XXIII. ANTONELLA ESTABA SENTADA EN EL COLCHÓN CON LA CABEZA TOMADA ENTRE SUS MANOS

XXIII.

 

Antonella estaba sentaba en el colchón con la cabeza tomada entre sus manos. Estaba muy afectada por la muerte de Julia, que la había salvado de la violación inminente. De repente sintió que abrían la cerradura. Miró hacia la puerta y vió que empujaban a una joven, cubierta a medias con una bata blanca, que trastabilló con el empujón que le dieron. Los hombres se retiraron cerrando la puerta.

A Vanessa le costó acostumbrar los ojos a la penumbra de la bodega, por lo que al comienzo no se dió cuenta de que había otra persona en el lugar.

— Hola— le dijo Antonella poniéndose de pié y acercándose con la intención de ayudarla.

Vanessa la reconoció cuando llegó frente a ella.

— Te reconozco. ¿Eres la secuestrada? Todo el mundo te conoce por el video en que dices que te van a cortar las manos y los dedos de los pies.

— Sí. Me llamo Antonella. ¿Tú cómo te llamas?

Vanessa sintió miedo al comprender que la habían encerrado con la secuestrada. Le flaquearon las piernas. Hubiera caído al suelo si Antonella no la sostiene.

— No tengo nada que ver contigo— exclamó Vanessa retrocediendo. —No sé por qué me encierran aquí contigo. La política no me importa un bledo.

Antonella trató de tranquilizarla:

— Mira que todavía tengo las dos manos. No me han tratado mal.

— ¿No? Pero esos hombres son malos, muy malos. Cuando me arrastraron por el pasillo ví a una mujer en el suelo, muerta, con una pistola en la mano y con la ropa manchada de sangre.

— Esa mujer no era mala. Estaba aquí de guardia, como vigilante. Me traía la comida y conversábamos todas las mañanas. La mataron porque se interpuso cuando un hombre quería violarme. Se llamaba Julia, creo.

— Entonces esos hombres son muy malos, porque violan y matan.

Antonella se quedó callada. Caminó hacia el colchón y se sentó.

— Ven a sentarte aquí. Conversemos. Aquí no hay mucho más que hacer, solamente esperar lo que pase.

Vanessa miró hacia todos lados. Se dio cuenta del encierro en que estaban y de que era imposible escapar. No tenía nada que temer de esa mujer de su edad, delgada y bella como ella misma, y que a pesar del encierro se mostraba tranquila y le hablaba con afecto. Fue a sentarse a su lado.

— No me dijiste cómo te llamas.

Vanessa.

Es un bonito nombre.

— A mí también me gusta. Todos me llaman Vanessa, pero no es mi nombre verdadero.

A Antonella le pareció que la muchacha se arrepintió de haber dicho que no era su nombre cuando agregó:

— Llámame Vanessa, como todos. Soy Vanessa. Tu nombre también es bonito, Antonella.

— Las dos tenemos nombres bonitos, las dos somos bonitas. Yo tengo diecinueve, y tú.

— Diecinueve. Igual.

— Nos parecemos. Tenemos mucho en común.

— Sí. Y las dos estamos aquí encerradas. Aunque tú llevas aquí mucho tiempo y a mí me acaban de encerrar.

Antonella se ganó rápidamente la confianza de Vanessa, que demostró ser una muchacha sencilla, extrovertida, y con una rara mezcla de alegría y de tristeza. Es de una alegría natural, espontánea, y de una tristeza inducida por las circunstancias en que le ha tocado vivir, pensó Antonella intuyendo la personalidad y el estado de ánimo de su compañera de encierro, con esa singular capacidad que tenía de captar y conectarse con la oculta intimidad de las personas.

Antonella se enteró esa noche de gran parte de la vida de Vanessa. Era de una familia pobre de Venezuela. La trajeron a Chile cuando tenía apenas catorce años. Como había demostrado en el colegio tener buenas dotes como actriz, la contrataron para una película en que haría un papel secundario pero importante representando a Vanessa, una adolescente dulce e ingenua. A sus padres le aseguraron que la llevarían de regreso en seis meses. No se había tratado de un engaño porque, en efecto, participó en la película. Pero sucedió que la producción fue interrumpida cuando el director falleció en un accidente y el productor dejó botado el proyecto sin asumir responsabilidad alguna con la muchacha. La niña quedó a la deriva y sin dinero para volver a su país, y por algún motivo que nunca llegó a entender, terminó a cargo del señor Kessler, un hombre de mediana edad, con mucho poder y dinero, que la tomó a su servicio, quien le pidió su documentación. Cuando ella se la pidió de vuelta él le dijo que se la habían robado. Así quedo dependiendo completamente de ese hombre, para el que todavía ahora trabajaba.

— ¿Cómo ha sido él contigo? ¿Es un buen hombre o un hombre malo?

Vanessa demoró en responder. Finalmente dijo:

— No lo sé. Él me rescató de la calle, donde habría muerto en cualquiera de las tempestades. Me puso en un departamento donde vivo con una amiga que también trabaja para él. Nos da de comer, ropa, y algo de dinero por los servicios que hacemos. Una vez estuve enferma y creí que me moría. Me puso un doctor y le dijo que le pagaría bien si me curaba. Pero ahora le tengo miedo a veces, porque otros hombres que atiendo me han dicho que es peligroso y que le temen. Todos le obedecen en todo lo que les manda.

— ¿Te pega?

— Ahora no. Al comienzo me pegaba cuando le desobedecía. A veces se enojaba mucho; pero me decía que era para enseñarme. Cuando ya aprendí a obedecerle siempre, nunca más me ha pegado.

— ¿Se acuesta contigo?

— Si, desde que tenía catorce. Pero ahora le gusta más mi compañera que es mayor que yo. A mi me gusta tener sexo con él. Cuando estamos en la cama me dice que soy una diosa. Antes me decía eso. Hace tiempo que no me lo dice. Yo también lo quiero porque es bueno conmigo. Claro que el otro día me enojé mucho con él porque le pegó fuerte a mi compañera y la entregó a un hombre malo que la dejó molida a golpes.

— ¿En qué consiste tu trabajo?

— Con mi compañera, Danila se llama, estamos a cargo del aseo de una mansión que tiene el jefe. Debemos también mantener limpia la piscina y cortar el pasto con una máquina. Eso lo hacemos una vez a la semana. Aparte de eso, tenemos que ir donde nos manda y complacer a las personas que nos encarga.

— ¿Complacerlos es tener sexo con ellos?

— Acompañarlos, y si quieren sexo, complacerlos. He aprendido mucho y lo hago bien, todos me lo dicen.

— ¿No has pensado en liberarte, en salir de ahí?

— ¿A dónde iría? Al único lugar donde me gustaría ir es a Venezuela, con mis padres. Pero no es posible porque no tengo papeles y todos me dicen que si trato de viajar me pescarían a la salida y me llevan presa.

— Cuéntame qué más haces.

— También atiendo hombres por mi cuenta cuando estoy libre. Ahí gano bastante plata que mando todos los meses a mis papás. Yo no puedo mandar la plata por mi cuenta porque me piden el carnet, pero se la entrego a una mujer que la manda desde un banco.

— ¿Le escribes a tus papás?

— Al comienzo les escribí muchas cartas, pero nunca tuve respuesta. Ellos son muy pobres. No quiero que vengan porque no les gustaría ver el trabajo que hago. Pero a mi no me molesta. Casi siempre me gusta. No lo paso tan mal.

— ¿Sabes por qué te trajeron acá?

— No tengo idea. Mi jefe estaba anoche muy enojado porque parece que Danila no fue a atender a ese hombre que le pegó tanto hace unos días.

Las dos muchachas finalmente se quedaron dormidas, tendidas una al lado de la otra en el colchón. Cuando despertaron Antonella miró bajo la puerta. Calculó que a esa hora ya debieran haber haberles llevado la comida del día. Pegó la oreja a la puerta. No se oía nada, ni siquiera los pasos habituales de los guardias cuando caminaban por el pasillo. Golpeó la puerta tres veces. Nada.


 

* * *

En la madrugada un destacamento de Comandos del Ejército irrumpió en la mansión de Kessler cuya dirección Danila había marcado en un mapa. No había nadie en el lugar, pero encontraron un pequeño arsenal clandestino de armas del tipo que se empleaba en la antigua CIICI. Este descubrimieto validó la afirmación de Danila que aseveraba que el hombre al que llama ‘jefe’ estaba detrás del secuestro de Antonella. Ella les había dado varias otras direcciones que correspondían a lugares donde se encontraba con personas que su jefe le encargaba atender. Una de ellas era la casa de Gajardo, donde tampoco encontraron a nadie pero en la que descubrieron abundante documentación sobre la formación del Partido por la Patria, incluída una extensa lista de nombres. El único lugar donde encontraron a alguien fue en el departamento de Benito Rosasco, que estaba preparando sus maletas para abandonar el lugar.

La noticia de los allanamientos llegó rápidamente a Kessler a través de llamados y mensajes de varios de sus informantes. A esa hora él, V-2, V-3, V-5, V-6, V-7, J—3, K-2 y K-4 entraban al recinto conocido por todos ellos como O-0, que era el mismo en que se encontraban encerradas Antonella y Vanessa. Al menos ese lugar no era conocido por Danila, lo que lo hizo sentirse seguro. V-7 le informó lo que había sucedido con V-1, lo que al ser corroborado por V-6 Kessler aceptó como un hecho lamentable. Fue un error permitirle entrar a conversar con la retenida. Pero ya no era el caso de preocuparse más de aquello. Y tampoco de Vanessa, que estaba ahora también encerrada, por precaución, si bien él no creía que ella pudiera traicionarlo.

Sus preocupaciones eran en ese momento de carácter logístico. Debían prepararse para permanecer ocultos en ese lugar seguro durante un tiempo prolongado, y organizarse para, llegado el caso, resistir empleando las abundantes y poderosas armas que había en el lugar. Lo más urgente era reponer y aumentar el stock de alimentos. En casi el mes que Antonella llevaba en el lugar sus comidas y las de la guardia habían casi vaciado las existencias. Kessler pensó que no era seguro usar el jeep ni tampoco su automóvil ni el de Espinoza, porque pudiera ser que Danila recordara las placas. Era necesario aumentar al máximo las precauciones porque la chica sabía demasiado.


 

* * *


 

Antonella y Vanessa se asearon. Una paseándose desnuda sin la menor inhibición, la otra preocupándose porque la blusa rota dejaba ver lo que pretendía mantener cubierto.

Dos horas después Vanessa tenía hambre. Antonella también empezaba a sentir que su estómago requería atención. Pero no podían hacer nada más que esperar. Como Vanessa se impacientaba Antonella pensó que lo mejor que podían hacer era conversar. Se tendieron en la cama una junto a la otra.

— ¿Te gusta escuchar música?

— Me encanta. Yo escucho música y me pongo al tiro a bailar, a mover. Algunos ritmos me hacen vibrar entera. A veces siento que la música me posee, y otras veces siento que soy yo que me entrego y me hago una con la música. La siento a flor de piel. Es parecido a lo que me pasa a veces con el sexo, que me hace estremecer. Me pasa cuando me entrego entera. Es como arder, derretirse. ¿Te ha pasado? Dejo de pensar, de imaginar. Es como quedar en blanco. Volar. ¿No te pasa igual? No es siempre así, pero a veces. Soy feliz cuando me doy cuenta de que el hombre pierde la cabeza de puro placer. Les doy mi cuerpo entero. Es como perderme en él. Yo me vuelo con el sexo. Me siento como una hoja que se la lleva el viento. ¿Te pasa a tí también? Danila me dice que estoy loca. Que no debo entregarme así, y que hay que controlarse. Pero a mi me gusta complacer al hombre y que él me dé placer. ¿A tí te gusta? ¿O eres como ella que se controla y hace sexo con la cabeza, digo, sin perder la cabeza? Ella dice que el sexo es técnica. Yo no entiendo lo que quiere decir. Uno me dijo una vez que lo mío es arte. No sé bien lo que me quiso decir, pero me gustó que me dijera eso porque se veía muy contento. ¿Sabes? Danila no goza como yo, no se enciende, es más fría. ¿Cómo eres tú?

Mientras decía lo que sentía cuando escuchaba música y cuando tenía sexo, Vanessa no dejaba de mover las manos, los pies, los ojos, la nariz, todo el cuerpo. Comunicaba con gestos lo mismo que iba diciendo con las palabras. Antonella la escuchaba y la miraba con la misma cara que pondría si viera aparecerse ante ella un ser de otro planeta, o un ángel, o un demonio. Pero al mismo tiempo sentía que lo que decía Vanessa podía decirlo parecido también ella, pero no en relación con su cuerpo sino con su alma. Había músicas que a ella también la hacían estremecer, pero interiormente. Algunas melodías producían en su alma movimientos y cadencias que la transportaban. Para expresar lo que sentía con el sexo Vanessa había usado las mismas metáforas con las que ella había puesto en versos su experiencia mística. Volar. Ser llevada como una hoja por el viento. Arder. Perderse. Unirse a otro. Claro, hablaban de muy distinta cosa. Del cuerpo una, del alma la otra. Pero había algo profundo que tenían en común, y a eso ella podía darle el nombre de amor. Una misma palabra para dos cosas tan distintas. El amor profano y el amor sacro. Pero se parecen, porque ambos significan salir de sí, abandonarse en otro, entregarse a alguien para unírsele. Eran tan distintas y tan iguales. Me gustaría ser como ella para hacer feliz a Alejo. Pero sin dejar de ser como soy. ¿Será pedir demasiado, Dios mío?

Como Antonella no contestaba sus preguntas ni decía nada, Vanessa continuó hablando. Las palabras le salían sin pensarlas. Estaba contando a la muchacha que recién conocía pero que imaginaba que era como ella misma, lo que no había dicho nunca a nadie.

— Danila es mayor. Tiene veinticuatro. A veces hacemos el amor. Cuando tomamos trago. A ella le gusta. A mí no tanto. Yo prefiero a los hombres. ¿Sabes que cuando estoy con uno yo adivino lo que quieren, lo que necesitan? Me doy cuenta por el modo en que me miran, por donde fijan la vista, por cómo responde su piel a mi mano y a mi boca. ¿Te pasa a tí?

Vanessa esta vez esperó que Antonella le respondiera; pero a ésta no se le ocurría qué decirle. Prefirió preguntarle:

— ¿Estás enamorada? ¿Te has enamorado de alguno?

Vanessa se quedó pensando. Al final dijo:

— No sé. Un tiempo me sentí enamorada de mi jefe. Él fue el primer hombre con que estuve. Fue cuando tenía catorce. Me regaló unas flores. Después me llevó a su cama. Fue bueno conmigo. Lo hicimos muchas veces. Casi todas las noches. Él me enseñó a hacer el amor. Cada vez me enseñaba algo nuevo. Yo hacía todo lo que me pedía, le obedecía en todo. Siempre le obedezco, desde una vez que me puse tonta porque me sentía mal y me castigó fuerte y me encerró dos días sin comer. Después me perdonó. Yo lo necesitaba. Quería estar siempre con él. Después se me pasó. Fue cuando empezó a pedirme que lo hiciera con otros hombres. Desde que tiene también a Danila, que fue hace como seis meses, él ya no me quiere como antes. La prefiere a ella casi siempre. Ahora, cuando no estamos teniendo sexo, nos trata con indiferencia. Anda preocupado de cosas que dice que son muy importantes. Tiene un jefe al que le obedece en todo. Su jefe es el que ahora quiere estar siempre conmigo. Pero a mí no me gusta mucho porque es muy viejo. Tiene como cincuenta. No es que me gusten sólo los jóvenes. La edad no me importa tanto. Lo que pasa es que al viejo éste le cuesta excitarse y después se va muy rápido. Es malo. El otro día molió a Danila a golpes. Ella después me contó que por primera vez al hombre le funcionó bien y tuvo sexo duro, duro. Me dijo que quería matarlo. No creo que lo dijera de verdad. Pero estaba furiosa.

Vanessa se puso de pié. Sacó del bolsillo de la bata una botellita y se perfumó.

— ¿Quieres?

Sin esperar respuesta se lo pasó a Antonella.

— ¡Tengo hambre! ¡Tengo hambre!

Antonella le devolvió el perfume que ahora las envolvía a ambas.

— ¡Yo tengo hambre! Voy a llamar a mi jefe que me venga a buscar y sacarme de aquí.

Antonella vio que sacaba un IAI del bolsillo. Se puso de pie de un salto y le tomó la mano. No la registraron antes de encerrarla

— ¡Espera! No lo llames a él. Fue quien dio la orden de encerrarte aquí conmigo. Y no olvides que yo estoy amenazada de muerte. ¡Tu jefe no es el hombre bueno que tú crees! Yo sé quien puede ayudarnos. ¡Pásamelo a mí!

Fue una orden que Vanessa, como siempre que le daban una orden, obedeció.

Antonella escondió el IAI debajo del colchón. Tenía que pensar bien lo que iba a hacer. No saco nada con llamar a alguien si no sé decirle donde estamos.

— Dime una cosa Vanessa.¿Tú sabes en qué parte de la ciudad estamos?

— Más o menos, sí. Cuando me trajeron en el jeep venía mirando las calles. Yo siempre leo los letreros para saber como volver. Y me fijo para saber donde meterme si se pone a llover muy fuerte.

Vanessa le describió con algún detalle el recorrido que había hecho el jeep. Antonella lo fue escribiendo en un mensaje de texto.

— Díme ahora cómo es este lugar.

— No sé como decirte. Es como una fortaleza. Pasamos por varias piezas grandes. Después bajamos al subterráneo. Aquí se llega por un pasillo largo. No pude ver mucho más.

Antonella lo escribió todo, sin olvidarse de contar que estaba ahora encerrada con una buena chica de nombre Vanessa, que era la dueña del IAI. De memoria sabía solamente el número de su madre y el de Alejandro. Marcó el de éste y envió el mensaje. Apagó el IAI y lo escondió bajo el colchón, explicando a Vanessa que era muy peligroso si llegaban a descubrirlo..


 

* * *


 

Estaba hecho. No quedaba sino esperar que algo pasara. Mientras tanto estaba allí, ya no más sola con su Dios. Estaba también Vanessa, cuya presencia física, su deambular de un lado a otro, la exuberancia de su hablar y la insistencia de sus preguntas que no sabía cómo responder, empezaban a marearla. Si tuviera el libro de Julia podría leerle cuentos que la tranquilizarían. Nada mejor que la poesía para sanar el alma de un ser humano adolorido. Pensó en leerle las poesías que ella misma había escrito esos días. O mejor, recitarle algún poema de los que había aprendido en el colegio.

Recordó los versos de la Sátira 1 de Homero que hace poco habían analizado en clases. Los había aprendido casi de memoria. El profesor decía que para conocer la naturaleza humana había que leer a los antiguos griegos. Y esos versos venían al caso. Para entender a Vanessa, y también para ella misma que muy ingenuamente pretendía hacerla madurar leyéndole versos. Sentada en un rincón, mientras los recitaba en voz baja para sí misma, fue entendiendo mejor lo que sentía su nueva compañera, cómo eran las relaciones que mantenía con su jefe, y cómo éste había llegado a dominarla tanto.


 

¿Crees que con versecillos puedes expulsar del pecho
dolores, abrasadora pasión y penosas cuitas?
¿No aprovecha más averiguar la medida que fija

la Naturaleza a los deseos de cada uno?

¿Cuánto puede soportar?

¿Qué privación le va a causar dolor?

Y de ese modo separar el grano de la paja.
Cuando en el desierto te abrasa la sed ¿buscas copa de oro?
¿Acaso el hambriento rechaza todo salvo pavo y lenguado?

Cuando se te hinchan las ingles, si tuvieras a mano

esclava o esclavo doméstico en que descargar tu ataque

¿preferirías reventar de deseo?
Yo no: amo la Venus asequible y fácil.

La del “más tarde” o “necesito más dinero” o “si se va mi marido”. La que no se pone precio alto, ni duda cuando se le manda venir.


 

“¿Cómo un hombre puede llegar a dominar de ese modo a una mujer? ¿Cómo una mujer puede llegar a serle tan sumisa?” Antonella empezaba a comprenderlo, imaginando las tácticas de manipulación que podría haber ocupado ‘el jefe’. Recordó del mismo Homero la Sátira 2.


 

Si ofreces fruta a un niño enrabietado, la rechaza.
‘¡Toma, chiquitín!’ Dice que no. No se la des, la querrá.
¿En qué difiere la amante desdeñada, al pensar
si ir o no ir adonde sabía que iba a volver sin ser llamada?

¿No ir, ahora que me llama?
¿No sería mejor pensar en poner fin a mis dolores?
Me echó. Me llama. ¿Volveré? No, aunque me suplique’
Mira al esclavo, que es mucho más listo: ‘Oh amo, lo que
no tiene ni modo ni razón, no permite

que se trate con razón ni modo.’

En el amor los males son dos: guerra y luego paz.

Si uno se esforzara por reducir a norma estable

estas cosas casi tan inestables como el tiempo

y que están a merced del ciego azar,

no las aclararía con método y procedimiento lógico

más de lo que podría hacerlo un loco.


 

— ¿Hablas sola?

— No. Estaba recordando.

— Yo también a veces hablo sola, cuando estoy sola. Tu llevas mucho tiempo sola. Yo me volvería loca. Por suerte estás tú. Si te sientes sola, si quieres, te hago el amor. A mi no me molesta.

— No Vanessa. Yo estoy bien.

— Bueno. Me dices si quieres. Yo lo único que quiero ahora es comer. Me está empezando a doler el estómago de hambre. ¡Hasta comería lentejas! que no me gustan nada.

Antonella sonrió al escucharla decir esto último. Se le ocurrió una idea.

— ¿Cantemos? ¿Qué canción te sabes?

— Te voy a cantar una que mi mamá me cantaba cuando yo era chica para hacerme dormir.

Vanessa se aclaró la voz y empezó a cantar:


 

Duérmete mi niña, que tengo que hacer / Lavar los pañales, darte de comer.
Duérmase mi niña que tengo que hacer / Lavar los pañales y darte de beber.
Ese niño quiere que lo duerma yo / Que lo duerma la madre que lo parió.
Ese niño quiere que lo duerma yo, / lo duerma la madre que lo parió.


 

— Me acuerdo de otra:

Arepita de manteca
pa' mamá que da la teta
Arepita de cebada
¡pa' papá que no da nada!


 

“A pesar de todo sigue siendo una niña chica, pensaba Antonella mientras la escuchaba. Ella sabía muchas canciones para niños, que le enseñaban para las prácticas de la carrera de pedagogía inicial que estudiaba en la Universidad. Las dos cantaron y se enseñaron canciones durante varias horas, que repetían una y otra vez para engañar el hambre. Cuando ya se sintieron cansadas se pusieron a dormir.


 

* * *


 

Pasaron muchas horas, quizás una noche y un día entero. En ese encierro donde no había más luz que la de una ampolleta se perdía la noción del tiempo. Vanessa estaba cada vez más impaciente. Golpeaba la puerta de hierro pero parecía que no había nadie para escucharla. Se peleó con Antonella que no la dejaba llamar por su IAI, pero se abuenó con ella cuando al fin entendió que era muy peligroso. Antonella re-envió el mensaje varias veces, a todos los números que recordaba, incluido el de emergencias. No lo hacía muy seguido porque temía que se agotaran las baterías.

De pronto escucharon disparos, ráfagas, bombazos. Antonella había imaginado y esperaba que algo así ocurriría cuando la policía fuera a rescatarlas, si su mensaje llegaba a destino.

Se desató la guerra. Vanessa le había dicho que el edificio bajo el cual estaban era como una fortaleza. Un bunker, pensó ella, en el que los vigilantes resistirían y a la policía le costaría llegar a rescatarlas. Pero no se había imaginado que sería una verdadera guerra, con armas pesadas, con la férrea resistencia de un grupo entrenado y muy bien armado, y comandos del ejército empleando armamento pesado.

La resistencia de los atrincherados se prolongó por varias horas. El ejército tuvo que traer un tanque y emplear bazoocas y granadas. Vanessa se tapaba los oídos para no escuchar el estruendo, presa del miedo. Antonella se mantenía expectante, atenta a lo que sucediera. Los bandidos resistieron hasta caer todos muertos, menos Kessler que se entregó levantando una toalla blanca. Finalmente se hizo silencio. Pasó media hora. Escucharon pasos apresurados en el pasillo. Nuevamente silencio. Cinco minutos después alguien gritaba:

— ¡Aléjense de la puerta! Somos comandos del ejército que venimos a rescatarlas. ¡Aléjense de la puerta!

Las muchachas se escondieron detrás del pequeño muro que ocultaba el baño. Uno, dos, tres golpes. La puerta cedió. Ellas se asomaron y se entregaron a los comandos que estaban con ropa de campaña, cascos y grandes armas en las manos.

Las condujeron a un vehículo militar que las llevó hasta un hospital. ¡Estaban sanas y salvas! Las dos chicas se abrazaron como si fueran grandes y viejas amigas.


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