De vez en cuando Ambrosio y Lucila se juntaban con Gabriel y Laura y su grupo de amigos, a cantar, a conversar, a cultivar la amistad y a compartir experiencias y conocimientos. También iban a menudo a visitar a Matilde y a Violeta y Renato. No se olvidaban tampoco de ir con Matilde hasta La Cisterna a ver a los tíos Isidora y Eduardo. El amor de Ambrosio y Lucila se expandía y profundizaba junto con su desarrollo interior, intelectual y social.
Un día Ambrosio recibió una carta de Josefina. Se la había mandado a la casa de Gabriel, la dirección que le había dado cuando se despidieron hacia ya casi un año. Le pedía encarecidamente que fuera hasta Iquique porque se había presentado una discusión sobre el destino de la biblioteca que el padre Pedro le había legado antes de morir en los brazos de Ambrosio. Era importante que él fuera a dar ese testimonio porque habían cambiado al obispo de la diócesis y el nuevo se resistía a creer que aquella fuera la voluntad del padre Pedro. Josefina le decía en la carta que no se preocupara de los gastos, que ella le reembolsaría todo cuando llegara, y le indicaba un teléfono para que le confirmara.
Ambrosio decidió atender la solicitud de Josefina aunque le significaba perder dos días de clases. Tomó el bus el miércoles en la noche y llegó a Iquique el jueves temprano en la mañana. Josefina lo esperaba en el terminal.
La reunión con el obispo estaba agendada para las cinco de la tarde. Josefina invitó a Ambrosio a desayunar. Le contó que había terminado la tesis, en la que había obtenido la nota máxima. Ella se había ido a vivir a Iquique, donde ganó un concurso para un cargo académico de media jornada en la Universidad. Como le quedaba tiempo colaboraba voluntariamente en un Centro de Investigación de la Cultura Andina.
Pasaron por la Universidad, donde prepararon una declaración escrita, dirigida al Obispado y firmada por Ambrosio, en la que dejaba constancia de la situación en que había recibido del padre Pedro la expresión de su voluntad respecto de la biblioteca. Un abogado amigo de Josefina le había aconsejado que dejaran esa constancia escrita, además de lo que conversarían directamente con el obispo.
Con más de una hora de retraso el Obispo los recibió en su despacho. Ambrosio le detalló minuciosamente su viaje al Santuario de la Virgen de las Peñas y la conversación que había tenido con el padre Pedro antes de su fallecimiento en la montaña. El obispo lo escuchó con atención, sin hacer ningún comentario. Se limitó a agradecerle que hubiera venido a darle su versión de los hechos, y al despedirse le dijo a Josefina que tendría en cuenta lo que había escuchado y que se comunicaría con ella próximamente para darle a conocer su decisión definitiva respecto a la biblioteca.
En la madrugada del viernes Ambrosio tomó un bus a Arica. Cinco horas después tomó un colectivo que lo dejó en Chamarcusiña. Se sirvió algo de comer y se aprovisionó de agua, pan y queso, pensando que estaría de regreso al día siguiente en la tarde. Josefina le había prestado un saco de dormir. Así provisto empezó a caminar rumbo al santuario de Las Peñas. Su intención era ir hasta la tumba del padre Pedro, junto a las rocas donde había fallecido en sus brazos.
Pasó por el caserío que había visitado aquella vez con el padre y saludó a los campesinos que encontró en el camino. Continuó caminando entre quebradas y cerros, hasta que se puso el sol. Buscaba el puente para cruzar el río y llegar al santuario antes de que oscureciera; pero no lo encontraba. Finalmente se decidió a cruzar el río aprovechando un ensanchamiento del cauce en un lugar donde una línea de grandes piedras hacía posible el cruce sin peligro y sólo mojándose las piernas. Se sacó los zapatos y los pantalores, que amarró a su espalda y llegó sin tropiezos al otro lado. Pero no reconocía el lugar en que estaba. Había perdido el camino. No llegaría al santuario ni a la tumba del padre Pedro ese día, por lo que decidió descansar en un lugar protegido, bajo la copa de un gran algarrobo y entre dos enormes rocas. Se le ocurrió que tal vez se había pasado de largo, pues había caminado a paso rápido mientras que cuando fue con el padre Pedro era el anciano quien marcaba el ritmo.
La noche estaba en calma, una suave brisa movía las hojas de los árboles, el cielo se veía increíblemente estrellado y se sentía el piar de los últimos pájaros que llegaban a dormir en las ramas más altas del algarrobo. Al caer la noche sólo se escuchaba el silencio y la paz.
Ambrosio se sentó en la roca más alta, desde donde la vista se extendía hacia las montañas, y sobre ellas unas nubes arreboladas cruzaban el cielo semejando un carruaje tirado por caballos blancos. Más adelante, como abriendo el camino o presidiendo la marcha del carruaje, destacaba el delgado perfil de la luna que era apenas una dorada línea semejante a un cuerno musical, rodeada de estrellas brillantes.
Una pregunta asomó en su mente, y luego otras, en cadena: ¿Qué es todo esto, si yo no estoy ahí? ¿Y qué soy yo, si esta inmensa realidad está fuera de mí, y no me alcanza? ¿Soy acaso una pizca de nada admirando al todo? ¿O lo soy todo porque esta realidad infinita ha entrado en mí sin advertirlo y se ha instalado en mi conciencia? Tanto ser, tanta belleza, me enciende de amor. Pero ¿amor a qué? ¿A quién?
La sobrecogedora plenitud de la noche mantenía a Ambrosio embelesado, enteramente ajeno al transcurso del tiempo. En la inmensidad del espacio circundante perdía sentido y se desvanecía la referencia al lugar en que estaba.
Cerró los ojos. Sintió desplomarse todo límite y toda distancia entre su persona y el universo. Era como si algo muy profundo dentro de sí lo mantuviera unido al mundo, que ya no era externo pues lo encontraba todo entero en su conciencia. La separación entre el yo y el mundo, entre lo interno y lo externo, había cesado. El árbol y la vida que lo animaba, las piedras y la energía que las mantenía sólidas, los astros del cielo y sus imperceptibles movimientos, no le eran ajenos sino que eran partes de él mismo. El universo entero se había cobijado en su interior.
Al mismo tiempo sentía que él se había integrado al universo, desapareciendo en éste como una gota que cae al océano. El espacio y el tiempo no establecían separación ni distancias. En su soledad cargada de plenitud se le hizo presente la historia entera de la humanidad, en un presente que ya no transcurría. Su conciencia se sumergió en el tiempo sin pasado, sin presente ni futuro, y toda la historia se concentraba en su alma.
“Soy, existo, y existe la humanidad, y la vida, y el universo, y todo es una misma y única existencia, y desde el fondo del todo existente, siento que asoma un Tú, que es un yo, que está en mí y que estoy en él. Un existente infinito y eterno que sostiene todo lo que existe, y que está en comunión con el universo, con la vida, con la humanidad, y conmigo, en este instante sin tiempo y en este punto sin distancia”.
Ambrosio se estremeció de felicidad, una felicidad secreta, sin nombre, indescriptible, impensable, inconcebible, que no era causada por esto o por aquello ni por nada que pudiera identificar y nombrar.
Era la sola y pura experiencia de la existencia, la experiencia del propio existir en comunión con el todo: con la humanidad, con la vida, con el universo, y con ese Tú que lo sostiene todo, existiendo en íntima unión consigo y con él mismo. La vida tenía sentido. Todo tenía sentido. Sentido, en la doble acepción de la palabra: significado y dirección.
El molesto zumbar de un abejorro que intentaba posarse en sus pestañas lo sacó abruptamente del encantamiento en que estaba inmerso. Lo dejó revolotear sobre su cabeza, resistiendo al instinto de alejarlo con un manotazo. Lo miró. Era un abejorro hermoso. Tomó lentamente conciencia del lugar donde se encontraba. Comprendió que había regresado del viaje místico que lo había transportado al centro de sí mismo y del universo.
Descendió de la roca, se introdujo en el saco de dormir y se tendió junto al tronco del algarrobo. Lo despertó el sol que le daba en la cara. Se sintió vacío y pleno al mismo tiempo. ¿Qué hacer? Se sentó a pensar apoyando la espalda en el árbol.
Sintió deseos de montar junto a la roca una tienda y permanecer en ese lugar sagrado, apartado del mundo, para volver a experimentar la plenitud. Recordó que estaba muy cerca del padre Pedro. Se imaginó conversando con él junto a su tumba, porque sabía ahora que la muerte es sólo pasar a un nuevo estado. Se encontraría allí también con sus padres. Y con Stefania. Y con el señor Krishna, y con Platón, y con Jesús.
Pero una vocecita alarmada le decía interiormente que permanecer allí y apartarse del mundo era una tentación contra la que debía luchar. Empezó a sentir que algo más fuerte lo llamaba desde el fondo de su ser. Lucila. Sí, Lucila. Y Matilde. Y Gabriel y cada uno de sus amigos, y Eduardo e Isidora, y Violeta y Renato, y Madayanti y el padre Andrés, y Josefina y Alberto y Rita y don Humberto y Adolfo y sus compañeros de la Universidad.
Un amor dulce, tranquilo pero imperioso se fue apoderando de su alma. Sintió deseos de besar a Lucila, de abrazar a Matilde, de encontrarse con todos sus amigos, y de compartir con cada uno de los que conocía y amaba eso que había vivido en la soledad de la montaña.
Emprendió el regreso, un nuevo viaje.