III. La huelga de hambre empezaba a hacer estragos

III.

 

La huelga de hambre empezaba a hacer estragos en la salud de Tomás Ignacio Larrañiche. El viernes, terminada la semana laboral, Antonella escuchó por radio el informe médico, que correspondía al octavo día desde que Larrañiche dejó de ingerir alimentos. Se daba noticias sobre la pérdida de peso corporal y sobre acentuados problemas del sistema circulatorio, con grave peligro vital debido a su avanzada edad, y teniendo en cuenta que su historial médico registraba dos preinfartos cardíacos. El funcionamiento del cerebro no estaba afectado debido a que se le estaba suministrando glucosa líquida, pero el anciano manifestaba signos evidentes de cansancio al hablar, y entraba a menudo en estado de somnolencia.

Antonella sintió que el corazón se le apretaba Puede fallecer en cualquier momento. Ella poseía la singularidad de intuir, en ocasiones imprevistas y no controladas, lo que pasaba por la mente de las personas. Esas intuiciones solían demostrarse acertadas, y en varias ocasiones le habían permitido ayudar a personas en serias dificultades. En esta ocasión Antonella tuvo el presentimiento de que ella podía hacer algo que salvaría a su anciano amigo. No sabía qué podría hacer para ayudarlo, pero debía ir a encontrarse con él de inmediato.

Alejandro no estaba en casa pues le correspondía un turno de trabajo en el almacén Renacer. Le dejó un mensaje explicando su partida, e instruyó a Toñito para que la reemplazara en algunas tareas domésticas sencillas. Enseguida tomó su bicicleta y partió a la ciudad decidida a tomar el autobús nocturno a Santiago.

Gran parte del viaje lo pasó orando por la salud y para que se cumplieran las intenciones de Tomás Ignacio que motivaron su huelga. A su mente venía y volvía aquella parte del cuento en la que el burro Lucero se ponía en huelga sin saber cómo darle término por no haberlo pensado antes de iniciarla. ¿Será que Tomás Ignacio entró en huelga de hambre sin pensar en cómo salir de ella? De hecho, la información pública sobre su protesta era muy clara en cuanto a los motivos para iniciarla, pero no respecto de las exigencias que planteaba para ponerle término.

Antonella llegó al edificio del Senado cuando aún sus rejas y puertas estaban cerradas. Esperó pacientemente la hora de la apertura, convencida de que la dejarían entrar si usaba la misma táctica de Alejandro. Al intentarlo, media hora después, recibió una rotunda negativa. Al Senado solamente podían entrar las personas que tuvieran una credencial, y las visitas al ex-senador Larrañiche estaban restringidas a sus familiares directos, por orden médica.

La negativa no desanimó a Antonella. Se sentó en la escalinata de ingreso al edificio, decidida a esperar que ocurriera algo que le permitiera entrar. Pensó en llamar a Mariella y a varias personas que pudieran haberle ayudado, pero debido a la premura con que salió de su casa se olvidó de llevar su IAI, por lo que no tenía modo de comunicarse con nadie. Su mejor expectativa era encontrarse con Mariella, la esposa de Larrañiche, que en algún momento tendría que entrar o salir del recinto. Antonella no sabía que las personas que llegaban en automóvil entraban por el estacionamiento y subían en ascensor, no pasando nunca por donde ella estaba.

Pasaron seis horas, durante las cuales insistió ante los guardias con distintos argumentos, pero no logró convencerlos, obteniendo siempre la respuesta de que cumplían órdenes, las que respecto a las visitas al senador eran muy estrictas.

Antonella se había dado cuenta desde el principio, de que uno de los uniformados, un joven apuesto, alto y de ojos azules, la miraba frecuentemente, al comienzo con disimulo, tratando de que ella no se diera cuenta, pero cada vez más con más insistencia y ya con cierto descaro.

Antonella intuyó que podía romper su resistencia. En algún momento terminaría su turno de guardia y entonces quizás se le acercara si le hacía creer que a ella él también le gustaba. Le regaló una mirada coqueta.

Fue en el momento justo, pues la hora del cambio de guardia había llegado. El uniformado entró al edificio. Habrá ido a informar o a recoger sus cosas, pero vendrá. Antonella sacó de su mochila una libreta, escribió un mensaje, se alejó unos pasos y esperó la salida del guardia.

Cuando lo vio salir se le acercó y le dijo sin mayor preámbulo:

Si le entregas este papel al senador Larrañiche te recompensaré con algo que te va a gustar.

¿Y qué es eso que me vas a dar?

Mi número, mi número de IAI.

¿Por qué no vamos mejor a servirnos algo ahora?

No. Necesito hablar con el senador, que es mi amigo. Si le llevas este papel y me traes la respuesta, te daré mi número, lo prometo.

Uhmm. Veré si me dejan pasar. ¿Cómo te llamas?

Antonella, ¿y tú?

Jorge

El uniformado regresó al portón y explicó al guardia que había olvidado de sacar algo importante. El guardia lo conocía y lo dejó entrar.

Pasó media hora. Antonella estaba inquieta, no sabiendo si su movida lograría el resultado que quería. De todos modos el joven guardia la buscaría, por lo que anotó su número de IAI en una hoja con la intención de cumplir lo que había prometido. Ya sabría qué decirle cuando él después la llamara. Finalmente se abrió el ingreso del edificio y un señor de barba, que se asomó acompañado por el joven guardia, la llamó por su nombre y la hizo entrar. El uniformado, sonriendo satisfecho por haber cumplido con ella, le hizo un gesto con la mano que significaba que debía ella ahora cumplir lo prometido. Antonella le dejó disimuladamente el papel en la mano cuando pasó a su lado. El hombre de barba la acompañó hasta la sala donde se encontraba tendido Tomás Ignacio. Mariella estaba sentada a su lado. Al verla entrar se levantó y se abrazaron.

Tomás Ignacio la saludó con un gesto. Dirigiéndose a Mariella exclamó.

Ahora anda a comer algo, Mariella. Quiero escuchar lo que esta niña quiere decirme, aunque ya sospecho lo que es. Que abandone ¿verdad?

No, don Tomás Ignacio. Yo no soy quien para pedirle eso.

Mariella se retiró y los dejó solos, no sin antes mirar suplicante a Antonella.

El anciano miró con cariño a Antonella. Como ella lo miraba en silencio le dijo:

Mariella quedó encantada con la escuela que pusiste en El Romero. Veo que ya estás bien. Me contó que te caíste cuando sacabas higos para regalarnos.

Sí, don Tomás Ignacio, estoy muy bien y la escuelita funcionando.

Pero, dime, por qué has venido, si no es para convencerme.

Antonella le tomó una mano.

Usted sabe que yo lo quiero mucho, y que lo respeto como a nadie en este mundo. Pero no termino de comprender por qué está haciendo esto, por qué está arriesgando su vida.

Por ti, Antonella, y por Mariella, y por tantas personas como ustedes. Para que puedan seguir guiándose por su conciencia en la vida, y creando escuelas, enseñando sus conocimientos y comunicando sus creencias libremente, sin que un poder ajeno, un Leviatán, un ‘gran hermano’, los vigile y controle. Decidí renunciar al Senado y hacer esta huelga de hambre cuando me dí cuenta de que se imponía la tendencia a reducir las libertades de conciencia, de religión, de comunicación y de enseñanza, así como los ya reducidos espacios de privacidad e intimidad que nos van quedando. Me dí cuenta de que ya no tenía cómo resistir frente a una tendencia mayoritaria que no escuchaba razones, y que si se imponía, impondría por quizá cuantas generaciones una reducción de esas libertades esenciales, que son las que nos hacen personas libres, conscientes, éticas, provistas de dignidad. Tenía razón Juan Solojuán cuando escribió que los que ejercen el poder, inevitablemente, tarde o temprano, tratarán de limitar la libertad de los demás y de controlar lo que piensan, lo que sienten y lo que hacen, para lo cual requieren reducir los espacios de la intimidad y la privacidad de cada uno.

No podría yo estar más de acuerdo con usted, y más agradecida por su lucha y su sacrificio. Pero una pelea se da para ganarla. Y me pregunto ¿qué espera que haga el Senado, o quién sea, para que usted decida deponer la protesta? ¿Cuándo daría usted por ganada su lucha?

Tomás Ignacio se quedó pensativo. No respondió sino con otra pregunta.

¿Tú eres creyente, Antonella?

Soy católica, y he rezado mucho por usted estos días…

Te lo agradezco. Quizás son esas oraciones tuyas las que me dan la fuerza para seguir adelante. Pero te lo pregunto por otra cosa. Jesús nos enseñó que hay luchas que hay que dar aunque no exista posibilidad de ganarlas.

Sí, pero otra cosa es dejarse morir.

Morir luchando, niña, no es lo mismo que dejarse morir. Jesús mismo nos mostró que hay luchas que se ganan con la muerte, o después de morir.

Antonella se quedó pensando. Entendía lo que el anciano decía, pero había algo que no la convencía, algo que estaba mal. Intentó replicar, tratando de abrir una brecha en la decisión de Tomás Ignacio que le parecía suicida.

Pero si uno se pone en un callejón sin salida, nadie pensará que va por buen camino, ni apreciará su decisión como sabia. Si usted está en huelga de hambre todos suponen que hay algo que desea que se haga, algo bueno que quiere lograr. Es lo que yo, y muchos como yo, queremos saber.

Larrañiche cerró los ojos. Algo en su interior le decía que Antonella tenía razón, pero no lo podía identificar. Su mente ya no estaba tan lúcida como antes. Finalmente exclamó:

¡Ay, muchacha! No sé qué decirte. Ayúdame a pensar. Yo me puse en huelga para protestar, para oponerme a algo que me parecía demasiado grave, demasiado malo. No pensé mucho más que eso. Estoy viejo, ya he vivido y luchado una vida entera. No temo morir. Y sé que no es justo ni democrático que pretenda imponer mis ideas a los senadores que piensan diferente. Lo tenía todo claro al comenzar; pero ahora lo veo oscuro. Creo que tienes razón, que estoy en un túnel sin salida. Pero si renuncio ahora, no sólo habré perdido yo, sino todos ustedes, porque nada impedirá que se establezcan restricciones a la libertad y se agreda a la dignidad humana. ¡Ayúdame, muchacha! No tengo miedo a morir, pero sí temo estar equivocado. Y no soy capaz de pensar con lucidez. ¡Cómo me hace falta Juan Solojuán!

Los ojos de Antonella se nublaron. La petición de ayuda de su anciano, querido y admirado amigo la emocionó hondamente. Cerró los ojos y oró, pidiendo ayuda al único ser que creía capaz de ayudarlos, a ella y al anciano cuya mano sintió temblar entre las suyas.

Pasaron varios minutos en silencio. De pronto el rostro de Antonella se iluminó.

Ya sé lo que puede hacer, lo que debe hacer. Es cierto que usted no puede forzar a los senadores a que legislen como usted desearía. No sería democrático. Pero sí les puede exigir que abran una gran consulta pública, un gran debate nacional, sobre lo que puede y lo que no puede hacer el Estado respecto a las libertades de conciencia, de opinión, de religión, de enseñanza y de comunicación, y sobre cuánto y cómo deba resguardarse el derecho a la privacidad y a la intimidad de las personas. Póngalo usted como exigencia para deponer la huelga de hambre. Anúncielo públicamente, convoque a la prensa entera. Todo el mundo le encontrará la razón, y ningún senador podrá oponerse, porque usted estará solamente pidiendo que seamos los ciudadanos los que nos pronunciemos, sobre algo que a todos nos interesa.

El anciano cerró los ojos. Parecía dormido. Antonella guardó silencio. Mariella se asomó a la puerta. Antonella le hizo un gesto, indicando que el senador estaba cansado. Mariella se sentó al lado de su esposo, mirando a la muchacha que mantenía la mano de su Tomás Ignacio entre las suyas.

Pasó el tiempo. Antonella y Mariella aguardaban. Finalmente Tomás Ignacio abrió los ojos. Pareció que salía de un ensueño. Miró a las dos mujeres que estaban a su lado y con voz segura sentenció:

Esta niña es muy sabia, Mariella. Convoquen a una conferencia de prensa, convoquen a todos los medios. Mañana a primera hora. No, mejor a las diez.

Justo en ese momento entró el médico.

Mañana debo estar muy lúcido, doctor. Es importante.

Quince minutos después dormía plácidamente.

Más tarde, junto con el parte médico que daba cuenta del deterioro de la salud de Larrañiche, ante el grupo de periodistas que se había ido reduciendo con el pasar de los días, Mariella anunció que su marido haría una declaración muy importante a las diez de la mañana, y que había pedido la presencia de todos los medios.

Antonella y Mariella se retiraron juntas, y desde la casa de Mariella movilizaron todo el sistema de comunicaciones del CCC, que tan importante había sido en ocasión de la famosa Conferencia de Matilde. También Matilde fue puesta al corriente y activó sus contactos personales y los de su editorial.

Mariella durmió tranquila como no lo había podido hacer desde que su esposo inició su protesta. Antonella en cambio durmió poco, porque se puso a trabajar.

A las nueve de la mañana llegaron al senado y entraron sin dificultad por el subterráneo. Les sorprendió la cantidad de periodistas, fotógrafos y cámaras que se peleaban por tener un buen puesto en el salón principal del Congreso, donde se había anunciado que Tomás Ignacio Larrañiche haría su anunciada declaración.

Encontraron a Tomás Ignacio nervioso, tenso. La enfermera que lo cuidaba de noche lo había aseado, pero seguía tendido en la colchoneta de siempre.

Necesito que me ayudes, Antonella. He tratado de escribir mi declaración, pero no me resulta y, ves, aquí he borroneado ideas que no logro armar en un discurso claro. Estoy algo confundido y necesito que me ayudes. Eres profesora ¿verdad? ¿Sabías que a los senadores nos ayudan a escribir los discursos?

Antonella le sonrió, le dio un beso en la frente, sacó una hoja de su mochila y se la pasó.

Me entretuve anoche en eso. Es sólo un borrador …

Tomás Ignacio tomó la hoja. La leyó varias veces. Finalmente sentenció:

¡Está perfecto! No lo podría haber escrito mejor ni en mis tiempos de abogado exitoso. Yo pensaba en un discurso más solemne; pero está bien así, casi informal. Total, ya no soy senador de la República sino un simple ciudadano, que quiere llegar al corazón y la conciencia de los ciudadanos.

Le tendió los brazos para abrazarla y besarla. Después pidió que le ayudaran a ponerse de pié. Así, apoyado en las dos mujeres, arrastrando los pies, avanzó lentamente hacia el Salón del Congreso. El recinto estaba repleto de periodistas, pues ningún medio quiso perder tan singular e inesperada noticia.

La escena no podría haber sido más dramática, aunque no fue previsto y calculado que así fuera, sino el resultado espontáneo que reflejaba la realidad vivida por el senador renunciado, después de diez días de huelga de hambre. El anciano, en pijamas, ojeroso, sostenido en pie por su esposa y por una joven que muchos pensaron que pudiera ser su hija, comenzó a leer con voz temblorosa pero decidida, la declaración en que anunciaba que pondría fin a su huelga de hambre si el Senado convocaba a una gran consulta ciudadana sobre tres preguntas muy precisas, que repitió dos veces.

Los periodistas se aglomeraron a su alrededor y gritaban al unísono muchas preguntas. Pero él, siempre apoyado en las dos mujeres, salió del salón y regresó a la sala a tenderse en la colchoneta. Allí lo esperaba el doctor, que procedió a una revisión general de su estado, después del esfuerzo que había desplegado estando en una condición tan débil.

El día siguiente el Senado, convocado de urgencia a sesión extraordinaria, aprobaba por unanimidad la Consulta Ciudadana con las preguntas planteadas en la declaración de Larrañiche.

Inmediatamente después, acompañado por Mariella, Antonella, el médico y la enfermera, Tomás Ignacio Larrañiche era llevado en ambulancia hasta la Clínica del CCC, donde recibiría los más esmerados, cariñosos y científicos cuidados que su condición requería.


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