LA COMUNIDAD
Algunos días después Jesús recoge castañas en un canasto al borde de un pequeño bosque cercano a su casa. Siente pasos que se acercan, se da vuelta y ve acercarse dos hombres:
- ¿Qué buscan, amigos?
El más joven, estremeciéndose:
- Somos discípulos de Juan el profeta. Nos dijo que viniéramos a encontrarte, porque eres el Maestro.
Jesús, sonriendo:
- No me llames maestro. Sólo Dios es maestro.
Los dos se miran. Sus palabras han hecho desaparecer la actitud de sumisión y los hacen sentirse más libres.
El más viejo, amistosamente:
- ¿Dónde vives?
Jesús, invitándolos:
- Vengan y lo verán.
“Fueron, pues, vieron donde vivía y se quedaron con él ese día. Eran las cuatro de la tarde”.
Al día siguiente, al despuntar el alba, los tres salen de la casa. Jesús alza los ojos, hace un gesto de saludo y complicidad hacia lo alto diciendo “¡Cuídanos!”, y con paso tranquilo y decidido parte con los dos primeros amigos a la transformación del mundo, pensando:
Sí, la primera cosa, y la más importante, es reconocer a los amigos, los que serán los compañeros de la aventura, y hacerse reconocer por ellos, y fundar una comunidad.
Andrés - éste es el nombre del más joven, que significa hombre - va a llamar a Simón, su hermano mayor, y lo invita a unirse al grupo. Lo lleva donde Jesús, que lo mira y le dice:
- Tú te llamarás Pedro, que quiere decir piedra.
Al día siguiente encuentran en el camino a Felipe, un hombre de ojos buenos, y Jesús amistosamente le dice:
- Sígueme.
Continúan caminando por un camino de campo que bordea un campo de trigo verde. Felipe recoge alegremente algunas espigas y las ofrece a los otros. Comen los granos todavía tiernos caminando, cuando Felipe reconoce a un amigo suyo, Nataniel, que lee un libro bajo una higuera. Se acerca y le dice, señalando a Jesús:
- Este es aquél del cual escribió Moisés en la ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, el hijo de José, de Nazaret.
Nataniel, escéptico, mientras se acerca a Jesús:
- ¿Puede venir algo bueno de Nazaret?
Felipe: - Ven y lo verás.
Jesús, que escuchó la franca pregunta de Nataniel y que nota su mirada directa, dice a los demás:
- He aquí un hombre que dice lo que piensa, en el cual no hay doblez.
Y Jesús, viajando con sus compañeros encuentra y reconoce y es reconocido por personas diversas, jóvenes y viejos, pobres y ricos, de inteligencia aguda y de gran corazón, mujeres de su casa y mujeres de la calle, trabajadores y funcionarios públicos, pescadores y artesanos, personas tranquilas y luchadores militantes, cultos y simples. Todos, hombres y mujeres, dejan la familia, el puesto de trabajo y la actividad que desarrollan, y llevan lo que pueden y que puede servir en la vida comunitaria.
Pero no todos los que encuentran, que invitan, que se acercan con la intención de participar en el grupo, formarán parte de él.
Una noche, después de haber terminado de comer a la intemperie y estando sentados gozando del fresco, se acerca a ellos un intelectual que se pone a escuchar a Jesús que está leyendo un texto a sus amigos:
“la Fama, de la cual no hay peste que sea más rápida,
tiene los pies veloces y las alas movidísimas,
tiene tantas plumas en el cuerpo, tantos ojos,
tantas lenguas: tantas bocas repiten, tantas orejas se enderezan.
De noche vuela entre el cielo y la tierra en la sombra,
chillando, no cierra los párpados al dulce sueño;
de día vigilante se sienta sobre un techo
o en la cima de las torres, turbando grandes ciudades:
Tenaz en narrar mentiras malignas, tanto como verdades,
llena de muchos discursos a la gente, exultando,
y canta igualmente lo cierto y lo incierto...”
(Virgilio, Eneida)
Jesús analiza extensamente el texto mostrando su belleza y esclareciendo su significado a los amigos. El joven intelectual, subyugado por lo agudo del análisis, de repente se levanta y con voz rota por la emoción se dirige a Jesús:
- ¡Maestro, te seguiré dondequiera que vayas!
Se crea un silencio. Jesús lo mira:
- No quiero que me consideren maestro.
Joven: - Eso me gusta, yo soy un crítico de los que pontifican y creen poseer la verdad. Precisamente por esto quiero todavía más seguirte.
Jesús: - No busco discípulos que sigan pasivamente mis pasos.
Joven: - ¡Justo! Yo te imitaré, seré como tú, y ¿sabes? Puedo escribir, y difundir tus palabras, y analizarlas, y hacerles comentarios filológicamente cuidadosos, y vulgarizarlas para el pueblo y también darles forma académica para los intelectuales. Te haré alcanzar un lugar de honor en los libros, y yo me contentaré con ser tu fiel intérprete. A mí me basta un puesto en las bibliotecas y un rol de profesor.
Jesús: - Muchacho, los zorros tienen sus cuevas, y los pájaros sus nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza. Soy como el castor que borra con la cola sus huellas, o como la liebre que avanza en zig-zag y vuelve sobre sus pasos de manera que los que la siguen pierdan las huellas.
Joven: - ¿El hijo del hombre? ¿No es un concepto acuñado por Daniel?
*
Otro día Jesús se encuentra en la plaza de un pueblo y recorre el mercado. Lo acompaña un grupito de jóvenes y mujeres, con los cuales se informa de los precios y escoge con alegría los frutos mejores, y conversa con los vendedores.
El dueño de un negocio, mientras con un ojo vigila la mercadería para que no se la roben los que pasan y a los trabajadores para que estén siempre ocupados, con el otro sigue los movimientos relajados y serenos de Jesús y su grupo. Y precisamente cuando Jesús se detiene delante de su mesa, se da cuenta de que un niño se mueve furtivamente echando el ojo a la manzana más hermosa. El negociante toma una varilla para darle un golpe en la mano, pero Jesús se le adelanta, toma la manzana, se la da al muchacho y entrega una moneda al hombre de negocios, sonriendo a ambos. Por un segundo el hombre de negocios imagina que abandona su vida ansiosa y triste, y le dice:
- Maestro, te seguiré. No puedo más con este trabajo. No soporto más a los productores que te venden frutas dañadas, al gobierno que te estruja con los impuestos, a los empleados que trabajan poco y te roban más que los clientes, y las cuentas que no cuadran nunca.
Jesús alza los ojos como recordando, da un paso atrás, y con gesto teatral y mirada sonriente recita:
“Qué reposada vida
la del que huye
del mundanal ruido
y sigue la escondida senda
por donde han ido
los pocos sabios
que en el mundo han sido.”
(Fray Luis de León)
El hombre de negocios, sin captar la ironía de Jesús:
- Sí, sí, ¡bravo! Te seguiré, sí, dame el tiempo para organizar mis asuntos, ordenar mis cuentas y (le muestra una caja de fondos) poner todo al resguardo. Además, algo aquí he aprendido, y te ofrezco en cambio mis competencias para ayudarte a administrar las cuentas de tu grupo, que no serán seguramente muy simples.
Jesús cambia de tono, se pone de improviso distante y frío, y le dice:
- Deja que los muertos entierren a sus muertos.
El hombre de negocios, resentido, aleja la mirada de Jesús, ordena el cajón de manzanas y en voz alta ofrece a los que pasan las “frescas y sanas” mercaderías de su negocio.
*
La comunidad se va constituyendo con hombres y mujeres que se reconocen por su libertad de espíritu y por la disposición a vivir de modo diferente a como han vivido, y en el hecho de no aceptar sumisiones y de cultivar las relaciones amistosas. Se miran a los ojos y se reconocen como personas que no siguen los caminos trillados, sino que buscan recorridos desconocidos. Para ellos el viaje no es ya, como para Ulises y los griegos, para Eneas y los troyanos, para los hebreos de la diáspora, una maldición o una fuga, sino una bendición, un modo de vida libremente escogido.
Las razones por las que dejan lo que tienen son diversas; está el que lo hace porque no soporta las reglas y costumbres imperantes, y quien lo hace porque sueña una utopía. Se reconocen porque son diversos, orientados espontáneamente en una misma dirección. Se sienten los primeros habitantes de un reino nuevo, de una ciudad nueva, de una civilización nueva. Todos se sienten atraídos por la figura de Jesús, de este hombre que no pide nada y que ofrece todo lo que tiene y que sabe.
De un modo u otro, el grupo crece hasta alcanzar un tamaño notable, unos setenta compañeros que viven juntos, viajan juntos, cada uno trabajando y haciendo lo que sabe y lo que sirve, y todos compartiendo los bienes que han llevado consigo y los que se procuran con su propio trabajo, lo que hay para comer y para beber, el techo donde cobijarse, y preocupándose los unos de los otros.
Es una comunidad activa y floreciente, al interior de la cual se dan serenamente quehacer: los pescadores consiguen el pescado, lo secan y lo cambian y venden el excedente; quien sabe de crianza lleva los animales al pasto, los ordeña, y obtiene leche y queso y carne; quien sabe recolectar encuentra colmenas, fruta, escoge hierbas comestibles; y está el que produce canastos y teje telas, el que cocina y que lava, el que lleva el agua y el que elabora tiestos, en suma una comunidad autosuficiente que se contenta con poco porque lo tiene todo.
Y Jesús enseña, cuenta sus viajes, lee libros, inventa parábolas, educando día y noche, a jóvenes y ancianos, a mujeres y hombres, para una vida libre de jerarquías y de prejuicios, plena de paz y de alegría y de conocimientos, y sobre todo de amor, amor a Dios, a la naturaleza, al mundo, a los otros, a sí mismos.
Hasta que un día, al alba, cuando todavía todos duermen, Jesús se aleja, se sube a una gran higuera y comiendo algunos frutos, que saben mejor antes de que salga el sol, reflexiona sobre lo que ha hecho, sobre la situación de la comunidad, y sobre lo que ha de hacerse en el tiempo que viene.
La comunidad está bien. Ha llegado al tamaño que podía alcanzar, y no puede continuar creciendo sin que pierda el espíritu de amistad, la espontaneidad, el conocimiento de unos con otros. Pero no se trata de complacerse en el pequeño huerto, de cultivar una pequeña comunidad cerrada y aislada. Me vuelve a la mente la imagen de Juan y de aquella noche. Transformar el mundo, crear una vida nueva, éste es el punto.
Ha llegado pues el momento de insertar esta comunidad en un proceso de largo aliento, en el gran proyecto, y hacerla actuar en las aldeas, en las ciudades, en el mundo.
Pero estas personas no son todavía suficientemente fuertes, autónomas. Tienen aún una baja autoestima, no han alcanzado el pleno desarrollo de sus propias posibilidades. Es preciso llevarlos a confrontarse con otros, aprendiendo a escucharlos y a comprenderlos y a valorarlos y a actuar con ellos, de modo que en esta relación crezcan juntos y lleguen a ser habitantes del mundo nuevo. Deberé instruirlos más profundamente, y profundizar con ellos el proyecto, la estrategia y la pedagogía.
Jesús baja de la higuera, saca del bolsillo una cortaplumas que lleva siempre consigo, corta de las ramas del árbol, con un corte seco y oblicuo en la base del pedúnculo, las hojas más hermosas y resistentes y las entreteje con rapidez y destreza, en forma de un espiral cocido por los pedúnculos preparados, hasta componer un gran canasto, elástico y firme. Lo observa, satisfecho, y lo llena de higos maduros, disponiendo cuidadosamente al fondo los más firmes y encima los más blandos, y lo lleva al campamento.
A medida que se despiertan, los amigos se acercan y se sientan junto a él, disponiéndose en círculo alrededor del canasto repleto. Cuando se ha ya juntado la mayoría, Jesús pela un higo y ofreciéndolo a un niño e invitando a todos a servirse, comienza a hablar.
- Amigos, ¿qué dicen si de ahora en adelante todas las mañanas, temprano, nos reunimos así, en asamblea, para reflexionar y discutir y decidir qué hacer?
Una mujer, Marta:
- Es una buena idea, Jesús. Debemos organizar mejor los trabajos de cada día, para hacer todo de la manera más eficiente.
Todos consienten de buena gana.
Llegan de carrera Juan y Santiago, que tomando puesto lanzan rápidas miradas a todos, esforzándose en comprender lo que está sucediendo.
Jesús, sonriendo, los encara:
- ¿Qué piensan ustedes? ¿Debemos continuar creciendo, acogiendo a otros en la comunidad, o somos ya suficientes? ¿Nos limitaremos a organizarnos internamente cada vez mejor, o entraremos en contacto con otros?
Juan y Santiago abren los ojos embarazados, sin saber qué decir.
Jesús toma dos higos del canasto y los lanza a los dos, que los agarran al vuelo.
Todos ríen. También Juan y Santiago ríen.
Vuelve a tomar la palabra Marta:
- ¡Estamos tan bien como estamos! Si continuamos creciendo, ¿cómo haremos para preparar de comer para tantos, y para encontrar el lugar para acampar? Somos ya una gran familia, vivimos bien, apartados del resto del mundo, en un feliz aislamiento.
Judas objeta:
- Al contrario, debemos continuar creciendo, hasta llegar a ser una gran masa organizada; si no, ¿qué Reino construiremos? Pero debemos saberlo hacer, porque antes o después los poderosos que nos observan sospecharán de nosotros y tratarán de destruirnos. No tenemos todavía una organización de defensa. Jesús, ¿no crees que debemos ya comenzar a crearla, para proteger a nuestras mujeres y a nuestros bienes?
María, hermana de Marta, preocupada por las palabras y la mirada ardiente de Judas:
- Si crecemos y nos organizamos fuertemente perderemos este espíritu comunitario, estas relaciones de amistad, esta libertad que tenemos entre nosotros. ¿No has entendido, Judas, por qué Jesús rechazó a ese intelectual que quería difundir y explicarle a todos lo que hacemos, y también a aquél comerciante que se ofreció para administrar nuestra vida comunitaria?
Judas: -¡Ya! A propósito, Jesús, no me gustó como alejaste a esos dos que nos habrían sido muy útiles. Pero ¿cómo? ¡Estaban dispuestos a dejarlo todo y a servirte, poniendo a nuestra disposición sus capacidades profesionales!
Pedro: - A mí ese intelectual no me gustaba. ¡Creen saberlo todo, los intelectuales! Y además, para mí, ¡cualquier cosa que haga y que diga Jesús es justa!
Jesús: - Tienen razón un poco todos, menos tú, Pedro, que no has entendido nada.
Dirigiendo la palabra a Marta:
- No podemos permanecer como una isla feliz en un mundo infeliz, porque la tristeza de los otros haría mezquina y falsa nuestra alegría. ¿Acaso se enciende una lámpara para ponerla en un sitio oculto, en un rincón escondido, o debajo de la cama? ¿No es para ponerla en el candelabro, para que los demás vean el resplandor? No hay nada de oculto en lo que hacemos, nada que no deba hacerse manifiesto, nada secreto que no deba ser conocido y salir a la luz. No se puede ocultar una ciudad situada en la cumbre de una montaña. Nosotros somos la sal de la tierra, y debemos dar sabor a la vida humana. Somos una luz para el mundo. ¿Han observado la oscuridad profunda de un bosque en la noche, que lo hace temible y confuso, y cómo después los rayos del primer sol recortan y construyen las formas de los árboles, de los arbustos, de las flores, de los animales, esculpiéndolos con la luz y con las sombras?
Judas, interrumpiéndolo:
- ¡Eso! ¡Nuestra obra debe ser conocida por todos!
Jesús, dirigiéndose a Judas:
- Verdad, pero el Reino de Dios no es como un ejército que conquista y somete a los pueblos. ¿A qué se parece el Reino de Dios? Es como un grano de mostaza, que es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra.
Dirigiéndose a Pedro, que tiene los ojos apuntando a tierra, mortificado por las palabras secas que Jesús le dijo poco antes:
- Escucha Pedro, reconozco que tus palabras estaban inspiradas en la confianza que me tienes, y que te nacen del corazón. Si te reproché es porque te olvidas que cada uno de nosotros debe siempre pensar con la propia cabeza, que la búsqueda independiente de la verdad, y la reflexión autónoma para tomar decisiones, son características de los habitantes de una civilización nueva. Tú eres un pescador que, los pescados que coges, te los comes. Pero hay peces que no son para ser comidos cuando se les captura. ¿Cómo te explico? Con una parábola.
La búsqueda de la verdad es semejante a la experiencia de aquél pescador que sabiendo de un pez grande y astuto que se esconde en la zona más profunda del lago, y que muchos han tratado de capturar sin éxito, va solo con su barca, tira la lienza, y cuando finalmente, después de una larga espera, el pez pica el anzuelo, emprende con él una lucha paciente, hasta que logra traerlo a su barca. Lo toma en sus manos por un momento, deslumbrado por su belleza, y con la alegría de haberlo visto, de haberlo vencido, y no queriéndolo muerto, lo libera del anzuelo y lo restituye a su vida en el lago, permitiendo que también otros prueban a pescarlo.
Pedro se queda pensativo, tratando de comprender hasta el fondo la narración de Jesús, que se dirige ahora a María:
- Es verdad lo que dijiste; si crecemos mucho sería necesaria una organización complicada e impersonal, o convertirnos en una institución con jerarquías, reglas y leyes, y con roles determinados para cada uno, y formada por pocos escogidos para mandar y muchos dispuestos a obedecer. Entonces sí, adiós amistad, adiós libertad, adiós igualdad. Pero, el amor y la libertad deben ser universales...
Juan, impetuoso, lo interrumpe:
- Pero ¿entonces? ¡Esta es una contradicción! No podemos expandir nuestra comunidad, y sin embargo debemos hacer que todos participen en nuestra hermandad...
Jesús reflexiona largamente, invitando a todos a reflexionar. Después dice, como pensando en voz alta:
- En uno de mis viajes conocí un árbol, chirimoya lo llaman, que solamente en rarísimas ocasiones produce un fruto por sí mismo -en verdad exquisito, amigos míos -, a menos que el cultivador experto conozca el secreto. El problema consiste en el hecho que los pétalos de sus flores están dispuestos de manera tal que impiden a los insectos fecundarlos. Es necesario, pues, que el cultivador, en el momento justo, recoja algunas flores, las ponga en un paño húmedo en el cual se abren dejando caer el polen. A la mañana siguiente el cultivador recoge el polen, y con una mano separa los pétalos de las flores del árbol y utilizando un pequeño pincel las poliniza, una a una. Así el árbol se repleta de frutos. Cada uno de estos frutos, a su vez, parece un fruto solo, pero en realidad está compuesto de muchos frutos unidos uno a otro. Sólo cuando la fecundación ha sido bien hecha la chirimoya adquiere su forma plena y perfecta.
Interviene Judas:
- ¡Es difícil ese cultivo!
Jesús: - Cierto, y nuestra obra requiere tanto o más conocimiento, pericia, paciencia y trabajo.
Juan: - Creo entender, pero explícanos mejor qué relación hay entre el trabajo del cultivador y la cuestión que nos hemos planteado.
Jesús: - Mira, las flores cerradas son las cabezas duras y los corazones endurecidos, que no producen por sí mismos fruto. Es preciso abrirlos en el momento justo, y fecundarlos de la manera justa, uno a uno. Somos nosotros los cultivadores, cultivadores de hombres, los cuales no son todos iguales como las flores de la chirimoya, sino diferentes uno de otro, cada uno con sus propias experiencias, ideas, motivaciones, sentimientos. El polen recogido por nosotros debemos llevarlo a todos. Cada uno de los así fecundados sabrá dar su propio fruto, y entre muchos constituir una comunidad, cada una en su lugar, cada una compuesta de muchos frutos reunidos en uno, como la chirimoya.
Y fue así que tomaron la decisión de completar su formación individual. Se reunían cada día, planteaban a Jesús miles de preguntas, y Jesús guiaba atenta y fraternalmente el crecimiento intelectual y moral, les fortificaba el espíritu, los habituaba al razonamiento y al diálogo.
Y cuando en fin evalúa que no es suficiente la pura formación teórica, decide hacerles tener experiencias prácticas. Y así los envía. De a dos en dos, en diversas direcciones, a cumplir aquél trabajo de polinización descrito con la parábola de la chirimoya.
Los amigos van y a todos los que encuentran les cuentan su experiencia de vida en comunidad y hablan de la figura de Jesús. Viven tantas y tantas aventuras, algunas con éxito y otras fallidas, que volviendo a la comunidad cuentan, y se convierten en materia de nuevos análisis y reflexiones.
Luis Razeto y Pasquale Misuraca
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