal en un día frío de fines de agosto. Lo recorrieron todo a lo largo, de ida y vuelta. Lucila no estaba. Era entonces el caso de apurarse en ir a encontrarla en su casa. Pero allí tuvieron una nueva desilusión, porque Lucila y sus padres ya no vivían allí. Habían arrendado la casa a una familia que sólo supo informarles que los dueños se habían ido a trabajar a Valparaíso, y que la hija parece que había entrado a estudiar a la Universidad en Santiago, pero no supieron darles ningún detalle que los orientara para encontrarla.
No les quedaba más que regresar a Santiago. Pero mientras iban camino al terminal de buses ocurrió algo que les hizo cambiar de planes. Se encontraron con Rolando y Alberto, el pastor evangélico y su ayudante, que junto a varias otras personas estaban en una esquina. El pastor estaba dos pasos delante del grupo y predicaba:
—El Señor Jesucristo no nos deja nunca solos. El está siempre cerca, golpeando a nuestra puerta, para que lo dejemos entrar a nuestra casa, porque quiere salvarnos de todos nuestros males. Solamente El puede salvarnos de nuestros vicios, de nuestros pecados. Jesucristo salva, pero hay que estar dispuestos a abrirle la puerta y a escuchar su palabra, que es palabra de vida y de salud.
Cuando el pastor terminó de decir esto se adelantó una mujer que con voz aguda invitaba a “los presentes” a una vigilia que se realizaría en la iglesia de la congregación, durante toda la noche, para acoger a unos nuevos hermanos que se habían convertido a le fé y que aceptaban a Jesucristo en sus corazones.
Presentes escuchando estaban solamente Ambrosio y Matilde. Difícilmente hubiera otras personas que los escucharan desde la casas cerradas, pues era fácil imaginar que en todas ellas estarían mirando el programa de los sábados en la televisión.
Alberto se separó del grupo y se les acercó, saludándolos efusivamente. Se notaba realmente contento de verlos nuevamente, después de que había pasado tanto tiempo. Los abrazó con afecto diciéndoles lo contento que estaba de encontrarlos otra vez.
—¿Qué es una vigilia? — le preguntó Matilde.
—Es una noche que pasamos entera en oración, alabando al Señor y dando testimonio de que El nos ha salvado. Esta noche recibiremos a tres hermanos que han aceptado a Jesucristo. Están invitados.
Pero nosotros no somos creyentes evangélicos— le explicó Ambrosio.
No hay problema. Tú una vez te acercaste a nosotros, y para participar no es necesario tener fé. Basta la buena voluntad.
Ambrosio miró a Matilde y le preguntó si estaba dispuesta a quedarse. Ella se dió cuenta de que Ambrosio tenía deseos de participar en la vigilia, pero ella tenía una objeción que plantearle:
—Te conté que anoche no dormí nada, y no sería capaz de resistir dos días sin dormir.
—No hay problema —terció Alberto.— En la Iglesia hay una sala donde podrías dormir tranquilamente. Hay un sofá y frazadas, porque en ocasiones algún hermano o hermana necesita cobijarse en nuestra Iglesia. Esperen que le pregunte al pastor.
Un momento después les informó que el pastor estaba muy complacido de que Ambrosio participara en la vigilia, y que no había obstáculo para que Matilde se quedara esa noche a dormir en la sala.