Ambrosio se bajó del bus. Lo había tomado en la ciudad de Lindares, donde vivía su amigo Jorge, el compañero de curso que lo invitó a pasar unas vacaciones en el campo. Pero había permanecido con él solamente dos días. No podía darse el lujo de estar sin obtener ingresos, por más que la familia de su amigo le insistiese que era un invitado de la casa y que no debía preocuparse de nada. Durante los dos días que estuvo con ellos había colaborado en los quehaceres de la casa y del huerto; pero no podía seguir así. Había dejado a los tíos, para los gastos que debieran hacer por Matilde, lo que quedaba del dinero de la venta de las cosas de sus padres, y se había reservado lo que había juntado en Los Andes ayudando a embolsar compras en un supermercado.
Su primera idea fue buscar un supermercado en Lindares y ofrecer allí sus servicios; pero todos los puestos estaban ocupados y había muchos jóvenes en listas de espera. Además, lo que Ambrosio quería era un verdadero trabajo y no una actividad que era más bien propia de estudiantes. Y tuvo suerte, pues en una pequeña vitrina de avisos que estaba a la entrada del supermercado había uno que llamaba a “Trabajos de temporada en importante empresa de flores. Requisitos: hombres y mujeres de entre 18 y 24 años y muchas ganas de trabajar”.
Se dirigió inmediatamente a la dirección que estaba indicada como lugar de reclutamiento para el trabajo. Allí fue informado de las condiciones del empleo. Los contratos eran por dos meses. La empresa aseguraba cumplir todas las exigencias legales de previsión y salud. El sueldo era el salario mínimo agrícola (Ambrosio se sorprendió al saber que el salario agrícola era bastante menor que el salario mínimo que se pagaba en los trabajos de la industria, la construcción y los servicios); pero se ofrecían ‘bonificaciones por rendimiento’. El pago se efectuaba por anticipos semanales. Los trabajos se realizaban en turnos rotativos, durante seis día a la semana, en jornadas que no podían exceder las 10 horas, destinando una hora a medio día para la colación, hora que por supuesto no se pagaba. En cambio se contabilizaban como extraordinarias todas las horas que el trabajador realizara más allá del horario normal, las que eran pagadas con un plus del 50 % del valor de la hora realizada en horario. Lo que resultó más interesante a Ambrosio era que se ofrecía alojamiento en campamento y alimentación sin costo para el trabajador, lo que le permitiría ahorrar todo el dinero que recibiera. El contrato de trabajo se firmaría en el lugar de las faenas, antes de comenzar las actividades que se realizaban tanto bajo invernadero como al aire libre.
Un letrero caminero le indicó que a pocos kilómetros de distancia se encontraba el poblado de Quiremo, pero no debía llegar hasta allá, por lo que a mitad de camino se bajó del bus según las instrucciones que había recibido. Debía caminar desde el cruce en que estaba hacia la izquierda por un camino de tierra no señalizado. Iba cargado con una mochila en la que había puesto ropas livianas, útiles de aseo, un par de sandwichs y un botellón de agua.
Después de algo más de una hora de camino bajo el sol llegó sudoroso a la plantación de flores. En una sala señalizada como Oficina fue informado que en el lugar estaba prohibido el consumo de alcohol, de marihuana, pasta base y cualquier otro tipo de drogas. Se permitía fumar pero sólo en el campo abierto y fuera de los horarios de trabajo. Firmó el contrato y guardó en su mochila la copia que le correspondía. Le mostraron los lugares de trabajo, lo llevaron al campamento de hombres que era un galpón sin divisiones donde estaban uno al lado del otro camarotes de tres camas. El campamento de mujeres estaba a cien metros de distancia.
Le asignaron el número de su cama y le mostraron un quiosco donde podía comprar bebidas gaseosas, cigarrillos, condones, dulces, tortillas y una variedad de otras pequeñas tentaciones, a precios bastante más altos que los que se encontraban en la ciudad. Le indicaron la hora de la cena y el lugar donde debía presentarse el día siguiente para comenzar el trabajo. La faena comenzaba a las ocho en punto y todo retraso sería descontado del sueldo.
A la mañana siguiente comenzó el trabajo. Unos minutos antes de la ocho se juntaron unos cien jóvenes, mujeres y hombres que fueron distribuidos algunos para trabajar en el campo y otros en los distintos invernaderos. Ambrosio fue asignado, junto con otros diez, al más grande de los invernaderos, de unos cien metros de largo y cuatro naves de tupidas plantas de claveles que requerían ser desmalezadas. El trabajo de ese día consistía en extraer con todo cuidado las malezas que crecían entre los claveles, cuidando de que no fueran afectados en su enraizamiento. Si algún clavel sufría algún desplazamiento debía ser reafirmado en su lugar apretando con los dedos la tierra a su alrededor. Ambrosio comprendió que el trabajo era delicado, que no requería mayores destrezas pero sí una sostenida concentración.
El ambiente del invernadero era húmedo y el calor aumentaba con el paso de las horas. La posición en que debía realizarse el desmalezado obligaba a mantenerse en pié pero encorvado, en una posición que a medida que avanzaba el tiempo a Ambrosio se le hacía insoportable. Sin embargo todos continuaban trabajando sin parar, por lo que él mantuvo el ritmo y se esforzaba por avanzar por el bandejón que tenía a su cargo manteniéndose lo menos rezagado posible. Atribuyó su retraso a la falta de experiencia en ese trabajo, y pensó que en los próximos días ya podría mantener el ritmo de los otros. En el invernadero había un jefe que vigilaba el trabajo, reprendiendo al responsable de que alguna maleza quedara sin ser sacada, o cuando alguna planta no hubiera quedado bien asentada.
Después de varias horas de trabajo que a Ambrosio le parecieron interminables sonó finalmente una campana. Al ver que todos dejaban el trabajo y se dirigían fuera del invernadero comprendió que era la hora de la colación, que él esperaba hacía rato. Miró su reloj, eran las doce y media, de modo que había estado cuatro horas y media trabajando.
La colación consistió en un plato de lentejas con arroz y una salchicha, una ensalada de repollo, una marraqueta de pan, una manzana, y un vaso de agua coloreada y endulzada. Igual que todos los compañeros y compañeras de trabajo Ambrosio se comió toda su ración y fue a lavar los platos, el vaso y la cuchara, que depositó después en el lugar que le indicaron.
Unos minutos antes de la hora volvieron al trabajo, cada uno retomando el lugar que había dejado en la mañana. Pasaron otras cuatro horas y media y sonó nuevamente la campana; pero esta vez fué un solo sonido el que se escuchó, y fueron pocos los jóvenes que abandonaron el invernadero. La mayoría siguió trabajando, incluso más rápidamente que antes. Ambrosio pensó que era porque habiendo terminado la jornada comenzaba el trabajo de horas extraordinarias, que sería pagado más caro. Entonces, decidió también él hacerlo, aunque estaba realmente cansado. Sólo después supo que ese tiempo adicional no se contabilizaba como hora extraordinaria. Lo comprendió cuando una hora después el inspector dió por terminada la jornada y fue anotando en su cuaderno los metros de desmalezado que había realizado cada uno. Le explicaron que lo que avanzaba cada trabajador en el día se contabilizaba para el cálculo de los bonos por rendimiento que se pagarían a fin de mes.
Ambrosio comprendió la astucia de la empresa cuando le explicaron que el trabajo extraordinario era solamente aquél que el empleador pidiera expresamente como tal, mientras que esa hora trabajada extra no contabilizaba sino para el bono de rendimiento y era voluntaria, aunque se mantenía dentro del contrato de trabajo que decía que la jornada laboral podía extenderse por 10 horas. Con ese procedimiento de los bonos la empresa obtenía dos cosas. Primero, que todos trabajaran sin descanso y con el máximo rendimiento para obtener puntos para el bono; y segundo, que en forma voluntaria la mayoría de ellos trabajara una hora extra no pagada como extraordinaria. A Ambrosio le pareció tramposo, pero se dió cuenta de que todos habían aceptado pasivamente el sistema y se adaptaban a él, buscando mejorar en algo los ingresos que necesitaban llevar a sus hogares.
Los días siguientes los trabajos transcurrieron de modo similar, si bien los jóvenes iban siendo asignados a diferentes tareas, sea en los cultivos de flores en campo abierto, sea en los invernaderos, en los cuales los claveles estaban en diferentes niveles de crecimiento y requerían distintos cuidados.
El segundo día fue asignado a trabajar en un invernadero donde la tarea consistía en preparar la tierra en las platabandas para un nuevo plantado. Tenían que airear y mullir la tierra con una pequeña herramienta y asegurarse de que no quedara ninguna brizna de maleza verde. El tercer día le enseñaron a plantar esquejes, que debían ser distribuidos exactamente 36 plantines por metro cuadrado, en seis hileras.
Otro día lo mandaron al campo abierto, lo que Ambrosio agradeció porque el calor y la humedad de los invernaderos le estaba produciendo una tos alérgica. Lo que le tocó hacer en el campo, soportando esta vez el sol que ese día abrasaba porque el cielo estaba enteramente despejado, fue eliminar algunas hojas de cada planta para dejar solamente cuatro o cinco pares, y apuntalar las varas florales utilizando un curioso sistema de tutores entretejidos que limitaban cada planta por los cuato costados, asegurando de ese modo que los claveles crecieran con los tallos rectos. Ese día fue para Ambrosio más duro que los anteriores, no solamente porque no lograba el ritmo necesario para avanzar a la velocidad en que lo hacían sus compañeros, sino por la posición en que tenía que trabajar, con poco espacio para colocar su cuerpo y en una posición encorvada que por ser él de mayor estatura le resultaba especialmente penosa.
En esa actividad se pasó tres días, completándose de este modo la primera semana laboral. Jamás se había imaginado Ambrosio que el trabajo con las flores fuera tan duro.
Uno de los motivos que lo había entusiasmado a aceptar de inmediato este trabajo cuando leyó el aviso en el supermercado era que se trataba del cultivo de flores. Porque a Ambrosio le encantaban las flores, que sabía reconocer en sus diferentes clases y variedades por sus colores, sus formas y sus olores característicos, y cuyas fases de desarrollo según las estaciones del año conocía perfectamente. Cuando era niño, muchas veces al salir de clases se dirigía al cerro de la Virgen, al que se entraba por un gran jardín de plantas y flores variadas. Le gustaba mirar las plantas y flores y se entretenía estudiándolas. Con la guía de un profesor había formado un hervario, que no había abandonado al terminar el curso sino que continuó enriqueciéndolo con nuevas variedades en los años siguientes. En la casa en que vivíó con sus padres, aunque el patio era muy pequeño, mantuvo diversas y hermosas plantas que regaba y cuidaba con esmero. Pensó que no podía haber encontrado un trabajo más hermoso y más adaptado a su persona y a sus gustos que este de trabajar con las flores.
Pero lo que veía y experimentaba ahora en esta gran empresa no le gustaba nada. Le había asombrado, y encontró hermosa al comienzo, la enorme extensión del campo cultivado de claveles y la vitalidad del crecimiento que observaba en las plantas del invernadero; pero al poco tiempo ya todo aquello le parecía aburrido y monótono. El cultivo estandarizado e industrial de las flores, si bien resultaba muy eficiente en cuanto a la cantidad de flores y a la belleza homogénea de cada una de ellas, no era natural y carecía del arte de la jardinería.
Muy cansado como estaba, durmió toda la noche y parte de la mañana del domingo, pero con ello se perdió el desayuno. Después del almuerzo volvió a tenderse en el camarote, sintiendo ahora que le dolía todo el cuerpo.
Los trabajos recomenzaron el lunes a la hora habitual. Divisó algunas caras nuevas, y no pudo encontrar a algunos compañeros que había conocido la semana anterior. Lo asignaron a otro de los invernaderos, donde los claveles estaban en un nivel de crecimiento más avanzado. El trabajo consistió en eliminar en cada planta los botones secundarios que acompañan al botón principal de modo que la flor tuviera un mejor desarrollo. Para extraer los botones pequeños debía desgajarlos con la mano con extremo cuidado, deslizando los dedos entre el tallo y las hojas para no romper la plantas. Esta vez quedó muy retrasado respecto a sus compañeros; pero aunque fue reprendido por el inspector decidió dejar el trabajo al terminar la jornada normal, sin continuar durante la hora extra aún sabiendo que ello le haría perder puntos. De todos modos no alcanzaría nunca a obtener un bono por rendimiento.
Ambrosio fue comprendiendo la lógica que había detrás de la distribución de los trabajos en los distintos invernaderos y en los diferentes sectores del campo abierto. Las plantas eran cultivadas en diferentes períodos de tiempo, de modo que hubiera cosecha todas las semanas, no obstante que desde que eran plantados los esquejes hasta que llegaba el día del corte de la flor debían pasar cuatro meses. Y supuso que al ir rotando a los trabajadores entre las diferentes actividades del cultivo se obtenía de ellos el mejor rendimiento.
Los procesos de riego, fertilización y control de plagas eran realizados en horarios en que los temporeros no estaban trabajando, por técnicos agrícolas contratados establemente y mediante sistemas parcialmente automatizados.
En los días siguientes le correspondió a Ambrosio el corte de las flores que habían llegado a la madurez necesaria para la cosecha, el amarre de los ramos, el empaquetado y finalmente el almacenado de los claveles en bodegas acondicionadas a temperatura de dos grados centígrados. El día que le tocó esta última actividad tuvo un fuerte resfriado producto de los cambios de temperatura que experimentaba al entrar y salir de la bodega.
Ello ocurrió al sábado de la segunda semana de trabajo. Y como su resfrío motivó después una conversación sobre la salud, supo que esa forma de cultivo industrial de las flores era una actividad tremendamente nociva para los trabajadores. Se lo explicó con cierto detalle Elisa, una joven campesina que trabajaba intermitentemente desde hacía tres años en la empresa.
Elisa tenía eccemas en las manos, y los brazos y la cara enrojecidos por numerosas inflamaciones de la piel. Le habían diagnosticado una dermatitis alérgica que se hizo crónica, cuya causa era el contacto prolongado con los plaguicidas y pesticidas que se aplicaban a las flores en los invernaderos.
Es curioso, pensó Ambrosio, como solamente después de conocer algo se comienza a ver cosas de las que no se había percatado antes. En efecto, pudo comprobar que no era solamente Elisa sino que eran muchos los trabajadores que padecían de la misma afección. Conversando con ellos supo varias cosas que le disgustaron sobremanera. Los jóvenes afectados, la mayoría mujeres pero también algunos hombres, venían trabajando hacía años en la empresa; pero eran siempre contratados por períodos de dos meses, dejando entre un período y otro un mes sin trabajo. Los dueños de la empresa se precavían de ese modo frente a eventuales denuncias que pudieran hacerse a la empresa por enfermedades laborales de sus empleados. Por su parte, los jóvenes afectados, no existiendo otros empleos en la zona, trataban de ocultar todo lo posible su piel cuando se presentaban en la oficina de reclutamiento, pues si el encargado se daba cuenta de que tenían la enfermedad no los contrataban aduciendo que tenían exceso de personal.
También supo que la persistencia de los fungicidas y fitoreguladores que eran pulverizados y nebulizados en el ambiente enrarecido y húmedo de los invernaderos era causa frecuente de enfermedades respiratorias. De hecho, él mismo se había sentido afectado por irritación de la garganta que le producía tos y estornudos frecuentes. Con el tiempo las afecciones respiratorias derivaban en fuertes dolores de pecho, inflamaciones pulmonares y asma. Como eran efermedades que se producían y se iban acentuando a lo largo de los años debido a la presencia continuada de las sustancias tóxicas en las vías respiratorias, la empresa aceptaba solamente a jóvenes menores de 24 años.
Otros problemas de los trabajos que se realizaban en lo invernaderos eran consecuencia de la postura inadecuada del cuerpo, la humedad y el calor del ambiente, y la realización de movimientos rápidos y repetitivos durante extensas jornadas laborales. Tendinitis del codo y las muñecas, síndrome del tunel carpiano, alteraciones en la movilidad de los hombros, lumbago, desviaciones de la columna, dolores musculares y en los tejidos blandos de las piernas y en las rodillas, además de los cortes y traumatismos en las manos y en la cara que se producían a menudo por descuidos en el uso de las tijeras de corte y otras herramientas. Los trabajadores, especialmente las mujeres, se hacían los fuertes, jamás se quejaban de dolor o malestar por temor a ser despedidos o a que no se les renovara la oportunidad de trabajar.
Todos eran exigidos a operar con creciente, excesiva y máxima rapidez, necesaria para cumplir las metas y obtener los bonos por rendimiento; pero también, si cualquier persona mostraba cierta lentitud, era reprendido o se le llamaba “a mover más rápido las manos”, y se hacían odiosas comparaciones con los que mostraban más eficiencia.
Operaba también la amenaza de que los menos productivos serían despedidos o nunca vueltos a contratar. Esto, junto a un ambiente de trabajo incómodo, en nada acogedor y expuesto a constante vigilancia, iba estresando a los trabajadores, especialmente a los hombres, que se tornaban crecientemente irascibles.
El descuido total por la situación de las personas contrastaba con la atención y cuidado extremo que debían tener todos con las flores. Cualquier pequeño daño o indicio de enfermedad o mal crecimiento, era atribuído a los trabajadores, aunque ellos no hubieran tenido la menor responsabilidad al respecto.
Frente a todos estos problemas la empresa era ciega. Ella se beneficiaba conscientemente del desinterés que existía en el sistema de salud pública por las manifestaciones tempranas de las enfermedades. Un sistema de salud que con una dotación de personal muy inferior al necesario para atender incluso a los enfermos más graves, reconocía la existencia de una enfermedad sólo cuando el deterioro de la salud y las alteraciones físicas llegaban a ser prácticamente irreversibles. Para todo lo demás recetaban analgésicos, antiinflamatorios y antialérgicos.
Ambrosio había ido experimentando y conociendo de a poco todos estos problemas asociados al trabajo, asombrándose de que los jóvenes aceptaran resignados los abusos de que eran objeto, sin protestar, sin organizarse para exigir mejores condiciones de trabajo, sin que llegara a expresarse públicamente algún pequeño signo de rebeldía.
Por ello llegó a pensar que eran situaciones que debían ser aceptadas como normales, y que eran necesarias para que la empresa alcanzara la productividad y la eficiencia que le exigía el mercado. De hecho, a los trabajadores les llegaban constantemente rumores que echaban a correr los dueños de la empresa, de que tenían problemas financieros y de que por eso era necesario trabajar más duro y sin chistar. Incluso habían echado a correr la voz de que las dificultades de la empresa se debían que en ella se cumplían todas las leyes laborales, cosa que no hacían las empresas de la competencia, ni menos algunos pequeños invernaderos de carácter familiar que también los había en la zona.
Ambrosio, a medida que iba conociendo el funcionamiento de la empresa y los modos en que en ella se trataba el trabajo, comenzó a tomar conciencia de las injusticias implicadas en muchas de las situaciones que observaba. Poco a poco comenzó a incubar un sentimiento de ira ante injusticias y opresiones tan flagrantes de las que eran víctimas los trabajadores, y sobre todo al darse cuenta de la extrema ignorancia en que se encontraban. Todos habían ido a la escuela cursando al menos los ocho años de enseñanza básica, y la mayoría de los varones había hecho el servicio militar; pero conversando con unos y otros fue dándose cuenta de que todo el sistema educativo y laboral estaba programado al fin de que fueran ignorantes de sus derechos y de su dignidad como personas humanas. El día que llegó a esta conclusión su indignación aumentó hasta el punto que empezó a plantear a sus compañeros la conveniencia de organizarse. Pero desistió al darse cuenta de que los jóvenes con los cuales llegaba a conversar sobre el tema tomaban mayor distancia y evitaban ser vistos conversando con él.