IV. Vanessa se enteró de que Carlos no construiría

IV.


Vanessa se enteró de que Carlos no construiría la piscina que le había prometido. Se lo escuchó decir una tarde en que, tendida en el césped bajo un árbol, aparentando estar dormida, escuchó que su esposo se lo dijo a un grupo de amigos, después de anunciarles que las obras en la granja estaban terminadas y que los invitaba a celebrarlo con un asado de cordero.

La decepción de Vanessa fue muy grande, porque estaba justamente pensando que, habiéndose completado el resto del proyecto, había llegado finalmente la hora de su tan ansiada piscina. Cuando lo encaró exigiéndole que cumpliera lo que le había prometido y asegurado tantas veces, Carlos reaccionó de mala forma, echándole en cara que ella solamente quería divertirse y que poco hacía por ayudarlo en las tareas de la granja.

Fue la gota que rebalsó el vaso. Las frustraciones que venía acumulando desde que hacía un año se había trasladado al campo con su esposo se convirtieron en resentimiento, que estalló en un ataque de ira. Discutieron, y como siempre sucede en estos casos, se dijeron cosas hirientes que nunca hubieran pensado que llegarían a decirse. Las últimas frases que intercambiaron fueron éstas:

¡Eres una mala esposa!

¡Y tú eres un mal marido!

Carlos, no queriendo agravar la discusión se fue a caminar al campo. Vanessa lo miró alejarse y no dijo nada más. Se encerró en el baño donde estuvo una horas llorando. Enseguida, ya más serena, tomó la decisión de irse, sin pensar si sería para siempre o solamente por unos días. Hizo todo lo que pudo por ponerse bella, se vistió con su tenida más seductora, puso en una mochila sus cosméticos y las ropas que le gustaban, la cargó en la espalda, tomó la bicicleta y partió rumbo a El Romero, donde esperaba encontrar el bus que la llevaría a Santiago. “No sé si vuelvo”, dejó escrito en la pizarra donde ella y Carlos se dejaban mensajes.

* * *

Conrado Kessler pasaba gran parte del día mirando las pantallas que mostraban los principales lugares y calles donde transitaban las personas en El Romero y sus alrededores. Los informáticos del Recinto 9 habían diseñado un sistema que le anunciaba con una luz intermitente el paso de cualquier bicicleta. Esto le facilitaba bastante la observación, pues más de cincuenta cámaras distribuidas en otros tantos lugares hacían prácticamente imposible identificar en ellas a la persona que buscaba si no tuviera algún modo reducir los objetivos que observar. Rosasco le había dicho que Vanessa llegó y se fue del bar montando una bicicleta. Si ésta era roja y además la montaba una joven en short o en minifalda, la cámara la seguía hasta que quedara fuera de su alcance visual.

Kessler dió un brinco ante lo que le mostraba una pantalla. Le pareció reconocer a Vanessa bajando a la ciudad por el mismo camino que, en sentido inverso, conducía a la Colonia. Era extraño que cargara una mochila, pero quería creer que la había finalmente encontrado. No tardó diez segundos que ya estaba montado en su Kawasaki. Calculó que al ritmo en que la joven avanzaba tardaría unos quince minutos en llegar al área urbana. Forzando al máximo la marcha de su poderosa moto, tal vez pudiera alcanzarla antes de que se perdiera en las calles de El Romero, donde no tendría ya como encontrarla por más que las cámaras la siguieran y las pantallas en su habitación sonaran intermitentemente.

Un kilómetro antes de llegar al área urbana alcanzó a divisar que la bicicleta que perseguía giraba en una esquina. Llegó hasta ahí en no más de quince segundos. Miró a un lado y otro. No puede haber ido lejos. Pero en qué dirección. Comenzó a dar vueltas tratando de abarcar un área que se iba expandiendo a medida que pasaba el tiempo.

Vanessa alcanzó a comprar el último boleto del autobús que la llevaría esa noche a Santiago. Tenía que esperar tres horas, tiempo en el cual debía dejar la bicicleta en un lugar seguro y donde Carlos pudiera encontrarla. Estaba cerca de uno de los locales de ventas del Almacén Cooperativo. Pero estaba cerrado. A esa hora los otros tres locales estarían igualmente cerrados. Pensó que, con suerte, podría encontrar que todavía hubiera alguien en la Escuela de Antonella. Fue hasta allá; pero ya todos se habían ido.

Se detuvo a pensar. En cualquier lugar público en que dejara la bicicleta era seguro que nunca volvería a verla. ¿Regresar a la granja? No quería hacerlo, pero tal vez fuera lo mejor. No le costaría revender el pasaje a Santiago, porque siempre había más interesados que asientos. Estaba casi decidida, y cuando iba a subirse otra vez a la bici una moto negra se detuvo a su lado.

¡Vanessa! ¡Por fin te encuentro!

Lo reconoció por la voz; pero no estuvo segura hasta que el hombre se sacó el casco. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Exclamó, aunque apenas le salía la voz.

¡Usted! ¿Qué hace aquí? ¿Qué quiere de mí?

No tengas miedo, Vanessa. Me has hecho tanta falta. Te echo de menos.

Pero yo no quiero volver con usted. Además, estoy partiendo a Santiago ahora mismo.

No hay problema, Vanessa. El bus parte a las once. Faltan dos horas y media. Podemos conversar al menos ¿verdad? Tienes tiempo para cenar. El viaje es largo y debes comer antes de partir.

La bicicleta. No sé donde dejarla.

No te preocupes. El dueño del restaurante es mi amigo y él te la guardará hasta que vuelvas.

¿Dónde queda ese restaurante?

Aquí a dos cuadras, en pleno centro.

Era una solución. Además, Kessler tenía razón en que le convenía cenar antes de partir, y tenía tiempo de sobra. Y ¿por qué no? Tenía curiosidad por saber que había sido de su antiguo jefe.

Nadie en el mundo conocía a Vanessa tanto como Kessler. Se hizo cargo de ella cuando tenía doce años. Había llegado de Venezuela contratada por una productora de cine, que quebró y la dejó abandonada. Cuando la encontró en la calle en peligro de morir una noche de temporal, la llevó a su casa y la alimentó. Quedó fascinado por su delicada y sorprendente belleza infantil y sus ojos de almendra. Cuando cumplió catorce años la inició en la sexualidad con refinado erotismo. Se enamoró de la muchacha y estableció con ella una enfermiza relación en la que mezclaba afecto paternal con sexo refinado al que la sometía sin que ella comprendiera que en realidad se trataba de inaceptables violaciones a una menor. La sometió a su voluntad y, cuando cumplió diecisiete años, empezó a encargarle que acompañara en sus viajes a Ramiro Gajardo, entonces Ministro de Seguridad Interior del Estado, su jefe directo. Después ya no tuvo con ella consideración ninguna. Empezó a tratarla como una prostituta más, pagándole por los servicios sexuales que le encargaba realizar a distintas personas según su conveniencia política.

Estás bellísima, como siempre – le dijo Kessler cuando estuvieron sentados en el restaurante.

Vanessa sonrió con tristeza.

Aunque un poco descuidada en verdad. ¿Ya no te maquillas? – agregó el hombre.

Estoy casada – fue lo único que respondió Vanessa, queriendo expresar con eso que no estaba disponible para acostarse con él y, al mismo tiempo, explicarle el motivo de su descuido personal.

Ya veo. Te casaste con un pobretón, que no quiere que te vean tan hermosa como eres. Al menos te deja vestirte a tu gusto …

Vanessa lo escuchaba. No quería hablar con él, que le decía las verdades de su vida actual. Recordaba lo que aprendió con la psicóloga que la atendió después de que se liberó de Kessler. Él no es un protector que te salvó la vida, ni un amante que te quería, sino un violador que se aprovechó de ti cuando eras todavía una niña.

Reaccionó, aunque débilmente: – Yo no quiero nada con usted. No sé por qué acepté venir aquí.

Tranquila, Vanessa. No te estoy pidiendo nada. Solamente te invité a cenar, para que en tu viaje a Santiago no pases hambre.

Al escuchar la palabra ‘hambre’ la joven recordó cuando a los doce años, estando tirada en la calle, desolada y hambrienta, el hombre que tenía enfrente la tomó en sus brazos, la instaló a su lado en el auto y llevándola a su casa le dio de comer.

Kessler llamó al mozo.

Tráigame un whisky doble, el mejor que tenga. Y para la señorita un pink lady.

Vanessa sonrió. No se ha olvidado de lo que me gusta.

Perdón, señor – replicó el mozo – no sé cómo es el pink lady, pero si me dice se lo preparo.

Bien. Dos y media medidas de gin del mejor, un golpe de granadina, una medida de crema de leche, un poquito de zumo de limón, una medida de pulpa de mango. Lo bates en la coctelera con dos trozos de hielo y se lo traes en una copa de cristal.

Vanessa, que desde hacía un año lo único con alcohol que había bebido era cerveza, y pocas veces, dio cuenta del pink lady casi sin darse cuenta. Sintió un levísimo y dulce mareo.

¿Otro?

Por qué no. Pero debemos pedir la comida, para que no se me haga tarde con el autobús.

Kessler llamó al mozo, le pidió repetir los tragos y le encargó la carta del menú.

Kessler escogió un vino blanco y pidió para él tártara de mariscos y salmón, con arágula y crema de limón. Sabía que a Vanessa le encantaba.

Para mí lo mismo – dijo ella, que después del segundo trago estaba bastante mareada pero no había perdido la lucidez.

Kessler había decidido que ella no partiría esa noche a Santiago. Se habían despertado en él los deseos de tenerla nuevamente para sí. Y necesitaba, además, convencerla de que se fuera a vivir a la Colonia y que aceptara trabajar en el proyecto de Gajardo.

Tienes veintiuno, lo sé, pero estás igual que a los diecisiete. ¿Por qué te casaste?

No sé. No quiero hablar de eso.

Tienes razón, querida.

Te noto triste. Me parece que no eres feliz.

Vanessa no dijo nada, pero Kessler vio que ella bajaba la cabeza, asintiendo. Decidió que era el momento de plantearle la pregunta decisiva.

¿Quieres volver conmigo? Te daré todo lo que quieras, querida, todo lo que quieras.

No. Usted me violó cuando yo era niña.

No es verdad, yo nunca te violé, lo sabes. Nunca te obligué a hacer nada que no quisieras. Nunca te golpeé y siempre te traté bien. Porque te quería mucho. Siempre te quise. Todavía te quiero, mi pequeña.

Pero usted ya no me quería cuando me dejó encerrada.

¿Qué dices? Nunca, nunca te prohibí que salieras. Tú y Danila podían salir cuando quisieran ¿no era así? Nunca te prohibí salir. ¿O crees que no sabía que tú y Danila tenían clientes que atendían por su cuenta? ¿Y que la plata que juntabas se la mandabas a tus padres en Venezuela? Yo lo sabía, y te confieso que no me gustaba; pero ¿te dije algo? ¿Te prohibí hacerlo? No puedes decir que te tenía encerrada.

Me quitaste el pasaporte y nunca me lo devolviste.

Sabes que lo perdí y que no podía conseguirte otro porque estabas ilegal en Chile. Pero siempre te protegí y nunca tuviste un problema con la policía.

Hmm! Sí, pero no sé si creerte todo. Además, sí me encerraste, en un subterráneo, con Antonella, esa chica a la que le ibas a cortar las manos.

Kessler notó que Vanessa empezaba a tutearlo. Era una señal excelente.

Nunca le hubiera hecho nada a esa muchacha. Era sólo una amenaza, y yo solamente obedecía órdenes de mi jefe.

Tu jefe, sí, lo recuerdo. Gajardo. El hombre que le pegó a Danila.

No es tan malo. También les hizo a tí y a ella pasar días muy bonitos. Ese día él estaba borracho …

Pero me encerraste. ¿Por qué?

Para protegerte. Recuerdo que mandé a uno de mis hombres para que te sacara del departamento. El día siguiente los militares asaltaron mi casa, la mansión de Gajardo, y también tu departamento. Yo tenía que ocultarme, y no tenía otro lugar seguro donde mantenerte, que ese subterráneo donde estaba esa chica. Viste que a ella nadie le hizo nada. Además, tenías tu IAI. Esperé que me llamaras pero nunca lo hiciste.

Vanessa, entre mareada por el trago y el vino, y las explicaciones de Kessler que le parecían cada vez más verdaderas, fue cediendo.

Si me quedo ¿dónde viviría?

Te daré una casa para tí sola. Cerca de donde vivo yo. Y no te faltaría nada, podrás hacer lo que quieras, salir cuando quieras, y mi jefe te pagaría un sueldo que no te imaginas.

¿Un sueldo? ¡No quiero ser nunca más acompañante!

Por supuesto que no. Serías modelo. Sólo fotos. Eres tan hermosa, y tu único trabajo sería dejar sacarte fotos, muchas fotos, nada más.

¿Desnuda?

Vestida y desnuda. Supongo que no te desagrada que te vean desnuda.

Mmm, no. ¿Es allá, en eso que llaman La Colonia?

Allá. Pero podrías salir cuando quieras. Por favor, prueba. Te hacemos un contrato por tres meses. Si no te gusta, te vas y no se habla más.

¿Tienen piscina?

Una grande, igual que esa en que se bañaban tú y Danila.

¿Allá está tu jefe Gajardo?

Sí, pero él no te molestará. Tiene una mujer y las amantes que quiera. Y si te llega a molestar sólo me lo dices y te saco al tiro. Recuerdo que te gustaba...

Un poco, sí, porque me daba muy buenas propinas.

Ahora te pagaría, solamente por las fotos, trescientos mil al mes.

¿Al mes? ¿De veras? ¿Todo para mí?

Sí. Te lo aseguro.

Me gusta. Pero tengo que pensarlo. Tengo que hablarlo con una amiga que me aconseja. Ahora tengo que irme. ¿Qué hora es?

Kessler miró la hora. Faltaban veinte minutos para las once, la hora del autobús.

Son las diez y media – mintió. Alcanzamos a servirnos un postre. ¿Qué te parece un mousse de chocolate con salsa de arándanos y crujiente de almendras? Recuerdo que te gustaba.

Me encanta, ya, pero después me llevas hasta el bus en la moto.

Por supuesto.

Cuando faltaban cinco minutos para las once Kessler le dijo:

Vanessa. ¡Quédate! ¿Acaso tienes algo muy importante que hacer en Santiago? Tomémenos un bajativo, y te llevo hasta la Colonia para que veas la casa que te podemos dar y cómo es todo allá. Mañana decides si quieres quedarte o no. Te prometo que te traigo de vuelta si prefieres irte.

Vanessa lo pensó un momento.

Está bien. Pero tendrás que pagarme otro pasaje, porque no tengo plata.

¿Cuánto cuesta?

Diez.

Toma. Aquí tienes cien, para tí.

Vanessa tomó los billetes. En un gesto que muchas veces había realizado en los años en que trabajó para Kessler iba a dejarlos en el sostén; pero se arrepintió y los puso en la mochila.

Kessler llamó al mozo y pidió dos café brulot con doble cognac. Sabía que a Vanessa ese trago le encantaba.

Media hora después partían en la moto, a gran velocidad, rumbo a la Colonia Hidalguía.

Afírmate bien, pégate a mi espalda y cruza las manos en mi pecho, no vayas a caerte.

Sí, estoy mareada, pero no tanto. Me gusta la velocidad, me gusta.

Llevaba la mochila con sus cosas a la espalda.

 

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