El miércoles Gabriel le contó a Ambrosio que los exámenes que le habían hecho a Stefania no eran buenos. El cáncer había continuado extendiéndose por la médula de los huesos y los dolores que hasta entonces habían sido ocasionales y poco intensos estaban aumentando. Se avecinaba el desenlace inevitable; pero aún podrían extenderse sus días con un nuevo tratamiento que acababan de traer desde Estados Unidos. Ese tratamiento, y un mejor control de los dolores, obligaban a internarla en el hospital clínico.
Sus padres, sus primos y sus amigos la visitaban constantemente, aunque por instrucciones del médico y de la madre a petición de la misma Stefania, las visitas debían reducirse a pocos minutos. Ella prefería estar sola, leer poesías y meditar en silencio. Solamente a Ambrosio le permitía acompañarla en más largas veladas. Porque él era el único que no se ponía triste al estar con ella, ni intentaba distraerla con conversaciones que no le interesaban, y nunca le preguntaba cómo se sentía ni qué iban diciendo los médicos sobre el curso de su enfermedad.
Ambrosio se sentaba a su lado, le tomaba la mano, le leía poesías, le contaba los pensamientos filosóficos y las experiencias estéticas y espirituales que había tenido en las diversas y muy notables circuntancias que le había tocado vivir después de la muerte de sus padres. Cuando los veía así en una relación tan tierna, la madre de Stefania, que la acompañaba todo el tiempo que podía, descansaba aliviada.
—A tu padre no lo conozco. ¿Viene a verte?— le preguntó Ambrosio un día.
—Mi papito viene todas las mañanas antes de ir a su trabajo. Está sólo un ratito porque se pone demasiado triste y cuando le brotan las lágrimas se va dándome un beso. Creo que no soporta que me vaya a morir. Sé que será el que más sufra cuando ya no esté con él.
El día antes del comienzo del retiro espiritual con el padre Andrés, Ambrosio le dijo a Stefania que había conversado con el fraile y que le habían permitido que asistiera a los ejercicios sin necesidad de quedarse en la noche. Su compromiso era llegar a las ocho de la mañana y compartir las actividades con el grupo hasta las seis de la tarde, en que podía retirarse.
—¿Por qué lo hiciste así?
—Lo prefiero. Así podré venir cada tarde y contarte lo que haya aprendido y vivenciado.
—Eres muy amoroso Ambrosio. No sabes cuánto te lo agradezco, porque tenía unas ganas tremendas de asistir yo también. ¿Pero no te estarás perdiendo algo importante del programa, de las seis en adelante?
—Me dijo el padre que a las seis de la tarde se hace una misa y que no es obligatorio asistir. Después de la misa viene la cena y una hora de conversación entre los que quieran, antes de la queda, que significa silencio y cada uno en su habitación, para dormir. Así que no me pierdo nada de lo que me interesa, que son los ejercicios espirituales que se desarrollan durante el día. Y en cuanto a la hora de conversación, la tendremos aquí ¿no?
—Eres muy lindo, Ambrosio. Tuve mucha suerte de conocerte.
—Te cuento lo que conversé con él para que veas cómo es interesante ese viejo cura. Como voy a llegar después del desayuno y me iré antes de la cena, me dijo que él me invitaba y no pagara la cuota. Entonces le pregunté si había alguna dieta, alguna comida que hubieran escogido para el retiro. Quiso saber por qué le preguntaba eso, y le dije que los Hare Krishnas le dan mucha importancia a la comida para el desarrollo espiritual, y que por eso son veganos. Me explicó que muchas religiones dan instrucciones sobre la comida, pero que él piensa que los alimentos son para el cuerpo y no para el espíritu, que hay que comer sano para no enfermarse ni engordar, y que para eso hay que aprender lo que enseña la ciencia sobre la alimentación humana. Y me dijo que también conviene aprender a escuchar al propio cuerpo, que le pide a uno según sus necesidades. Me dijo que hay maestros espirituales que aconsejan comer poco y hacer sufrir al cuerpo para desarrollar las virtudes del alma; pero que él no está de acuerdo, porque al cuerpo hay que atenderlo bien, lo mejor posible, para que no moleste.
—Me gusta tu amigo fraile. Lástima que yo no pueda asistir a su retiro.
—Son siete días. Tu debes conseguir con tu mamá y con las enfermeras que me dejen estar contigo por lo menos una hora después de las siete, para contarte lo que pase cada día y que podamos conversar.
—No te preocupes, yo me encargo. Como nunca antes en mi vida mis deseos son órdenes para todos aquí. Aunque trato de no abusar del cariño y compasión que me tienen.
El lunes Ambrosio llegó temprano a la casa de ejercicios. Era una especie de convento pero de construcción moderna, emplazado en medio de un gran parque atravesado en varias direcciones por caminos peatonales que iban bordeando grandes árboles de variadas especies, que sombreaban el césped cuidadosamente mantenido y recortado. Cada cierto trecho de camino había una banca de plaza estratégicamente ubicada para aprovechar al máximo la sombra que daban los árboles en las diferentes horas del día.
Los que participaban en el retiro formaban un pequeño grupo que se reunía en una sala alrededor de una mesa en la que el padre Andrés ocupaba un puesto central en uno de los costados. Los asistentes se presentaron con sus nombres y explicaron lo que cada uno buscaba y esperaba encontrar en esos ejercicios.
Varios dijeron, con diferentes palabras, que intentaban llegar a ser buenos cristianos. Uno dijo que en realidad aspiraba a la santidad y la perfección. Los demás coincidieron en decir que esperaban tener un encuentro con Dios. Ambrosio explicó que lo que andaba buscando era el sentido de la vida, saber si los hombres tenemos o no un alma que sobreviva a la muerte, y si fuera posible, llegar a tener alguna vivencia o experiencia espiritual. Agregó que tenía curiosidad y mucho interés en conocer la respuesta que el padre Andrés podría dar a esas interrogantes. Fue el único que manifestó que no era creyente católico sino agnóstico, lo que sorprendió a muchos porque la invitación al retiro se había hecho en las parroquias de la Iglesia.
El padre Andrés se presentó también, diciendo que personalmente compartía todos los objetivos que se habían mencionado: llegar a ser un buen cristiano, tener un encuentro con Dios, acercarse a la santidad; pero que siendo enteramente sincero, lo que había dicho Ambrosio era lo que más se acercaba a su verdadero objetivo, que había buscado durante toda su vida y que lo seguía buscando: descubrir el sentido de la vida, conocer lo que somos los seres humanos, y tener una vivencia espiritual. Terminó su presentación diciendo:
—Soy uno que a mis más de ochenta años continúa siendo un buscador de la verdad, un buscador espiritual. De manera que, lo que puedo hacer y lo que voy a hacer dirigiendo estos ejercicios espirituales, no será predicarles alguna verdad para que ustedes la sigan, sino proponerles algunas experiencias y algunas lecturas que puedan servirnos en esta búsqueda y para encontrar cada uno de ustedes, y también yo, lo que hemos expresado que esperamos encontrar.
Se sirvió un sorbo de agua y continuó:
—Pero debo decirles que en mi opinión cualquiera de esos objetivos debe entenderse como un desarrollo personal, algo que cada uno debe vivir personalmente, de modo que el logro de lo que cada uno espera no depende de mí, sino de cada uno de ustedes, de cada uno de nosotros. Y teniendo esto en cuenta, para empezar les invito a que reflexionemos sobre unos brevísimos versos de un gran poeta español llamado León Felipe. Dice así: “Nadie fue ayer, / ni va hoy, / ni irá mañana / hacia Dios / por este mismo camino que yo voy. / Para cada hombre guarda / un rayo nuevo de luz el sol... / y un camino virgen Dios”.
Después de unos minutos de silencio en que se suponía que cada uno había reflexionado, el padre Andrés explicó que el retiro consistiría en una serie de lecturas y de prácticas llamadas “ejercicios espirituales’, que seguramente serían vividos de distinto modo por cada uno, pudiendo ser que algunos significaran muy poco para unas personas y mucho para otras.
Explicó que por eso mismo era importante que se mantuvieran en silencio, viviendo interiormente cada uno sus propias experiencias, las que solamente podrían comunicarse, y sólo si quisieran hacerlo, en la hora de conversación prevista para después de la cena de cada día. Esa era la única norma a cumplir durante los ejercicios, el silencio, por respeto a lo que cada uno estuviera viviendo interiormente, y también porque el silencio era el mejor ambiente para permitir y facilitar la meditación. Por lo demás, podían asistir o no asistir a las lecturas, las prácticas y las misas que se harían durante esos días.
Las lecturas y las prácticas del primer día estuvieron dedicadas al conocimiento de la realidad, de la naturaleza, y a admirar la creación.
—Lo que se pretende con ellas es que cada uno desarrolle sus capacidades de conocer lo esencial, más allá de lo que se ve y de lo que se siente. El conocimiento intelectual y abstracto es — explicó el padre Andrés —él mismo una experiencia espiritual y el comienzo del desarrollo interior de una persona. Perfeccionar espiritualmente el intelecto, para ser capaces de conocer la realidad más allá de lo que de ella pueden captar la vista y los sentidos del cuerpo, es un gran desarrollo del espíritu humano.
A las siete de la tarde Ambrosio entró a la habitación del hospital donde estaba Stefania. Ella había descansado física y mentalmente todo el día, queriendo sentirse en la mejor forma posible para el encuentro de la tarde con su nuevo amigo.
—Te estaba esperando.
—¿Cómo te has sentido hoy?
—Bien, sin novedad. Pero estoy ansiosa por saber lo de los ejercicios espirituales. ¡Cuéntamelo todo!
Ambrosio le hizo una descripción general de lo que había sido el programa del día. Se explayó especialmente en la práctica espiritual de la mañana.
—“La atención intelectual”, fue el nombre con que el fraile presentó esa primera experiencia. Fue en el parque, al aire libre, a la sombra de un gran árbol. Explicó que se trataba de aprender a ver la realidad con la inteligencia pura, yendo más allá de lo que vemos con los sentidos y con la percepción. Dijo que era un ejercicio duro, difícil; pero que empezaba el retiro con él porque era importante descartar desde el comienzo la creencia muy difundida de que lo espiritual tiene que ver con los sentimientos y con las emociones. Dijo que el ámbito de lo emocional es fundamental para el desarrollo humano, pero permanece ligado a los sentidos y a lo instintivo. Los sentimientos y las emociones no alcanzan lo específicamente espiritual, aunque advirtió que lo espiritual puede influir en los sentimientos y emociones, purificándolos, espiritualizándolos.
Ambrosio tomó aliento. Stefania lo escuchaba muy atenta. Él continuó relatando la experiencia que había tenido esa tarde.
—El fraile nos dijo que el intelecto es capaz de captar las formas y las esencias de las cosas, y que es una facultad que poseemos los seres humanos y que no tienen los animales, y que puede llevarnos a la experiencia espiritual. Pero para ello es necesario desarrollar el intelecto puro, que es su operación más elevada y que implica trascender racionalmente el ámbito de las percepciones y de las emociones. Nos explicó que al desarrollar el intelecto puro nos hacemos capaces de conocer y comprender la realidad en sus formas abstractas y universales, que no se captan con los sentidos ni con las emociones.
—¿Y en qué consistió el ejercicio?
—Nos invitó a mirar el árbol, sus ramas, sus hojas, los pájaros que estaban en las ramas, la mariposas blancas, amarillas y rojas que revoleteaban. Pero tratando de no prestar atención a los colores, las figuras, los movimientos, los sonidos, o sea, teníamos que poner entre paréntesis lo que se ve y lo que se siente. No prestar atención a los sonidos, como el crujir de las ramas y el piar de los pájaros, y tratar de percibir las cosas inmersas en el silencio. Y en cambio, concentrarnos en identificar los modelos abstractos de esas cosas, las formas geométricas, los diseños puros, los números y las relaciones cuantitativas y geométricas de lo que fuéramos observando. Y concentrarnos en captar las ideas aplicables a cada cosa, la idea de hoja, la idea de rama, la idea de corteza, la idea de árbol, la idea de verde, de marrón, de mariposa, etc. Y poner esas ideas en relación unas con las otras, formulando silogismos y razonamientos en base a esas ideas, a esas figuras geométricas, a esos números y sus relaciones.
—¡Vaya! No me hubiera imaginado un ejercicio tan frío, tan racional.
—Sí, para mí fue inesperado. Pero sumamente interesante. Porque no se trataba sólo de poner entre paréntesis lo concreto y diverso que captamos con los sentidos, sino también de acallar las emociones o los sentimientos que nos pudieran provocar el árbol y lo que estábamos mirando. Había que esforzarse por ser totalmente objetivos, conocer la realidad como la conocen los científicos y los filósofos, que prestan atención a las estructuras matemáticas y a las relaciones conceptuales de la realidad.
—Pero los científicos no hacen abstracción de los colores, de los sonidos, de los olores.
—Tienes razón; pero no te lo expliqué bien. Si prestábamos atención a los colores, el asunto era trascender el color que vemos con los ojos y llegar a ’pensar’ el color, captar la esencia del color, su significado en relación a la esencia de la cosa. No sé si me explico.
—Más o menos. ¿Y les dijo por qué ese ejercicio era de desarrollo espiritual?
—Sí, lo que llegué a entender fue que el intelecto racional nos hace trascender lo material, lo corporal de la realidad, para acceder a lo esencial, a lo universal, aquello que solamente se capta con la razón pura. Desarrollar así el intelecto es algo espiritual, dijo; algo que no pueden hacer los animales que solamente perciben las cosas individuales y en su materialidad.
—¿Sentiste que te ponías en un ambiente espiritual?
—Algo así. Diría que llegué a ponerme en un ambiente puramente racional. Lo más interesante fue captar que la realidad tiene estructuras formales, matemáticas, geométricas, ideales, que están presentes en todo el universo, y que son las mismas en cualquier parte y en todo tiempo. Y por esas estructuras racionales presentes en toda la realidad, comprendí que el universo entero con toda su riqueza y diversidad es una unidad, un todo interrelacionado, donde el todo está en cada objeto y cada objeto es una totalidad.
—Y tú ¿cómo te sentías?
—Eso fue lo mejor, porque mientras estaba en esa suerte de trance intelectual llegué a olvidarme de mí mismo, no sentía mi yo. Podría decir que el ejercicio me fue llevando a ponerme fuera de mí, a salir de mi yo subjetivo y entrar en un mundo racional, abstracto, desde el cual se captan las esencias de las cosas y del universo. Era un conocimiento totalmente desinteresado, sin asomo de egoísmo, sin querer apropiarme de nada, sin desear instrumentalizar eso que conocía para algún objetivo que fuera distinto que el puro conocimiento.
—¿Cuánto te demoraste en llegar a esa experiencia? ¿Y cuánto rato duró?
—Me demoré bastante. Calculo que estuve como dos horas frente al árbol, y la experiencia misma no sé lo que duró, porque en ese estado perdí la noción del tiempo; pero diría que fue cosa de pocos minutos, porque me avisaron que era la hora de almorzar y ahí se acabó todo.
Había pasado más de una hora de conversación cuando una enfermera vino a decirle a Ambrosio que era hora de dejar que Stefania descansara.
—Mañana en la mañara intentaré hacer este ejercicio. Aunque no creo que me resulte ¿Cómo dijiste que se llama?
—La atención intelectual. Pero es más que pura atención. Y sí, es obvio que no es necesario hacerlo ante un árbol, sino que da igual ante cualquier conjunto de objetos que uno tenga delante.
—Sí, mira por la ventana. Veo casas, árboles, nubes. Intentaré prestarles atención intelectual y tener también yo esa experiencia cognitiva.
—Perfecto. Y yo vendré a contarte como sigue la cosa mañana.