LA SALUD

LA SALUD

Jesús continúa trabajando serenamente con la comunidad de los amigos, construyendo esta vez, al margen de una metrópolis, como experto carpintero que es, una cabaña de madera para una comunidad de inmigrantes. Empuña un martillo de madera que lleva colgado al cinturón, y con clavos de manera fija un palo largo y delgado a una fuerte estructura de palos enterrados en el suelo. Tomás y Santiago lo observan admirados de su destreza, y luego se le acercan con la intención de ayudarlo y de aprender.

Mientras trabaja, Jesús se imagina que los intelectuales y los políticos estén contando a su manera el encuentro que tuvo con las masas en la montaña, diciendo que engaña al pueblo y que es un hombre peligroso para el orden establecido; y piensa que las personas que participaron en el evento estarán difundiendo entusiastamente el hecho. En efecto, mientras las noticias pasan de boca en boca, la narración se enriquece de elementos prodigiosos y maliciosos. De este modo Jesús y su comunidad se convierten en centro de interés general.

En poco tiempo se organiza una segunda oleada de peregrinos que quieren conocerlo y escucharlo. Y Jesús renueva el evento - discurso personalizador y experiencia comunitaria - con igual éxito que la primera vez.

Pero esta vez Jesús no queda entusiasmado, porque se da cuenta de que las multitudes e incluso los amigos interpretan sus actos y sus palabras de manera equivocada. En vez de difundirse el proceso de autoconsciencia y de personalización, se inicia un culto a su personalidad; y en vez de difundirse el movimiento de las comunidades autónomas y autosustentadas, se producen movimientos de masas anónimas.

Reflexionando sobre todo ello Jesús camina por las calles de la metrópolis, llena de hombres y mujeres que se agitan, que corren, entre los afiches publicitarios, los ruidos, los vehículos de todo tipo. Miles y millones de seres humanos inquietos, inestables, atraídos por los productos, movidos por pulsiones, agitados por los deseos, sedientos de diversión. Cuerpos accesoriados, armados de objetos, de máquinas, de instrumentos, que les dan una falsa seguridad. Consumidores insaciables que no pueden prescindir de nada, endeudados y obligados a experimentar la persecución imparable de dinero. Estresados por obligaciones que no logran concluir nunca a tiempo. Agredidos por miríadas de informaciones que no terminan de digerir. Seducidos por modelos televisivos que los constriñen a perder peso, tonificar los músculos, inflar los senos, aumentar los pectorales, estrechar las cinturas, endurecer las piernas, estirar la piel. Y dentro de estos cuerpos acicalados y embellecidos, el miedo de enfermedades de todas clases, verdaderas e imaginarias. Y dentro de estas armaduras de objetos potentes, mentes débiles, vacilantes, inseguras. Y más allá de la fachada de conocimientos actualizados, pensamientos descompuestos, disgregados, contradictorios. En resumen, hombres y mujeres débiles, sufrientes, inseguros, insatisfechos.

¿Y cómo, éstos, podrán construir comunidades, transformar el mundo, llegar a ser habitantes de una civilización nueva? No sirve para nada asociarlos en pequeños grupos si no cambian interiormente, si no adquieran conciencia, si no lleguan a ser libres y sanos. Y ni siquiera es posible. La creación de comunidades de hombres libres requiere ante todo alcanzar un estado básico de salud física, mental, psicológica y espiritual. Y que los participantes estén purificados de esa dolorosa voluntad de poder y de riqueza que arremete contra los demás y se retuerce contra sí mismos.

Este es el punto de partida, que consiente la formación de comunidades que satisfagan la necesidad humana de convivencia, de sociabilidad elemental. En la comunidad así formada se desenvolverá después el proceso más profundo, aprendiendo unos de otros, reforzándose mutuamente, en un camino sin término de personalización y de solidaridad consciente, de crecimiento en común.

Es preciso partir siempre de los hombres tal como son. De los hombres divididos y debilitados, y ponerlos en condición de recomponerse interiormente, y vinculados los unos con los otros, de expandir recíprocamente la propia personalidad, adquiriendo cada uno una forma de individualidad históricamente superior.

Esta no es una empresa que yo pueda cumplir entera aquí y ahora. Puedo apenas iniciar el proceso, y con actos memorables y palabras indelebles mostrar que esto se puede hacer. Aproximarse a ellos, uno a uno, liberarlos de las enfermedades y de los miedos, de la muerte en vida y del miedo de la vida y de la muerte.

Jesús llega así a la conclusión que debe iniciar una fase nueva en su acción. En primer lugar, para evitar las concentraciones de masas alrededor suyo, acentúa el carácter itinerante de la comunidad, moviéndose incesantemente, peregrinando de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad. No habla más a las masas sino que se dirige a los individuos, trabajando en profundidad más que en extensión, en lo cualitativo más que en lo cuantitativo. Reduce su exposición pública, e invita a todos a hacer lo mismo. Es ésta una estrategia de largo aliento, basada en la difusión molecular de sus propuestas.

Esta nueva estrategia toma nota realistamente también de una nueva situación: el arresto de Juan y su decapitación, que evidencian la reacción alarmada del poder, virtualmente peligrosa para la vida de los miembros de la comunidad.

Sin embargo, mientras el poder en esta fase se ha limitado a la fuerte advertencia, los intelectuales de profesión, habiendo comprendido que el poder ha decidido tener mano dura con los profetas, lo apremian de cerca, lo enfrentan en cada ocasión, convencidos de que no tendrá éxito y, en previsión de cualquier circunstancia, alejar cualquier sospecha de afinidad ideológica y simpatía personal.

Como resultado de todo ello, la comunidad comienza a agrietarse y el grupo se reduce. Los que se habían acercado a él pensando involucrarlo en la lucha política, restablecen sus relaciones anteriores y enfrían la participación en la comunidad. Los que se esperaban ser reconocidos por Jesús como sus lugartenientes y que en cambio son reprendidos, lo siguen ahora de mala gana. Los que eran los más fervorosos activistas en las misiones encomendadas por Jesús, que ya no los envía en parejas como antes, pierden entusiasmo.

*

En la tarde de un día muy caluroso en que habían comenzado a caminar al alba con la intención de alcanzar antes de la noche una ciudad, Jesús maestro de la atención nota el cansancio de los amigos, el malhumor, y los invita a detenerse y reposar a la sombra de un pequeño bosque de árboles en cuyo centro se encuentra un pozo. Todos acogen con alegría la idea y se instalan a la sombra.

Jesús se sienta en el borde del pozo, a la sombra de altos árboles, concentrado en un pensamiento, hasta que es distraído por las voces de los amigos. Estos, por turno, lanzan un balde de agua amarrado a una cuerda dentro del pozo. Compiten a quien logra llenarlo al primer golpe, ante los ojos de las mujeres que se ríen y les hacen bromas.

Cuando el juego termina y todos han calmado la sed y se han reposado, Jesús queriendo estar solo, invita a las mujeres a recoger en un bosque cercano que se levanta en los pies de la montaña, hierbas, callampas, frutas secas, y a los hombres les sugiere que capturen algunas liebres y traer algo de leña.

- Esta vez no participaré - agrega -, tengo ganas de estar solo.

Quedando consigo mismo, Jesús reza contemplando las maravillas del mundo a su alrededor: la cima ondeante de un árbol, bandadas de pájaros en vuelo, las nubes blancas navegando en el cielo azul, la luna llena en la que se recorta la figura de un asno celeste. Jesús se enciende de amor y de gratitud.

Poco después escucha un canto de mujer.

Jesús busca con los ojos la fuente del canto, y he ahí, avanza una joven samaritana que deja de cantar al verlo, se acerca en silencio con los ojos bajos, apoya en la tierra el ánfora y saca con destreza agua del pozo con el balde.

Apenas la joven ha vertido el agua del balde en el ánfora, Jesús le habla.

- ¿Me das un poco de agua?

La joven ofrece a Jesús el ánfora y Jesús bebe, sosteniéndola del cuello y levantándola con el codo.

Samaritana: -¿Cómo tú, que eres judío, me pides de beber a mí que soy samaritana?

Jesús: - Si supieras quién soy, tú me habrías pedido a mí, y yo te hubiera dado agua viva.

Samaritana: - Aquí hay solamente agua de pozo, no hay vertientes. ¿De dónde sacas entonces el agua viva?

Jesús: - El que bebe el agua de este pozo tendrá de nuevo sed, pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más. Y esta agua se convertirá en una vertiente que salpicará eternamente hacia la vida eterna.

Samaritana: - Dame de esa agua, para que no tenga más sed.

Jesús, con un relámpago en los ojos:

- Qué hermosa eres, amiga mía. Tus ojos se parecen a los de una paloma.

La samaritana, captando al vuelo la cita del Cantar de los Cantares:

- Y tu cabello es parecido a plumaje de un cuervo.

Jesús: - Tus dientes parecen un redil de ovejas recién esquiladas que acaban de bañarse.

Samaritana: - Tu cuello es como una torre construida como una fortaleza.

Jesús: Como una cinta de púrpura son tus labios, y tu boca es encantadora.

Samaritana: Magnífico es tu rostro y dulce tu voz.

Jesús: - Oh, hermosa eres tú, amiga mía. La fuente de mi jardín es una vertiente de agua viva.

En ese momento vuelve un primer grupito de los amigos, precedidos por los Andrés y Juan que levantan orgullosamente dos liebres. Pero se detienen perplejos viendo a Jesús y la mujer que se ríen, mirándose. Los amigos enmudecen. Ninguno osa preguntarle: “¿Que quieres tú con ella?”

La samaritana, viendo que se acerca el grupo de las mujeres, se coloca el ánfora sobre la cabeza y se aleja dirigiendo una última mirada a Jesús. Jesús la sigue con la vista hasta que desaparece detrás de los árboles. Se levanta y con alegría comienza a encender el fuego, dando inicio a la cena campestre bajo la luz de la luna.

A la mañana siguiente llama a Andrés y a Juan y les dice:

- ¿Debe haber una aldea cercana por esos lados - indicando la dirección que había tomado la joven samaritana. - ¿Por qué no vamos allá, antes de ir a la ciudad?

Andrés, sospechoso:

- Pero ésa será una aldea de samaritanos, según se puede entender por el vestido de la mujer de ayer...

Jesús: - Sí, precisamente, ¿no debemos hablar también con los samaritanos?

Juan: - Pero es una desviación de nuestra meta.

Jesús: - Beh, no tenemos apuro. Pienso que en esa aldea encontraremos personas y lugares interesantes. Y además, quisiera encontrar todavía a esa mujer...

Andrés: - Si es así... vayamos.

Y fue así que entraron a ese pueblo. Al centro de la plaza, una bandada de muchachos y muchachas que juegan al matrimonio: los muchachos tocan la flauta y las muchachas les bailan alrededor.

Jesús en medio de los amigos y amigas asiste divertido a la escena. Y he aquí una banda de niños que trata de acercarse a Jesús, gritando a coro: ¡El profeta! ¡El profeta!

Inmediatamente un grupito de los amigos de Jesús, como guardaespaldas organizados, se interponen entre él y los niños, haciéndolos callar y tratando de alejarlos.

Tomás: - ¡Dejen en paz al Maestro!

Nataniel: ¡No lo molesten!

Los niños se detienen, callando asustados.

Jesús ve a la joven samaritana que, atraída por los sonidos y las voces, se asoma a la puerta de su casa que da a la plaza. Ella, sorprendida por la inesperada aparición de Jesús, se levanta graciosamente un mechón de pelo que le había resbalado sobre la frente, y da un paso adelante bajando el peldaño de la casa, emocionada.

Jesús no se distrae más que un instante de lo que están haciendo los amigos con los niños, y los llama:

- Pero ¿quieren dejar en paz a estos niños que juegan?

Y después, a los niños: - ¡Vengan! ¡Vengan aquí!

Los niños, emitiendo grititos de excitación y de alegría, se acercan a Jesús, que se deja tocar y arremolina el cabello de los más chiquitos.

Después, dirigiéndose a todos en voz alta:

- Todos piensan que los niños deben imitar a los adultos, y no molestarles, y estar callados a un lado; pero yo les digo que somos nosotros adultos los que tenemos que aprender de los niños, volviendo a adquirir su libertad de espíritu, su alegría, el sentido del juego y de la amistad, la confianza en los otros, la espontaneidad, la capacidad de emocionarse ante lo inesperado. Estos niños son ya habitantes del Reino de Dios ¿y quieren echarlos?

Se aproximan un padre y una madre que tiene en brazos a su niña. Jesús le tiende las manos, toma a la niña en brazos, la estrecha a su pecho y la besa.

Jesús, a la niña:

- ¿Cómo te llaman?

La niña, después de haber mirado a la mamá y al papá y volviendo a mirar a Jesús:

- Cintia.

Jesús: - ¡Tienes el nombre de un pajarito y pías como un pajarito!

Niña: - ¿Y a ti cómo te llaman?

Jesús: - Jesús.

Un adolescente que ha dejado de tocar y se ha acercado:

- ¿Qué quiere decir Jesús?

Jesús: - Quiere decir Dios salva.

La madre de la niña, volviendo a tomarla en sus brazos:

- ¿Nos salvarás tú?

Jesús: - El Padre nuestro del cielo actúa siempre, y yo también actúo, y también ustedes actúan, para alcanzar la salvación.

Jesús dirigiéndose al adolescente: - ¿Cómo te llamas tú?

El muchacho: - Feliciano. ¿Sabes lo que quiere decir mi nombre?

Jesús: - Feliciano quiere decir feliz. Viene del latín félix, y esto viene de una lengua más antigua, y significaba fértil, fecundo, abundante. Y hoy significa gracioso, simpático, alegre, como tú.

Luego pone una mano sobre su hombro y lo lleva a la sombra de un árbol. Los muchachos y las muchachas que jugaban con él lo siguen. Jesús se sienta en la tierra, dibuja con el dedo una reja de líneas e invita al adolescente a comenzar el juego del gato. Marcan uno tras otro con el dedo en el polvo cuadrados y círculos.

Jesús juega, se divierte, se reprueba por un error que comete en el juego, pierde la partida y ríe, ríe.

Los amigos lo observan y sonríen ellos también. Todos se contagian con la risa de Jesús, excepto Judas que se rasca la cabeza.

Después Jesús se distancia del grupo y se dirige hacia la samaritana que lo ha esperado. Se saludan amistosamente, y Jesús la invita a sentarse en un banco de la plaza, donde conversan largamente.

El grupo de los amigos y amigas de Jesús se mantiene aparte, maravillados pero también un poco molestos por la libertad de espíritu de este hombre que no terminan de comprender. Sólo Juan aprueba, siente surgir también dentro de sí un deseo de libertad, y dándose coraje se acerca a una bella y agraciada joven que había visto desde que habían entrado en la plaza.

*

La comunidad se encuentra a orillas de un lago, descansando a la sombra de los árboles. Se acerca un grupo de hombres y mujeres agitados, que llevan donde Jesús un hombre sordo y mudo. Este con gestos pide a Jesús que lo cure.

Jesús, sin decir ninguna palabra, responde con gestos haciéndole entender que hará lo que le pide, pero no delante de todos. Le pone amistosamente una mano sobre la espalda y se alejan de los otros.

Poniéndose delante del sordomudo, le enseña a respirar profundamente, y a relajarse mediante ejercicios de posición. Después le palpa en torno a las orejas, las masajea largamente adentro y afuera. Busca una hierba aceitosa, la tritura, la mezcla con la propia saliva, y continúa con ella los masajes a las orejas, que extiende bajo la garganta. Después coge de un árbol dos vainas y les saca las semillas. Pone en su propia boca tres de estas semillas comenzando a moverlas con la lengua, y entrega otras al sordomudo para que lo imite.

En fin, mirándolo fijo a los ojos, le grita:

- Abre tus orejas. Escucha el viento. Y repite lo que sientas.

El hombre se concentra con todas sus fuerzas, las orejas se abren y escuchan la voz del viento.

El hombre, imitando la voz del viento, saboreando el sonido que sale de sus propios labios:

- Ohhhh...oohhoohh... - y sonríe.

Jesús: - No lo digas a nadie.

El hombre: - A nadie.

Jesús vuelve con el hombre sanado donde los otros, y dirigiéndose a todos:

- No lo digan a nadie.

El hombre: - No lo digan a nadie.

El grupo se maravilla, se acercan al sordomudo sanado, y uno de ellos le pregunta, para probarlo:

- ¡Diga cinco!

El hombre: - ¡Diga cinco!

Todos se ríen, incluido Jesús.

Otro hombre: - ¡Pero entonces es verdad que sabes sanar!

Jesús: - Estas cosas pueden hacerlas ustedes mismos, y también más grandes. Dios ha provisto la naturaleza de hierbas y de elementos que curan las diferentes enfermedades. Y las manos de cada uno de nosotros tienen una maravillosa sensibilidad. Y el hombre tiene potencias espirituales inmensas. Y la fe mueve montañas. La curación fue lograda porque le enseñé cómo hacerlo, él creyó, participó, y aprendió a escuchar y a hablar.

Jesús y los amigos hablan todavía un poco con el sordomudo y sus compañeros, después se saludan y ellos vuelven a sus casas, no ya en el estado de excitación en que habían llegado, sino que serenos, bromeando.

María Magdalena se adelanta, pone sus manos en la cintura, y dirigiéndose a los amigos dice chistosamente:

- Y estos nuestros maravillosos cuerpos, ¿no los queremos alimentar y festejar como se merecen?

Pedro: - ¡Por cierto, nosotros estamos listos! ¿Qué cosa tenemos?

María Magdalena: - Poca cosa. Pero yo pensaba en un gran almuerzo, rico, nutritivo, especial. Vayan a pescar al lago; pero no vuelvan con carpas sino con una buena docena de truchas grandes para preparar a las brasas. Aquí tenemos papas, tomates y cebollas. Y queda alguna botella de vino bueno. ¡Ya!

Jesús: - ¡Magnífica idea! Yo me encargaré del fuego.

Y comienza inmediatamente a recoger ramas secas, mientras Pedro prepara los anzuelos y parte con otros a pescar.

Apenas Jesús termina de partir y preparar las ramas, dejándolas listas para encenderlas, escucha a alguien que llama, no lejos. Se giran, miran en dirección a la voz, y ven llegar a un joven campesino y a su mujer encinta. El joven campesino explica:

- Tenemos una muchacha ciega. Supo que Jesús estaba aquí y quiere encontrarlo.

Jesús, sin dejar el trabajo:

- Tráela y veamos qué se puede hacer.

El campesino y su mujer van y vuelven tomando de la mano a la muchacha.

Jesús encarga a Marta el mando del fuego e indica a los dos campesinos que lo sigan con la ciega. Se alejan, y llegando detrás de una duna, se sienta e invita a los otros a sentarse.

Jesús observa atentamente a la muchacha, que es afectada por pequeños tics y temblores inarmónicos. Le pregunta:

- ¿Cómo te llamas?

- Gabriela.

- ¿Desde cuándo eres ciega?

- Desde hace dos años.

- ¿Y qué te sucedió hace dos años?

- Una mañana me desperté, y ya no veía más.

- ¿Y qué te ocurrió la noche anterior, Gabriela?

La muchacha calla, asaltada por una descarga de tics nerviosos. No logra hablar.

Jesús cierra los ojos, se concentra, y luego dice a la pareja de campesinos:

- Vayan allá, ustedes, y esperen a la sombra de ese árbol, y haz tenderse a tu mujer que está cansada.

Habiéndose quedado solo con la muchacha ciega:

- Gabriela, tiéndete, y escúchame. Ahora te haré un masaje en las plantas de los pies, un simple ejercicio de relajación.

La muchacha: - ¡No me toques!

Jesús: - No tengas miedo de mí.

Ella asiente, se tiende, y Jesús comienza un enérgico masaje a los pies de la muchacha, que lentamente se tranquiliza.

Jesús: - Si no quieres decírmelo, no lo digas. Pero... ¿llegó alguien aquella noche, no? - La muchacha calla. - Y te molestó...

- Sí.

- Y tú no quisiste verlo nunca más...

La muchacha se emociona, llora, y con la voz descompuesta casi grita:

- ¡Sí, y a ningún otro! ¡Quería que no me viese nadie, quería morir!

Jesús la ha escuchado atentamente y está conmovido. Toma las manos de la muchacha y comienza a cantar dulcemente:

  • Oh Señor, nuestro Dios,

¡cuán grande es tu nombre

sobre toda la tierra!

Si miro tu cielo,

obra de tus dedos,

luna y las estrellas que tú fijaste,

¿qué es el hombre para que te acuerdes de él,

y el hijo de un hombre, frágil,

para que te preocupes?

Y sin embargo lo hiciste

poco menor a los ángeles,

de gloria y de honor lo coronaste:

le diste poder

sobre las obras de tus manos,

todo lo pusiste bajo sus pies.

Oh señor, nuestro Dios,

¡cuán grande es tu nombre

por toda la tierra!”

Terminado el canto Jesús ve a la muchacha que sonríe, y le habla:

- Lo recuerdas, el color del cielo, la forma cambiante de las nubes que cuentan cuentos, el ondear del trigo cuando los primeros rayos del sol, los pájaros que juegan en las ramas de los árboles... Los verás nuevamente, están siempre alrededor tuyo y te esperan.

La muchacha respira profundamente, recuerda, y su rostro se ilumina. Le caen dos lágrimas, se refriega los ojos como tratando de limpiarlos. Jesús espera, y acariciando su frente continúa diciéndole:

- La luz del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, también tu cuerpo está entero en la luz; pero si está enfermo, también tu cuerpo está en tinieblas. Y si la luz en ti es tiniebla, ¡cuán grande será la tiniebla! Pero si tu cuerpo está entero luminoso, ¡todo estará iluminado!

La muchacha: - Aprieta fuerte mis manos, Jesús.

Jesús, apretándole las manos:

- ¿Ves algo? Mira a la derecha - y señala la dirección desde donde avanzan hacia ellos el campesino y su mujer.

La muchacha: - ¡Veo sombras que caminan!

Jesús: - Son hombres. Son tus amigos, míralos bien.

Ella se levanta, se dirige hacia ellos con pasos seguros y los abraza.

- ¡Estoy curada! ¡Estoy curada!

Jesús, a los tres:

- No se lo digan a nadie.

La muchacha, en señal de asentimiento, cierra los ojos.

*

Una tarde Jesús y los amigos llegan a una ciudad. Se esparce la voz de su llegada y comienza a reunirse a su alrededor una cierta cantidad de gente. Entre ellos un hombre llamado Zaqueo, curco y de baja estatura, del que muchos se reían por sus defectos, y que no es querido pues es el jefe de los funcionarios que cobran los impuestos y el cumplimiento de los reglamentos comerciales. Trata de ver a Jesús pero no lo logra a causa de la aglomeración que lo rodea.

Jesús se las ingenia para escurrirse del asedio de la gente, junto a tres de sus amigos más jóvenes, y sin darse cuenta se meten en un barrio popular de mala fama, en el que ni siquiera la policía se atrevía a entrar, conocido por el comercio de la droga, la práctica de la prostitución, y refugio de ladrones. Desde un pasaje lateral les llegan los gritos desgarrados de una mujer. Los jóvenes se detienen, pero Jesús se adelanta a paso rápido; los tres se resignan a seguirlo.

Observa un agrupamiento de sujetos que rodea a un hombre que arrastra, pegándole, a una mujer a la que acusa delante de todos de haberla sorprendido con un amante, y que él no está dispuesto a aguantar esa vergüenza. Por la actitud de los demás se percibe que el hombre es respetado como jefe de banda, y lo instigan diciéndole que no es la primera vez, que la mujer es conocida por su infidelidad.

Jesús se pone delante de él y le dice:

- ¡Detente!

El hombre, sorprendido, suelta a la mujer, y le replica:

- ¿Y tú quién eres? Esta mujer es mía y debo castigarla.

Se alzan voces desde el grupo:

- ¡Es verdad! ¡A esta la conocemos todos!

El jefe de banda, dirigiéndose a Jesús:

- Cierto que eres osado para entrar aquí, a mi zona, a decirme lo que no debo hacer, ¿y me hablas así estando yo rodeado de estos mis leales amigos?

Jesús lo mira a los ojos. Luego extiende las manos a la mujer, la ayuda a levantarse y la sostiene. Y con voz pausada dice al hombre:

- Mira la realidad a la cara, amigo. Estos tus valientes amigos te azuzan porque también ellos se han aprovechado de tu mujer, y quieren enmascarar el hecho de que te traicionan, ya que te tienen miedo. No son, pues, tan valientes como crees.

Jesús los mira a todos, uno a uno, y uno a uno empiezan a alejarse, callados, escondiéndose. Al quedar solos, Jesús prosigue:

- Y en cuanto a ti. ¿Eres un jefe de banda y no logras tener una mujer sino atemorizándola? Y le pegas porque quieres demostrarte a ti mismo y a los otros y a ella que eres el más fuerte, cuando eres el más débil de todos, pues tu mujer y tus amigos te traicionan. Ella parece la más débil, pero es la más fuerte porque hace lo que quiere.

Dirigiéndose luego a la mujer:

- Tú, de ahora en adelante, no peques más.

- Y tú - dirigiéndose al hombre - ¡ámala como se ama a una mujer!

Jesús y sus tres jóvenes amigos dejan al hombre y a la mujer que se miran, reconociéndose por primera vez en su verdadera realidad.

Mientras se alejan uno de los tres amigos dice a Jesús:

- Estuviste tremendo al defender a la mujer pecadora, y al mostrar a todos lo débiles que son y que se traicionan unos con otros.

Y Jesús, sonriendo: - El que de ustedes esté sin pecado, que tire la primera piedra.

Volviendo sobre sus pasos y saliendo del barrio de mala fama, y entrando ya en la calle grande de la ciudad, llena de negocios y luces, he ahí al obstinado Zaqueo que quiere conocer a toda costa a Jesús. Salta del vano de una ventana en la que se había instalado a esperarlo por todo ese tiempo y se pone delante de él.

Jesús: -¡Ah! ¿Eres tú?

Zaqueo: - ¿Me reconoces? Soy Zaqueo.

Jesús: - Cierto, te vi antes cuando tratabas de acercarte a mí. Mira, ¿por qué no nos invitas a tu casa a comer esta noche?

Zaqueo: - Me haces feliz, Jesús. Vengan.

Zaqueo abre camino a los cuatro, lleno de gozo, hasta su casa.

Al llegar le viene al encuentro un sirviente, al que dice:

- Esta noche tenemos invitado a cena a Jesús y sus amigos. Anda a invitar de mi parte al alcalde..., y también a ese profesor de sociología que vino el otro día, … ¿cómo se llama?

- Sí, sí, entendí - responde el sirviente, y parte.

La cena es servida en el jardín, bajo el ramaje de un gran árbol. La mujer de Zaqueo se da un gran trabajo para que el evento inesperado sea todo un éxito. Pero las cosas no proceden fácilmente.

Para empezar, se esparce la voz de esta cena, y una fila de conocidos que Zaqueo y su mujer no veían desde hace tiempo, comparecen casualmente en la casa. Naturalmente hay que invitarlos, y naturalmente aceptan. Se agregan sillas y se añade más carne al fuego. La espera crece. Todas las miradas apuntan a Jesús, el que sin embargo no toma la palabra y se comporta como uno de tantos, escucha interesado a Zaqueo que está frente a él, le responde en voz baja, se informa de la vida cotidiana de los comensales más próximos, deja pasar sin comentarios las voces que alaban sus obras.

En cambio, es el alcalde el que trata de ocupar el centro de la atención. Con voz estudiada se dirige a Jesús:

- Tengo un gran placer en conocerle. He escuchado hablar de Usted, y tengo una pregunta que hacerle. Mis colaboradores me han informado que Usted desarrolla sus actividades especialmente entre la gente pobre, los ignorantes. Pero Usted que es tan sabio, ¿por qué desperdicia sus originales ideas dirigiéndose a todas esas gentes que no podrán jamás comprenderlo hasta el fondo, y que no tienen influencia social ni cultural?

Interviene el sociólogo:

- Excúseme, señor Alcalde, excúseme señor Jesús, pero yo tengo la misma curiosidad. Nosotros los científicos, cuando elaboramos nuestras investigaciones profundas, la primera cosa que hacemos es someterlas al juicio de nuestros pares, para recibir sus observaciones, sus comentarios. Pensamos que sólo ellos están en condiciones de valorar la altura y profundidad que hayamos alcanzado, y buscamos con humildad confrontar nuestras conclusiones con aquellos que puedan juzgarlas con el mismo rigor analítico. Pero Usted, si no se confronta con los cultos, y se limita a hacer discursos a los simples, que naturalmente le creen y le siguen, no puede tener una prueba de la validez de sus ideas. Pero siendo Usted tan sabio, no puede temerle al juicio crítico de los hombres de ciencia.

Jesús los escucha atentamente, saborea con calma un vaso de vino, en el silencio que se ha creado, y sin dar la más mínima señal de molestia por el contenido punzante de las observaciones del alcalde y del sociólogo, responde tranquilamente:

- Antes de responderles, quisiera agradecer a Zaqueo y a su señora por habernos abierto su casa y su corazón, y por habernos ofrecido junto a estas exquisitas comidas y a este óptimo vino, la ocasión de encontrarnos aquí todos.

El Padre nuestro celestial nos hizo a todos iguales, por lo que preferiría que nos tratáramos de tú, y permítanme hacerlo. En cuanto a sus preguntas, razonemos un poco. Aquellos que ustedes llaman pobres e ignorantes, simples y sin influencia, son hombres y mujeres que Dios creó a su imagen y semejanza, y que por ello tienen inmensas capacidades intelectuales y potencialidades creativas. Es verdad, actualmente no saben y no pueden. Han llegado a ser pobres, ignorantes, sin influencia, simples. Y la razón de ello está próxima a ustedes, políticos e intelectuales, que por un lado ocupan el poder y no dejan participar a la gente en la construcción de sus propias vidas, y por el otro se apropian del conocimiento y lo exponen en lenguajes complicados que sólo los iniciados, que ustedes mismos seleccionan, puedan comprender.

Por eso me dirijo a ustedes y a ellos. A ellos porque mi misión y mi proyecto consiste en que adquieran fuerza y señorío, conocimiento y sabiduría, y superen las condiciones en que se encuentran, que vuelvan a ser imágenes de Dios, y Dios se refleje en ellos. Y me dirijo a ustedes, hombres del poder y de la ciencia, porque están devorados por la voluntad de ser inferiores a ustedes mismos, y tampoco ustedes reflejan a Dios, más bien, lo contrastan con el ansia de poder, de figuración y de riqueza, y con la exclusión de los hermanos que ustedes desprecian. Y todo esto que digo, los pobres, los simples, los ignorantes, lo comprenden, más bien lo saben antes de que lo escuchen de mí.

Yo te bendigo Padre nuestro del cielo, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y las has revelado a los pequeños.”

El alcalde mira al sociólogo como diciéndole “respóndele tú”. Este asiente y retoma la palabra:

- Usted..., tú..., veamos... aquí hay precisas distinciones que hacer. Una cosa son los buenos pobres que trabajan y respetan el orden; otra los trasgresores, los criminales, las prostitutas. La primera cosa que has hecho entrando a la ciudad - si mi información es correcta -, ¿no fue precisamente entrar en el barrio que es la vergüenza de esta ciudad? Te fue bien, no sabes lo que podría haberte pasado...

Pero es interrumpido por la entrada de una prostituta. Todos quedan helados. La mujer, con un frasco en la mano, se acerca a Jesús y se arrodilla llorando a sus pies, llora silenciosamente, las lágrimas caen sobre los pies de

Jesús, ella los seca con sus largos cabellos y los besa tiernamente. Después se levanta, abre el frasco y vierte un aceite perfumado sobre su cabeza.

Se escuchan rumores escandalizados. Interviene el alcalde dirigiéndose a Jesús:

- ¿Tú conoces la profesión de esta mujer? ¿Y te dejas tocar por ella delante de todos?

Jesús responde, mirando afectuosamente a la mujer:

- Lo que yo sé es que me ha bañado los pies con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos, y desde que entró no ha cesado de besarme, y me ha esparcido perfume. Por esto yo digo: le son perdonados sus muchos pecados, porque mucho ha amado.

Mujer, te son perdonados tus pecados.

Interviene el sociólogo:

- ¿Quién es este hombre que incluso perdona los pecados, sustituyéndose a la ley y a la justicia?

Jesús: - Yo no soy un juez. Y pienso que los hombres y las mujeres debemos perdonarnos unos a otros. ¿Qué sería el mundo sin perdón? ¡El infierno!

Judas, que ha estado todo el tiempo incómodo en esta cena de ricos, y que desatento a estos hechos que le parecen cuestiones sentimentales sigue pensando en el tema de la discusión anterior, lanza:

- ¿Pero qué es este inútil desperdicio? ¿No se podía vender este aceite perfumado y dar el dinero a los pobres?

Jesús: - ¿Por qué me repruebas? ¿Y por qué la agredes a ella? Realizó conmigo un acto de amor; hizo lo que estaba en su poder.

Interviene imprevistamente la mujer del sociólogo:

- Si eres maestro, danos una señal del cielo.

Jesús, emitiendo un profundo suspiro: - ¿¡Qué signo!? ¡Si tienen ojos y no ven, tienen oídos y no escuchan!

Algunos comensales se levantan y se van. Otros parlotean nerviosamente entre ellos. Algunas señoras manifiestan incomodidad. El alcalde llama con el dedo a un doméstico.

Los amigos de Jesús están preocupados. La situación se torna peligrosa.

Entra Andrés, se acerca a Jesús y le habla al oído:

- Tu madre y tus hermanos están afuera, quieren verte y hablarte.

Jesús no se mueve. Andrés y Pedro intercambian miradas.

Zaqueo, que sentado frente a Jesús había seguido en silencio los hechos que ocurrieron en su casa, se levanta, mira a todos, mira a Jesús, y le dirige la palabra:

- Jesús, dime qué debo hacer, y lo haré.

Jesús: - Cuando estés solo, pregúntaselo a tu corazón.

 

Luis Razeto y Pasquale Misuraca

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