V.
Se cumplían los tres meses del contrato. Las sesiones fotográficas eran largas y cansadoras, dos veces al día; pero a Vanessa le gustaba posar ante los fotógrafos y los técnicos que trabajaban con las imágenes. También le hicieron unas extrañas sesiones en que una especie de scanner háptico recorría todo su cuerpo como si una mano la acariciara captando sus reacciones. Todo aquello le producía placer. Los registros visuales y hápticos se realizaban al interior del Recinto 9, en un estudio especialmente preparado, con un gran telón verde al fondo, que los técnicos le explicaron que servía para ambientar después las imágenes en diferentes lugares.
Ante la insistencia de Gajardo, y como ya habían terminado el trabajo, los técnicos aceptaron hacer una sesión especial en la piscina. Sabían que esas fotos no les servirían, pero así le daban en el gusto al jefe, que generosamente los pagaba,
Vanessa, que para aceptar el trabajo exigió que le pagaran por adelantado los meses depositándoselos en su cuenta de la Financiera CONFIAR, no tuvo problemas en posar desnuda ante Kessler y Gajardo. Frente a ellos, en una piscina muy parecida, había estado desnuda y seductora tantas veces. En esos tiempos terminaba en la cama con uno, o con ambos, sola o acompañada por Danila. Ahora no. No aceptó tener sexo con ellos a menos que le pagaran una cifra millonaria, que Kessler no tenía y que Gajardo no pensaba en gastar con ella. Todo había quedado claramente estipulado en el contrato, que Vanessa tuvo la precaución de enviar a Antonella por correo certificado.
Vanessa posó ante los mirones durante una hora, en las más atrevidas posturas eróticas. Cuando los fotógrafos dieron por terminada la sesión, se dio el lujo de hacer todavía, ante sus antiguos jefes, unas escenas porno realmente especiales. Era su venganza, excitarlos y dejarlos insatisfechos. Se vengaba así ingenuamente, de esos dos hombres a los que estuvo sometida cuando era muchacha.
Después, al ver que a los jefes se acercaban dos rubias y exageradas prostitutas a las que había visto varias veces con ellos durante esos meses en La Colonia, Vanessa tomó de la mano a Edgardo, el jefe del grupo de fotógrafos. Sería la última noche que pasaría con él, porque ya lo había decidido: terminado el contrato se iría a Santiago. Lo había pensado bien. Tenía dinero más que suficiente para instalarse por su cuenta con un negocio en que vendería productos cosméticos y haría clases de maquillaje; y si fuera el caso, también podría aplicar sus estudios de Terapias Complementarias.
* * *
Una hora después, Gajardo y Kessler despidieron a las prostitutas con una generosa propina. Estaban por retirarse a sus casas cuando se acercó corriendo, agitado, uno de los guardias.
– Otro. Es el sexto que muere en la semana. Todos están asustados y muchos quieren irse de la Colonia. Dicen que llegó una peste. Hay varios más que están enfermos, con los mismos síntomas. Dicen que muere uno de cada tres de los que se enferman.
– Maldición– exclamó Kessler – Hay que hacer algo, y rápido. No podemos dejar que se vayan. Y si siguen enfermándose y muriendo nos vendrán a intervenir. ¿Qué cree, jefe, que debamos hacer?
– Si esto sigue estamos acabados. Hay que dar aviso al Servicio de Salud de la Provincia. Vaya donde Rosasco y ordénele de mi parte que se encargue del asunto. Y que nadie salga esta noche de la Colonia, y hasta que se sepa qué es lo que está pasando.
Vanessa se despertó temprano. A su lado dormía plácidamente el fotógrafo. Quería irse luego, por lo que no demoró más de una hora en prepararse. Iba a despertarlo para despedirse, pero desistió, temiendo que le hiciera una escena, como le había sucedido más de una vez cuando dejaba a un hombre. Tomó un lápiz rojo y escribió en el muro: “Edgardo, me voy. Gracias por el trabajo, y por haberme protegido de esos dos vejetes. Me llevo las fotos que me regalaste. Tal vez nos encontremos algún día. Vanessa”.
Caminó con su mochila hacia la salida para tomar el bus que partía todas las mañanas a la ciudad. Le extrañó que faltando todavía una hora para la salida, el bus estaba lleno. Se sentó en el único asiento disponible. Escuchó que varios hablaban de una peste que había llegado a la Colonia. Había que esperar con paciencia la hora de la partida.
Vanessa y varios pasajeros se sobresaltaron al escuchar el sonido de las sirenas. Se asomó por la ventanilla y vio tres ambulancias blancas que ingresaban a la Colonia. Después los guardias cerraron los portones. Un guardia se acercó al autobús y todos fueron obligados a bajar.
Los hombres y mujeres con batas blancas y máscaras en la nariz y en la boca pidieron hablar con los directivos de la Colonia. Gajardo, Kessler y Rosasco los recibieron en la oficina de recepción.
Les informaron que se trataba de una peste hasta ahora desconocida, y muy peligrosa. Empezó hace quince días en El Romero, donde ya se contaban cuatrocientos enfermos y ochenta fallecidos. Se había decretado cuarentena total de modo que nadie podía salir de El Romero ni de los Campos de El Romero Alto. El ejército custodiaba todas las carreteras y las posibles salidas, y tenían órdenes de disparar a cualquiera que vieran escapar del sector demarcado. No había inconvenientes para que los que vivían en la Colonia bajaran a El Romero; pero no era recomendable porque en la ciudad la peste había adquirido mayor fuerza que en las zonas rurales.
– Hay que informar a todos los que viven aquí en la Colonia. Hágalos venir a todos, de inmediato – ordenó el mayor de los médicos.
Kessler hizo sonar la alarma que convocaba a los trabajadores. Una hora después, todos escucharon las explicaciones del doctor.
– Dígales e insístales, por favor, que es mejor que se queden aquí, y que bajar es más peligroso. Aquí tenemos víveres para al menos una semana, y la producción puede continuar, de manera que es posible resistir un buen tiempo.
– Lo haré – dijo el doctor. –Pero no los puede obligar si quieren irse. Muchos tendrán familiares en la ciudad.
Una hora después los médicos y para-médicos bajaron cuatro cajas de mascarillas, que hicieron repartir. Enseguida empezaron a cargar a los enfermos en las ambulancias.
– En El Romero – explicó uno – se han dispuesto varios locales donde los enfermos reciben los mejores cuidados posibles.
El autobús se repletó de personas que no querían otra cosa que abandonar la Colonia, con la esperanza de escapar también del cerco sanitario controlado por el ejército.
Vanessa luchó vanamente por obtener un lugar para irse también. Estaba todavía intentando subir cuando se le acercó Kessler que la tomó de un brazo.
– Ven, Vanessa. Los directivos y ejecutivos de la Colonia nos encerraremos en el búnker, donde guardamos víveres que alcanzan para tres o cuatro meses. Ahí estaremos seguros, no dejaremos entrar a nadie que esté contaminado. Conseguí con el jefe que te dejara quedar con nosotros. Estarás a salvo.
– No. Yo quiero irme.
– No seas tontita, querida, quédate, que yo cuidaré de tí.
Vanessa le dio una patada que sorprendió a Kessler que la soltó. Ella corrió hacia la última de las ambulancias, seguida por Kessler.
– Por favor, llévenme. No quiero quedarme aquí, y este hombre me quiere obligar. Por favor.
– Una enfermera le pasó una mascarilla y le abrió un lugar en la ambulancia, a su lado.
* * *
Le extrañó ver tan poca gente en las calles. La doctora que estaba a su lado le explicó que la gente se quedaba lo más posible en sus casas para evitar contagiarse, y le recomendó hacer lo mismo.
– No tengo casa aquí, pero ya veré que hago.
– ¿No tienes dónde ir? Mejor te quedabas en la Colonia.
– No, no. Tengo casa en una granja en el campo.
– Eso es bueno. Debes irte de inmediato.
Vanessa caminó hacia el restaurante donde había cenado con Kessler para recuperar su bicicleta. El local estaba cerrado, pero un aviso pegado en la puerta decía que sólo atendían pedidos de cenas para llevar.
Tocó el timbre. Se asomó por la ventanilla una señora.
– Vengo a buscar mi bicicleta, que dejé aquí hace tres meses, un día que vinimos a cenar.
– Ah, sí. Quedó por ahí arrumbada. Iré a buscarla.
Los neumáticos estaban desinflados, por lo que tuvo que cargarla, camino a la escuela de Antonella, donde suponía que podría encontrarla.
La escuela estaba cerrada pero le abrieron. Se sorprendió ver que las tres salas y hasta los pasillos estaban llenos de enfermos tendidos en literas.
– ¡Vanessa! ¿Qué haces aquí? No debes estar aquí, es muy peligroso. Salgamos de inmediato.
– Pero tú estás. ¿Qué haces?
– Cuido a los enfermos.
– ¿No tienes miedo de contagiarte?
– Apenas empezó la peste puse la escuela a disposición. Me contagié, pero del modo benigno. Esta enfermedad se da de tres maneras. A los que le da en forma aguda mueren a los seis o siete días. No hay nada que hacer. La forma benigna dura también siete días, pero te sanas y no hay daño. Pero a la mayoría le da de otro modo. La enfermedad se prolonga hasta por treinta o cuarenta días. Algunos mueren, otros se salvan. Los médicos no saben por qué, ni hay medicinas que sirvan. Sólo podemos cuidarlos. A mi me dio suave y quedé inmune, por eso puedo cuidarlos.
– ¿Cómo está Alejandro? ¿Y el Toñito?
– Están bien. En la granja.
– ¿Y Carlos?
– Lamentablemente está enfermo de cuidado. Hace ya dos semanas.
– Quiero verlo. Déjame entrar.
– No está aquí. Está en la otra escuela. En la Hidalguía, que también ofrecieron para los enfermos.
– Voy a verlo. ¿Me prestas tu bici?
– No debes ir, Vanessa. Te puedes contagiar.
– No me importa. Necesito verlo. Necesito que me perdone. Y quiero cuidarlo.
Los intentos de Antonella por convencerla fueron inútiles. Al final Vanessa exclamó:
–Si no me prestas la bici me voy a pié.
–No es eso, tontita. es que quiero cuidarte. Son muy pocos los que no se contagian estando con los enfermos. Tampoco se sabe por qué. Puedes tomar mi bici.
Cuando estaba por salir se devolvió.
– ¿Has podido ver mi cuenta de ahorro?
– Sí. Tienes un montón de plata. Casi un millón.
– Menos mal que me cumplieron. No estaba segura. Después te cuento todo. Ahora debo ir y encontrar a Carlos.
Esa noche Vanessa no se separó de la cabecera de Carlos. Lo cuidó, le dio reiki, le pidió perdón por haberlo dejado, le contó muchas cosas. Carlos la miraba, le decía que la amaba, que se acordara de él cuando ya no estuviera, que lo dejara para no contagiarse y que se fuera a la granja.
Vanessa se instaló en la escuela Hidalguía. Explicó a los médicos que había estudiado terapias complementarias. La aceptaron porque eran muy pocos los voluntarios para tantos pacientes. Vanessa trabajó con una dedicación admirable, haciendo de todo, superando la repulsión que le producían las heridas, las heces, los quejidos de los enfermos.
Un día vio llegar a Kessler. Lo trajeron en camilla y lo dejaron sobre un jergón en el pasillo. Vanessa se acercó con la intención de cuidarlo.
Kessler la miró, no podía creer que fuera ella. Pensó que estaba alucinando, o que ya había muerto. ¿Pero en el cielo? Porque en el cielo es donde están los ángeles.
– ¿Usted aquí? ¿Por qué salió del bunker protegido? ¿Qué le pasó?
– No sé cuándo me contagié. Estaba en el bunker; pero Gajardo, apenas supo que estaba contagiado, me echó fuera como a un perro sarnoso. A mí, que le he sido fiel toda mi vida.
Vanessa lo cuidó, lo lavó, lo acarició, lo besó, les dio reiki, le hizo masajes, igual que a Carlos. Al final, los dos hombres que habían sido los más importantes en su vida, murieron en sus brazos.
Un mes después la peste terminó. Se fue en silencio, sin que nadie supiera el motivo, igual como había llegado. Vanessa y Antonella estuvieron hasta el final, cuidando, alimentando y tratando de aliviar a los enfermos.
* * *
Alejandro y Antonella, trabajando en la granja, vieron llegar a Vanessa en bicicleta. La abrazaron.
– No te contagiaste.
– ¿Sabes Antonella? Yo no he estado nunca enferma. Ni siquiera me contagié cuando tenía sexo con tantos hombres y con algunas mujeres también. Kessler nos hacía ver seguido por un médico. Danila se enfermó varias veces; pero yo no. Debe ser que mi cuerpo es perfecto, o que tengo un ángel de la guarda que me cuida.
– Las dos cosas, querida, las dos cosas.
Alejandro no dijo nada pero asintió sin pensarlo, en un gesto que no pasó inadvertido a Antonella.
– Y ¿sabes? Nunca tampoco me embaracé, a pesar de que no siempre me he cuidado. Sobre todo estos dos últimos años. Parece que soy estéril.
– Eso ya no es tan perfecto.
– ¿Qué dices? ¡Es perfectísimo!
Las dos se rieron con ganas.
– Alejandro y yo quisiéramos tener cuatro, cinco hijos; pero hasta ahora nada – confesó Antonella.
– No sé qué decirte, amiga. Yo no sabría qué hacer con un hijo.
Después de pasar un rato alegres, tras tantas desgracias que ocurrieron esos días, Vanessa les dijo el motivo por el que fue a visitarlos.
– Quiero vender la granja. O arrendarla. Que alguien se haga cargo. Yo no sirvo para eso.
– ¿Cuánto piensas que vale? – quiso saber Alejandro.
– Carlos la compró en 400 mil e invirtió 100 más, del crédito. La vendería en eso, aunque no sé qué hacer con la plata que ya tengo, que en tres meses me gané el doble sólo posando y dejando que me fotografiaran. Cuando fui a pagar el crédito que tanto preocupaba a Carlos, me dijeron que ya no tenía deuda por algo de un seguro de desgravamen.
– Te convendría, entonces, no vender la granja. La Cooperativa podría hacerse cargo y pagarte un arriendo.
– ¡Hecho! Listo. No pienso más. Tengo salud y dinero. Me falta el amor para estar completa. Dicen, y lo creo, que es lo más importante.
– Ya llegará, querida, ya llegará también el amor para tí.
Alejandro se levantó y fue a la cocina a buscar cervezas. Se produjo un silencio.
Antonella cerró los ojos. Los quiero tanto a estos dos que hasta me gustaría que hicieran el amor, si eso los hiciera felices. Pero nunca se los diré.
Vanessa estiró las piernas y echó la cabeza atrás. Los quiero tanto a estos dos, que me gustaría hacer un trío y darles tanto placer. Pero nunca se los diré.
Alejandro volvió con la botella y llenó los vasos.
– ¡Salud!
– ¡Dinero y amor!– Replicaron Antonella y Vanessa al unísomo, riendo.
Toñito se asomó en la puerta.
– ¿De qué se ríen tanto?
– Es que estamos contentos porque nos queremos – le explicó Alejandro.
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