El domingo de madrugada partieron rumbo al pueblo de Tarapacá en un viejo jeep. Lo conducía el padre Pedro. A su lado un hombre de mediana edad que fue presentado como Juan Mamani, que su fisonomía y su apellido no dejaban dudas de que era un aymara, seguramente uno de los tantos que vivían en la ciudad pero que volvían a su tierra de origen en cada ocasión en que pudieran hacerlo. En el asiento de atrás iban Josefina y Ambrosio.
Ambrosio miraba sorprendido los extraños paisajes del desierto y de la Pampa del Tamarugal. A lo largo del trayecto Josefina iba indicando los nombres de los lugares y de antiguos poblados abandonados por donde iban pasando. Pero cada vez que lo hacía era el padre Pedro quien tomaba la palabra para contar historias y anécdotas que había vivido en esos parajes. Daba nombres de personas y describía familias que había conocido en su larga permanencia en esas tierras.
Pasaron también por lugares donde no se veía ni un asomo de hierba y donde no parecía vivir ni siquiera un insecto. Sólo tierra y arena y minerales escondidos bajo tierra. Piedras y silencio, en un paísaje que parecía lunar, y que solamente cuando pasaban al costado de algún enclave salitrero habitado ahora solo por fantasmas, recordaba que estaban en el planeta tierra. A la distancia Juan Mamani mostró extendiendo el brazo un pequeño oasis, que Ambrosio pensó que había sido puesto allí solamente para permitir a los humanos atreverse a cruzar los misterios del silencio.
Después de casi dos horas de viaje llegaron a una pequeña ciudad o aldea llamada Huara, que según el padre Pedro tendría poco más de mil habitantes.
—Esta ciudad no es original aymara. Fue construida después de la guerra del Pacífico como centro burocrático del gobierno y para servir a las empresas del salitre. Pero todos los habitantes son aymaras y tengo aquí muy buenos amigos.
Sin dar explicaciones detuvo el jeep frente a una plazoleta y se puso a caminar por una de las calles. Lo vieron detenerse ante una casa y entrar a ella. Un cuarto de hora después salió, abrazó a un hombre y a una mujer ya ancianos, y siguió por la calle alejándose del jeep, hasta que lo vieron doblar en una esquina. Juan Mamani, Josefina y Ambrosio se pasearon por la plaza, sin saber qué hacía el padre y cuánto tardaría en volver.
—Fue a saludar y a despedirse de sus amigos. Puede tardar una hora, o cinco, depende de lo que encuentre. Pero sabe que debemos seguir viaje para llegar a los preparativos de la Huilancha, así que creo que volverá pronto – les explicó Juan Mamani, que había guardado silencio durante todo el viaje pero que había adivinado las preguntas de los jóvenes.
Dos horas después vieron venir al viejo cura haciendo esfuerzos por caminar rápidamente, pero se notaba que estaba cansado. Josefina se dió cuenta de que le costaba respirar y que el corazón le latía con fuerza, por lo que se ofreció para manejar el jeep.
—Bien, te lo agradezco, aunque en cinco minutos estaré repuesto. Tenía que despedirme de viejos amigos. Pero sólo alcancé a ver a algunos, así que al regreso pasaré a ver a otros.
Cinco minutos después el padre se había dormido. Una hora más y llegaron al pueblo de Tarapacá. A San Lorenzo de Tarapacá, como había sido rebautizado por la iglesia y adoptado como nombre oficial por el estado.
Josefina estacionanó el jeep frente a la iglesia del pueblo, dedicada por cierto a San Lorenzo. Era una iglesia antigua, con una enorme torre que cobijaba el campanario. Se encontraba bastante bien conservada, lo que el padre explicó diciendo que había sido restaurada con el apoyo de la Universidad y con fondos del gobierno después de que sufrió importantes daños con el último terremoto. El padre sacó unas grandes llaves y abrió la puerta de entrada. La iglesia estaba formada por una gran nave central de foma rectangular, y dos sacristías o capillas laterales que le daban la clásica forma de cruz. Entraron.
—Fue construida el año 1720 y es un verdadero monumento histórico de gran valor patrimonial. Vengan a ver esto —les dijo el padre caminando directamente hacia un costado donde se encontraba un altar dedicado a la Virgen—. A mí me gusta mucho esta Virgen joven, con fisonomía que de lejos tiene algo de indígena, creo, aunque el color de la cara y la forma de los ojos son españoles. Pero está vestida con ropas verdaderas, a la usanza aymara. Yo la llamo la virgen ‘”chascona”, por el pelo negro y revuelto que tiene, que me imagino puede ser la cabellera de alguna mujer de la zona, no lo sé. Como durante mucho tiempo la iglesia no cuenta con un párroco, está a cargo de un grupo de fieles del pueblo, y creo que son ellos los que la visten y chasconean. Pero por favor no se lo vayan a decir al obispo, que quizás qué cosa es capaz de hacer, ese inepto.
Al darse cuenta de que decía esto estando en la iglesia se volvió hacia al altar y juntando las manos hizo una pequeña inclinación, como pidiendo el perdón de Dios. Todos sonrieron. Sí, es un cura muy simpático, se dijo Ambrosio.
—Pero vamos ya a encontrarnos con los amigos de la Huilancha.
Mientras cruzaron el pueblo caminando por la calle principal en dirección a los cerros que se veían a lo lejos, Ambrosio supo por lo que vió y por los relatos del padre Pedro, que Tarapacá es un antiguo pueblo aislado, ruinoso, donde sobreviven apenas 30 familias campesinas. Solamente la vieja iglesia reconstruida, la plaza donde se yergue un monumento belicoso que recuerda una guerra fratricida del pasado, la escuela en cuyo patio grande jugaban unos pocos niños, y las ruinas de antiguos edificios de adobe, permitían imaginar que en el pasado Tarapacá fue una próspera ciudad capital de provincia, construida al lado de un río, con amplios cultivos y vegetación autóctona, donde ahora solamente las aguas que pasan subterráneas permiten que crezca alguna vegetación primitiva.
Circundada por montañas y cerros de piedra y arena, los restos dispersos de antiguos geoglifos y petroglifos, los trozos de rudimentarias cerámicas y telas que se mezclan a ras del suelo con huesos de animales y hombres, nos hablan de la milenaria cultura de los pueblos indígenas que habitaban una zona que otrora supo ser generosa. Esas tierras, cultivadas durante siglos por los pueblos indígenas que conocían los secretos para convocar a las lluvias y criar la vida en la precordillera, fueron llevadas a completa esterilidad por la acción combinada de la industria salitrera, los mercados capitalistas y la artificial división del territorio en estados nacionales, que desarticularon la cultura y tecnología de los pueblos aymaras que la sustentaban.
Poco menos de una hora ocuparon en caminar hasta el campo donde se habían reunido unas treinta personas entre hombres, mujeres y niños. Fueron recibidos con abrazos y parabienes.
Josefina, acompañada siempre por Ambrosio que portaba una pequeña grabadora de audio en el bolsillo de la camisa y un block donde iba anotando nombres y breves apuntes de lo que escuchaba, se fue informando ese día de muchas cosas interesantes.
La fecha del encuentro había sido escogida no por motivos de conveniencia práctica sino por más profundas razones que se explican en el contexto de una cultura en que los hechos importantes "no son así no más". Se celebraba el comienzo del ciclo anual de los cultivos. Durante los preparativos los campesinos aymaras conversan sobre el clima e intercambian presagios sobre las lluvias, las temperaturas y las condiciones que ese año serán más o menos aptas para unos u otros cultivos y crianzas.
Había un ambiente festivo. Para esa tarde preparaban la celebración de la "dulce mesa" con la cual se efectuaría el "pago a la tierra", ritual con el que se agradece y compensa al Creador y a la Pachamama sus dones y se propicia al mismo tiempo su futura generosidad. Porque el trabajo y los cultivos "no son así no más".
—La preparación y celebración de los ritos es presidida por un Yatiri —le explicó Josefina—. Es un maestro y celebrante que posee el conocimiento de los antiguos secretos y la sabiduría de las antiguas tradiciones.
En un momento en que el Yatiri se paseaba, aparentemente esperando la hora de comenzar los ritos, Ambrosio se atrevió a preguntarle cómo es que llegó a ser un Yatiri, y si lo escogió la comunidad para desempeñar esa función.
—Cualquiera puede ser un Yatiri, todos tienen la posibilidad de llegar a serlo, en la medida que reciban y aprendan de los abuelos y de los Yatiris más ancianos de la comunidad el conocimiento necesario. Pero no es así no más, pues llegar a ser Yatiri es también cosa de los rayos y relámpagos.
La celebración comenzó aproxidamente a las seis de la tarde en un ambiente de recogimiento. Se pusieron todos en círculo, presididos por una mesa donde el celebrante, como un sacerdote sencillo pero de extraordinaria dignidad, vestido con un poncho coloreado, había puesto dos grandes bandejas vacías, alrededor de las cuáles fue colocando montoncitos de hojas de coca, de nueces, de higos, de trozos de grasa de llamas (el animal sagrado de la cordillera), de azúcar, de dulces y caramelos de variados colores, de flores blancas, de cigarrillos, y de tantos otros pequeños elementos del campo. Junto a las fuentes, instalaron dos grandes conchas que llenaron, una con vino tinto y la otra con agua mezclada con diversos polvos de quizá qué origen.
Inició la Huilancha con un rito de purificación, necesario porque “pagar a la tierra no es así no más”. El maestro cogió un pequeño bracero donde ardía el carbón, y al echarle generosamente polvo de incienso se generó un abundante humo perfumado que se expandió impregnando el entorno. Mientras lo mueve en círculos siempre por la derecha hacia la izquierda, pronunció calladamente palabras sagradas en su idioma. Después sopló suavemente varias veces el humo, que se elevó purificando la mesa y todo lo que contiene, el ambiente y las personas que allí están. Todo había que purificarlo, todo y a todos, a fin de que la ofrenda sea bien recibida por la Gloria y por la Pachamama.
Terminada la purificación comenzaron a ser convocados los espíritus de las montañas. Para ello el Yatiri pronunció los nombres de los cerros y montes vecinos, e invitó a todos los presentes a nombrar en voz alta alguna montaña que conocieran. Se hacían así presentes en la ceremonia los Achachila, personificaciones de los cerros que llegaron a acompañarlos en el ritual.
Así todo quedó preparado para el rito sagrado. El oficiante hizo circular entre los presentes una pequeña bolsa con hojas sagradas de coca. Cada uno cogió unas cuantas y todos comenzaron a masticarlas en silencio.
El Yatiri en seguida escogió, con zigzagueantes movimientos de la mano, algunos de los dulces y elementos que estaban sobre la mesa, repartiéndolos sobre la primera de las bandejas quizá con cual misterioso ordenamiento. Comenzó así la preparación de la primera de las ofrendas, aquella dirigida a la Gloria, es decir, al Creador y al mundo de los espíritus de lo alto.
Después, uno a uno los presentes fueron invitados a acercarse a la mesa, y el Yatiri les fue dejando en las manos dos de las cosas que parecía tomar al azar de los montoncitos que preparó anteriormente. A Ambrosio le entregó una nuez y un pedazo de grasa de llama. Ambrosio se informó después de que ello fue un signo de especial atención y honor, pues la grasa de llama es sagrada y la nuez es un medio para leer el destino de la persona.
Con los objetos recibidos en la mano todos regresaron a sus puestos. El Yatiri enunció oraciones en su lengua. Después, invitó uno tras otro a ir pasando ante la mesa, comenzando por los que hubieran recibido una nuez. Todos fueron dejando los trozos recibidos sobre la bandeja. Al hacerlo, cada uno expresaba un deseo o petición, en silencio. Cuando todos hubieron terminado de dejar sus objetos y hacer sus peticiones, el oficiante virtió sobre la bandeja ahora llena de los más variados trozos, unas gotas del vino y del agua preparados en las conchas.
Nuevamente fueron todos invitados a pasar en fila a la mesa, pero esta vez para escoger cada uno seis hojas de coca sanas y enteras, que cada uno debía luego ordener una sobre otra con el lado más oscuro hacia arriba. Las fueron dejando en la bandeja, como ofrenda, pudiendo nuevamente expresar sus deseos, lo que todos hacen con recogimiento.
Terminado esto, el que quiso fue a recoger tres hojas de la hoja sagrada de coca para regalárselas a cualquiera de los presentes como signo de amistad y afecto. Después, cada cual tomaba para si la coca que quisiera masticar, o un cigarrillo.
En ese momento el ambiente se distendió. Se podía hablar, contarse cosas, historias antiguas o recientes relativas a sus comunidades, o lo que se quisiera compartir. Uno tomó la iniciativa de ofrecer vino mezclado con hojas de coca, desde un jarro con que iba llenando un pequeño vaso de plata que ofreció hasta que todos bebieron. Ambrosio se sorprendió de que cada uno, antes de beber, vertía unas gotas en la tierra. Josefina le explicó que de ese modo le ofrecían vino a la Pachamama, porque beber tampoco era así no más.
Mientras se creaba entre todos ese ambiente distendido, el Yatiri en cambio continuaba concentrado en el ritual, haciendo oraciones, soplando sobre los elementos dispersos en la bandeja ahora llena, y versando sobre ella el vino y el agua de las conchas.
Después convocó nuevamente a pasar en orden ante la mesa, donde distribuyó las flores blancas que luego fueron colocando en la bandeja dejándolas caer en círculos. El Yatiri entonces se concentró para leer en la disposición en que quedaron las flores el destino colectivo de la comunidad de que forman parte.
Asi terminó la primera parte del ritual, la preparación de la ofrenda a la Gloria.
El ritual de preparación de la ofrenda a la Pachamama, en la segunda bandeja, se repitió igual que el primero, con ligeras variantes respecto a los elementos que fueron colocados en ella. El transcurrir de las horas no parecía importar a los presentes, aunque hacia el final Ambrosio pudo notar un cierto apuro en el Yatiri. Supo después que todo debía estar listo para ser terminado exactamente a medianoche.
Concluida esta segunda parte del ritual, todos son invitados a darse el "sea en buena hora". Moviéndose en círculo siempre de derecha a izquierda, los presentes se fueron dando un abrazo mientras decían: "sea para ti en buena hora, hermano", y después se repitió la vuelta en sentido inverso, porque los dones deben ser siempre recíprocos. Se da y se recibe, esta es la concepción de los aymaras. No se puede dar sin recibir, no se puede recibir sin dar. Dar o recibir, no es así no más.
Terminado esto, el Yatiri y un ayudante levantaron las dos bandejas y seguidos por todos en procesión, las llevaron al lugar donde se haría la ofrenda. Allí, sobre la leña que estaba dispuesta para hacer una fogata, fueron colocadas con gran recogimiento las bandejas de las ofrendas.
Nuevamente se efectuó el ceremonial de la purificación con incienso, y se "challó" la pira con vino y agua mezclados con coca. Pusieron entre todos sobre la ofrenda aún otras abundantes hojas de la planta sagrada, mientras el Yatiri recitaba oraciones en su idoma, miraba al cielo y oraba, miraba a la tierra y oraba. Todos fueron invitados a repetir los deseos y peticiones expresados anteriormente, que esta vez muchos hacen en voz alta.
Son deseos sencillos, relacionados con la vida cotidiana. Gran parte de ellos se refieren a las lluvias y a la tierra. También se pide por las familias, por las comunidades, por las crianzas de llamas.
Encendieron el fuego, que se alzó bellísimo en la noche estrellada. Las ofrendas fueron depositadas una tras otra en el fuego de modo que al consumirse fuesen llevadas hacia la Gloria y la Pachamama. El humo de la ofrenda era blanco y todos lo celebraron, porque era señal buena.
Fueron luego pasando uno tras otro al lugar desde donde el Yatiri presidía el ritual, y al pasar delante del fuego lo iban "challando". Después, el Yatiri los invitó a recibir la energía de la vida y las bendiciones de la Pachamama a través del fuego. Energía y bendiciones son recogidas a voluntad en cualquier prenda de vestir que van pasando al Yatiri y que éste hace pasar por encima de las llamas: un sombrero, una camisa, una chaqueta, un zapato, un poncho.
En todo esto han pasado cuatro horas y es medianoche. Todo se ha desarrollado lenta y cuidadosamente, con gran devoción, pero también con evidente alegría que ha ido creciendo, tal vez también un poco por efecto de las hojas sagradas.
El fuego se fue apagando lentamente. La ofrenda había terminado. El Yatiri les dijo contento que el don ha sido bien recibido. Se produce un ambiente distendido, un respiro general. Porque pudiera haber también ocurrido que la ofrenda fuera rechazada por la Pachamama o la Gloria, si no se hubiese efectuado todo como debía ser hecho, o si el ánimo de los presentes no hubiera sido limpio, o si faltase la fe.
Se había cumplido así, una vez más, la tradición. Se abrazaron unos con otros, se dieron de nuevo el "en buena hora", y lentamente, uno tras otro, se retiraron a dormir, porque deberán estar listos, en el mismo lugar, en la madrugada antes de que aparezca el sol.
Solamente el Yatiri y su ayudante permanecen en el lugar, despiertos toda la noche. Ellos deben vigilar y continuar orando, y también leerán en las cenizas el destino que será escrito en ellas por el viento, y que ellos explicarán a los demás el día siguiente.
Antes de las seis de la mañana ya todos habían llegado al lugar sagrado, donde el Yatiri acariciaba un llamo, un bellísimo llamo blanco, casi tan grande como un asno, al que habían amarrado las patas traseras y que, de rodillas, miraba con gesto hierático las cenizas del fuego. Parecía que el animal también estuviese orando, mientras esperaba tranquilo, como si supiera que está destinado a servir de ofrenda a la Pachamama.
Se ponen todos alrededor y el Yatiri comienza el ritual de la purificación. El padre Pedro le explica a Josefina y a Ambrosio que el incienso se saca de un altísimo árbol solitario que se ve en la lejanía y que es también un árbol sagrado. Entre los aymaras todo es sagrado: las montañas y cerros, la coca, el vino, los vientos. Caminan sobre la tierra conscientes de que ella es su madre.
Dan hojas de coca como alimento al llamo, que las mastica igual que los humanos presentes. Le ofrecen vino en un vaso. Adornan su cuerpo lanudo con algunas flores blancas. El Yatiri ‘challa’ de nuevo con vino y agua, y los presentes son invitados uno tras otro a repetir el gesto. Todo está listo para el sacrificio de sangre.
Se hace reposar la cabeza del animal sobre una piedra limpia, ante un recipiente dispuesto para recibir la sangre que brotará del tajo profundo que le cortará la garganta. El Llamo, entonces, lanzó un lamento profundo y bajo, con el que parece decir que todo está consumado y que vuelve a la Madre Tierra. La sangre brota rápidamente, mientras el Yatiri pronuncia palabras sagradas en su lengua aymara. Todos alrededor en silencio observan la escena con gran respeto.
Cuando la sangre dejó de correr, el maestro la fue sacando del recipiente y virtiendo en pequeñas dosis sobre la tierra, que la recibe como un don merecido. El sacrificio está consumado. Se dan todos el "en buena hora".
—¿Qué harán con la llama muerta?— Preguntó Ambrosio al oído de Josefina.
—Será preparado para ser el alimento principal que comerán los días siguientes. Será alimento sagrado. Los huesos serán recogidos y posteriormente sembrados por el campo. Las cenizas de la Huilancha serán también recogidas cuidadosamente y enterradas en un lugar especial, donde una piedra grande la cubrirá para mantenerla protegida hasta el año próximo, siendo ese el lugar donde se instalará la “dulce mesa” donde comenzará nuevamente el rito ancestral.
—¿Se hace siempre igual la Huilancha?
—No. Yo estuve solamente en una anterior, y el sentido es el mismo, pero los pasos que se van dando los decide el Yatiri cada vez. No es como la misa de los católicos, que tiene un ritual que se repite exactamente igual cada vez. ¿Tomaste nota de todo?
—De lo principal, y la grabadora estuvo funcionando siempre, por lo que no tendremos dificultad en hacer un relato exacto de lo que vimos y escuchamos.
—Excelente. Tengo suerte de haberte encontrado y de que me estés ayudando.
—La suerte es mía porque me hiciste conocer todo esto.