XVIII. Las creencias.

Al llegar a Santiago Ambrosio y Matilde tomaron rumbo a la casa de los tíos. Almorzaron con ellos y tuvieron una agradable conversación de sobremesa. Después fueron a la plaza con los tres primos donde jugaron con otros niños del barrio. Ambrosio le pasó algún dinero a  la tía Isidora explicándole que era lo que había podido ahorrar en los tres meses de trabajo en el norte, y se despidió cariñosamente de todos.

Llamó a Gabriel, el joven filósofo y fotógrafo que había conocido en el ashram de los Krishna. Tenía todavía consigo las llaves de la casa que Gabriel le había dicho que guardara para cuando necesitara un lugar donde dormir. Claro que de eso habían pasado seis meses y no había vuelto a comunicarse con su amigo.

—Hola! —respondió Gabriel.— Justo hoy me estaba acordando de tí.— ¿Sigues pensando en el sentido de la vida?

Ambrosio notó que Gabriel hablaba lentamente y con la voz algo pegajosa y alterada.

—Pues sí. Pero te llamo porque estoy de vuelta en Santiago y esta noche no tengo donde quedarme. ¿Puedo ir?

—Claro que sí. Ven no más. Estoy con algunos amigos compartiendo unos pitos de marihuana, y si te apuras podrás compartir también.

—Estoy bastante lejos de tu casa, así que me demoraré en llegar, pero voy para allá.

Ambrosio no acostumbraba fumar marihuana. Lo había hecho sólo una vez con algunos compañeros del colegio, pero estuvo tan asustado de los efectos que pudiera producirle que apenas aspiró el humo y no llegó a sentir efecto alguno.

Era ya de noche cuando entró al departamento interior donde vivía Gabriel. Sintió en los ojos el humo y lo envolvió el olor entremezclado de cigarrillos y marihuana. Fue recibido por Gabriel que sin levantarse del sillón en que estaba tendido le estiró los brazos para abrazarlo. Tenia la cabeza apoyaba en los pies de una joven que estaba sentada en el respaldo del sofá y que parecía bastante más ‘volada’ que Gabriel. Otros dos jóvenes y una mujer algo mayor estaban sentados en los cojines apoyando la espalda contra la muralla. Al ver a Ambrosio hicieron algunos gestos de saludo. Gabriel lo presentó a sus amigos con voz gomosa.

—Este es mi amigo Ambrosio, que anda en busca del sentido de la vida pero que anda más perdido que el teniente Bello. Y esta es Stefania, y Eliana y Ana María y Consuelo y Camilo y Roberto y Matías, que como puedes ver, están más volados que yo. Estás en tu casa. Pero creo que la marihuana se acabó, así que si quieres puedes sacar una cerveza.

Cada uno sumergido en lo suyo nadie le prestó mayor atención. Se tomó una cerveza y no teniendo nada más que hacer recogió dos cojines que estaban libres y se acomodó en una esquina de la pieza. Estaba cansado y con el sueño de la noche anterior acumulado, por lo que muy pronto se quedó dormido en su rincón.

Despertó cuando la mañana estaba ya avanzada. Los amigos de Gabriel se había ido. Gabriel estaba comenzando a recoger las cosas botadas en el suelo.

—Me doy una ducha rápida y te ayudo a ordenar y limpiar.

—Bien! Yo mientras tanto prepararé otro café.

Gabriel interrogó largamente a Ambrosio, quien le contó las experiencias vividas durante esos meses de trabajo en la empresa pesquera, su paso por la política, su estadía entre los aymaras y finalmente la vigilia con los evangélicos. Gabriel, con su mentalidad y su formación filosófica le hacía preguntas, inquiría detalles y pormenores respecto a lo que Ambrosio había visto, oído, experimentado, vivenciado. Solamente al final le formuló la pregunta obvia, que Ambrosio esperaba desde el comienzo y sobre la cual no tenía una respuesta.

—¿Y tú qué piensas de todo eso?

—Yo no sé en verdad qué pensar. Lo que sí te puedo asegurar es que los evangélicos y los aymara tienen tremenda fé en lo que dicen, y en la potencia de lo que hacen. Creen a pié juntillas, no parecen tener dudas, y se comportan de acuerdo a eso que creen.

—Pero entonces ¿quiénes tienen la razón? ¿Cuál es la verdad? ¿Habrá que adoptar la fé de los que creen en la Pachamama, los Achachilas y los Huacas, o la fe de los que creen en Jesucristo? ¿O la verdad será que Krishna es la personificación de Siva el creador y Dios el mismo Krishna? Porque son creencias tan diferentes que no veo cómo se puedan aceptar. Y todos ellos, cristianos, aymaras y hare krishnas creen con toda convicción y fé.

—Bueno, según lo que entendí, te diría que los aymaras pueden incluir en sus creencias a Jesucristo, puesto que integran a la virgen de los cristianos. Y si fuera el caso no me extrañaría que si los dominaran los krishnas irían también a cantar y a bailar delante de su imagen.

—Claro, porque ellos son animistas. Como todos los pueblos primitivos, creen que el mundo está lleno de espíritus, y que unos están en unos lugares y otros en otros, y que cuando las personas se van de un lugar a otro, transportan consigo también a sus dioses. Pero son creencias de los primitivos.

—¿Y no pudiera ser que los primitivos tuvieran algo de razón? Porque, después de todo, las religiones vienen de muy antiguo, de pueblos muy primitivos.

—Sí, pero estamos ya en el siglo veinte, y la ciencia ha descubierto que todas las creencias religiosas sobre el origen del mundo son falsas, porque el universo nació con el Big-Bang y de ahí evolucionó a lo largo de millones de años hasta que se formaron las estrellas y los planetas. Y que en la tierra partió la vida con los microorganismos unicelulares, que han evolucionado hasta que se formaron los mamíferos. Y de ahí venimos nosotros.

Ambrosio se quedó pensando. No tenía nada que argumentar. Hasta que se le ocurrió una idea:

—¿Y no será que esto del Big-Bang y de la evolución de la materia y la evolución de las especies y todo eso que dice la ciencia, no sea sino una creencia más, como todas las anteriores? Porque, si lo piensas bien, lo del Big-Bang y la expansión de universo es un lindo cuento, tan lindo como los cuentos de la biblia, los relatos de los aymaras, o los Vedas de los krishnas. Además, la ciencia dice un día una cosa y otro día cambia de teoría. ¿Crees que en 500 años más la ciencia seguirá hablando del Big-bang y de la selección natural?

—Hay una diferencia —replicó Gabriel—. La ciencia se basa en la experiencia, y organiza los datos de la experiencia utilizando la razón. Ahí está su fuerza, y lo que la pone por encima de todas las creencias antiguas.

—No veo tanta diferencia. Los aymaras se basan también en la experiencia. La experiencia de ellos es distinta, pero es experiencia real y empírica, que verifican con los sentidos. Cuando observan los signos que predicen el clima y cuando conversan con los señaleros, lo hacen con notable cuidado y detalle. Y después los analizan entre todos, sacando sus conclusiones, para lo cual emplean su inteligencia, su razón. Y los evangélicos también están siempre refiriéndose a sus experiencias personales y familiares, a sus enfemedades y adicciones. Y sacan sus conclusiones usando la cabeza.

—Sí, pero lo que diferencia a la ciencia de esas creencias es que la ciencia prueba y verifica lo que se afirma como hipótesis y teorías. Y si la realidad no responde a lo que se supone que debía pasar según esas creencias, entonces las corrigen, elaboran nuevas hipótesis y teorías. La ciencia predice el clima. Y la medicina sana a los enfermos.

—Beh! No es tan distinto. Los aymaras comprueban y verifican lo que predicen. Si los señaleros les dicen que no va a llover en dos días, pues no llueve. Y si les dicen que vendrá una tormenta, la tormenta viene. Ellos están siempre aprendiendo y estudiando la naturaleza. También los evangélicos tienen pruebas permanentes de lo que creen. Ellos de hecho sanan sus enfermedades, superan sus adicciones. Incluso me atrevería a decir que los aymaras con sus ritos son capaces de cambiar el clima, de controlar en algo los fenómenos atmosféricos. Al menos así lo creen. Y los evangélicos son capaces de controlar sus adicciones y cambiar su vida por la fe que tienen en Jesucristo.

—Se sanan por sugestión, se sugestionan, no seas bobo.

—¿O sea que con la fuerza de la mente se puede sanar una enfermedad física? ¿Por ejemplo, que un tullido puede empezar a caminar si se sugestiona con mucha fe? No creo que un médico formado en la ciencia moderna piense que eso sea posible.

—El poder de la mente sobre el cuerpo — replicó Gabriel — es algo que no se puede discutir. Los psicólogos lo afirman hoy con rigurosidad científica. La hipnosis es una prueba palpable, pues con ella se puede hacer que un fumador deje su adicción. Y en medicina se reconoce que un ambiente estimulante y las esperanzas de curación favorecen los efectos de la cura contra el cáncer, por ejemplo.

—Entonces ¿porqué no creer que con las energías mentales y espirituales de eso que se llama fé, compartida y creída firmemente por muchos, se pueda también actuar sobre las realidades corporales y cambiarlas?

—Bueno, puede ser, eso es lo que digo cuando hablo de sugestión. Beh, no sé qué pensar. Lo que sí yo sé es que estoy inmerso en una cultura moderna, científica, y todas esas creencias antiguas me son muy ajenas, no podría creer en ellas.

—Yo tampoco sé que pensar. Pero te digo que la ciencia actual dice cosas muy esotéricas, como lo del espacio-tiempo de Einstein, de que dos fotones lanzados en dirección contraria se alejan uno del otro a la misma velocidad que lo hace un fotón respecto de otro que está inmóvil. O sea, que uno más uno no son dos, sino uno. O la teoría cuántica, que muy poco me enseñaron en el colegio pero que es un cuento harto fantasioso.

—Un punto a tu favor, Ambrosio. Algo leí de un físico muy famoso que dice que que con el tiempo la ciencia y las creencias espirituales llegarán a encontrarse en una visión del mundo unificada.

—Puede ser. Por mi parte y por el momento, yo diría que los científicos son una tribu, o una secta, o un grupo humano igual que otros, con su propio lenguaje, sus propias creencias, sus propios fundadores y sus propios ritos.

—Tal vez, pero es la tribu predominante en el mundo contemporáneo.

—Pero la cuestión es, Gabriel, por qué es hoy predominante. ¿Es predominante porque es verdadera? ¿O es dominante porque controla el mundo? Pues lo que puedo yo ver, es que tienen el poder. Es con las ciencias que se guía a la economía y a la política. Pero fíjate que ninguna de las dos está muy bien. No han generado relaciones fraternas y solidarias, que en cambio sí encontramos entre los aymaras, los krishnas, los evangélicos.

—En eso tienes razón, Gabriel. Las ciencias modernas y la tecnología están llevándonos a destruir la naturaleza. Es un problema serio.

Ambrosio y Gabriel se quedaron un rato pensando. Hasta que Ambrosio formuló la pregunta que se había formado en su mente:

—¿Será que sea importante, para aceptar unas u otras creencias, que ellas nos lleven a actuar bien, con ética, con fraternidad, con respeto a la naturaleza? Porque en eso, claramente los aymaras la llevan, lejos.

—Pero lo que importa es si las creencias son verdaderas o falsas ¿no crees? No si nos hacen actuar bien o actuar mal? –retrucó Ambrosio.

—¿Por qué?

—Porque hablamos de creencias en cuanto conocimientos de la realidad tal como es. Lo que está en juego es la verdad, no el bien.

—No me queda tan claro que se pueda separar la verdad del bien. ¿La verdad es un bien? Si no lo fuera, habría que justificar por qué buscamos la verdad. Y si el bien se alcanzara mediante creencias erróneas ¿habría que reconocer que  no es tan bueno conocer la verdad? Pero, en fin, sí, acepto lo que dices. A mí me interesa la verdad de las creencias.

—Pues, en esto la ciencia tiene ventajas evidentes sobre las otras creencias. Porque las creencias que acepta la ciencia deben estar siempre justificadas. Las creencias científicas son creencias justificadas, no como las creencias religiosas, que se aceptan por fé.

—¿Creencias justificadas? ¿Justificadas de qué modo?

—Justificadas en base a la experiencia y el análisis científico.

—O sea ¿justificadas de acuerdo a los criterios que establece la propia ciencia para justificar las creencias? ¿No es eso redundante, un argumento circular?

—Justificadas por la filosofía.

—Entonces sería la filosofía la que manda y decide sobre la verdad. Pero ¿cuál filosofía? El profesor de filosofía en el colegio nos enseñó que en la historia se han dado miles de concepciones distintas. Tu eres filófoso. ¿Es así?

—Estudié filosofía. No quiere decir que sea filósofo. Filósofo es el que se muestra capaz de proponer un filosofía.

—Entonces, quiere decir que hay tantas filosofías como filósofos. ¿Y cada filósofo tendría que creer que la suya es la filosofía verdadera?

—Parece que sí.

—¿Cuál es la filosofía que sostiene que la ciencia es la que nos da creencias verdaderas?

—Diría que es el empirismo, el positivismo. Es una filosofía que, a fin de cuentas, es materialista.

—Bueno, es obvio entonces que una filosofía empirista tiene que justificar una ciencia empirista. O una filosofía materialista tiene que justificar una ciencia materialista. Pero, y a esa corriente filosófica empirista o materialista ¿qué la justifica? ¿Qué bases superiores tienen, que las pondrían por sobre todas las otras filosofías?

—En lo esencial, el empirismo y el positivismo afirman que el conocimiento debe basarse en lo que enseñan los sentidos y en lo que se puede experimentar empíricamente, sometido al análisis de la razón. Podemos aceptar como realidad solamente lo que podamos verificar y demostrar racionalmente.

—¿No es eso que me dijiste que hace la ciencia moderna, que acepta como real solamente lo que se puede observar o contrastar con la experiencia empírica?

—Claro que sí.

—Pues, fíjate en lo que estás afirmando. Dices que la ciencia moderna es justificada por una filosofía que a su vez es justificada por la ciencia moderna. ¿No te parece que nos estamos dando vueltas en un círculo vicioso? La ciencia moderna sería verdadera porque se basa en los criterios de una filosofía que se basa en los criterios de la ciencia moderna.

Gabriel se quedó pensando. Lo que argumentaba Ambrosio no parecía tener falla lógica. Pero él sabía, porque en eso casi todos los filósofos estaban de acuerdo, que la lógica por sí misma no es suficiente para conocer la realidad. Recordó que según Marx, la práctica es el criterio último de la verdad.

—Bueno, pero la superioridad de la ciencia sobre cualquier otra creencia queda demostrada cada día en la práctica. La ciencia nos hace dominar el mundo, transformar la realidad con la técnica que se basa en ella.

—Pero ¿no quedamos en que también los aymaras y los evangélicos basan sus creencias en la práctica, y que su fe les resulta?

—Hay prácticas y prácticas. La práctica derivada de la ciencia es mejor que la práctica derivada de las creencias.

—¿Mejor, dices? Mejor, o sea ¿más buena? ¿No decías que la verdad y el bien no tienen relación? Y si dices “mejor”, hay que preguntarse, mejor ¿para quién? ¿En función de qué? ¿De dominar la naturaleza destruyendo sus equilibrios ecológicos? ¿De fundar un organización social donde crece la desigualdad, las injusticias, la infelicidad de las personas?

—Uf! Argumentas bien, Ambrosio, y eso que no has estudiado filosofía. Pero el asunto es si las creencias sean verdaderas o sean falsas. El criterio es la verdad. Y ¿te parece que puede ser verdad que en las montañas haya un señor espíritu Achachila y que los rayos y las lluvias sean decididas por el estado de ánimo de los huacas que las comandan?

—En realidad no me parece que sean creencias verdaderas. Pero yo estoy en esta cultura moderna, y no estoy seguro que esta cultura moderna permeada por el cientismo sea la que nos proporcione la verdad definitiva sobre las cosas.

Y Ambrosio agreó después de un momento:

—¿Qué es la verdad? ¿Qué es un conocimiento verdadero?

—Bueno, cuando lo que afirmamos, lo que creemos, corresponde a lo que pasa en la realidad. Por ejemplo, la ciencia dice que cuando un metal se calienta aumenta su tamaño. En la realidad, si cada vez que un metal se calienta  crece su tamaño, podemos concluir que esa creencia es una verdad.

—Bien. Acepto esa definición de la verdad. La verdad es cuando lo que pensamos y creemos corresponde a lo que sucede en la realidad.

Ambrosio se quedó pensativo. Gabriel creyó que la discusión terminaba con el silencio de Ambrosio, que interpretó según aquello de que “el que calla otorga”. Pero lo que pasaba en realidad por la mente de Ambrosio era algo muy distinto. Ambrosio se estaba haciendo preguntas, sólo que esta vez no se las planteó a Gabriel sino a sí mismo. “¿Es que hay una sola verdad? ¿O es que la verdad es plural? ¿O será que no podemos saber nunca que lo que tenemos en la mente corresponde a lo que ocurre en la realidad? Para responder, habría que saber ¿qué es la realidad? Pero si tuviéramos la respuesta a esa pregunta ya sabríamos qué es la verdad. ¿Cómo escapar del razonamiento en círculo?”.

Al final, cuando Gabriel estaba revisando en la cocina lo que quedaba de comer después de la visita de los amigos, oyó a Ambrosio que le decía:

—Si la verdad es que lo que creemos o afirmamos corresponda a la realidad tal como es, pudiera ser que muchas creencias diferentes  fueran verdaderas, si la realidad estuviera compuesta de muchos niveles diferentes.

—Puede ser, quizá –respondió Gabriel, distraído.

Ambrosio estaba pensando en los tres niveles de energía en las personas de que hablaba Madayanti, y en los tres niveles de la realidad de la chacra según los aymaras, y en los dos niveles que reconocen los evangélicos y los krishnas. ¿No será que las ciencias buscan la verdad sobre la realidad material, y las religiones busquen la verdad sobre la realidad espiritual? ¿Y no será que la vida y la experiencia humana se desenvuelve en contacto con ambos mundos, o con tres, o más? ¿Y que para conocer esas realidades tenemos facultades cognoscitivas distintas?

—Puede ser, quizá –repitió Ambrosio, concentrado.

Pero la conversación quedó hasta ahí, porque Gabriel comprobó que el día anterior sus amigos habían arrasado con todo lo que había en el refrigerador.

—Acompáñame, vamos a comprar algo para el almuerzo.

Camino al supermercado Ambrosio le comentó a su amigo que en verdad las experiencias que había tenido con los aymaras y con los evangélicos le habían impactado mucho.

—Y no sé —agregó.— Si me digo que estoy buscando el sentido de la vida y la verdad de las cosas, no me puedo cerrar a lo que no conozco y a lo que me sorprende aunque no lo entienda bien. No me puedo quedar encerrado en una visión científica que, por lo demás, tiende a presentarse en forma tan dogmática como cualquier otra creencia.