XXII.
Chabelita, advertida por Larrañiche de la llegada de Cosmisky con Bernier y la joven desconocida, los hizo entrar y los condujo a una pequeña sala lateral reservada para las reuniones privadas. Por lo que le había dicho Tomás Ignacio entendió que se trataba de algo sumamente secreto, por lo que se retiró a dependencias interiores donde continuó trabajando. Pero estaba preocupada de saber que el senador Larrañiche llegaría pronto, de modo que se mantuvo atenta a su llegada y a cualquier cosa que pudiera suceder. Pensó en esperarlo afuera del recinto o al lado de la puerta, pero Tomás Ignacio tenía llaves, y a ella le costaba mucho mantenerse quieta y solamente esperar.
Pasaron más de dos horas de una espera que a todos, especialmente a Chabelita, les pareció un tiempo eterno. Finalmente sintió chirrear la puerta de entrada. Se sacó el delantal de trabajo e iba a recibir a Larrañiche, cuando vio reflejada en un espejo lateral la imagen de un hombre que apuntaba con su arma a Matilde y a Tomás Ignacio, seguidos por otro hombre desarmado que cerró la puerta con una patada.
Había ocurrido que Ahumada y el vigilante que lo acompañaba habían esperado la llegada del senador, escondidos en el pasaje de acceso al Museo. Apenas Matilde y el senador descendieron del automóvil, los encañonaron, le quitaron el manojo de llaves de las manos y los obligaron a entrar.
Chabelita se echó al suelo, escondida debajo de un escaparate, en un lugar desde donde podía ver lo que ocurría. Reconoció a Ascanio Ahumada, el coronel que estuvo a cargo del operativo represivo en que habían matado a Juan Solojuán. ¿Qué hace aquí este desgraciado? Chabelita sabía que el ex-coronel Ahumada fue condenado a tres años de prisión y a mantenerse por al menos otros diez años con el dispositivo de alarma que anunciaba a los delincuentes peligrosos. ¡El que mató a mi padre está libre, y ahora está a punto de matar a Matilde y a Tomás Ignacio!
Chabelita vio como Ahumada obligaba a sus dos rehenes a tenderse de bruces en el suelo, y al otro hombre que los amordazaba y amarraba fuertemente.
Cuando Cosmisky, Bernier y Danila se dieron cuenta de la situación se mantuvieron escondidos, esperando que se presentara una oportunidad propicia para intervenir. Pero los dos asaltantes los encontraron pronto y siguiendo los amarraron igualmente. No les quedaba más que esperar las instrucciones del jefe.
Pasaron dos horas y no los llamaban. De pronto Ahumada recordó que en ese recinto habían instalado inhibidores de señal, que fue la razón por la que la CIICI en que trabajaba en ese tiempo no pudo detectar los preparativos que hicieron los del CCC para finalmente transmitir la conferencia de Matilde. Aunque tenía instrucciones precisas de no llamar al jefe, Ahumada decidió hacerlo, porque las circunstancias lo obligaban. El IAI estaba sin señal. Tenía que salir del recinto y alejarse al menos cien metros para poder comunicarse.
Dejó de guardia al ‘teniente’ y salió en busca de señal. El vigilante se mantuvo de pie frente a los amordazados y mirando hacia la puerta. Chabelita comprendió que era el momento de actuar. Arrastrándose silenciosamente cruzó el pasillo y entró en una habitación que daba a la escalera por donde se bajaba al subterráneo. Una vez en éste corrió hacia el ingreso al subterráneo, que abrió con las llaves que mantenía siempre consigo. Tomó la linterna y corrió al lugar secreto que un día lejano le había mostrado su padre. Probando las llaves del manojo finalmente logró abrir. Allí estaba todo, tal como lo había visto en aquella ocasión, con la sola diferencia de que estaba lleno de telarañas y de polvo. Era el arsenal que Juan Solojuán había acopiado y escondido en tiempos de la Gran Devastación, decidido a proteger la Cooperativa y a su gente en el caso de que fueran asaltados.
Tomó un fusil que reconoció de inmediato, porque era el mismo con el que su padre le había enseñado a disparar. Sólo en defensa propia. Lo cargó con cinco balas y corrió hacia la entrada del subterráneo. Subió la escalera con el arma en ristre.
Ahumada había regresado y explicaba al teniente la orden recibida del jefe.
— La orden es deshacernos de ellos. De todos ellos.
El teniente replicó:
— ¿Matarlos? ¿A todos? ¿También al Presidente?
— Yo no entiendo nada de política. Sólo sé que debo obedecer al jefe, si quiero mantenerme vivo.
Sin esperar más réplica levantó el arma y apuntó a la cabeza de Tomás Ignacio.
Chabelita, que se había arrastrado hasta el pasillo, apuntó también. El hombre parecía dudar, pero mantenía el arma apuntada a la cabeza del senador. Respiró, cerró los ojos y se decidió. Chabelita apretó el gatillo. Su padre le había enseñado que con el arma en la mano, llegado el caso, era muy peligroso dudar.
Ahumada, el asesino de su padre, cayó al suelo, atravesado el corazón por un disparo certero. El teniente se abalanzó a tomar el arma del suelo, pero Chabelita volvió a disparar, sin la menor duda de que era lo que debía hacer.
Danila reconoció a los dos hombres caídos. Se había acostado con ellos más de una vez por orden del jefe. Al verlos muertos y al darse cuenta de quiénes eran las personas que estaban allí con ella, después de que ayudó a liberarlas de las amarras, les contó todo lo que sabía sobre Kessler y su ‘grupo’.
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