EL TEMPLO

EL TEMPLO

En ocasión de la Gran Fiesta, no importa de cual religión ni de qué época, Jesús adolescente llega a la Ciudad Santa y cruza la puerta del Templo.

¿Dónde estoy? ¿Por qué este silencio repentino? ¿Qué es este espacio desmedido? Me siento empequeñecer. Avanzo lentamente, como en sueños. Respiro apenas. ¿Estoy en el Templo?

Un olor me rodea, me asalta, me marea; como de flores marchitas... campos de trigo quemado... una pieza olvidada por el sol... Me falta el aire, y me persigue el eco de mis pasos, cada vez más fuertes. ¿Estoy en el Templo?

Penumbra alrededor, me desplazo... caen haces de colores desteñidos, avanzo... De frente, desde lo alto, me escrutan, me encantan estatuas de vidrio... Por todos lados columnas que se curvan en cadenas de arcos inmensos. Me aplasta un cielo de piedra... ¡La casa de un gigante! ¿Es el Templo? ¿Es éste el Templo? La cabeza me da vueltas...

El muchacho se acerca a un árbol-columna, se apoya, resbala por su costado, se sienta a sus pies, recupera la respiración, y reflexiona.

Pero ¿el Templo no es la casa de Dios? ¿No debiera estar lleno de su presencia? ¿No debiera estar repleto de vida? En cambio he dejado de sentir su compañía. ¿Cómo es que lo sentía cercano cuando estaba afuera, y se me esconde ahora que estoy aquí? ¿Me hablaba en el mundo y calla en su casa?

Sin embargo, mi padre José... ¡Ah! Esa tarde bajo la higuera colmada de higos maduros, con el vientecito liviano que le movía suavemente el cabello, y sus ojos  que chispeaban por la alegría de estar conmigo!

Recuerda el diálogo con su padre.

“  - Mira, Jesús, exactamente como estamos ahora juntos aquí tú y yo, estarás con el Señor en el Templo, y escucharás su voz, y le hablarás, y te escuchará.

    - Pero ¿Dios no está en todas partes? Yo lo siento en verdad, aquí en el campo, entre nosotros.

  • Cierto, Jesús. Pero en el Templo se  nos acerca todavía más. El Templo es un lugar especial, como la casa ¿no?, como... como la montaña de Moisés, ¿recuerdas? ¿Recuerdas que te conté que un día Moisés, no escuchando ya claramente la voz de Dios en medio del pueblo que se desesperaba y daba vueltas alrededor de mil distracciones, subió a la montaña para reencontrarlo? Y el Señor estaba ahí, esperándolo, y le habló con voz de trueno, y le ordenó que construyera un Templo, y le prometió que allí lo encontraría siempre, cada vez que lo necesitase.”

Vuelve al suo monólogo con Dio.

Y ahora que te necesito, Dios, y que estoy en tu Templo, ¿dónde estás? ¿Por qué no te siento? Pero, ¿es verdad que estás aquí? Si estás, ¿dónde? ¿Estás metido en algún rincón, y te escondes en un juego cruel? ¡Voy a buscarte!

El muchacho se levanta y continúa buscando a Dios en el Templo. Busca a Dios y encuentra el arte, o sea aquello que todos encontramos en los templos: estructuras extraordinarias, máquinas maravillosas, escenarios espectaculares, construidos para sorprender, atemorizar, conmover, transportar, callar, trastornar, deslumbrar, turbar, raptar...

Encuentra la arquitectura con sus escalas y plataformas, columnas y cornisas, arcos y bóvedas, vidrieras y cúpulas, espacios infinitos y sublimes proporciones. Las esculturas, de madera, de mármol, de marfil, de yeso, de oro, que representan cuerpos desgarrados, arrebatados; y la pintura de rostros y paisajes, de infiernos y paraísos.

Encuentra las representaciones de Dios y de los hombres, del cielo y de la tierra... Buscando la voz de Dios encuentra las obras de los hombres que tratan de comunicarse con Dios. Esto es lo que han deseado los hombres, desde las épocas más remotas. Los petroglifos, aquellos dibujos inmensos desplegados en la cordillera y sobre los desiertos, eran modos de decir a Dios: “míranos, aquí estamos nosotros, ¿nos ves?”.

¿Qué son estas obras? - se pregunta el muchacho - ¿Qué hacen en la casa de Dios? ¿Quién las hizo? Parecen algo diferente a un diálogo con Dios... No, éstas no son palabras de Dios, no lo expresan a El como se manifiesta en los movimientos del cielo estrellado, en el ondear de los mares infinitos, en el sucederse de las estaciones, en el enrollarse de las serpientes.

Estas son obras de los hombres, impresionantes, encantadoras, pero ¿por qué aquí en el Templo resuenan las palabras de los hombres y no las de Dios? Es como si a través de estas obras, quienes las hicieron hubieran tratado de hablarle, de distintas maneras, en voz baja, en tonos excitados, a flor de labios, diciéndole miles y miles de cosas, expresando deseos, mostrando valentías, manifestando emociones, personificando sentimientos, articulando pensamientos, descubriendo secretos, confesando esperanzas, susurrando dudas, planteando preguntas. ¿Pero la respuesta de Dios?

Quiero salir de este Templo.

Las puertas del Templo chirrían, se infiltran las voces de afuera... motores... gritos de muchachos... ofertas de vendedores... Jesús se da vuelta y se dirige hacia la salida.

Pero ¿qué son aquellas sombras que caminan? ¿Qué son esos hombres de negro? Son los sacerdotes del Templo. Se arrodillan y se alzan mirando fijamente al altar. Avanzan en procesión. Cuando me descubren me apuntan, me escrutan; pero yo resisto sus miradas de dueños de casa.

No debo tener miedo - me digo, anda a hablar con ellos.

Y Jesús los sigue hasta los peldaños que llevan a una plataforma, en cuyas paredes una imponente estantería encierra los Libros Sagrados. En el centro de la plataforma, con los libros a sus espaldas y el muchacho abajo, los sacerdotes se instalan cuidadosamente en grandes sillones. Cuando terminan de instalarse frente a él, Jesús les dirige la palabra.

-     ¿Pueden darme una respuesta? Estoy inquieto y tengo una pregunta que hacerles.

Es el sacerdote que ocupa el centro de la fila quien le responde.

-     ¿Quién eres?

-     Soy un joven que busca a Dios.

-    Bien. Esta es la casa de Dios.

-     Lo he buscado, pero no he sentido su voz. He sentido en cambio las voces de los hombres.

-     ¿De qué voces hablas?

Dando una vuelta alrededor de sí mismo e indicando con un amplio movimiento del brazo y la mano lo que lo circunda, Jesús responde:

-     Miren, todo aquello que veo en el Templo son obras de los hombres. Pero no he visto aquí una obra de Dios. He escuchado cantar a los hombres y, como respuesta, el silencio de Dios.

Los sacerdotes intercambian miradas sonrientes, e indican los Libros Sagrados ordenadamente dispuestos a sus espaldas.

El jefe de los sacerdotes, a Jesús:

-     Esa es la palabra de Dios.

Jesús, impertérrito:

-     Los Libros Sagrados, los conozco. Los he leído junto a mi padre.

-     ¿Y no encontraste en ellos la palabra de Dios?

-     ¡Cierto! Pero yo busco al Dios vivo aquí en el Templo.

-     No has leído en los Libros Sagrados que precisamente en el Templo vive Dios, y que nosotros los sacerdotes lo representamos entre los hombres?

-     ¿Y Dios les dijo que mantuvieran sus Libros cerrados en los estantes? ¿Por qué no dejan que todos puedan leerlos libremente?

 

-     Somos nosotros, los sacerdotes, los encargados de enseñar la palabra de Dios sin equívocos ni errores.

Jesús frunce las cejas y reflexiona, caminando arriba y abajo delante de ellos. Se detiene, los mira y vuelve a interrogarlos:

-     Si todos somos iguales delante de Dios, ¿por qué ustedes se ponen por encima de los demás hombres?

En los rostros de los hombres de negro se apagan las últimas sonrisas de suficiencia, y el jefe responde secamente:

-     Nosotros somos los Doctores de la Ley.

-     Ustedes que conocen bien los Libros y la Ley, explíquenme: ¿por qué estos cuadros y estas esculturas se encuentran en la Casa de Dios?

El jefe de los sacerdotes mira al sacerdote que está a su lado, y éste responde a Jesús:

-     Hijo, el arte eleva el espíritu. Mediante el arte son representados los grandes misterios que los hombres simples no alcanzan a comprender.

-     Pero yo he visto imágenes terribles que producen temor.

El jefe de los sacerdotes, volviendo a tomar la palabra:

-     ¿Cómo no? Es necesario atemorizar a los hombres, y sobre todo a las mujeres, que de otra manera no se controlan, y manifiestan sin límites y sin freno las más turbias pasiones. El ser humano inculto es peligroso, llevado por sus instintos bestiales, como un caballo sin jinete y sin riendas que cocea el aire, salta el corral y se pierde en lo intrincado del bosque, en el polvo de los desiertos y en las gargantas de los mares.

-     Comprendo. Pero estas obras están hechas por espíritus libres que abren territorios desconocidos, que inventan mundos de colores y formas inquietantes.

-     Bien, muchacho. Es verdad, los artistas son seres desencadenados, que no logramos controlar; pero hemos comprendido que sus obras subversivas producen en los demás hombres un efecto psicológico positivo. En efecto, los artistas subliman sus propios instintos y sus propias pasiones representándolas, y los espectadores se contentan con asistir a los espectáculos de esa libertad, sin atreverse a la suya, sino a escondidas, de noche, cuando apartados, inocuos, solos, sueñan con ser caballo y jinete, cazador y presa, artista y espectador al mismo tiempo.

-     Pero entonces, esta religión de la que ustedes son los señores, no es la religión que aproxima a Dios y que hace libres, sino una religión que mantiene las distancias y somete, que reprime y vuelve dóciles, que crea mujeres y hombres buenos pero atemorizados.

Un sacerdote anciano:

-     ¿Qué? ¿Cómo? ¿Entendí bien?

Otro sacerdote, haciendo una señal al anciano para que se calme, interviene:

-     ¿Y qué otra cosa se puede hacer? ¿No has leído que el hombre es un pecador?

-     Y ustedes, ¿no han leído que Dios lo hizo a su imagen y semejanza?

El jefe de los sacerdotes retomando la palabra:

-     Escucha un poco muchacho, ¿cómo se llama tu padre?

-     ¿Qué tiene que ver mi padre? ¡Estamos hablando del Padre nuestro que está en el cielo!

Los sacerdotes enmudecen.

Jesús sube la escalinata que lo separa de la plataforma, se dirige decididamente a los estantes, los abre, busca entre los libros hasta que encuentra el que busca, y paseando en círculo alrededor de la fila de los sacerdotes lee en alta voz:

“Soy pequeño en edad y vosotros sois viejos;

Por eso tenía miedo, me asustaba el declararos mi saber.

Me decía yo: “hablará la edad, los muchos años enseñarán sabiduría”.

Pero en verdad, es un soplo en el hombre, es el espíritu de Dios lo que hace inteligente.

No son sabios los que están llenos de años, ni los viejos quienes comprenden lo que es justo.

Por eso he dicho: escuchadme, voy a declarar también yo mi saber.

Hasta ahora vuestras razones esperaba, prestaba oídos a vuestros argumentos;

mientras tratabais de buscar vocablos, tenía puesta en vosotros mi atención.

Y veo que ninguno a Job da réplica, nadie de entre vosotros a sus dichos responde.

No digáis, pues: “Hemos hallado la sabiduría; nos instruye Dios, no un hombre”.

No hilaré yo palabras como ésas, no les replicaré en sus términos.

Han quedado vencidos, no han respondido más: les han faltado las palabras.

He esperado, pero ya que no hablan, puesto que se han quedado sin respuesta,

responderé yo por mi parte, declararé también yo mi saber

Pues estoy lleno de palabras. Me urge un soplo desde dentro.

Es, en mi seno, como un vino sin escape que hace reventar los odres nuevos.

Hablaré para desahogarme, abriré los labios y replicaré.

No tomaré el partido de ninguno, a nadie adularé.

Pues yo no sé adular. Bien pronto me aventaría mi Hacedor.”

 

(Del Libro de Job)

Cuando termina de leer el párrafo, Jesús entrega el libro al sacerdote más cercano,

da vuelta la espalda y deja el Templo.

Como un marinero se aleja en su barca del puerto y de la tierra y la ciudad retrocede, Jesús abandona el lugar donde ha sentido por primera vez en su vida la ausencia de Dios, mientras los sacerdotes retroceden, como piedra anclados en sus sillones, “estupefactos por su inteligencia y sus respuestas”. 

*

Después del fallido encuentro con Dios en el Templo, donde en cambio tuvo la experiencia de la presunción de los sacerdotes, el deseo de Jesús de hablar con Dios y de escuchar su palabra no disminuye.

En el Templo había descubierto una cosa, a saber, aquella actividad mediante la cual los artistas tratan de ir más allá de sí mismos y de expresar a Dios sus propios sueños, y decide seguir ese camino. Pero no quiere hacerlo creando obras que atemoricen y sugestionen a los hombres y mujeres, sino que los acompañen y les sean útiles en la vida y en el trabajo de cada día.

Esperando que Dios le dirija la palabra se convierte en un artesano carpintero, un humilde escultor, un fabricante de objetos, de barcas y muebles, de arados y casas, barriles y azadas. Ha decidido vivir la búsqueda de Dios, continuando la lectura de los Libros Sagrados por su cuenta, contemplando la naturaleza y observando la vida que hacen los hombres.

Jesús volverá raramente a los templos, sólo para no disgustar a su padre. Y cuando José muere, demasiado temprano, ya no volverá a ellos.

*

Muchos años después de la inquietante peregrinación de su adolescencia, Jesús participa en otra, siempre en búsqueda de la voz de Dios.

Jesús es un hombre de treinta años. Es un hombre que trabaja, en la plenitud de su vigor físico, respetado en su comunidad, partícipe de una familia. Este hombre tranquilo y seguro percibe que a su alrededor crece la incertidumbre, la carencia de sentido, la inquietud por el futuro, y se pregunta por qué los hombres están inquietos, incluso aquellos que no parecen tener razones para sentir inseguridad.

Pero ¿cómo? Tienen todo lo que los hombres y las mujeres desean para vivir bien y ser felices, tienen dinero, casa, trabajo, familia, salud; se sacian con todas las diversiones de este mundo y todos los placeres de este cuerpo, y sin embargo están ahí en una condición ansiosa, de insatisfacción, se atormentan y atormentan a los demás, se agreden y mutilan. ¿Qué desean y no tienen? ¿Qué les falta para agradecer a Dios de haber nacido y de vivir en este mundo, y de asistir cada mañana a la salida del sol y cada noche al despliegue de las estrellas?

Estas reflexiones le dan vueltas en la cabeza por bastante tiempo, hasta que llega a saber que hay un profeta de nombre Juan que vive feliz sin nada, y que muchos van a encontrarlo curiosos en una peregrinación improvisada, desordenada, espontánea, y sobre todo no organizada por los sacerdotes. Decide ir a encontrarlo, y lo encuentra desarrollando su misión espiritual fuera de la ciudad y lejos de los templos, en los márgenes del desierto, en la rivera del río, a la sombra de los árboles.

Juan pertenece a un tipo de hombre religioso muy diferente al de los Doctores y Sacerdotes. Es un profeta, esto es, un tipo de intelectual que tiene pocos ejemplares, pero que existe en todas las culturas y en todas las épocas.

El profeta se caracteriza por su absoluta lucidez, por su implacable capacidad de ver la realidad de los hombres y de la sociedad, presente y futura. Es un ojo agudo, penetrante, objetivo. El profeta ve lo que cada uno quiere esconder, lo que todos quieren esconder, que el poder quiere esconder, que sólo los niños logran de vez en cuando develar ingenuamente, sólo que el profeta no es ingenuo sino consciente. Sabe lo que sucede y sabe lo que hace.

Por eso, inevitablemente vive en la soledad en medio de los hombres, los cuales lo siguen como se sigue a un ser superior del que esperan soluciones a sus problemas, salvación, o sea liberación de las enfermedades y de la muerte. Pero lo que hace el profeta es solamente mostrar a los demás lo que ve: el bien y el mal, haciendo luz sobre ambos, y mostrando que lo que habitualmente se cree bueno no es tal, y lo que habitualmente se cree malo no es tal.

Muestra la realidad, la crisis, las catástrofes que se avecinan, no para atemorizar sino para que los hombres enfrenten las dificultades y los problemas de un modo distinto a como lo han hecho, transformadoramente, cambiando de dirección, asumiendo que sólo ellos pueden resolver las dificultades y los problemas que tienen.

El profeta no se constituye como jefe, como líder de las multitudes, no quiere secuaces ni fieles que cumplan su voluntad, sino solamente hombres que abran los oídos y los ojos y actúen en consecuencia. El profeta quiere abrir a una nueva civilización, lo que no es posible hacer desde dentro de las instituciones y utilizando el poder de la vieja civilización en crisis.

Los que llegan a saber de su extraña figura y de sus palabras de fuego, para encontrarlo deben dejar los caminos conocidos y buscarlo donde se encuentre en aquél momento, a orillas de un río, en el claro de un bosque, al confín de un desierto, en los faldeos de una montaña, en una playa de mar, bajo el cielo estrellado.

Juan el profeta no tiene una casa, no ha construido a su alrededor un ambiente de seguridad y comodidad, no ha establecido vínculos institucionales, ni una red de relaciones sociales. Pero no vive solo. El está continuamente en presencia de Dios. La palabra de Dios no la lee en los libros sino que la recibe interiormente. No es un intérprete de Dios, sino su portavoz.

El profeta forma parte de la comunidad que constituyen los seres de la naturaleza, plantas y animales, ríos y montañas, estrellas y nubes. El profeta habla su lenguaje y siente sus voces, y lee en los acontecimientos naturales, en la sequía y en la abundancia, en el nacimiento y en la muerte, en el florecer y en el marchitarse, mensajes secretos y enseñanzas profundas.

Es en el lugar y en el momento en que encuentra a Juan que Jesús siente la voz de Dios, aquella voz que no había sentido en el Templo. Es en aquél momento y lugar que ve descender el Espíritu sobre él. Juan, que era el profeta hasta ese momento, le entrega el testimonio indicándolo como el nuevo profeta que hay que escuchar.

*

Jesús vuelve a su aldea, cuelga las herramientas de carpintero, y se dirige al templo donde se está desarrollando una instrucción religiosa. El templo está llena de gente. El sacerdote está terminando la lección e invitando a alguno de los fieles a que lea el Libro Sagrado. Al ver a Jesús se sorprende visiblemente de su ingreso al templo, y aún más cuando ve a este carpintero, hombre estimado por todos como bueno y justo pero que desde hace años no participa en las actividades religiosas, caminar hacia el Libro.

Jesús sube al podio y espera. El sacerdote le consigna el libro abierto y le indica el trozo a leer. Pero Jesús cierra el libro y cierra los ojos, los vuelve a abrir y busca un texto preciso para leer:

            “El Espíritu del Señor está sobre mí,

            porque me ha ungido

            y mandado a anunciar a los pobres la Buena Nueva,

            me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos

            y la vista a los ciegos,

            para dar la libertad a los oprimidos

            y proclamar un año de gracia del Señor.”

 Jesús cierra el libro y lo devuelve al sacerdote. Todas las miradas se fijan en él.

Después de un largo y completo minuto de silencio, de respiraciones suspendidas, de miradas atónitas, de imperceptibles oscilaciones y ajustes de los cuerpos embarazados, durante el cual se sienten solamente los ruidos exteriores a la iglesia y el zumbar de una chicharra sobre un gran árbol de la plaza, Jesús toma la palabra:

-     Hoy, conmigo, se cumple esta profecía. El Espíritu de Dios se posó sobre mí y escuché su voz. Desde hace mucho tiempo tendía mis oídos para escucharla, y finalmente sucedió. Y ¿saben dónde? No, aquí no, fuera de aquí. Vengan conmigo, salgamos, vayamos fuera de estos muros. Dios quiere otra cosa. Dios no los quiere buenos y timoratos, inocuos y tranquilos. Dios quiere la liberación de los oprimidos, quiere la salud de los enfermos, quiere que nos saquemos las vendas de los ojos, quiere la alegría de los tristes, quiere la serenidad de los ansiosos, quiere deshacer este nudo que se forma aquí entre el cuello y el pecho y que nos impide respirar la vida y expresar todo lo que sentimos, nos quiere libres y conscientes y fuertes. Dios quiere amar y ser amado.

Un murmullo acompaña estas palabras, e inmediatamente después, un gran desconcierto. Están los que se maravillan, están los que se escandalizan. El sacerdote es el jefe de los escandalizados.

Uno: - ¡Hey! ¿Qué se te subió a la cabeza? - Y sorprendido de su propia voz, mira al sacerdote buscando su apoyo.

El sacerdote: - Jesús, ¿qué dices? ¿Qué es ésta, una nueva doctrina?

Otro, a todos: - ¿No es éste el hijo de José el carpintero? ¿Y él mismo no es un carpintero?

Una mujer: - ¡Yo lo vi! Vi a Juan que se arrodillaba ante él y nos lo señalaba como el nuevo profeta.

Un hombre: - ¡Cállate tú! ¿Qué entiendes de estas cosas? ¿Juan el profeta? ¿Ese vagabundo? ¿Ese engreído que come hierbas silvestres?

El sacerdote: - Este Jesús, que no viene nunca a la iglesia y que hizo sus propias opciones, es un herético. ¡No lo escuchen!

Los ánimos se encienden. Todos se alzan y murmurando y gritando lo empujan fuera del templo, lo arrastran fuera de la aldea, lo conducen hasta la cima del monte y lo constriñen hasta el borde del precipicio donde se bota la basura y los perros enfermos.

Una ráfaga de viento levanta una nube de polvo que golpea a la multitud. Jesús levanta una mano y los mira a todos a los ojos, uno a uno. Luego avanza, y separando en dos a la multitud a su paso, se aleja.

*

Desde aquél momento Jesús abandona familia y aldea, y comienza un singular peregrinaje por el mundo, en búsqueda de los hombres y de las mujeres, de los niños y de los viejos, y cruza pueblos, y supera montañas, y camina en los desiertos, y atraviesa ríos y mares, y recorre los campos, de día y de noche, y a todos escucha y a todos da coraje, y cura a los enfermos, y abre ojos y oídos, y resucita los muertos. Pero cada vez que encuentra doctores de las leyes, sacerdotes de los templos, intelectuales al servicio de los poderosos, los enfrenta, los denuncia, los desnuda a la vista de todos.

Dando círculos concéntricos, a partir de las periferias, se aproxima lentamente al centro del mundo, pasando por las grandes ciudades hasta alcanzar las mayores metrópolis, donde se encuentran los poderosos, los ricos, los jueces, los centros religiosos y políticos de la civilización dominante. Y habiéndose puesto la ropa más hermosa, organizando su entrada en gran forma, llega de nuevo ante el Templo. Y observa todo lo que ocurre a su alrededor.

Ve confluir las multitudes de pobres, de desesperados, de esperanzados, de gente buena y mala, que como él cuando era muchacho van en busca de Dios, de salud para sí y para sus hijos, de consuelo, de una oportunidad en la vida, de sobrevivencia. ¿Y qué encuentran estos seres humanos alrededor del Templo? Ante todo y principalmente, encuentran exhortaciones al arrepentimiento, incitaciones al sacrificio. Exigen sacrificios los profesores, imponen sacrificios los jueces, instigan al sacrificio los sacerdotes, piden sacrificios los políticos, anuncian sacrificios los economistas, los militares producen sacrificios. El sacrificio de palomas y corderos; el sacrificio de los terneros más gordos y de los hijos mejores; el sacrificio de las vírgenes y de los jóvenes más vigorosos; el sacrificio de los sentimientos y de los sentidos; el sacrificio del propio pensamiento y de la voluntad; el sacrificio del trabajo y de la vida entera.

Mientras ve todo esto Jesús comienza a sentir interiormente, siempre más fuerte y claramente, la voz de Dios que repite esta única frase:

“¡Misericordia quiero, no sacrificios! ¡Misericordia quiero, no sacrificios! ¡Misericordia quiero, no sacrificios!”

Y mientras escucha esta voz insistente su mente se embota y su pecho se inflama, y grita desde lo más profundo esta frase loca: ¡Misericordia quiero, no sacrificios! Y repite aún más fuerte: ¡Misericordia quiero, no sacrificios! El grito rebota en los muros del Templo, y el eco se pierde en el murmullo de la gente que se agita, cada uno encerrado en su propio asunto.

            “Yo detesto, desprecio vuestras fiestas,

            no me gusta el olor de vuestras reuniones solemnes.

            Si me ofrecéis holocaustos

            no me complazco en vuestras oblaciones,

            ni miro a vuestros sacrificios de comunión de novillos cebados.

            ¡Aparta de mi lado la multitud de tus canciones,

            no quiero oír la salmodia de tus arpas!

            Que fluya, sí, el juicio como agua

            y la justicia como arroyo perenne!”

(Del Libro de Amós).

Jesús se sienta en la cima de la escalinata que conduce al Templo, dándole las espaldas y mirando qué sucede a su alrededor, en los patios y en la plaza y en las calles cercanas. Ve a la gente que ha venido de lugares y países lejanos, acercarse al Templo para cumplir los sacrificios y deberes religiosos, para hacer los cuales deben comprar palomas y corderos, velas y santos, medallas y palos de incienso, y que para comprarlos deben hacer el cambio de moneda. Ve a los negociantes que ofrecen a los peregrinos lo que les sirve para cumplir sus mandas y sacrificios.

Fija los ojos en sus negocios. En su frente aparece el signo de la aflicción y de la tristeza; entrecerrando los ojos se le presenta la visión del pasado...

Un hombre rico y bueno, un filántropo, que dona a todos las palomas y los objetos que necesitan para cumplir las leyes del sacrificio. Y he aquí que los sacerdotes se dan cuenta de la posibilidad de organizar este servicio obteniendo una ganancia. Crean alrededor del Templo instituciones que combinan la beneficencia con el negocio.

Y a la visión del pasado sigue la visión del futuro...

Ve a las mujeres y a los hombres con sus hijitos, y a pobres que buscan esperanza, salud y ayuda, a los cuales se aproximan los buitres que con voz convincente, miradas garantizadoras y gestos de compasión, se ofrecen para servirles, guiarles y aconsejarles respecto a la manera de satisfacer sus necesidades. Ve la actividad de éstos como intermediarios de la caridad y la beneficencia, como administradores de las donaciones filantrópicas, como funcionarios de las instituciones de asistencia pública, como dirigentes de movimientos sociales; los ve gestionar los dineros predispuestos para ayudar a los necesitados guandándose la mejor parte para sí y distribuyendo lo que sobra; los ve construir a su alrededor círculos de clientelas, de aficionados y devotos, de secuaces y admiradores, exigiendo de éstos a cambio, trabajo voluntario, cuotas de dinero, acciones de proselitismo, dedicación incondicionada.

Jesús abre los ojos colmados de lágrimas, desciende la escalinata llorando de modo incontenible, salen de su garganta verdaderos rugidos. Se construye con un haz de cuerdas un largo y terrible látigo, y diciendo a cada uno “habéis convertido la casa de oración que es para todos en una cueva de bandidos”, comienza a golpear a los que encuentra en su camino: vendedores de palomas, cambistas de moneda, rectores de santuarios, presidentes de organizaciones sin fines de lucro, gurús de todos los colores, damas de todos los santos, beatos de todos los estigmas, priores de conventos, madres superioras, directores de entes de beneficencia, políticos demagogos, recaudadores de colectas, organizadores de seminarios en que se discuten los problemas de los pobres, conductores de espectáculos de caridad, de fiestas de caridad, de desfiles de moda de caridad.  Abre de par en par las jaulas, libera las palomas, voltea las mesas de los cambistas, parte las cajas de las limosnas, destruye los contenedores de las ofertas, dispersa al viento los cheques asistenciales, rompe los dossier, blancos y rojos.

            “E impedía a cada uno que llevara cualquier cosa al Templo”.

 

Luis Razeto y Pasquale Misuraca

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