LAS TENTACIONES

LAS TENTACIONES

Después de recibir de Juan la investidura de nuevo profeta, Jesús se retira al desierto. Un mar de arena, sin límites y sin puntos de referencia, bajo un sol cuya luz confunde la tierra y el cielo. Entrado en el desierto Jesús siente crecer en sí una necesidad de caminar y de perderse en su seno. Camina y piensa. Debe decidir qué hacer.

Hasta ese momento ha sido un ciudadano privado que ha vivido la relación con Dios interiormente, en el trabajo, en la contemplación de la naturaleza, en la oración. Pero comprende que no puede continuar así, que hacerlo sería rendirse sin haber luchado, una traición a Dios, a los demás y a sí mismo. Sufre por el sufrimiento del mundo. Los hombres, infelices, se agreden mutuamente, dominados por los poderosos, movidos por la avidez, por el miedo, por el egoísmo. Se extiende la incertidumbre, el engaño. Se confunden fantasía y realidad, conocimiento y superstición. Se disgrega la comunidad humana. Debe actuar en el mundo, debe cambiar su vida, debe cambiar el mundo.

¿Qué hacer? ¿A quiénes me dirigiré? ¿Hablar a los poderosos, que son los que tienen las riendas del mundo, los instrumentos del poder, la autoridad del mando, y conquistarlos para la causa de Dios? ¿Hablar a los intelectuales, que tienen las capacidades organizadoras, el don de la palabra y de la seducción, el rol de educadores de las masas? ¿Hablar a los pobres y desheredados, que no tienen nada que perder, que no tienen vínculos con el sistema, que son más fáciles de arrastrar a la lucha? ¿Hablar a los ancianos, que tienen la experiencia y la sabiduría, o a los niños que tienen la inocencia y la ductilidad mental necesarias para abrirse a lo nuevo? ¿A las mujeres, que educan a los hijos, que tienen el corazón más abierto, que son más apasionadas, y que mandan al comandante?

¿Y cómo hacerme escuchar? ¿Me vestiré como todos, de manera que me reconozcan como uno de ellos, y se sientan seguros? ¿O como Juan, que se diferencia de todos vistiéndose con pieles de animales, logrando así hacerse notar, sugestionando e impresionándolos a todos? ¿O me pondré vestidos fulgurantes, atractivos en su belleza y riqueza? ¿O como los gurús que adoptan hábitos tales que pongan en evidencia sus propias cualidades espirituales? ¿Pero debo hacerme reconocer por mis vestidos?

¿Con qué lenguaje expresaré lo que pienso y siento? ¿Usaré las palabras o las imágenes? ¿Debo hablar o escribir? ¿Debo consignar el mensaje en un libro? ¿Y no se apropiarán de él los sacerdotes, los expertos, los filólogos? ¿Y lo encerrarán en los estantes, como Libro Sagrado, y se erguirán como intérpretes oficiales haciéndoles decir su propio pensamiento y no el del autor, y litigarán sobre las minucias del texto para hacerle perder el espíritu? ¿O debo hablar con todos, uno a uno, a éste con un cuento, al otro con un razonamiento, a un tercero lanzándole una invectiva, a un cuarto conmoviéndolo con una canción? ¿Debo enseñar solamente con la palabra, o también con acciones y gestos memorables? ¿Debo hacer complejos análisis teóricos, o explicar de la manera más simple, con narraciones breves? ¿Me convertiré en un profesor? ¿Un predicador? ¿Un ejemplo vivo? ¿Un conductor de masas? ¿Un dirigente político? ¿Un artista? ¿Debo decir a los demás lo que deben hacer, o enseñarles a pensar por sí mismos y decidir en consecuencia?

¿Debo imitar a alguno, parecerme a algún profeta del pasado, diferenciarme de todos para aparecer, o ser simplemente yo mismo?

No quiero ser copia de ninguno

porque soy imagen de Dios.”

(De Esteban Gumucio)

¿Pero debo hacerlo todo yo solo? ¿O buscar pares, cómplices, amigos, y fundar un grupo que actúe disciplinadamente, como un movimiento, como un partido? ¿O instruir discípulos y organizarlos para la difusión de mi mensaje? ¿Deberé fundar una nueva iglesia, con sus propios ritos y templos y jerarquías? ¿O una comunidad de hombres libres? ¿Y debo esperar que se me acerquen, o irlos a buscar, escogiéndolos de entre los mejores, de entre los más inteligentes? ¿Debo rodearme de los más sabios, de los más fuertes, o estaré en compañía de los hombres y las mujeres comunes, sin hacer diferencia alguna?

Por días y días Jesús vaga por el desierto, lejos de todos y de todo, absolutamente solo, inmutablemente concentrado en la estrategia que ha de emprender. Las preguntas le dan vueltas en la cabeza sin respuesta, y reaparecen una y otra vez. Las ordena y se desordenan. Pide respuestas a Dios y Dios permanece mudo. Trata de encontrar orientaciones en los textos sagrados y éstos le dan respuestas contradictorias. Analiza lo que hicieron los grandes profetas, los caudillos, los filósofos, los héroes, los grandes artistas, los grandes políticos, los maestros, y todos le parecen modelos insuficientes o equivocados.

Duerme apenas. Se cobija detrás de las piedras y al interior de las grutas. Come lo que encuentra, grillos, hormigas, flores, raíces. Y una tarde, a la hora en que los rayos del sol han desaparecido y no se ha presentado todavía la noche, después de haber encendido un fuego con hojas y

ramas secas, observa las llamas y las lenguas de fuego. Y he aquí, el humo y el fuego asumen la forma de una mujer pequeña, anciana, arrugada, toda envuelta en un hábito gris, que le dirige la palabra:

- Las obras de caridad con los más pobres, esto hay que hacer. Es preciso ponerse a su servicio, recogerlos, confortarlos, disponerlos a morir en la gracia de Dios. Mitigar los sufrimientos de los pobres, disminuir los dolores de los enfermos, confortar a los necesitados.

Jesús le pregunta: - O sea ¿el asistencialismo, la beneficencia, ayudar a la gente dejando intactas las estructuras sociales injustas que son la causa de la pobreza, de las enfermedades y de los sufrimientos del pueblo?

La mujer: - La caridad es lo que Dios quiere y lo que podemos hacer. ¿Quieres acaso cambiar el mundo? ¿No sabes que Dios en su sabia providencia lo acepta lleno de dolores y tal que conduzca a los seres humanos a la humildad, a la resignación, a predisponerse a buscar el cielo y no los placeres del mundo?

Jesús: - Dios nos hizo a todos iguales, nos quiere a todos felices; un hombre y una mujer sufrientes, necesitados, desesperados, son la negación de su voluntad, el fracaso de su proyecto. Son la consecuencia de la maldad de un sistema social construido por los poderosos para defender sus privilegios y su potencia. Las obras de beneficencia no mellan un mundo dividido entre los placeres de los ricos y los sufrimientos de los pobres, no arrancan las raíces de la explotación que convierte a todos, poderosos e impotentes, en seres inferiores a sí mismos. La caridad no elimina las estructuras de la injusticia.

La figura de la mujer desaparece en el fuego.

El fuego se agranda, llamea, y con un crepitar adquiere ahora forma, frente a Jesús, la figura de un hombre alto y de cabello largo que viste un uniforme verde oliva. El hombre le dice:

- La revolución, con los obreros y los campesinos, esto hay que hacer. Hay que escoger a los jóvenes más encendidos, los más conscientes, y organizarlos para la guerrilla. Y partiendo de las montañas y de los campos, adiestrarlos para la lucha haciéndolos cumplir acciones demostrativas, desde las más insignificantes hasta las más grandiosas, y conquistando soldados y territorios, sostenedores e informantes, aproximarse a las ciudades, golpeando al enemigo para debilitarlo, quebrantarlo, aterrorizarlo. Y cuando se hayan acumulado las fuerzas suficientes, unidas por una férrea disciplina, entrar en la ciudad, controlar los medios de comunicación, y en fin asaltar los palacios y conquistar el poder.

Jesús: - O sea, ¿la guerra, una parte del pueblo contra otra parte del pueblo? ¿Los hijos contra los padres, los hermanos contra los hermanos? Y además, la disciplina militar seca el pensamiento y convierte a todos en soldados de tropa que no tienen en la cabeza más que ejecutar lo que les es encomendado, y que creen llegar a ser héroes en proporción a la sangre enemiga que vierten.

El hombre: - La revolución no es para las almas bonitas y los espíritus débiles. ¿Quieres cambiar el mundo y te espanta la sangre? Pero la violencia siempre ha sido la partera de la historia. ¿No has visto nunca nacer un bebé, y cómo chorrea sangre?

Jesús: - Cuando el poder es conquistado con la violencia y la revolución se realiza con la fuerza de las armas, no nace un mundo de hombres libres y felices. Las personas se adaptan y se someten al nuevo poder porque le tienen miedo, y los nuevos jefes llegan a ser tan sospechosos y crueles como aquellos que los precedieron.

La figura del guerrillero desaparece en el fuego.

Una ráfaga de viento casi apaga las llamas, y en el humo que crece se alza ahora frente a Jesús la figura de un hombre vestido con estudiada informal elegancia, las mangas de la camisa arremangadas, y una banda multicolor cruzándole el pecho. Este le habla:

- Un gobierno democrático, que sea generoso con el pueblo, esto hay que hacer. Es preciso hacerse elegir presidente, prometiendo soluciones y mostrando seguridad. Si quieres alcanzar el poder debes conquistar el consenso, el apoyo de las multitudes, saciarles el hambre. Imagina carros colmados de pan, el pan lanzado a la masa que espera, piensa en sus aplausos y gritos de gratitud. ¡Si tú eres el Hijo de Dios puedes ordenar a las piedras que se transformen en pan!

Jesús: - ¡No sólo de pan vive el hombre!

El hombre: - Está bien, démosle también educación, salud, servicios sociales, jubilación para la vejez, subsidios de desempleo. Si controlas el poder puedes organizar todo esto a gran escala, y hacer que el Estado sea fuente de bienestar social, que satisfaga las necesidades de todos.

Jesús: - O sea, ¿el populismo? ¿Los gobernantes que ejecutan los deseos de las masas, el estado que satisface las necesidades de las multitudes, y que hace que todos dependan de la administración pública?

El hombre: - ¿Pero no es eso lo que quiere el pueblo? ¿Acaso no pide en alta voz servicios sociales eficientes que den seguridad, que mejoren la educación y la salud, que disminuyan la desocupación, que garanticen a las mujeres y hombres una tranquila vejez, alejando males mayores, la delincuencia y sobre todo la violencia y la revolución que subvierten el orden constituido?

Jesús: - Cuando los gobernantes y el estado satisfacen las necesidades de las personas, éstas se vuelven pasivas, permaneciendo en un estado de infantilismo, de espera a que otros resuelvan sus problemas. Y con ello se debilitan, como los hijos que no se liberan nunca de la tutela de los padres y permanecen toda la vida inseguros y débiles sin llegar jamás a ser gobernantes de sí mismos. Es precisamente éste el orden constituido.

El hombre: - Pero la política es una actividad necesaria y de alto valor, la ciencia y el arte de la convivencia humana. La conquista del poder - no para sí, naturalmente, sino por el bien de todos - es una gran lucha que debe conducirse con inteligencia y sagacidad.

Jesús: - El poder es en su esencia una relación social de dominación. El poder no hace libres. Tener poder es hacer que los demás realicen no su voluntad sino la de quien lo posee.

La figura del presidente desaparece en el humo.

El fuego adquiere nuevo vigor. Entre chisporroteos y centellas que saltan como fuegos artificiales comparece, haciendo piruetas en un manto reluciente de estrellitas, un joven fascinante, con los ojos maquillados, el rostro empolvado, y en la mano una varilla dorada. Dice:

- Espectáculo, para seducir y hacer que todos queden con la boca abierta, esto hay que hacer. Los hombres y las mujeres, como los viejos y los niños, no desean ser libres, no quieren actuar y hacerse cargo de su propia vida, sino soñar con los ojos abiertos. Quieren admirar a alguien que no sea como ellos, un divo, una estrella, un mago que les haga vivir en un mundo encantado. Sube un día de fiesta a la cima del Templo repleto de gente, y lánzate al vacío, y los ángeles del cielo invisiblemente te sostendrán y te harán volar delante de todos.

Jesús: - O sea ¿el culto de la personalidad? ¿Hacer de sí un ser superior, seductor, inalcanzable? ¿Y a quién conviene, y para qué sirve esto?

El joven: - Haz de ti un gran hombre de espectáculo y los tendrás en el puño, y te aplaudirán, y suspirarán tratando de tocarte, y te entrevistarán pendientes de tus labios, y todos se interesarán en los más minúsculos detalles de tu vida, y querrán conocer tus pensamientos sobre esto y aquello, y admirándote seguirán tus consejos, tu mensaje.

Jesús: - ¡Apártate de mí, bufón!

El divo desaparece en los tizones ardientes entre las cenizas.

Jesús, exhausto, se tiende en la tierra y se adormece. Y en sueños ve a su madre avanzar en el desierto, acercarse al fuego, y hacer aquello que la ha visto hacer miles de veces para llevar los carbones encendidos dentro de la casa. Se arrodilla ante el fuego, extiende un extremo de su delantal de cuero, coloca en él una capa de cenizas, y encima dispone los carbones aún encendidos cubriéndolos con más ceniza. Se levanta y mirándolo le habla dulcemente:

- Ven hijo mío, ven a la casa. No pienses tanto. Ora et labora, esto debes hacer. Deja tranquilo al mundo. Deja de estar apartado con la cabeza llena de preocupaciones que te alejan del trabajo y del deber. Ven conmigo que estoy sola desde que José fue llamado por Dios. ¡El bueno de José! Piensa en hacerte una vida tranquila y buena, normal, y Dios te bendecirá como ha bendecido a tu padre.

Jesús: - ¿Pero no sabes que debo ocuparme de las cosas de mi Padre celestial?

La madre se aleja llevando consigo los restos del fuego.

Jesús se despierta con los primeros rayos del sol. Siente mucha hambre y una gran energía. Con paso decidido se dirige hacia las aldeas y las ciudades. No tiene en la mente un plan, una estrategia de acción. Está movido por una fuerza interior que lo impulsa a sumergirse en el mundo, a escuchar a los demás, a buscar amigos, a leer los grandes libros, a observar la vida concreta de todos, y a encontrar en medio de los hombres las respuestas a aquellas preguntas que trató de identificar en la soledad del desierto.

 

Luis Razeto y Pasquale Misuraca

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