XXV. Honestidad.

Ambrosio pensó que no perdería nada si trataba de encontrar al sacerdote, que quizá fuera bastante santo y espiritual y pudiera hacer algo por Stefania.

Llegó a la dirección que le había indicado Madayanti, unas grandes puertas de un antiguo y sólido edificio, al lado de un imponente templo, muy cerca de la plaza de armas de Santiago. Tocó el timbre y esperó pacientemente. Unos  minutos después, cuando ya se retiraba, se asomó un hombre más bien pequeño. Ambrosio le preguntó por el padre Andrés. El hombre le informó que los frailes estaban en su hora de almuerzo, que después reposaban y se iban a estudiar en sus habitaciones. Que si quería verlo volviera a las cuatro.

—Le diré que quieres hablar con él y seguramente te recibirá, porque el padre Andrés no deja a nadie sin atender, a pesar de sus años.

Ambrosio aprovechó el tiempo para comer una colación de oferta en un viejo restaurant. Luego entró al templo y lo recorrió, deteniéndose a mirar las formas arquitectónicas, los viejos cuadros y murales, las estatuas envejecidas de todos los santos y santas que ocupaban los diferentes altares. Llegó a sentirse mareado de mirar tantas formas y de dar tantas vueltas.

Salió del templo y fue a sentarse en un banco de la plaza. Allí recordó la conversación que había tenido en un banco como ese en Lindares. ¿Qué será de don Humberto? ¿Seguirá asistiendo a las reuniones del partido? Estaba recordando aquella conversación cuando le pareció ver pasar a Diana, la chica que había sido violada en el campo. No estaba seguro de que fuera ella porque tenía el pelo teñido, los labios pintados, y vestía una bonita blusa floreada y un pantaloncito corto que resaltaba sus hermosas piernas.

—¿Diana?

La mujer se giró, extrañada de que la llamaran por su nombre.

—¡Ambrosio! ¿Eres tú?

—Me da mucho gusto verte. Traté de encontrarte en Lindares, pero fue en vano. ¿Qué haces por acá?

—Me vine a Santiago. No podía soportar quedarme allá con mis padres, sin contarles lo que me pasó y sin que ellos entendieran por qué me encerraba en mi cuarto. Me vine, y aquí estoy, trabajando.

—¿En qué estás?

—En un café show. No es tan malo como pensaba. Los hombres me miran, me dicen piropos, me manosean un poco, pero sólo hasta donde yo lo permito. Con algunos me quedo después, pero soy yo la que escojo. Y estoy ganando buena plata, con la que ayudo a mis papás. No me puedo quejar, es lo que yo decidí hacer. Y tú ¿qué haces?

—Trabajo en un restaurante, y vivo con un amigo. ¿Dónde vives?

—En un departamento aquí cerca. Lo arrendamos entre tres amigas que trabajamos en lo mismo. Una de ellas es universitaria, pero trabaja de noche. Son buenas chicas.

—¿Y el modelaje? ¿Ya no piensas en ser modelo?

—Ya no sueño en eso. Todavía tengo pesadillas con lo que me pasó allá en el campo. Mi amiga me está convenciendo de que estudie en una academia, quizá algún día lo haga. Pero ahora tengo que irme, voy atrasada a mi turno que empieza a las cuatro. Me dió gusto verte.

—Y a mí también, me da gusto ver que estás bien, y muy linda.

Diana le dió un beso en la mejilla dejando los labios marcados en su cara. Partió corriendo a saltitos haciendo sonar los tacos en las baldosas, con la cartera colgada al cuello. Al alejarse y ya casi al doblar la esquina se volteó a mirar a Ambrosio, le mandó un beso con la mano y le gritó:

—Nos vemos cualquier día de estos ¿ya?

—Cualquier día, sí – asintió Ambrosio moviendo la cabeza, pero dándose cuenta de que no se habían dejado ninguna información que les sirviera para encontrarse.

A las cuatro en punto Ambrosio tocó el timbre del convento. Le abrió un anciano vestido de gris:

— Hola, buenas tardes. Soy el fraile Andrés. Me dijeron que vendrías y que quieres conversar conmigo.

—Sí padre, buenas tardes.

—Adelante, estoy a tu disposición.

El sacerdote lo condujo por un amplio pasillo al costado del cual había algunas salas abiertas y otras con las puertas cerradas, hasta finalmente salir a un gran patio cuadrangular rodeado de galerías con columnas y arcos. Se sentaron en una banca mirando a los jardines y a una fuente que estaba al centro frente a ellos.

—Este es el claustro del convento, el mejor lugar para conversar. Hay frailes que prefieren las salas de reuniones y el templo; pero a mí me agrada aquí, porque hay más luz y se puede ver un poco de la creación de Dios, mientras que en los recintos cerrados sólo estamos en contacto con las creaciones humanas, algunas muy bellas, pero en fin, cada uno con sus gustos. Cuéntame lo que quiera que sea que te trae por acá. Pero tienes que hablarme bastante fuerte, porque estoy ya medio sordo. Sin rodeos, ¡dále!

—Sin rodeos, lo que quiero es saber si es posible un milagro.

—¿Cómo así?

—Tengo una amiga muy enferma, con leucemia, que los médicos dicen que le quedan pocas semanas o meses de vida. Se llama Stefania. Lo que queremos saber es si acaso sea posible una curación del cuerpo mediante la oración o alguna otra cosa que se pueda hacer con la religión.

—Hum! —murmuró el fraile—, a los jóvenes de hoy no se les enseña nada de religión, y cuando se les enseña, casi siempre se les enseña mal. Mira, hijo, te voy a ser franco. Si entras al templo aquí al lado, casi a cualquier hora, encontrarás mucha gente, especialmente mujeres, que estarán hincadas delante de los santos y santas pidiéndoles favores, y les encienden velas y dejan mensajes escritos, y a veces después fijan unas pequeñas placas agradeciendo el favor recibido. Piden que el hijo encuentre un trabajo, que a la nieta le vaya bien en el examen, que el marido abandone el trago, que se sane un pariente enfermo, etc. etc. Aquí algunos frailes fomentan eso, porque así la Iglesia tiene siempre gente que asiste a las misas y a las confesiones y piensan que de este modo las personas se mantienen cerca de Dios. Yo, te soy sincero, no creo en eso. Para que a uno le vaya bien en los exámenes hay que estudiar, para encontrar trabajo hay que tener ganas de trabajar, saber hacerlo, y ser honrado. Para tener buena salud hay que cuidarse, alimentarse sano, vestirse según el clima, dormir de noche, evitar los excesos. Para tener hijos que no se droguen o emborrachen hay que haberlos educado bien.  Claro que hay enfermedes que no dependen de uno, como es el caso de la leucemia de tu amiga. Pero lo que te digo es para que no creas que la religión te va a dar lo que debieras buscar por tí mismo haciendo el esfuerzo necesario para lograrlo.

—Entiendo. Y le agradezco que me diga esto, porque si hay algo que me enrabia es la mentira y el engaño.

—Lo sé, porque eres joven, y porque eres joven te hablo así. Bueno, esto mismo se lo digo a todos, pero trato de no herir la susceptibilidad de los fieles católicos que están mal adoctrinados.

—Entonces, no existen los milagros, dice usted. Pero si usted es creyente, en el evangelio se dice que Jesús hacía milagros, y he escuchado que se nombra a tal o cual persona como santo porque ha hecho algunos milagros.

—Sí, yo creo en los milagros. Pero mira, tengo más de ochenta años, y en toda mi vida dedicada a la oración y la predicación del Evangelio, he asistido solamente a una curación que pienso que fue un milagro de verdad. Yo estaba en el seminario, debo haber tenido unos dieciseis años. Un día un compañero seminarista nos contó que su padre tenía cáncer y nos pidió que estuviéramos toda una noche en adoración al Santísimo pidiendo por la salud de su padre. Éramos, no sé, como sesenta jóvenes llenos de fé y bastante santos como éramos entonces. Oramos toda la noche convencidos de que el padre de nuestro compañero sanaría. Y parece que así fue, porque nuestro amigo, que fue después un gran predicador dominico que falleció hace unos meses, nos contó que los exámenes que hicieron a su padre días después no indicaban ningún rastro del cáncer que había tenido.

—Entonces, una curación milagrosa de la leucemia de mi amiga es posible. ¿No podría usted...?

—Te confieso que a lo largo de tantos años de vida sacerdotal, muchos, muchos, muchos me han pedido oraciones por tal o cual persona enferma. Y la verdad es que no creo haber servido para sanar a nadie. Ya te dije que lo que te conté es  el único caso que creo que fue un milagro.

—Pero si hubo un caso, pudiera darse otro.

—No digo que no. Yo creo en Dios y en su poder. He pensado mucho en el tema, y de tanto pensar y en base a mi experiencia he llegado a tres conclusiones. La primera es que el milagro no lo hace la Iglesia, ni el santo o la santa tal o cual, sino Dios en presencia de la fe del creyente que lo pide, y sólo si se trata de una fe total, absoluta. Lo segundo es que, aunque se pida con fe total, el milagro tendría que responder a un especial designio divino, porque al final de cuentas, que alguien sufra una enfermedad incurable es algo que ocurre sólo si es la voluntad de Dios. Bueno, eso es lo que creemos los cristianos, porque como dice Jesús en el Evangelio, no se cae un pelo de nuestra cabeza sin que Dios lo sepa. Y como ves, estoy casi pelado, de manera que cada vez que al peinarme veo pelos caídos en la peineta me resigno a su voluntad.

—Mis padres murieron en un accidente, y prefiero no pensar en que Dios estaba detrás de eso, porque me da mucha rabia.

—Te comprendo, hijo, te comprendo. Por si te sirve de algo, te diré que creo que en ese momento terrible Dios estaba con ellos, esperándolos con su amor infinito, y que estaba también contigo, a tu lado, acompañándote, aunque tú no lo supieras. Pero te dije que había llegado a tres conclusiones y sólo te hablé de dos. La tercera es que la oración a Dios siempre sirve, siempre tiene efectos; pero en el alma de las personas, que es más importante que el cuerpo.

Ambrosio se puso de pié. El anciano sacerdote se levantó también del asiento.

—Vine a verlo —le dijo el joven— porque una amiga me contó que había asistido a unos ejercicios espirituales que dió usted. Si vuelve a darlos ¿podría yo asistir?

—Por supuesto que sí. La última semana de cada mes doy uno de esos retiros espirituales, no aquí en el convento sino en una casa de ejercicios, porque es con alojamiento. Si quieres ir no tienes más que inscribirte y pagar una pequeña cuota para financiar las comidas.

Sacó de su bolsillo una hoja de papel medio arrugada y se la pasó. Aquí están todos los datos para la inscripción y sobre el lugar y las fechas.

—Gracias padre, lo pensaré. Tal vez asista, no lo sé.

El fraile lo acompañó en silencio hasta la puerta. Al despedirse le tendió la mano y le dijo sonriendo:

—Tienes una marca de rouge en la mejilla, por si no lo sabías. Es bueno que te quieran así, es bueno. Hay viejas que a mí también me dejan a veces la cara manchada. Y mientras más viejas, más se embadurnan la cara. En fin, yo rezaré por tu amiga Stefania, y por tí; pero como ya te dije, no esperes demasiado de este viejo.