XVII.
Mariella, Matilde, Ambrosio, Chabelita y los otros amigos preocupados por Antonella, no podían saber que la muchacha se encontraba en unas condiciones que eran las más duras y difíciles de soportar por una persona, especialmente en la adolescencia y juventud. En efecto, el aislamiento prolongado es una experiencia que a la mayoría de las personas les genera severos daños psíquicos, distorsiones en la percepción, alucinaciones, ansiedad y depresión. Pocas personas están en condiciones de soportarlo. Para mantenerse relativamente incólume en ausencia de interacción social, se requiere una fortaleza física, psicológica y espiritual excepcional. Y si a la incomunicación se agrega una severa privación de estímulos visuales, auditivos, táctiles y olfativos, la situación se torna en breve tiempo insostenible.
Antonella se encontraba en la peor de las condiciones imaginables. Estaba encerrada en completa soledad, en un recinto en que no había más objetos que pudieran concitar su atención que el colchón, el WC, el lavamanos y una ampolleta. Ésta daba una luz tenue que muros grises absorbían sin reflejar, y que cuando se apagaba el lugar se sumía en la más completa oscuridad. Y el silencio que se prolongaba durante largas horas, era apenas interrumpido tres o cuatro veces al día por el ruido que hacían los vigilantes que se acercaban y alejaban caminando por el pasillo.
Con el paso de las horas y de los días los ojos de Antonella se fueron adaptando a la escasa luminosidad del lugar y su vista se volvió capaz de distinguir las manchas, las fisuras, las rugosidades casi imperceptibles de los muros y del techo, y también las sombras que esas mismas imperfecciones generaban. Sus oídos se aguzaron, y llegó a escuchar el aleteo de unas pocas moscas y otros insectos que volaban a su alrededor, y también el rumor de algunas sirenas de la policía o de bomberos que provenían de la ciudad lejana. Y apenas le dejaban cada mañana la bandeja con las comidas del día, ya distinguía desde el fondo de la bodega sus olores, llegando después a ser especialmente capaz de apreciar los sabores que al comienzo desagradables, con el paso de los días llegó a apreciar y a gustar. También con las manos y los pies aprendió a reconocer lo que palpaba y a tomar mejor conciencia de su cuerpo.
Antonella no solamente fue desarrollando sus capacidades de percepción visual, auditiva, olfativa, gustativa y táctil, sino también su pensamiento, que se nutría de esas pequeñas experiencias sensitivas. “El ser humano – pensaba – está hecho de manera que todo nos orienta y mueve hacia lo externo, hacia las cosas que están en nuestro entorno, fuera de nosotros mismos. Por eso es tan difícil soportar la soledad, el silencio y la oscuridad. Si se nos reduce o limita el campo de nuestra experiencia de la realidad, afinamos nuestros órganos perceptivos para ampliar los espacios de lo que desde fuera nos motiva a conocer, a sentir, a amar.”
Otro efecto que tenía en Antonella el aislamiento, la incomunicación y la reducción del campo perceptivo era una progresiva pérdida de la noción del tiempo. Las que creía horas eran en realidad minutos. Tomó conciencia de ello ya desde los primeros días, en base al único elemento objetivo que le indicaba que había transcurrido un día, que era el hecho de que le dejaban en la mañana la comida del día. Antonella separaba lo que contenía la bandeja en cuatro partes, para seguir con su habitual alimentación cuatro veces al día. Pero cuando daba cuenta de la última porción calculando que era ya hora de apagar la luz y dormir, pasaban todavía muy largas horas antes de que tuviera sueño, y pasaba despierta un tiempo que le parecía interminable, durante el cual nuevamente sentía la necesidad de alimentarse.
Debo aprender a controlar el paso del tiempo. Es importante para sobrellevar mejor este encierro; y también pudiera serme útil en algún momento. Empezó por marcar con la uña en el muro cada vez que le traían la comida diaria. El paso siguiente fue dividir el día y la noche prestando atención a los ritmos biológicos del cuerpo, en especial a las necesidades de alimentarse y de dormir. Así Antonella fue aprendiendo a escuchar los mensajes que fluían del cuerpo a la mente en distintos momentos del día. Y de vez en cuando trataba de adivinar la hora, o cuánto tiempo había pasado desde tal o cual sensación o pensamiento.
Fue tomando conciencia de que siempre, siempre, el tiempo transcurría más lento de lo que ella creía. Entonces pensó en calcular el paso ya no de las horas sino de los minutos. ¿Cuánto dura un minuto? Antonella sabía que no habiendo realizado ejercicios tenía unas 70 pulsaciones por minuto. Las contaba varias veces cada día, tratando de tomar conciencia del tiempo que transcurría en ese lapso, con lo que llegó a tener cierta capacidad de medir un minuto. Así tuvo una aproximación al tiempo que empleaba en dar diez vueltas alrededor del recinto en que estaba. Tres veces al día hacía ejercicios para mantenerse en buenas condiciones físicas, estimando que en cada uno de ellos empleaba entre treinta y cuarenta minutos.
Es interesante apreciar el nexo que existe entre el tiempo y la actividad. Calculaba lo que demoraba en su aseo personal, en cada comida, en sus oraciones. Recordó que cuando niña rezaba el rosario con su mamá, y que cuando se había quejado que era muy largo su mamá le dijo que el rosario duraba sólo un cuarto de hora. Ahora, dos veces al día se aplicó a esa oración que desde hacía años no practicaba.
De este modo, llegando a conocer y a controlar el tiempo, su transcurso que al comienzo le resultaba tan difícilmente soportable, se fue convirtiendo en un aliado que le hacía más llevadero su aislamiento. Y el tiempo se convirtió en una realidad que la hacía reflexionar. ¿Es el tiempo algo que está ahí, que transcurre objetivamente, mecánicamente, o hay algo subjetivo que lo hace elástico, siendo nuestra mente la que lo hace pasar más o menos rápidamente?
* * *
Comenzaba el cuarto día del encierro. Antonella se había despertado hacía una hora, hizo su sesión matutina de ejercicios y ahora esperaba, sentada en el colchón, que le dejaran la comida del día. Apenas escuchó los pasos del vigilante corrió hacia la puerta y dio tres golpes, como le habían dicho que hiciera cuando necesitara algo. Trató de escuchar. Sintió pasos.
— ¿Qué quieres?
Reconoció la voz ronca y fuerte de la mujer que la había encerrado.
— Necesito mis cuadernos y mis libros.
—No sé nada de eso.
— Están en mi mochila.
— Aquí no hay ninguna mochila tuya.
Sintió que la mujer se alejaba. La llamó, golpeando nuevamente la puerta.
— Ya te dije que no tengo nada tuyo. ¿Lo entendiste?
— Sí lo entendí. Entonces, por favor ¿puede conseguirme un cuaderno y un lápiz para escribir?
La respuesta demoró en llegar.
— Lo consultaré. No depende de mí.
— Por favor, haga lo posible, que no es fácil estar tanto tiempo encerrada y sin nada que hacer.
La mujer se alejó sin decir nada más. Pasó el día y la noche. La mañana siguiente junto a la bandeja con la comida diaria le dejaron un cuaderno de colegio con un lápiz adentro. La alegría que sintió fue grande haciéndole olvidar por un momento el encierro en que estaba.
Se sentó en la cama y escribió lo primero que le vino a la mente, que era algo que había estado pensando desde que la encerraron y que la mantenía en paz:
NO ESTOY SOLA. Dios está conmigo. Y afuera mi mamá, Alejo, Matilde, Mariella, mis compañeros de la Universidad y todos los que me quieren están pensando en mí, me acompañan desde donde estén, y seguro que hacen todo lo posible por rescatarme.
Leyó lo que había escrito. Cómo se me ocurre nombrar a mis amigos, no debo ser tan tonta pensó. Cortó la hoja escrita, la hizo pedazos y los tiró al baño haciendo correr el agua. Volvió a sentarse y escribió:
NO ESTOY SOLA. Dios está conmigo. Y me acompañan todos los que me quieren.
El día era largo, pero ahora tenía algo más que sólo lavarse, comer, caminar, hacer ejercicios, tenderse en la cama, calcular el tiempo y rezar. Se le ocurrió que podía intentar describir ese momento maravilloso que vivió en el Jardín Japonés, aquella iluminación que la llevó a comprender que todo tiene sentido. Todo, incluso esto que me está pasando ahora, este encierro forzado. Pero apenas pensar en escribirlo se dió cuenta de que era imposible hacerlo.
Desde aquella tarde el amor que sentía por la naturaleza, por las plantas y los animales, por las personas y por todo el mundo, y especialmente por su amado Alejandro, había aumentado. Se sentía más delicada y al mismo tiempo más fuerte, más amada, más segura. No hay palabras capaces de expresarlo. De todos modos abrió el cuaderno y se dispuso a escribir. Las palabras empezaron a fluir poco a poco de su corazón y se fueron componiendo en poesía.
El viento cortó una flor
y la invitó a volar
tomándola de la mano.
El aromo la vio remontar
desnuda y sin temor,
iluminada.
El cálido sol de la tarde
la esperaba.
Antonella nunca había intentado escribir poemas, como lo hicieron muchas de sus compañeras en el colegio, que escribían versos de amor. Releyendo lo que había escrito encontró que, aunque fuera torpemente, algo de lo que le había sucedido aquella tarde en el Jardín Japonés quedaba expresado en esos versos. Había sido una experiencia que la había transformado en algún lugar recóndito de su alma. ¿Qué le había sucedido? ¿Cómo estaba ahora ella? Sentía todavía, incluso en ese oscuro rincón del mundo donde estaba encerrada, que el amor la envolvía, que todo tenía sentido aunque no pudiera saber cuál fuera. Se sentía en cierto modo iluminada, poseída por una emoción que le hacía amar la realidad entera, sin excluir siquiera esos muros y esa puerta de hierro que la mantenían encerrada. Leyó el poema que había escrito. Le faltaba un verso. Lo agregó:
Ahora ella arde.
Rimaba. Estaba contenta; pero echaba de menos a Alejandro. Hubiera querido que estuviera ahí con ella, solos los dos encerrados juntos. Le mandó un beso.
* * *
Antonella durmió poco esa noche. Se quedó pensando que quizás pudiera hacer algo que le permitiera liberarse. Había ya estudiado cuidadosamente y centímetro a centímetro la bodega por los cuatro costados y arriba y abajo. Tenía claro que era imposible escapar. La puerta era el único acceso y estaba cerrada y custodiada todo el tiempo. Se durmió pensando que tal vez podría convencer a alguno de los que la vigilaban de que la ayudara a escapar. Era improbable, pero nada perdería con intentarlo.
Había aprendido a reconocer, por el modo en que retumbaban en el pasillo los zapatos de sus vigilantes, que eran tres y que se turnaban con regularidad. Dos de ellos casi con certeza eran hombres, por lo que decidió intentar en primer lugar entablar alguna conexión con la mujer de la voz ronca, que aunque ruda no parecía malvada sino una que se limitaba a cumplir órdenes.
Una mañana en que reconoció por el modo de caminar que era ella la que le traía la comida del día le habló:
— Señora, por favor ¿puedo hablarle?
— Dígame lo que quiere.
— Me gustaría poder llamarla por su nombre.
— ¿Eres tonta o qué? Ya te dije que si llegas a reconocernos no saldrás viva de aquí.
— No señora, es sólo que quiero poder dirigirme a una persona. Si me dijera al menos un nombre cualquiera, sólo para que yo pueda hablarle como a una persona ...
— Empiezo a ver que la soledad te está afectando.
— Es verdad. No es fácil estar todo el día sola y sin nadie con quien comunicarse. Leí una vez que el aislamiento es como una tortura...
— Humm! Hablaré con el jefe. En todo caso aquí hay dos hombres jóvenes y no mal parecidos a los que no les disgustaría tener sexo contigo.
— ¡No! No, por el amor de Dios.
— Imaginé que no lo querrías. Ya he tenido que retenerlos recordándoles las órdenes del jefe.
Y agregó después de pensarlo:
— Si alguno intenta algo no dejes de avisarme.
— Gracias señora. Sólo quiero hablar con usted.
— Ya te dije que hablaré con mi jefe y él dirá.
Antonella sintió que la mujer se alejaba. Quedó turbada. Por un lado sentía que algo había conseguido. Fue escuchada, y la mujer parecía entender su necesidad de hablar con alguien, señal de que no había perdido enteramente su humanidad. Pero la inquietó muy seriamente saber que los otros vigilantes eran hombres peligrosos. ¿Hasta cuándo me tendrán aquí? ¿Qué será lo que quieren hacer conmigo? ¿Por qué me hacen daño manteniéndome secuestrada? ¿Y a quién más quieren dañar?
* * *
Era un gran paso poder escribir. Había llenado ya varias páginas con recuerdos y pensamientos que venían a su mente. Se dio cuenta de que al ponerlos por escrito se liberaba de pensamientos recurrentes que empezaban a obsesionarla. Sólo después de escribirlos podía pensar en otra cosa. Una de esas ideas que la estaba ya obsesionando era el paso del tiempo, porque al haber llegado a estar tan consciente de su transcurso inevitable le había conducido a muchas interrogantes.
Si todo está pasando – escribió - ¿qué consistencia tiene la realidad? Porque lo que ya pasó ha dejado de existir, y lo que aún no sucede no existe todavía. Entonces parece que la realidad verdadera fuera sólo lo que es actual y presente. Pero el presente ¿cuánto dura? Al ver cómo pasan los segundos me doy cuenta de que es como si la realidad existiese apenas un instante, y que lo que es deja de ser en el instante que sigue. Al tomar conciencia del tiempo pienso que la realidad no es tan real, que es apenas consistente, porque todo lo que es deja de ser en el mismo instante en que pasa. Y, sin embargo, continúa existiendo, pero no igual que antes, porque siempre un poco tiene que haber cambiado. Todo se sumerge inevitablemente en el pasado y desaparece en el instante mismo en que se presenta. Pero aquello mismo que pasa sigue siendo de algún modo, y no puede decirse que sea nada, porque incluso lo que fue y ya no es continúa teniendo una presencia que no puede ser negada sin negar lo que continúa existiendo, que también pasa. Lo que aún no es pero llega a ser ¿era ya algo antes de estar presente? ¿De dónde viene? Lo que era y ya pasó ¿sigue siendo real? ¿A dónde fue? Y si lo que en un momento es, dejara completamente de ser en el instante en que ya pasó, de modo que ya no podamos considerarlo realmente existiendo, no por eso desaparece el hecho de que lo que aún no es pero viene desde algo que llamamos futuro, inexorablemente llega a ser y se presenta, imponiendo su ser aunque sea también por un instante. El instante que transcurre y se desplaza tiene siempre alguna realidad que lo llena con su presencia; pero ¿cómo es que lo que es deja de ser constantemente, y lo que aún no es llega a ser, también constantemente? La realidad con que hacemos contacto y de la que tenemos conciencia se nos escurre y desrealiza, toda vez que los seres que pensamos que existen, el universo y nosotros mismos en el mundo, parece que estamos permanentemente dejando de ser lo que somos. Todo cambia y todo pasa; pero ¿hay algo que permanezca en la cambiante realidad, en algún trasfondo sobre el que se van dando los cambios, que serían superficiales? ¿Hay más allá de lo que cambia algo que perdura, y desde lo cual el cambio incesante tendría sentido? ¿Se agota la realidad en lo que pasa? ¿Es ésto todo? ¿Se limita la existencia a ese transcurrir cambiante de la realidad en el tiempo, o hay algo más que la trasciende, o que la sostiene en el ser, o que la mueve?
Tuve en el Jardín Japonés una experiencia de algo absoluto, de algo que existe fuera del tiempo, y sentí que yo misma estuve en esa dimensión permanente o eterna. ¿Fue la experiencia de una realidad profunda que trasciende los cambios? No dudo que fue una experiencia verdadera, y entonces me pregunto si el vivir en el tiempo cambiante es la vida verdaderamente real. ¿No será que la realidad verdadera está en una dimensión de la que no tenemos conciencia, y que yo llegué a vislumbrar en esa experiencia?
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