Mauricio Núñez Rojas [1]
Ponerse frente al problema de la comprensión de las causas de las desigualdades y de su relación con los grados de verticalidad y horizontalidad en las empresas, instituciones y organizaciones es lo que he decidido, desde mi particular situacionalidad en el ámbito de la formación docente y la investigación educativa, abordar en este escrito.
Las preguntas planteadas por Univérsitas Nueva Civilización a modo de gatilladores, me resultan por cierto interesantes, pero ante todo me provocan, me mueven y hasta me conmueven, pues me veo tocado en mi subjetividad, en mi necesidad de salir de este embrollo de subordinaciones en el que, casi sin darnos cuenta, hemos entrado.
Tratar de comprender cómo es que todo este entramado de relaciones de desigualdad y subordinación ocurre, es una cosa. Otra es buscar salidas para construir nuevas relaciones que conlleven un sentido de justicia y de equidad. Comprender y actuar. Sabemos muy bien que ambas son decisiones que debemos tomar, porque los problemas nos interpelan desde la epistemología, la ética y la política, pero qué difícil resulta cuando los programas académicos se perfilan como orientados a un tipo de investigación tradicional que se centra en el comprender y menos en el actuar.
En mi caso, el problema abordado me lleva a discutir la esfera y los modos de construcción de los saberes en una sociedad que aspira a ser más solidaria, más democrática, más justa.
Cuando hablamos, en general, de producción de conocimientos, nos remitimos naturalmente a la práctica propia de la academia. La ciencia decimonónica construyó, en este sentido, un perfil que se fue haciendo hegemónico a todas las disciplinas del saber, un perfil que es eurocéntrico y que nos deja en condición de subordinados en las relaciones de saber. El conocimiento científico tenía que cumplir entonces con las características de un saber racional, objetivo, basado en la evidencia, comprobable, ojalá reproducible, es decir experimentable. Las ciencias sociales y humanas fueron dejándose conquistar por estos principios y, aunque poco a poco fueron surgiendo las voces que rescataban la hermenéutica, la casuística, las trayectorias de vida, entre otras formas de construir conocimiento, la academia en su conjunto acababa dejándose seducir por el sentido de cientificidad que hasta el día de hoy no deja de presumir en nuestro medio.
Claramente el texto de Thomas Kuhn, La Estructura de las Revoluciones Científicas(1962) constituyó un punto de inflexión en la generación de una discusión epistemológica de base, sin embargo, aparentemente no fue suficientemente fuerte o discutido o considerado, como para introducir una fisura en un modelo que se vendría a reforzar en la última década, en la que hemos visto el reinado de los estándares de productividad en las publicaciones académicas de alto impacto.
Ocurre así que se genera una suerte de endogamia en la esfera de producción académica del conocimiento científico. Un ejemplo claro es el resultado de los proyectos de investigación que quedan archivados en anaqueles físicos y virtuales hasta que alguien más de la propia academia haga uso de dicho conocimiento para argumentar y fundamentar nuevas lecturas del mundo que, nuevamente quedarán archivadas. Otra forma que toma la endogamia es la que permite el uso de los códigos disciplinarios restringidos. El lenguaje académico, altamente especializado, deja fuera de su captación a un universo amplio de posibles interesados en el desarrollo científico y tecnológico. Las humanidades y las ciencias sociales también han seguido este patrón. Hoy, pareciera no haber saberes si no son los expuestos en revistas altamente especializadas. Primero fueron los formatos ISI y hoy lo son WOS y SCOPUS, todas categorías de revistas indexadas, dispuestas para el diálogo intra-academia. Del mismo modo, pareciera no haber saberes construidos si no es para continuar sobre los mismos una práctica de desmenuzamiento, de análisis y de construcción de comprensiones que escapan de las que pudieran generarse auténticamente entre los seres que viven y generan orgánicamente sus saberes. Y aquí no hablo sólo de la humanidad sino de toda relación con la creación en su totalidad, porque también la creación es objeto de un tratamiento tal. Ante este escenario no es suficiente exigir la vulgarización, no es suficiente generar instancias de comunicación como las de la extensión universitaria. Se hace urgente el trabajo en terreno con la gente, un trabajo de develamiento que permita la generación de saberes desde y para el diálogo social y desde una ética del cuidado que nos oriente a la toma justa, equitativa y solidaria de decisiones.
Pero como no soy capaz de abordar lo complejo del problema, permítanme hablar desde lo que he podido conocer: las humanidades y el saber pedagógico.
La construcción del saber pedagógico necesariamente nos vincula al aula, a la práctica docente. Su análisis, su teorización construida por los mismos docentes es propuesta por el propio Paulo Freire como la mejor forma de desarrollo de la profesionalidad. Pero, las unidades académicas encargadas de la formación inicial y continua de los docentes, que a la vez recibimos el mandato de investigar la esfera de lo educacional, no siempre logramos mantener el justo equilibrio entre lo pertinente y necesario al mundo de la escuela (cuando es definido por la escuela) y lo racional y sistematizado en un lenguaje disciplinar que deja a los profesores por fuera de toda participación. Se ve, entonces, replicado el modelo cientificista que repercute en la definición de subordinaciones.
Mi práctica investigativa la he desarrollado en torno a narrativas docentes. En esta práctica me he llegado a sentir parte de un cuerpo colectivo que ha ido construyendo saberes bajo la forma de relatos de experiencia, de casos pedagógicos, de rescate de memoria. El trabajo colaborativo directo junto a profesores del sistema escolar me ha llevado a conocer un mundo de racionalidades, sentidos y búsquedas que me han sorprendido y emocionado, y que me interpelan y me muestran un bagaje de saberes constitutivos de lo que Lee Shulman (2005) denomina lasabiduría de la práctica. Y sin embargo, dichos saberes no suelen ser reconocidos por la academia. En una oportunidad, en ocasión de un congreso internacional, un colega con quien ya había mantenido múltiples encuentros y fértiles discusiones en el pasado me pregunta ¿y qué haces con los relatos de los profesores? Su pregunta no vino a tomar todo su peso y sentido sino algún tiempo después, cuando comienzo a hacerme la pregunta por la autoridad en términos de la autoría de los relatos docentes con los que había trabajado desde ya hacía tiempo. La interpelación de mi colega fue la tronadora voz de la tradición académica, que luego fui viendo reaparecer en muchos otros, y que me empujaba a desarticular, desmembrar los escritos de los profesores con quienes había trabajado, que me llevaba a ver y a imponer categorías que no surgían sino de mis propias lentes para analizar la experiencia de otro que, en ese momento, dejaba de ser un “legítimo otro”. Cuánto tiempo me ha tomado liberarme, si es que de verdad me he liberado, de la culpa de pensar diferente, de situarme de un modo otro al de aquel que es legitimado por el circuito académico.
La noción de subordinación me persigue siendo en ocasiones yo mismo quien subordino y en otras, el subordinado. Y subordino cuando decido dar voz, ponerme a la escucha de los profesores, creyendo que en esa acción actúo en justicia: “dando voz a los sin voz”. Pero, dar voz, en palabras de Gayatri Spivak (1998), sería un acto más de colonialismo, que resultaría en una relación injusta y no liberadora, tanto para aquél con quien me relaciono como para mí mismo. Y es entonces cuando me convierto en subordinado, manteniendo un lugar y un rol que el orden establecido me ha asignado y desde donde debo responder a las exigencias de un mercado del conocimiento.
Para ir más lejos en la comprensión de lo que aquí denomino relación de subordinación de saberes, permítanme poner tan sólo un ejemplo: el contraste entre la voz de una docente que construye un saber de experiencia y la convocatoria de la academia para cubrir un puesto de investigador y formador al interior de una universidad chilena. La docente, Elba Gutiérrez, profesora de educación básica en la ciudad de Vallenar, relata y evoca múltiples momentos memorables desde los que ha ido construyendo un sentido a su profesión. En un momento dado, Elba nos interpela desde todo lo que ha aprendido en su relación cotidiana con los niños y niñas de su escuela, pero, agrega, ¿habrá alguien que quiera escuchar? (Movimiento Pedagógico, Colegio de Profesores de Chile, 2016). La interpelación de Elba es una invitación a encontrarse con un saber de los profesores, un saber acumulado, una sabiduría de la práctica que, tímidamente, comienza a mostrarse, a revelarse. Es una invitación que dejo aquí, en estas líneas, con la esperanza de que alguien se deje seducir para abrirse a la escucha. Por otro lado, la universidad, institución consagrada del saber, tiene otros parámetros para lo que considera un saber también consagrado. En una reciente convocatoria para un cupo de investigador, una universidad chilena ponía, entre las características de los candidatos a los que convocaba, las siguientes demandas: poseer profundos conocimientos sobre métodos cuantitativos para realizar análisis de ecuaciones estructurales, factoriales, confirmatorios y multinivel, y contar con experiencia en análisis cuantitativo sobre prácticas de enseñanza en aulas del sistema escolar (análisis factorial confirmatorio, modelos de clases latentes y modelos multinivel), con especial énfasis en escuelas vulnerables.Este perfil era solicitado para un académico que debía trabajar en la línea de inclusión pedagógica y enseñanza en aulas diversas. El contraste que genera esta convocatoria con el relato de la docente no me deja más opción que expresarme en términos de denuncia. ¿Cuál es el saber que interesa y que es validado por la academia? Y, vuelvo con Elba a preguntar ¿habrá alguien que quiera escuchar? Y entonces se hace evidente, se hace carne, en sujetos e instituciones, la subordinación y la marginalidad de ciertos saberes.
Las cadenas suenan por su peso, porque no puedo sino arrastrarlas, metáfora de lo que me duele en esta relación de poder. Son las cargas que nos impone el capitalismo académico (Slaughter, S.; Leslie, L.L., 1997; Ibarra, 2003), que socava en gran medida las bases del sentido del ser y hacer academia: individualismo versus comunidad, competencia versus reciprocidad, tasa de ganancia versus complementariedad y solidaridad (cfr. De Sousa, 2011, p.21). Contra estas fuerzas es que me surgen las preguntas:
¿Cómo volver la academia un espacio de concienciación, liberación y transformación? Y luego, ¿cómo orientar dicha transformación para hacer de ella un espacio solidario de convergencia y diálogo con las comunidades, en una identidad de clara complementariedad con las mismas?
Es evidente que se requiere de una transformación interna en la academia para que ésta se pueda abrir con libertad a relaciones de reciprocidad con los docentes del sistema escolar. Dura tarea si consideramos que aún pervive la extraña idea de asociar al mundo de la academia con una pseudo aristocracia intelectual, mientras que el mundo de la escuela es visto, incluso por los agentes más críticos, como asociado con los trabajadores, mano de obra que sometida a la cadena de producción no tiene posibilidad alguna de pensar, sino de instrumentalizar. Frente a estas representaciones tan profundamente enraizadas busco una una respuesta y una salida. Es entonces que viene en mi ayuda una mirada, una perspectiva no del todo nueva pero por mi desconocida, la de las llamadas Epistemologías del Sur(Boaventura de Sousa Santos, 2011), que permitirían una reorientación a un intelectualismo hoy perdido y servil, más complaciente con métricas y estándares que con sentidos y compromiso político.
Entiendo por epistemología del Sur el reclamo de nuevos procesos de producción y de valoración de conocimientos válidos, científicos y no científicos, y de nuevas relaciones entre diferentes tipos de conocimiento, a partir de las prácticas de las clases y grupos sociales que han sufrido de manera sistemática las injustas desigualdades y las discriminaciones causadas por el capitalismo y por el colonialismo.(De Sousa Santos, 2011, p.35).
La academia no ceja, no afloja en su empeño de buscar colonizar a la escuela sin abrirse a la posibilidad de realidades nuevas y emergentes. Se establece desde ella y el discurso investigativo tradicional, la lógica de la no existencia (negación) del otro (la escuela y sus actores) por considerarlo ignorante e inculto.
La primera lógica deriva de la monocultura del saber y del rigor del saber. Es el modo de producción de no existencia más poderoso. Consiste en la transformación de la ciencia moderna y de la alta cultura en criterios únicos de verdad y de cualidad estética, respectivamente. La complicidad que une las “dos culturas” reside en el hecho de que se arrogan, en sus respectivos campos, ser cánones exclusivos de producción de conocimiento o de creación artística (De Sousa Santos, 2011, p.30).
Muchas son las voces de quienes, en la intimidad de sus cubículos, niegan el saber docente y desconocen la experiencia profesional como repertorio válido para establecer un diálogo horizontal, mientras que a la vez son múltiples las investigaciones que tratan de medir, de cuantificar esa misma experiencia.
En la relación triádica academia-escuela-política pública, ha sido reconocido desde algunos sectores marginales, el derecho político y epistemológico que los profesores tienen de hablar de educación (Elbaz, 1994; Goodson & Ball, 1985, Goodson, 2004). Pero cuando se han generado las ocasiones para un diálogo fecundo, los profesores parten de una sentida desconfianza, porque cada vez que se ha visto una posibilidad real de participación, ésta ha sido finalmente acallada por los grupos dominantes, hegemónicos, históricamente vinculados a las élites intelectuales, sociales y políticas, hoy reunidas en los grandes centros de investigación educacional. Un ejemplo clarísimo de dicho desencuentro y falta de diálogo lo vemos en la experiencia de la reforma educacional de 1928, reforma gestada y llevada a cabo por un equipo de profesores intelectuales y no por académicos o funcionarios ministeriales. Esta reforma que llegó a tener carácter de ley de la República es vista como un peligro por su osadía al transformar la escuela bajo las ideas de la Escuela Nueva. La reforma del ‘28 se ve abortada al poco andar (Reyes, 2014).
Hoy, nuevamente existe la posibilidad dada por la ley de Nueva Educación Pública, de abrir espacios reales de participación y de levantar proyectos territoriales pertinentes a sus comunidades. Sin embargo, el proceso se empantana otra vez y surgen resurgentes las voces de quienes piensan que hay que echar pie atrás. Por su parte, el desencanto aparece entre los profesores que, habiendo pispado las posibilidades de esta propuesta, y luego de haber pasado por sobre la desconfianza inicial (otra reforma de tantas), vuelven a ver un aparato burocrático que, como fuerzas históricas retrógradas, amenazan con sepultar todo sueño de cambio real en educación.
Aquí el problema en discusión es el de qué concepciones de calidad son las que deben ordenar el sistema escolar, ¿un sentido de calidad dado por las estandarizaciones que se ocupan de analizar las coberturas curriculares, o un sentido de calidad dado por la generación de experiencias de desarrollo humano donde uno de los criterios sea la felicidad? Los actuales agentes del cambio son aún los docentes de aula, reunidos en comunidades que se van configurando como nuevas entidades, más autónomas, más seguras de lo que aspiran a ser. La Nueva Educación Pública es una oportunidad real para levantar saberes en diálogo con las comunidades. El riesgo es, por un lado, que la propuesta se burocratice y vuelva el control a un aparato centralizado y, por otro, que la academia no sea capaz de ver ahora una ocasión, una oportunidad de insubordinación. Esta es una forma en que, según mi parecer, la educación o las relaciones de poder que desde ella se generan, podrían favorecer estructuras más horizontales e igualitarias, orientadas a generar una experiencia intelectual común, colectiva, compartida y validada por todos los actores, una experiencia de construcción social del saber.
Referencias
De Sousa Santos, B. (2011). Epistemologías del Sur. Utopía y Praxis Latinoamericana / Año 16. Nº 54, pp. 17 – 39.
Ibarra Colado, E. (2003). Capitalismo académico y globalización: la universidad reinventada. Educ. Soc., Campinas, vol. 24, n. 84, p. 1059-1067, disponível em http://www.cedes.unicamp.br
Goodson, I. F. y Ball, S. (Eds.) (1985). Teachers’ lives and careers. Londres, Nueva York y Filadelfia: Falmer.
Goodson, I.F. (ed.) (2004). Historias de vida del profesorado. OCTAEDRO, EUB, Barcelona.
Kuhn, T. (1962). La Estructura de las Revoluciones Científicas.
Movimiento Pedagógico, Colegio de Profesores de Chile (2016). Saberes de la experiencia. Relatos pedagógicos de docentes de Chile.Editorial Salesianos, S.A. Versión disponible online https://docplayer.es/70654249-.html
Reyes, L. (2014). La escuela en nuestras manos. Editorial Quimantú, Santiago.
Slaughter, S.; Leslie, L.L. (1997). Academic capitalism: politics, policies and the entrepreneurial university.Baltimore: Johns Hopkins, 276 p.
Shulman, L. (2005). Conocimiento y enseñanza: fundamentos de la nueva reforma. Profesorado. Revista de currículum y formación del profesorado, 9, 2
Spivak, G. (1998). ¿Puede hablar el sujeto subalterno? Orbis Tertius, año 3 no. 6, p. 175-235
[1] Mauricio Núñez es Licenciado en Educación y Profesor de Historia (Universidad de Chile). Magíster y Doctorado en Psicopedagogía (Université Laval, Québec, Canada). Es académico del Departamento de Estudios Pedagógicos de la Universidad de Chile, desempeñándose en diversos programas de formación inicial docente. Ha oficiado también en el área de la formación continua, asociado a los temas de las narrativas docentes, autobiográficas y de casos. Forma parte del Movimiento Pedagógico, asociado al Colegio de Profesores de Chile.