III. Toñito

III.


Toñito iba a la Escuela todos los días. Lo llevaba Antonella en su bicicleta en un asiento que Alejandro había instalado sobre la rueda trasera. Toñito disfrutaba el paseo. Extendía los brazos y se imaginaba volando como un pájaro, mientras miraba los campos sembrados, los árboles, la cordillera y las nubes. Por su edad y porque no sabía leer quedó en la primera clase, donde enseñaba una señora bastante mayor que Antonella. Al Toñito no le gustaba que la profesora lo mirara mientras explicaba las lecciones, porque no le entendía mucho lo que decía. Tampoco le gustaba que los niños del curso se le acercaran, porque le preguntaban muchas cosas de las que él no quería hablar, y sobre otras que no sabía. Pero en las horas dedicadas al deporte o en las salidas al bosque, se destacaba por sus notables capacidades. En las carreras era siempre el primero, ganando por varios metros.

Cuando llegaban a la casa ayudaba a Alejandro en los trabajos del huerto. Antonella no tenía tiempo para enseñarle y ponerlo al día con las lecciones de la escuela, porque siempre estaba ocupada, tanto en las tareas de la casa como en la preparación de las clases del día siguiente.

Cuando Alejandro no estaba en la granja, Toñito salía a caminar por el campo, siempre con su honda colgada al cuello. Había aprendido con su padre a cazar conejos y pájaros. Se sabía esconder, mantenerse quieto, y avanzar hacia la presa sin hacer el menor ruido, arrastrándose por entre las malezas y detrás de los arbustos. Pero Antonella le había prohibido cazar, pues no tenían necesidad de hacerlo para comer. Como le gustaba mucho cazar, había inventado un juego que le gustaba igual. Consistía en acercarse a las presas todo lo que pudiera, sin que ellas se dieran cuenta. Y era en eso un experto. Una vez llegó a tocar a una perdiz antes de que ésta lanzara su estridente grito y escapara a ras del suelo.

Toñito vio posarse un zorzal en lo alto de un olivo. Se puso la meta de llegar hasta el tronco, avanzando entre los matorrales, para después acercarse lo más posible al pájaro trepando por el árbol. Calculó que le faltaban diez o doce metros. Avanzó muy lentamente sin hacer el menor ruido. Pero notó que el zorzal se agitaba. Se detuvo porque sabía que al menor movimiento emprendería el vuelo. Convenía esperar que se tranquilizara ante de continuar avanzando.

El zorzal emprendió el vuelo. Escapaba de algo que no era él, pues pasó por encima de su cabeza. Toñito lo vio pasar pero se mantuvo inmóvil mirando el cielo. De repente lo vio. El Dron. Ese pájaro araña que le había escuchado decir a Alejandro que era muy peligroso. Avanzaba en dirección a la granja. Lo siguió con la vista hasta que lo vio detenerse en el aire y acercarse a unos veinte metros de la casa. Debo avisarles, pero sin que me vea.

Toñito se acercó, agachado, escondiéndose por entre los arbustos. El pájaro–araña se mantenía quieto por encima de la casa. Pero había un problema: alrededor de la casa había un césped cortado y limpio, y era imposible que el aparato ése no lo descubriera si intentaba llegar a la casa. Y tenía vivo el recuerdo del otro día cuando el pájaro-araña se le acercó amenazante.

Tomó una decisión. Sacó la honda que tenía al cuello y buscó en su bolsillo una piedra, la que al tacto le pareció más redonda. Una piedra redonda no se desvía al tirarla. La cargó y la escondió poniendo sus manos atrás. Enseguida se levantó y avanzó hacia el Dron, mirándolo de frente, desafiante. Vio que el aparato giraba y hacía exactamente lo que él quería: se acercó a él, que sin perder un segundo apuntó con la honda y le disparó. ¡Le dí! ¡Lo herí!

El Dron comenzó a girar moviéndose en zig–zag, alejándose. Pero estaba dañado. Toñito lo vio caer a tierra unos cien metros más allá de la granja. Partió corriendo tras él. Era lo que hacía cuando su padre cazaba una presa, y él corría a buscarla, y si la encontraba herida, la remataba. Cuando estuvo a pocos pasos sintió que el pájaro-araña se movía. Intentaba elevarse, pero no tenía fuerzas y caía nuevamente a tierra. Toñito entonces hizo lo que sabía hacer. Su padre le había enseñado que cuando una presa quedaba herida había que rematarla para que no sufriera. La apuntó con la honda. Fueron dos tiros certeros. El pájaro-araña quedó tieso, patas para arriba.

¿Qué hago ahora? Toñito pensó en cogerlo, llevárselo a la casa y entregarlo a Alejandro y Antonella como un trofeo. Pero tuvo miedo. No estaba seguro de que ellos celebrarían lo que había hecho. Sabía que era importante que ellos supieran que el aparato ese los espiaba, y que él lo había volteado de un solo tiro de honda.

Les contó todo. Lo que no dijo fue que él lo había desafiado.

– Yo estaba ahí, al lado del árbol, y me atacó. Por eso le disparé.

Ambrosio y Antonella acompañaron a Toñito que les indicó donde se encontraba el Dron.

– ¿Lo escondemos? ¿Lo enterramos? – sugirió Antonella.

– Estos aparatos tienen instrumentos para que los detecten si se pierden. Con toda seguridad que vendrán a buscarlo.

– Entonces tiene grabaciones de nuestra casa, ¡y de Toñito! – exclamó Antonella alarmada.

Alejandro pensó un momento. Dos minutos después levantó una piedra grande, casi una roca, y con cinco golpes dejó al Dron convertido en poco más que una lámina partida en trozos.

– Vendrán – dijo después mirando a Toñito. – No diremos nada. Nosotros no sabemos nada de esto ¿verdad?

– Yo no sé nada, no sé nada – repitió dos veces Toñito, sonriendo.

Regresaron a la casa. Alejandro encargó a Toñito que vigilara.

– Avísame cualquier cosa que notes. Alguien vendrá muy pronto a recoger su juguete. Yo iré a cerrar el portón de la entrada.

No pasó media hora que Toñito entró agitado a la casa:

– Una moto. Viene alguien en una moto.

– Bien. Quédate en la casa, con Antonella. Si se detiene y acerca, yo iré a hablar con él.

Los tres se pusieron a mirar por la ventana. La moto se detuvo en el portón de la granja, que Alejandro había cerrado. Antonella sacó un pequeño binocular. Enfocó el aparato y palideció:

– ¡Es Kessler! Lo reconozco. – susurró al oído de Alejandro.

– Vayan los dos a esconderse al baño. Yo saldré a hablar con él. No se preocupen.

Toñito siguió a Antonella de mala gana, apretando fuertemente su honda contra el pecho.

El hombre hizo sonar varias veces la bocina de la moto. Alejandro caminó hacia el portón. Kessler endosaba una chaqueta de cuero.

– Ustedes tienen algo que es mío y vengo a que me lo entreguen – dijo el hombre con voz de mando, intimidante.

– No sé de qué habla usted señor.

– ¡Abra el portón! Déjeme pasar para retirar lo que es mío.

– Aquí no hay nada suyo, señor. ¿Quién es usted?

– Soy una autoridad.

– Entonces muéstreme sus credenciales y sin problemas lo dejo entrar y revisar lo que quiera.

Kessler desabrochó la chaqueta y le hizo ver el revólver.

– ¡Esta es mi credencial! – exclamó gritando. – ¡Abre ya!

Kessler desenfundó el revolver e hizo un disparo apuntando a medio metro de los pies de Alejandro para amedrentarlo.

Alejandro retrocedió. Sabía que si lo dejaba entrar no encontraría lo que buscaba en su granja. Pero temía que Kessler reconociera a Antonella. Estaba en esas dudas cuando vio algo que realmente no se esperaba. Manuel Rosende, su vecino, se acercaba sigilosamente por detrás del hombre con una escopeta en la mano.

– ¡Arriba las manos! ¡No se mueva o le vuelo la cabeza!

Era don Manuel que efectivamente apuntaba su escopeta a la cabeza de Kessler. Éste se giró y vio el arma a dos metros de su cara. Comprendió que el campesino hablaba en serio y que no dudaría en dispararle si lo enfrentaba. Levantó las manos con el arma apuntando hacia arriba.

– Deje caer ese revólver y no se mueva, o le vuelo la cabeza.

Kessler obedeció.

– Ahora camine hacia allá. Sin bajar las manos.

Kessler obedeció nuevamente. Pero se atrevió a encarar a don Manuel:

– ¡No sabe que es ilegal tener escopetas!

Don Manuel se agachó, tomó el revólver de Kessler y replicó:

– La tengo inscrita y estoy autorizado a portarla. No sé quien es usted; pero yo soy Guardia de Campo, desde hace años. Esta escopeta la uso solamente para cazar, porque en esta zona, hasta ahora, no hay bandidos.

– Entonces me dará mi revolver, porque yo también soy Guardia autorizado.

– Se la daré, pero sin balas, para que se vaya tranquilo al lugar de donde ha venido.

Don Manuel vació el cargador del revólver y se lo tiró a los pies.

Kessler empezó a agacharse para recogerlo.

– ¡No se mueva! Antes dígame qué anda haciendo por aquí.

– Vengo a retirar algo que es mío.

– ¿Qué es eso suyo que quiere retirar?

Kessler dudó un momento. Después dijo:

– Un dron, un pequeño helicóptero. Por casualidad ¿no vio usted volar por aquí un pequeño avión, como un helicóptero de juguete?

Don Manuel, muy serio, respondió:

– Por aquí pasan volando muchos pájaros, todo tipo de pájaros. Hoy mismo estuve cazando. Y hace poco más de media hora le disparé a uno raro que no había visto nunca. Parecía una araña voladora. Se fue herido, tambaleándose, pero fue a caer allá muy lejos.

– ¿Hacia dónde lo vio caer? ¿Puede haber sido mi … dron?

– Quizás era el juguete suyo. Mi vista no es tan buena como antes.

Manuel Rosende tardó unos segundos antes de indicar, con la mano, en dirección exactamente contraria al lugar donde había caído el dron.

– Ahora recoja su revólver, tome su moto, y no vuelva por acá a importunar a gente decente.

Diez minutos después, cuando el hombre de la moto se perdió en la distancia, don Manuel le contó a Alejandro que lo había visto todo desde la colina al frente de su casa. Descubrió el Dron observando los movimientos de Toñito. Vio al niño cuando lo enfrentaba con la honda y cuando fue a rematarlo. Después los vio a los tres, cuando Alejandro molía el aparato con la roca. Y siguió mirando atento hasta la llegada del hombre en la moto.

– Es usted muy valiente, don Manuel. Le quedo agradecido por lo que hizo por nosotros.

– Creo que cumplí con mi deber de Guardia de Campo.

– No sabía que eras Guardia de Campo.

– Ha pasado tanto tiempo desde que me nombraron, que hasta yo mismo lo olvido. El que es muy valiente y habiloso es el muchachito ese, el Toñito.

 

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