El lunes en la tarde Rosalba y Matilde se presentaron en el cuartel de Carabineros para notificar la desaparición de Ambrosio. El hecho fue registrado pero la policía apenas se interesó en el caso pues había pasado solamente un fin de semana. Les explicaron que era habitual recibir denuncias de la desaparición de jóvenes de la edad de Ambrosio que aparecían después de varios días e incluso semanas, sin dar mayor explicación y con signos evidentes de haberse ‘perdido’ voluntariamente con amigos, o emborrachado o drogado en algún carrete juvenil.
A Rosalba le preocupaba la desaparición de Ambrosio, pero no demasiado pues no era su hijo y de él se había hecho cargo sin apenas conocerlo, por amistad con su madre. Tampoco sentía responsabilidad o cargo de conciencia por su desaparición, como ocurre casi siempre con los padres cuando un hijo abandona la casa o se aleja por un tiempo, porque durante los cinco meses que el joven había pasado con ellos no habían tenido ningún problema y él no había manifestado ninguna señal de disconformidad.
En cambio Matilde, la hermana menor que lo amaba entrañablemente, estaba desolada, y no hacía más que ir por las calles con una foto de Ambrosio en la mano y preguntando a todos los que encontraba si por casualidad lo hubieran visto. Los Andes no era una ciudad grande, y eran muchos los que se conocían, aunque fuera de nombre o por referencias.
Lucila estaba preocupada pero serena. Echaba de menos su compañía, pensaba en él como enamorada, pero tenía la convicción de que Ambrosio estaría en algún lugar buscando trabajo o realizando alguna actividad necesaria, y que pronto volverían a encontrarse.
El miércoles en la tarde fue nuevamente a la casa de Rosalba, esta vez a decirle que estaba disponible para ir a Santiago a buscar a los familiares de Matilde y Ambrosio, donde quizá pudieran saber algo de él. Rosalba se lo agradeció de corazón. Ella también había pensado en ir a hablar con los parientes de Ambrosio, pero debido a su trabajo no le sería posible hasta el fin de semana. Decidieron que irían juntas el sábado.
Cuando estaban buscando información sobre la dirección de esos familiares sonó el timbre. Matilde fue a ver quien llamaba y se encontró con un señor de cabello y barba blanca acompañado por un joven bien afeitado y de pelo corto. Estaban ambos vestidos de terno gris, que asentaba bien en el hombre pero que lucía extraño en un joven que no tendría más de veinticinco años. Preguntaron por Ambrosio. Al sentir el nombre Rosalba y Lucila se alzaron y corrieron a la puerta.
—Ambrosio no está hoy en casa– afirmó Rosalba.— ¿Por qué lo buscan?
—Mire usted, soy el pastor Rolando, de la iglesia metodista pentecostal, esa que está en la calle central. Junto con Alberto que aquí me acompaña, vinimos hace unos diez días y conversamos con el joven Ambrosio. Nos dijo que podíamos volver cuando quisiéramos y por eso aquí estamos.
Rosalba no tenía ningún interés en las charlas que solían hacer los evangélicos cuando alguien les aceptaba conversar, por lo que se apresuró a decirles nuevamente que Ambrosio no estaba, que volvieran otro día en que tal vez pudieran encontrarlo, y se despidió de ellos.
Pero Lucila quedó muy intrigada. En alguna ocasión había conversado con Ambrosio sobre Dios y la religión. Él le había dicho que sabía muy poco de religión pues sus padres no eran creyentes y en el liceo había asistido a pocas clases de religión.
—Pero ¿crees en Dios? —le había preguntado.
—La verdad es que no sé. La muerte de mis padres me ha hecho pensar mucho, pero en verdad, más que a creer, mis sentimientos me llevan a rechazar la idea de un Dios que si existe debiera ser justo y bueno y cuidar de nosotros, en vez de permitir que nos maten en un desgraciado accidente.
Lucila era creyente. Su madre le había enseñado desde muy niña algunas oraciones y había hecho la primera comunión. Ocasionalmente tomaba su bicicleta e iba hasta el santuario de Santa Teresita de Los Andes. Pero prefirió no ahondar en el tema religioso al ver la tristeza que asomó en los ojos de Ambrosio al recordar la muerte de sus padres. Ahora, al saber que Ambrosio había hablado con el pastor y su joven acompañante, pensó que era importante preguntarles y que le dieran toda la información sobre lo que hablaron en aquella ocasión. Salió detrás de ellos, que ya se dirigían hacia una casa vecina. Los llamó antes de que tocaran el timbre.
—Señor pastor, quisiera conversar con ustedes.
Ellos se volvieron y el pastor con un gesto amable la invitó a caminar a su lado.
—Mire —Lucila fue directamente a lo que le interesaba—, la verdad es que Ambrosio, que es un muy buen amigo mío, se fue el sábado de la casa sin decirle nada a nadie y no ha regresado hasta ahora. Estoy muy preocupada por él, porque es muy buen chico, no bebe alcohol ni se droga, y a su desaparición no le encontramos ninguna explicación.
El pastor Rolando se quedó pensando un largo minuto mientras seguían caminando lentamente en dirección a la iglesia. Al fin, deteniendo la marcha al llegar a una esquina se volvió hacia Lucila diciendo:
—Cuando hablamos con el joven Ambrosio lo encontré muy desorientado y triste. Incluso deprimido, y eso me preocupó. Llegué a temer que pudiera pensar en el suicidio.
Al escuchar esta palabra que Lucila había proscrito de su mente se sobresaltó, angustiada. Pero el pastor continuó su charla:
—Me contó del accidente que sufrieron sus padres, y me dijo que por eso no podía creer en Dios, que si era justo y bondadoso no permitiría que algo así le pasara a personas tan buenas como eran sus padres. Yo le expliqué que tanto amó Dios al mundo que envió a su hijo predilecto para salvarnos. Le expliqué que la muerte no es el final de la vida humana, sino un tránsito hacia otra vida mejor, en que nos encontraremos con Dios. Le dije que yo mismo había tenido grandes sufrimientos en la vida, que la fe me había consolado, y que Dios ilumina al creyente.
—Y él ¿que le dijo? —le interrumpió Lucila.
—En realidad no dijo casi nada. Me escuchó en silencio. Sólo al final me dijo que él no podía creer en Dios, pero que quisiera. Cuando se despidió seguía tan triste como al comienzo; me pareció que lloraba. Me limité a pedirle que me dejara visitarlo otra vez, a lo que accedió, y por eso vine hoy a hablar con él.
Mientras se desarrolló esta conversación el joven Alberto, acompañante del pastor, permaneció en respetuoso silencio pero muy atento a lo que decían. A Lucila le pareció que él la miraba pero intentando que ella no lo advirtiera, y tuvo en un momento la impresión de que quería decirle algo, tal vez agregar un comentario que reafirmara lo dicho por el pastor, pero no se había atrevido.
Se despidieron. Lucila les encargó que si tuvieran cualquier noticia de Ambrosio, o si recordaran algo que pudiera haberles dicho sobre lo que iba a hacer, que no dudaran por favor en comunicarse con ella.
La angustia que sintió cuando el pastor le habló de la depresión de Ambrosio y del temor de que pudiera suicidarse no la abandonaba. Sintió deseos de llorar, sacó un pañuelo, se enjugó los ojos y encendió un cigarrillo. Regresó a su casa a paso lento, pensativa, donde la esperaban sus padres para cenar; pero no tuvo deseos de comer.
El jueves y el viernes transcurrieron sin novedad. Todos los intentos que hicieron Lucila y Matilde por encontrar a Ambrosio fueron inútiles. Visitaron a varios de sus compañeros de curso y lograron preguntarle a dos profesores del Liceo; pero nadie tenía la menor idea de que Ambrosio hubiera pensado ir a algún lugar. Lo que casi todos les decían era que probablemente había decidido tomarse unos días de vacaciones, teniendo en cuenta que había terminado el último año de la enseñanza media. También les comentaban lo extraño que resultaba que Ambrosio no hubiera rendido la Prueba de Selección Universitaria, que lo hubiera habilitado para continuar estudios superiores habiendo egresado del liceo con muy buenas calificaciones.
Sobre esto Lucila tenía la respuesta, pero no consideraba oportuno compartirla con esas personas. Ambrosio le había dicho hacía pocos días que desde el momento que vivía como ‘allegado’ junto a su hermana en la casa de Rosalba, no era el caso que pensara en estudiar sino más bien de encontrar un trabajo. Pero fue una conversación que Ambrosio no había querido continuar, y tampoco le había escuchado en alguna ocasión posterior que tomaría alguna iniciativa al respecto.
El viernes en la tarde Lucila regresaba a su casa pasando delante de la iglesia del pastor Rolando. La puerta estaba entreabierta y, por primera vez de las tantas en que había pasado delante de ella, desde donde a menudo salían desentonados cánticos y gritos de aleluya, tuvo la curiosidad de mirar cómo era por dentro.
La iglesia estaba en silencio y débilmente iluminada. Miró a todos lados y le pareció que no había nadie; pero cuando sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra divisó a un joven sentado en una de las filas de bancas laterales. No le fue difícil reconocer a Alberto, el joven acompañante del pastor en sus visitas evangelizadoras.
Lucila tropezó en una banca y casi se cae. Alberto se volteó a mirar. No tuvo dificultad en reconocer a Lucila. Se levantó, caminó hacia ella. Se saludaron amablemente, en voz baja como ambos pensaban que correspondía hacerse en un lugar destinado al culto religioso.
—¿Has sabido algo de Ambrosio? —preguntó Alberto reteniendo durante unos segundos la mano de Lucila que estrechaba en un saludo amistoso.
—Nada, no hemos sabido nada. Y lo hemos buscado, preguntando a medio mundo.
—Salgamos un momento– dijo Alberto.
Cuando estuvieron en la calle Lucila tuvo nuevamente la impresión de que el joven predicador quería decirle algo, pero que dudaba si debía hacerlo. Tomó entonces la iniciativa y le propuso ir al café de la esquina y tomarse una cerveza.
Alberto, sorprendido de la inesperada invitación, replicó de inmediato:
—Nosotros los evangélicos no tomamos vino ni cerveza ni nada con alcohol. Pero sí, me gustaría sentarnos a conversar. Puede ser un té, si te parece.
—Disculpa —se apresuró a decir Lucila. —No pensé en ello al decirte de la cerveza; pero sé que los evangélicos son abstemios. Sí, vamos por ese tecito.
—No es exactamente que seamos abstemios —le explicó Alberto mientras caminaban hacia el café de la esquina. —Simplemente seguimos el consejo bíblico de no tomar alcohol.
Lucila pensó en replicarle que el evangelio decía que Jesús no solamente tomaba vino sino que incluso había convertido el agua en vino cuando el licor empezó a escasear en una fiesta de matrimonio; pero no tenía la menor intención de enfrascarse en una dicusión religiosa, así que lo dejó pasar.
Cuando ya estaban sentados en la mesa con las tazas servidas Alberto decidió relatarle lo que había querido decirle la primera vez que se encontraron, y que no se había atrevido porque en aquella ocasión era el pastor quien presidía la conversación.
—Voy a contarte algo que tal vez debieras saber —comenzó Alberto. —Dos o tres días después de que acompañé al pastor Rolando y nos encontramos con Ambrosio en su casa, vino él a nuestra iglesia preguntando por el pastor. El pastor había salido, como hace casi todos los días, a predicar o a visitar a alguno de los hermanos en la fé. Como yo atiendo a las personas cuando el pastor no está le pregunté si quería saber algo y le dije que quizá yo pudiera ayudarlo. Y sí, conversamos largamente. El quería saberlo todo de nuestras creencias, estaba realmente interesado.
Lucila lo escuchaba con los ojos muy abiertos, sorprendida, extrañada de que Ambrosio no le hubiera contado nada al respecto, teniendo en cuenta que esa conversación entre su amigo y Alberto debiera haber ocurrido antes de la última vez que habían estado juntos.
—Cuéntame más, con toda confianza, porque quiero mucho a Ambrosio y todo lo que pueda saber de él puede ayudarme a encontrarlo.
Alberto le relató entonces con bastante detalle la conversación que había tenido con Ambrosio. Así supo Lucila que su amigo estaba viviendo una profunda crisis existencial, en cuanto se encontraba no solamente desorientado respecto a cómo enfrentar los problemas prácticos de la vida, y sobre las decisiones que debía tomar en las próximas semanas respecto a estudios, trabajos y relaciones familiares, sino más en profundidad, sobre el sentido del hecho mismo de vivir. Le había dicho textualmente al ayudante del pastor que necesitaba encontrar algo que justificara seguir viviendo. Al escuchar esto Lucila se estremeció, comprendiendo que Ambrosio se habría planteado el suicidio como una opción real.
—Creo y espero que la conversación que tuvimos le sirviera de algo. Al menos estuvo de acuerdo en que cada uno de nosotros, cada persona humana, debe encontrar un propósito, una misión que cumplir. Yo traté de llevarlo a dar un paso más, y a aceptar que el verdadero propósito de la vida es la salvación del alma de uno mismo, que se alcanza solamente mediante la fé en Jesucristo. Una fé que implica aceptar al Salvador y asumir la misión que nos ha dejado, de difundir su palabra a todos los hombres para que puedan también otros alcanzar la salvación.
—Pero Ambrosio no es un creyente —le comentó Lucila.
—Efectivamente, me repitió más de una vez que él no podía creer en un Dios que permite la muerte de personas buenas y generosas como habían sido sus padres. Tampoco podía aceptar que las personas se condenaran simplemente porque no fueran creyentes en Jesucristo y no predicaran su palabra. Traté de explicarle que nadie podía saber el destino del alma de las personas, porque eso lo decide solamente Dios, que es justo y misericordioso; pero Ambrosio no quería aceptar la fé a la que, antes el pastor y entonces yo, lo invitamos.
Lucila lo escuchaba atentamente. Se imaginaba a Ambrosio rebatiendo y argumentando, inteligente como era. Y conociendo su timidez, le parecía imposible verlo predicando por las calles a los árboles, a las murallas y tratando de convencer a personas desconocidas, como hacían los evangélicos.
El joven evangelista, después de dudar por un largo minuto de silencio si debía continuar relatando a Lucila la conversación que había tenido con Ambrosio, finalmente decidió hacerlo, animado por Lucila que no había dejado de mirarlo a los ojos.
—El problema de Ambrosio es que todo lo trata de razonar, de comprender con la cabeza, y esto lo retiene y hace dudar, impidiéndole entregarse con el corazón, que es lo que Jesucristo nos pide que hagamos.
Lucila quería que el joven pastor le contara todo, por lo que asintió con un gesto. Ella también había pensado más de una vez que lo que detenía a Ambrosio para aceptar el amor eran sus dudas, su intelecto excesivamente racional, que le hacía ver dificultades y problemas en todo, y que lo paralizaban e impedían decidir y entregarse al amor. Pero ella no se refería a la entrega a Jesucristo de que le hablaba el joven predicador, sino de la entrega de Ambrosio al amor que ella le ofrecía en silencio pero claramente cada vez que se habían encontrado a conversar y pasear. Distraída por este pensamiento le costó retomar la escucha de lo que Alberto continuaba explicándole:
—... me decía que Dios es una idea contradictoria, porque no podía existir un ser todopoderoso y bueno que creara un mundo donde había tanto dolor y sufrimiento, lo que más bien hacía pensar en un Dios cruel y sádico. Le expliqué que Dios había creado un mundo perfecto, y que los humanos vivían en un paraíso de completa felicidad; pero que habían pecado, desobedeciendo al que les había regalado la vida, y que por eso fueron condenados a trabajar y sufrir, expulsados del paraíso. Me dijo que eso era un mito, que él no podía creer en algo que contradecía lo que la ciencia afirmaba sobre la evolución de las especies y el surgimiento del hombre a partir de especies inferiores.
Lucila continuaba mirando fijamente al joven a los ojos y moviendo levementa la cabeza de arriba abajo. Ello animó a Alberto a continuar su narración, pensando que ella estaba de acuerdo en todo lo que le decía:
—Argumentó que si hubiera existido aquél castigo, igual se trataba de un Dios vengativo; pero le expliqué que no era así, porque el mismo Dios quiso rescatarnos del pecado y del sufrimiento, y que por eso había mandado a su propio hijo, el Verbo divino, a habitar entre nosotros y sufrir en la cruz los más crueles dolores.
Al joven y entusiasta predicador le pareció impropio contarle que Ambrosio le había objetado que un Dios amoroso y todopoderoso no podía mandar a su propio hijo a un sufrimiento tan cruel y terrible como el que habría sufrido Jesús.
Para romper el silencio que se había producido mientras Alberto recordaba esa parte de la conversación con Ambrosio, Lucila se atrevió a decirle:
—Ni del pecado ni del sufrimiento nos hemos salvado, que siguen rampantes entre los humanos.
Lucila no se dió cuenta de que con esa afirmación interrumpiría el relato del joven predicador.
—Sólo te puedo decir lo mismo que le dije a Ambrosio y que me explicó el pastor Rolando—. Respondió Alberto cambiando a un tono de expresión más duro que no dejaba dudas de que no aceptaba continuar una conversación en que tuviera que dar razón de sus creencias. —Dios está infinitamente por sobre nosotros, que no podemos pretender comprender sus razones, sus designios, y que lo único que nos cabe puesto que somos sus pequeñas criaturas, es escuchar su palabra, aceptarla con fé y tratar de vivir en consecuencia.
El joven predicador llamó con un gesto a la muchacha que los había atendido y pidió la cuenta. Daba así por terminada la conversación; pero ya fuera del café y al despedirse dijo a Lucila:
—En todo caso, si te sirve mi opinión, creo que Ambrosio abandonó la idea del suicidio y quedó abierto a buscarle un sentido a su vida, un propósito, un para qué vivir. Ojalá que algún día lo encuentre.
Lucila le aseguró que pensaría en todo lo que Alberto le había explicado, y que cuando encontrara a Ambrosio se lo haría saber. Se despidieron cordialmente.