Juan Solojuán, siempre barbudo y caminante durante el día con sus bártulos a cuestas, había encontrado un lugar donde llegaba todas las noches a dormir, hacer sus necesidades fisiológicas sin molestar a nadie, y donde, además, había agua para lavarse. Era un terreno abandonado que se encontraba al fondo de un pasaje a cuyos costados estaban solamente muros sin puertas que eran la espalda de las casas que daban a los pasajes contiguos. Juan entraba con facilidad al sitio eriazo y aparentemente abandonado levantando una reja de alambres que lo cercaba por delante.
Había allí una especie de caja grande o casucha de madera donde cabía un colchón (Juan había llevado uno de los tantos que dejan abandonados en la calle los santiaguinos) y poco más. Al fondo del sitio, escondido entre las ramas secas y las malezas que crecían desordenadas regadas por el goteo incesante, se encontraba una llave de agua oxidada, que no podía abrir ni cerrar pero que dejaba escurrir el agua que Juan acumulaba en un balde de plástico, otra de las pertenencias que el barbudo había encontrado en la calle.
Teniendo este lugar donde quedarse y juntar lo que encontraba, Juan había logrado mejorar sustancialmente su alimentación. Seguía yendo a las ferias libres de frutas y verduras, donde recogía lo que dejaban los feriantes al retirarse. Seguía recogiendo las monedas que quedaban abandonadas entre los restos de comida y bajo los mesones y canastos de los feriantes, que al retirarse no se preocupaban de recoger. Pero además, al tener un lugar donde guardar sus cosas, desarrollaba una actividad que cada semana le generaba unos ingresos que le eran muy útiles para sacarlo de apuros. Lo que hacía era recoger todos los objetos de metal que encontraba – no dejaba de sorprenderse por la cantidad de cosas que la gente deja abandonadas en las calles -, incluidos los tarros de bebidas y cervezas, que aplastaba con fuerza para reducir su tamaño; todo lo cual amontonaba en el sitio eriazo y llevaba una vez a la semana a uno de los pequeños negocios de compra-venta de metales en el barrio Franklin, a unas veinte cuadras del lugar donde se había instalado.
Una noche en que llevó a su casucha una recolección de metales mejor que la habitual, llegó incluso a reirse de sí mismo diciendo en voz alta:
─Si sigo así llegaré pronto a ser microempresario.... Y ahí sí que voy a estar jodido!
En esta mejor situación en que estaba es probable que aunque Consuelo lo hubiera visto en la calle no lo hubiera reconocido. Seguía dejándose barba, pero la mantenía más corta. También de vez en cuando se recortaba el pelo. No se peinaba, pero ya no tenía la cara tan sucia como antes. También se vestía mejor, y no llevaba al hombro ni arrastraba la frazada con que se abrigaba en las noches, que ahora dejaba en su casucha. Cargaba siempre un saco con los objetos que iba recogiendo.
No llevaba consigo como antes un cuaderno y un lápiz, pues estando más activo tenía menos tiempo para escribir. El cuaderno, con el lápiz adentro, lo dejaba debajo del colchón. No por eso había dejado de pensar y de analizar las realidades humanas que iba conociendo mientras recorría la ciudad.
La luz de las luminarias de la calle llegaba apenas al sitio que Juan había hecho suyo, pero esa noche brillaba en el cielo una radiante luna llena. Había estado analizando y reflexionando mucho sobre la educación escolar, y pensó que era el momento de escribir sus principales conclusiones sobre el tema. Tomó el cuaderno y el lápiz y comenzó escribiendo el título y un primer párrafo:
“Poder económico y poder político matan a educación.
Si es verdad que la escolaridad es del 100 %, como dice el gobierno, y observamos la cantidad de niños y niñas que participan en robos, en venta de drogas, que machetean en las calles y que se prostituyen, hay que concluir que la educación es un completo fracaso, al menos en las poblaciones y en los barrios populares. Todos esos niños delincuentes o semi-delincuentes van, en su gran mayoría, a las escuelas públicas, asisten a clases y comparten con sus compañeros.”
A esa misma hora el profesor Humberto Farías salió al balcón del departamento en que vivía. Alcanzó a divisar unas pocas estrellas de luz amortiguada por el aire contaminado, y su atención fue atraida por las risas de un grupo de adolescentes, los mismos que se juntaban cada noche en los jardines de la villa a tomar cerveza, compartir un pitillo de marihuana, reir a carcajadas y molestar a las personas que volvían a sus casas a esa hora de la noche.
Sintió pena por aquellos muchachos que se encaminaban por una pendiente que los atraparía en una vida inútil y sin sentido. Comenzó a divagar sobre su propia vocación de profesor, y sus pensamientos lo fueron poco a poco sumergiendo en una profunda tristeza. Recordó su entusiasmo adolescente cuando, cursando el último año de la enseñanza media, después de conversar con un joven sacerdote amigo, había decidido que su vocación era ser profesor. Lo había sentido íntimamente, como una misión a la que quería entregarse entero, como un llamado a cumplir el consejo evangélico de ‘enseñar al que no sabe’, una verdadera actividad misionera. Pero ahora en su tristeza se preguntaba: ¿Quién soy? ¿Para qué sirve lo que hago en la escuela? ¿Para qué soy profesor de lenguaje?
Sí, había llegado a ser profesor, y continuaba queriendo educar a los niños y esforzándose para hacerlo lo mejor que podía. Pero no podía estar satisfecho.
Mientras se sumergía en sus reflexiones, a esa misma hora y a varios kilómetros de distancia, Juan Solojuán continuaba escribiendo:
“No es de extrañar que de la escuela estén saliendo estos jóvenes sin virtudes, porque la educación pública no está orientada a formar personas con valores, porque ni a la economía ni a la política le sirven personas con valores éticos. Las personas virtuosas son disfuncionales a la economía capitalista, pues si las personas fueran frugales, conscientes de que los recursos son escasos, moderados en el consumo, y compartieran los bienes y no se apoderaran de ellos en forma individual y utilitaria, esta economía decaería, no podría crecer.
Para generar crecimiento económico se necesita consumismo e individualismo. Que las personas sean deseosas de apropiarse de la mayor cantidad posible de cosas, que no busquen su felicidad sino proveerse de prestigio a través de la posesión de mercancías. Una persona ética, cuidadosa y respetuosa del valor de las cosas no es un buen consumidor, y lo que esta economía necesita es que las personas sean muy consumidoras.
Lo mismo puedo decir respecto a los trabajadores. Trabajadores que sean solidarios unos con otros no son buenos trabajadores. Se necesitan trabajadores que estén dispuestos a competir unos con otros, a esforzarse por aumentar su productividad motivados por el deseo de obtener más dinero.”
Sentado en un tronco junto a la casucha Juan Solojuán suspiró profundamente.
Apoyado en el balcón de su departamento el profesor Humberto dió también un suspiro. Recordaba ahora sus años de estudiante universitario. En el Pedagógico el sentido de misión que tendría su actividad de profesor había cambiado, pero no la generosidad con que quería entregarse a cumplirla. La educación debía ser liberadora, ideológica y política, y centrarse en la toma de conciencia de las injusticias sociales,siendo eso lo que debían generar los profesores en sus alumnos. La educación sería un medio principal para cambiar el mundo, una herramienta revolucionaria.
Mientras el profesor se sumía en esos recuerdos juveniles, Juan Solojuán continuaba implacable su descripción y análisis de la educación escolar.
“Hay una educación de mejor calidad para un segmento pequeño de la población, que forma a las élites tanto económicas como politicas e intelectuales. A las élites se les inculca un espíritu emprendedor, se les entrega buenos conocimientos, se les abren oportunidades, que sean creativos. Pero a las masas se las educa para la pasividad, para que sean personas dependientes, súbditos, que estén dispuestos a obedecer, que no sean creativos, y en ningún caso solidarios, porque la solidaridad llevaría a las masas a organizarse en sindicatos, a realizar acciones sociales, y eso no estaba en los planes de las élites.
El resultado es que después de tener muchos años a los niños y adolecentes sentados, escuchando informaciones que no les sirven, y que tampoco interesa mucho que las aprendan (porque el sistema quiere que la gente tome conciencia de que es ignorante, ya que sabiendo que es ignorante será más fácil someterla), los jóvenes habrán perdido el interés por las ciencias, por las artes, por el saber.
Además, como no interesa la formación en valores, salen semi-delincuentes, esto es, personas que actuan bien solamente si se las está vigilando, si se las está controlando. Aprendieron en el colegio que hay que portarse bien sólo cuando están siendo vigilados. Y entonces, cuando salen al mundo, se comportan correctamente y son respetuosos y honestos sólo cuando se les esté vigilando. Y cuando sienten que no están siendo vigilados se desatan. Porque han sido formados para comportarse bien bajo condiciones de control.”
Mientras esto escribía Juan Solojuán, Humberto Farías recordaba ahora sus primeros años como profesor de escuela. Había comenzado con entusiasmo y pasión a cumplir los programas obligatorios que establecía el Ministerio de Educación, tratando de introducir a través de las lecturas y comentarios de los libros, aquellos elementos que favorecieran en los niños la conciencia social. Pero había comprendido que debía ser muy respetuoso de los procesos personales de cada niño, y al mismo tiempo no incumplir las exigencias formales de la necesaria disciplina escolar. Esto último no era fácil, porque el ambiente de la escuela distaba mucho de ser aquella comunidad de aprendizaje que había imaginado tantas veces durante sus estudios de pedagogía. Poner disciplina se había convertido poco a poco en una de las principales actividades que la dirección de la escuela le exigía que fuera su principal empeño.
Mientras esto pensaba el profesor, el barbudo continuaba su escrito:
“Cuando el niño traspasa la puerta de la escuela, está sometido a una disciplina, a unas normas, a unos comportamientos que le son fijados en forma rigurosa, obviamente con momentos en que se los libera, los recreos, que son necesarios para que no enloquezcan; pero están sometidos a una educacion totalitaria. Si son rebeldes son llevados a inspectoría, se cita a los padres, se los amenaza con echarlos de la escuela.
Es una educación estandarizada, todos deben aprender lo mismo, los métodos son iguales, los profesores deben actuar de acuerdo a ciertos protocolos que les son indicados por la autoridad educacional. El poder político necesita ciudadanos estándares, que no sean autónomos, porque si son autónomos no serán funcionales a la organización del estado.
“Con razón muchos padres hacen esfuerzos enormes por llevar a sus hijos a escuelas privadas, aunque tengan que pagar una mensualidad sacrificando muchas cosas.”
Juan Solojuán se quedó pensando largo rato, con el rostro sombrío y triste. Pensó en agregar algo más, pero estaba muy cansado y unas lágrimas le nublaron la vista. Entró a la casucha, se tendió en el colchón. Poco después se quedó dormido con el cuaderno en la mano. Soñó que una banda de niños y adolescentes lo perseguían, gritándole, tirándole piedras, amenazando con matarlo. El escapaba con su saco al hombro. Cuando la banda lo alcanzó en un rincón del que no podía escapar despertó sobresaltado.
La tristeza que el profesor Humberto Farías sintió esa noche al reflexionar sobre su experiencia pedadagógica era tanto o más profunda que la de Juan. Miró al grupo de muchachos que estaban tendidos ahora sobre el césped, en un estado de sopor semi-consciente. Entró a su habitación y pronto se quedó dormido. Soñó que estaba en clase tratando de explicar el significado de una poesía de Vicente Huidobro a más de cuarenta niños y niñas que no le prestaban la más mínima atención, mientras miraban atentos al director de la escuela que con el seño fruncido y el brazo en alto los amenazaba con las penas del infierno.
Despertó sobresaltado. Había dormido pocas horas, y su mente continuaba dando vueltas alrededor de su vocación y profesión de profesor. Poco a poco sus ideas se fueron centrando. Hacía tiempo que se había percatado que sus colegas profesores vivían la actividad pedagógica cotidiana no como una vocación misionera ni como una actividad de contenido político y social intrínseco. La vivían simplemente como un trabajo, como el ejercicio cotidiano de una profesión como cualquier otra. De hecho, la preocupación mayor que compartían en sus reuniones eran las bajas remuneraciones que obtenían, y cómo esperaban que el gremio de los profesores canalizara exigencias de mejoramiento de las condiciones laborales y del sueldo. En los hechos, la mayoría de sus colegas se comportaban como funcionarios públicos que debían cumplir los estrictos protocolos que les indicaban los burócratas del gobierno.
Juan Solojuán se levantó, salió de la casucha y caminó hasta el fondo del terreno para un rápido aseo personal. Viendo que era todavía temprano para iniciar su recorrido en busca del sustento cotidiano, pero que ya había luz suficiente para continuar escribiendo sus reflexiones, tomó el cuaderno y el lápiz:
“Lo que veo en la educación pública en las comunas populares son niños que en tantos casos forman parte de familias destruidas y desorientadas. No me parece que sean realmente ‘pobres’, pero sí marginadas del sistema económico, y en acentuado proceso de deterioro cultural y social. En mis recorridos por muchas poblaciones he visto que existen niveles de delincuencia, drogadicción y violencia que están aumentando penosamente. Es en su mayoría gente que tiene trabajo precario, que a menudo no tiene ningún trabajo, y por eso no son parte de la clase trabajadora.
En un porcentaje mayor que en otros estratos sociales se presentan aquí las adicciones o la costumbre de consumir en exceso alcohol y de usar drogas proscritas. Son muchos y están aumentando los que han aprendido a suplir sus escasos ingresos legítimos con la delincuencia, la prostitución, y otras actividades al margen de la ley. No se trata simplemente de trastornos de conducta de ciertos individuos, sino de subculturas completas y coherentes, con sus normas y jergas propias.
Se los llama vulnerables, pero no me parece que lo sean, porque tienen dinero, toman cerveza, participan en fiestas donde trasnochan con música fuerte, fuman marihuana y pasta base, y bailan y tienen sexo hasta el amanecer. Son bastante autosuficientes y poderosos fácticamente. Creo que es al revés, que vulnerable es el resto de la sociedad, la clase media, porque a lo larga no puede defenderse contra las olas crecientes de la delincuencia y el narcotráfico.
La educación es absolutamente impotente ante esta realidad. Si la sociedad quisiera realmente que los niños y adolescentes asuman una cultura que rechace al robo, a la droga, a la delincuencia, y a la mala conducta en general, la sociedad tendría que ofrecerles algo totalmente diferente a lo que intenta entregarles hoy día en la escuela, que no les sirve ni les interesa ni están en condiciones de asimilar. Ya tienen sus placeres, incluido el placer de burlarse de los profesores y de la autoridad.
En la práctica, la oferta principal que hace la escuela al alumno es que, si estudia y se esfuerza mucho, puede tal vez llegar a ser profesional o técnico, y como profesional o técnico puede ganar más dinero que si no estudia. Encontramos que la escuela carece de ideales a pesar de los grandes objetivos transversales que debe servir según sus objetivos oficiales. Dicho de otra manera, el ideal de la escuela y de la sociedad entera es cada vez más de carácter mercantil.
La escuela sirve al mercado tratando de formar los recursos humanos, prometiéndoles que así obtendrán los medios para vivir. Pero esta oferta difícil e incierta que hace la educación, compite con la cultura de la droga y la delincuencia en un terreno donde no puede ganar, porque acá circula mucho dinero y es más fácil obtenerlo. De hecho para muchos de los adolescentes y jóvenes la cultura narco es el camino corto para realizar el ideal que la sociedad neoliberal les propone: ganar más dinero con mayor facilidad y con mayor rapidez.”
Juan Solojuán cerró el cuaderno, entró en la casucha y lo colocó debajo del colchón. No podía imaginar que esa misma noche un profesor de escuela, triste y desorientado, había estado pensando cosas bastante parecidas a las que él había escrito, y que a esa hora estaba pensando en la triste situación de los muchachos de la escuela donde trabajaba, y en que para él como profesor resultaba tan difícil, si no imposible, sustraerse a las exigencias burocráticas del sistema escolar para enseñarles algo que realmente les sirviera en la vida. Menos aún podía sospechar que ese profesor, junto a la asistente social que había encontrado por casualidad meses atrás y a la que le había dado otro de sus cuadernos, lo andaban buscando por toda la ciudad.