XXXI.
Se había imaginado, o tal vez lo había soñado, enfrentarse en una gran sala de austeras formas medievales, sentado en una austera silla de madera. ante un grupo de ancianos sacerdotes investidos de toga y birrete judiciales, que lo escudriñaban severamente detrás de gruesos lentes ópticos y oscuros desde una tarima elevada que lo obligaba a mirarlos hacia arriba. Se encontró con una realidad muy diferente. Lo recibió amablemente, en la explanada de la Casina de Pío IV, lugar de la cita, un sacerdote joven vestido sobriamente con una camisa gris y pantalones negros.
– Bienvenido, padre Anselmo. Espero que haya tenido un buen viaje desde Chile, y que Roma le esté permitiendo una grata estadía. Al menos, el tiempo ha estado bastante bueno estos días. Me presento. Soy monseñor Benito Orsini, designado por la Congregación para la Doctrina de la Fe como Procurador de Justicia en la causa que le concierne. Soy italiano, pero viví muchos años en España, de modo que conozco muy bien el castellano, que me encanta.
– Muchas gracias, monseñor. Es usted muy amable. Sí, he gozado estos tres días desde mi llegada de las maravillas de la arquitectura en esta ciudad de interminables formas.
– Prefiero que me diga padre, el mismo trato que le doy a usted. Debe saber que aquí en el Vaticano el residente de menor jerarquía es llamado monseñor, de modo que ostentar ese título no indica nada. Pero tal vez sea bueno que usted sepa que soy doctor en filosofía y en teología, que es el motivo por el que supongo que me encargaron su caso. Venga que le muestro.
Orsini condujo a Anselmo ante una fuente decorada con mosaicos y nichos con estatuas y relieves, que resaltaba en una plazoleta ovalada delante del palacio. Desde allí le hizo mirar una parte de los espaciosos y bellos jardines del Vaticano, regalándole una breve descripción de los diferentes lugares que estaban frente a ellos. Enseguida subieron por una escalinata y entraron al edificio principal de la Casina, en cuyo frontis finamente ornamentado con estucos blancos y dorados Anselmo alcanzó a leer las palabras en latín grabadas en la parte superior del muro, que indicaban que esa era, o que había sido en el pasado, la sede de la Pontificia Academia de las Ciencias. Mientras avanzaban por unos corredores tenuamente iluminados, monseñor Orsini le fue relatando algunos aspectos de la historia del palacio en que se encontraban, construido en 1558 por el Papa Pablo IV, en base a un proyecto de Pirro Ligorio, un arquitecto, pintor y anticuario italiano no muy famoso pero de buen gusto.
Llegaron a una espaciosa pero austera sala, en la que había al centro una mesa con cuatro sillas y a un costado dos sillones de cuero negro. De los muros colgaban dos notables pinturas de Federigo Barocci: la Visitación y la Anunciación.
– En sus cuadros – explicó Orsini a Anselmo que se detuvo a admirarlos – Barocci trató de conectar el reino del espíritu con la vida cotidiana de la gente. Vea usted como Santa Isabel y la Virgen María se saludan como si fueran amigas, en una forma y en un contexto que en ese tiempo podemos suponer que era habitual. Se cuenta que contemplando esta pintura San Felipe Neri alcanzó un éxtasis místico.
– ¿Estuvieron siempre aquí estas pinturas?
– No. Fueron traídas de iglesias de Roma que tienen actualmente otros usos. Usted sabe, incluso a Roma llegó la crisis que afecta a nuestra Iglesia. Pero, en fin, vamos a lo nuestro.
Se sentaron a la mesa frente a frente. Orsini explicó a Anselmo que toda la conversación quedaría registrada, razón por la cual no era necesaria la presencia de un secretario de actas.
– Además, se trata por el momento sólo de una investigación previa, que podrá conducir a una investigación canónica formal por herejía, si así lo decido después de interrogarlo sobre sus creencias y los contenidos de su predicación. En ese caso, podrá usted nombrar a un Patrono que lo defienda. ¿Le queda claro? ¿Tiene alguna pregunta que hacer antes de comenzar?
– No, monseñor. Estoy aquí para responder con la verdad de lo que pienso sobre lo que usted me interrogue.
– Las preguntas versarán, padre Anselmo, sobre las verdades fundamentales de la doctrina católica. Comencemos por lo primero. ¿Cree usted en la existencia de Dios, Creador del cielo y de la tierra y Padre nuestro celestial?
– ¡Qué pregunta tan difícil me hace usted, monseñor! Sería tan fácil responder que sí creo; pero no es tan simple. Le diré, entonces, que sí, que casi siempre creo en Dios; pero a veces me asaltan las dudas más grandes. Tuve una fuerte crisis de fe hace unos meses, cuando una peste asoló mi ciudad y murieron miles de personas sufriendo dolores inmensos. Fue realmente horrible y pensé que Dios no puede existir si es todopoderoso. ¿Cómo un Dios bondadoso y padre nuestro puede permitir sufrimientos tan atroces? Pero tuve una experiencia singular. Sentí el amor de Dios que llegaba a esa pobre gente enferma y moribunda. Lo sentí en mí y llegando a ellos ese amor a través de mí persona. Pero, además, mire usted, la verdad es que si digo que creo en Dios no sé muy bien lo que estoy afirmando. ¿En qué Dios creo? ¿Qué Dios puede existir, y qué Dios es imposible que exista? Más que creer en Dios, como conocimiento, me ocurre a veces, aunque no siempre por cierto, que siento que amo a Dios, como un sentimiento, como una emoción de lo trascendente que me produce mirar el vuelo de los pájaros, la inmensidad del firmamento, la sonrisa de un niño.
– Entonces, padre Anselmo, le preguntaré ¿en qué Dios llega a creer, y en qué Dios no puede creer?
– A ver si me explico. Hace unas semanas me tocó ir a un convento, por un retiro. En uno de los muros del comedor había pintado un gran ojo dentro de un triángulo, y abajo estaba escrito: "Mira que te mira Dios; mira que te está mirando; mira que te has de morir; mira que no sabes cuando". En ese Dios vigilante y escrutador, cuya mirada atemorizante nos lleva a pensar en la muerte y en el infierno, en ese Dios, no creo.
– Pero ¿no cree usted que Dios está en todas partes, en el cielo, en la tierra y en todo lugar? ¿Y que nos mira y nos ve, y nos juzga con justicia y misericordia?
– Depende de qué entendemos por 'estar', por 'mirar', por 'juzgar', por 'justicia', por 'misericordia'. Estas palabras tienen diferentes significados. Y todas ellas se refieren a acciones y a comportamientos nuestros, humanos. Si los aplicamos a Dios, y les damos el mismo significado que les atribuimos cuando las referimos a nosotros, resultan engañosas e incluso falsas. Yo pienso que hablamos demasiado de Dios, cuando sabemos tan poco.
– Entonces, dígame qué es la fe para usted.
– La fe, pienso yo, no consiste en creencias que afirmamos con palabras, sino en experiencias íntimas de la presencia de Dios en el mundo, en las personas, en nosotros mismos.
– ¿Y las enseñanzas de las Sagradas Escrituras? ¿No cree usted que Dios nos ha revelado en ellas las verdades divinas en las que creer? ¿Qué son, para usted, las Sagradas Escrituras?
– Pienso que los textos bíblicos son, en gran parte al menos, las experiencias de Dios tal como fueron sentidas, vividas y entendidas, por las personas que las tuvieron y que las dejaron escritas en los textos. En sus propios lenguajes, en sus contextos culturales, condicionadas por sus limitados conocimientos y su ignorancia de muchas cosas.
– ¿Por qué dice "en gran parte al menos"?
– Porque, bueno, en la biblia hay tantas cosas. Descripciones de lugares, narraciones de hechos históricos, enseñanzas de sabiduría, poesías, proclamas políticas, relatos de sueños y de visiones, biografías de personajes de diferentes cualidades y características, leyes que fueron emitidas en distintas circunstancias, consejos de vida, guerras. No es fácil discernir qué parte de ello se asocia a alguna experiencia de Dios. Aunque, también debo decirle que pienso que toda la historia y toda la vida humana constituye de algún modo, también, experiencia de Dios.
– Bien, padre Anselmo. Dejaremos hasta aquí la sesión de hoy. Están previstas tres, o tal vez cuatro sesiones. La segunda la tendremos aquí mismo, a la misma hora, pasado mañana.
Monseñor Orsini se levantó y extendió la mano a Anselmo.
– Fue un gusto conocerlo, padre.
– Muchas gracias, monseñor. También para mí ha sido muy grato el interrogatorio. Le confieso que esperaba algo muchísimo peor. ¿Puedo hacerle ahora yo una pregunta?
– Diga, usted.
– ¿Puedo saber quién presentó la denuncia contra mí?
– No, padre Anselmo. Eso no puedo decirlo. Ni puedo tampoco informarle a qué aspectos de la doctrina se refieren las acusaciones que le hacen. Lo siento, pero es mi deber asegurar la privacidad del denunciante, como lo es también asegurarle a usted la debida presunción de inocencia.
– Bien. Le agradezco mucho. El jueves estaré nuevamente por aquí, monseñor.
– Hasta el jueves, pues.
* * *
La llegada del padre Hernando Kádenas a Roma fue diferente a la de Anselmo. Mientras éste tuvo que arreglárselas solo y trasladarse por su cuenta al hostal donde le habían reservado habitación, fuera de la Ciudad del Vaticano, a Kádenas lo esperaba una persona con un cartelito con su nombre a la salida del aeropuerto, siendo conducido en automóvil al interior del Vaticano. Allí fue instalado en una casa especialmente praparada para recibir y atender a sacerdotes visitantes o que hubieran sido convocados por un Dicasterio Pontificio para alguna misión especial. La habitación que le asignaron era austera, más pequeña y bastante menos cómoda que su pieza en la casa parroquial de la Basílica de La Reina.
Con un rápido recorrido de la vista Kádenas observó todo lo que la Iglesia había previsto para su estadía en la Santa Sede: una antigua cama de esas antiguas con respaldo, cabezal y piecera de bronce, terminados en bolas del mismo metal, largueros de hierro, somier de malla, un colchón de lana de dos cuerpos, sábanas blancas, frazadas grises, una colcha floreada y dos almohadas mullidas modernas. Del muro por encima del cabezal colgaba un crucifijo de metal y al frente la imagen de la Virgen de Guadalupe enmarcada en madera. Completaban el mobiliario de la pieza un velador provisto de una lámpara, un escritorio antiguo de tres cajones, en cuya cubierta identificó un Nuevo Testamento y un Breviario negro en latín. Había también un reclinatorio de madera no tapizado que imaginó que arrodillarse en él resultaría bastante incómodo.
La mañana siguiente a su llegada se presentó ante él Luigi Ambrosecchia, un sacerdote alto y muy grueso de panza, completamente calvo, y que sin embargo se veía imponente y solemne con su sotana y la ancha faja morada que circundaba su cintura, señal ésta de que no se trataba de un monseñor cualquiera sino de alguien con algún nivel de reconocida jerarquía.
– Me han propuesto para ejercer como su Patrono en la causa que lo afecta, padre Kádenas. Tal como establece el Derecho Canónico, usted puede aceptar o solicitar otro sacerdote de su confianza para que lo defienda. Pero le aseguro que ejerzo este oficio desde hace años, y sé defender convenientemente y de manera especial a los sacerdotes acusados falsamente, con maldad y maledicencia, con demasiada frecuencia en nuestra Iglesia. Por cierto, no le puedo asegurar el resultado del juicio pues desconozco los antecedentes de la acusación en su contra, los cuales me serán entregados solamente en el caso de que usted me designe como su Patrono.
– Estoy muy complacido de conocerlo, monseñor Ambrosecchia. Mi amigo el Nuncio Apostólico en Chile me habló de usted, asegurándome que mi causa recaería en las mejores manos.
– Pues, se lo agradezco mucho, padre Kádenas. Entonces, sólo tiene que firmar este documento y procederé a defenderlo como corresponde a un sacerdote tan digno y reconocido como es usted.
– Muchas gracias a usted, monseñor. ¿Puedo saber cuándo seré llamado a declarar, y qué debo hacer?
– Veo, padre Kádenas, que usted no está muy interiorizado en los protocolos de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Por cierto, no tendría por qué estarlo, y en todo caso su ignorancia de estos procedimientos habla muy bien de usted. Sé por experiencia que son los culpables los que se informan cuidadosamente de los protocolos para aprovechar los resquicios de la ley. El hecho es que en este tipo de acusaciones no hay declaración ni interrogatorio, excepto en casos excepcionales que corresponde al Procurador de Justicia determinar. Tampoco hay, por cierto, declaración ni interrogatorio a los denunciantes. Todo el juicio se basa en la documentación que se haga llegar por escrito, de las pruebas que los acusadores hayan presentado. Pero le debo decir, padre Kádenas, que es muy raro, en realidad excepcional, que se le haya hecho venir personalmente. Una vez que tenga en mis manos los antecedentes del caso, y en cualquier momento en que se desarrolle el juicio canónico, vendré personalmente a conversar con usted. ¿Tiene alguna otra pregunta?
Hernando Kádenas lo pensó un momento. Luego dijo:
– ¿Puedo moverme libremente en el Vaticano? ¿Y visitar la ciudad de Roma, que me fascina.
– Por supuesto. Rige plenamente la presunción de inocencia. Naturalmente que hay sectores de la Ciudad del Vaticano que son reservados y que no están abiertos a los visitantes.
– Lo comprendo, por cierto. Quisiera saber dónde puedo celebrar la Santa Misa. Mi costumbre es celebrarla diariamente muy temprano en la mañana.
– Eso está muy bien, y no presenta problemas. Pero debe consultar directamente al Arcipreste de la Basílica de San Pedro, o a cualquiera de los sacerdotes que lo secundan en las actividades litúrgicas. Y a propósito, si me permite una recomendación personal, le aconsejo a usted que salga lo menos posible de la Ciudad del Vaticano y que mantenga permanentemente un comportamiento piadoso, austero y litúrgico. Tenga en cuenta que también aquí hay estricta vigilancia y abundante maledicencia.
– Lo comprendo, monseñor, y agradezco lo que me dice, aunque para mí el comportamiento que me recomienda no tiene nada de particular, porque la piedad y la exactitud en la liturgia son lo que siempre he entendido que corresponde a un humilde sacerdote.
– Muy bien. Antes de retirarme ¿desea usted, padre Kádenas, informarme sobre algo que considere conveniente que yo sepa? ¿Algo que declarar o que yo deba saber?
Hernando Kádenas lo pensó un momento. Luego dijo:
– Nada que se me ocurra de momento.
– Bien. En todo caso, conversaremos nuevamente cuando me informe de los detalles del caso. ¡Arrivederci!
– ¡Arrivederci!
Luigi Ambrosecchia se retiró, tan solemnemente como había llegado, dejando a Hernando Kádenas pensativo. ¿Por qué me hicieron venir? ¿Será por la acusación que presenté contra el padre Anselmo? Es extraño que Ambrosecchia no la mencionara. ¿Debí haberle informado?
* * *
Raimundo Cuevas, el abogado que llevaba la causa ante los Tribunales contra Hernando Kádenas estaba preocupado. El Fiscal al que fue asignada la denuncia había solicitado más antecedentes que justificaran abrir un procedimiento de investigación, pues los elementos presentados eran claramente insuficientes. El hecho denunciado por Alejandro Donoso había ocurrido hacía más de diez años, y en consecuencia aquél delito estaba prescrito; y en lo referente a supuestos hechos recientes, no se habían proporcionado elementos de prueba sino apenas indicios indirectos y sospechas subjetivas. Con tales antecedentes no era posible configurar una causa que tuviera un mínimo de posibilidades de justificar una acusación sostenible, menos aún tratándose de un prominente y reconocido sacerdote que gozaba de elevado prestigio social.
– Veo solamente dos cursos de acción posibles. – Explicó Raimundo Cuevas a Alejandro. – La primera, que sería decisiva, es conseguir que los padres del menor Gerardo Correa decidan hacerse parte de la acusación, o al menos, permitir a su hijo que testifique. La primera dificultad que hay que superar es conseguir localizar al muchacho y a su familia. Y después, obtener el consentimiento de sus padres, lo que suele ser extremadamente difícil en estos casos, pues ningún padre quiere ver a un hijo expuesto a situaciones que les podrían afectar en su estado psicológico, en sus relaciones sociales y en su futuro.
– Sabemos cómo encontrar al muchacho – aseveró Alejandro. – De hecho, hace unos días lo vimos y estuvimos a un paso de hablar con él. Lo buscamos porque el Toño nos hizo ver su preocupación por lo que podría estarle sucediendo a su amigo si las cosas se mantenían sin cambios.
– Perfecto. Entonces, debemos proceder a hablar con ellos y tratar de convencerlos de que participen en la causa.
– De acuerdo. Sabemos que los sábados en la mañana Gerardo asiste a una reunión de jóvenes en la Basílica de La Reina, en Santiago, y que los domingos oficia de monaguillo.
– Bien, debemos prepararnos bien si queremos tener éxito.
– De acuerdo. Me decías que son dos los posibles cursos de acción. ¿Cuál es el otro?
– El otro es para una situación desesperada, e implica riesgos. Filtrar el asunto a los medios. La opinión pública es muy sensible a los casos de abuso sexual a menores, y podría ello motivar que alguna otra persona, afectada por algo similar que pudiera haberle sucedido, se sume a la denuncia. Es muy probable que el abuso sexual de este individuo contra menores bajo su dirección espiritual constituya un patrón de conducta que se haya manifestado más de una vez en los últimos diez años. La pedofilia suele ser un comportamiento recurrente en ciertos individuos.
– ¿Por qué dices que es un recurso desesperado? A mi me parece que es enteramente razonable hacer esto.
– Es que los riesgos son muy altos. Una denuncia pública de este tipo, sin elementos de prueba, implica seguramente una contra demanda por difamación, que es muy grave. Y si es realizada en forma anónima, ningún medio se arriesgaría a publicarla. Además, aunque la Iglesia Católica experimenta desde hace años una gran crisis, todavía mantiene algún poder e influencias políticas. La única posibilidad sería interesar a algún medio para que realice una investigación periodística independiente.
– Mmm. Podemos pensar en algo. Pero comencemos con lo primero.
El abogado miró su agenda en el IAI y preguntó:
– ¿Estarías dispuesto a acompañarme a Santiago el sábado?
– Por supuesto. Tal vez convendría que fuera también el Toño, si bien no me gusta que se involucre mucho en este asunto.
– No me parece indispensable, pues lo que debemos conseguir es hablar con sus padres.
– Pero es seguro que ellos no tienen la menor idea de lo que le está sucediendo a su hijo. Y éste no querrá reconocerlo. Si no lo ha hecho con nadie, menos querrá hablar con dos desconocidos. Quizás se atreva a confiarse con el Toño.
– La decisión es suya, Alejandro. Yo no puedo opinar.
– Lo conversaré con Antonella y con el Toño, y le cuento lo que decidamos. Lo que ya está claro es que el sábado estaremos en Santiago usted y yo.
* * *
El padre Anselmo llegó a la Casina Pío IV veinte minutos antes de la hora fijada para comparecer ante monseñor Orsini. Se entretuvo mirando las figuras representadas en los mosaicos de piedras que ornamentaban los muros exteriores. Se le ocurrió pensar que el verano próximo, cuando regresara a los trabajos de mantención de la cuenca en la Reserva de la Biósfera, recogería piedrecitas de múltiples colores a orillas del río, como las que había visto el año anterior, para hacer con ellas algún bonito adorno en el muro exterior de la iglesia de El Romero. Siempre que no me suspendan y que regrese a la parroquia después de este juicio.
Benito Orsini llegó puntualmengte y fueron a sentarse donde mismo la vez anterior, y en el mismo tono amable pero serio y riguroso, sin mayor preámbulo, comenzó el interrogatorio.
– En este segundo encuentro, padre Anselmo, le preguntaré por la experiencia central del cristianismo, que no es otra, como bien sabemos, que la persona de Nuestro Señor Jesucristo. San Pablo dejó escrito "Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe". ¿Cree usted que Cristo resucitó después de su muerte en la cruz? ¿Y que ascendió a los cielos, y permanece junto al Padre? ¿Quién es, para usted, Jesucristo?
Anselmo lo pensó antes de responder. Las preguntas eran varias, las mismas que él se había formulado tantas veces en su vida, y sobre las cuáles no tenía actualmente demasiadas claridades. Pero debía responder diciendo con la mayor honestidad posible lo que pensaba.
– Jesús de Nazareth, el Hijo del Hombre, como se hacía llamar. Tenemos los Evangelios, que nos narran partes de su vida y de sus enseñanzas, escritos alrededor de un siglo después de su muerte, en base a los recuerdos que trasmitieron oralmente los hombres y mujeres bastante rudos e incultos que vivieron con él durante unos años, y que escucharon y entendieron parte de sus enseñanzas. Algunos dicen que los evangelistas idealizaron a Jesús y su mensaje al exponerlo e interpretarlo. Tiendo yo a pensar más bien lo contrario, que Jesús era más santo, más sabio, más profundo y más espiritual y místico que como lo muestran los discípulos. Lo pienso así porque he comprobado, estudiando la historia de la filosofía y del pensamiento, que los grandes pensadores, y en general los más grandes hombres y mujeres que han realizado obras notables en filosofía, arte o literatura, en sus propias obras, las que escribieron o realizaron directamente, son muy superiores a lo que pueden comprender, reproducir e interpretar sus discípulos, imitadores, copistas e intérpretes. Las mentes y conciencias inferiores no son capaces de asimilar y comprender enteramente lo que las conciencias y espíritus superiores conciben y realizan. Piense usted, por ejemplo, en estos dos cuadros originales de Federigo Barocci que aquí vemos. Ninguna copia o reproducción hecha después, por perfecta que sea la técnica y el arte del que la realice, alcanzará la altura del original, ni llegará a suscitar la emoción espiritual que ellas pueden despertar en nosotros. ¿Cree usted que San Felipe Neri hubiera tenido la sublime experiencia mística que tuvo frente a La Visitación, si hubiera mirado una reproducción mediocre del cuadro? Y nosotros, incluso después de veinte siglos, todavía descubrimos cosas nuevas, sabidurías que han permanecido ocultas tanto tiempo, leyendo los Evangelios, obra tan indirecta de las enseñanzas de Jesús, recopiladas por personas no muy cultas. Entonces, si debo decir algo sobre Jesús, lo primero será afirmar que fue un hombre sublime, e inclinarme ante un espíritu maravilloso, inmensamente superior a nosotros. Y sin embargo, en la sencillez de su vida y de sus enseñanzas, la verdad es que lo siento tan cercano, tan humano, tan hermano.
– Es muy interesante lo que dice usted, padre Anselmo. No lo había pensado. Pero, en cuanto a la doctrina, lo que importa es si cree usted que Cristo es, además de ser Hijo del Hombre, también el Hijo de Dios.
– Nunca dice Jesús, siempre según los Evangelios, que él fuera Dios. Pero al llamar "padre" a Dios, es que se siente hijo de Dios, y nos invitó a que nosotros también lo llamemos "padre" y que nos sintamos hijos de Dios.
– ¿Eso es todo lo que me puede decir sobre la pregunta?
– Algo más. En los Evangelios Jesús dice: "Lo que aprendí del Padre, eso enseño". Si dijo eso, tiene que haber tenido experiencias místicas, experiencias de unión con Dios. Creo, y ahora digo creo, porque me baso en lo que narran muchos místicos y no en mi experiencia o en mis razonamientos, que el ser humano puede unirse y hacerse uno con Dios. Es todo lo que puedo decir. Los teólogos, para hablar de la divinidad de Cristo, hablan de "unión hipostática", una expresión tan abstracta y singular que no llego a comprender.
– Está bien, padre Anselmo; pero la cuestión decisiva se refiere a la Resurrección. ¿Resucitó Cristo, después de morir? ¿Ascendió a los cielos?
– ¿Qué es resucitar? ¿Qué es ascender a los cielos? Mire, monseñor, respecto de la muerte y de lo que hay más allá, estamos ante un misterio. Lo que llego a pensar es que la unión espiritual con Dios garantiza vida espiritual, no sujeta al tiempo, y por tanto, eterna como eterno es Dios. ¿Cómo podría Dios, que es amor, dejar que desaparezca alguien que lo amó y vivió en unión de amor con él? O sea, si me apura para que le de una respuesta más directa, sí, pienso que Jesús vive, en unión con Dios. Una vida que tal vez podamos también nosotros alcanzar, si llegamos a unirnos a Dios, y a quienes están unidos a él, como Jesús, que nos muestran y nos abren un camino. Es en ése sentido que puedo decir que Jesús es también un salvador de la muerte. Ahora, si me pregunta usted si en alguna parte está vivo el cuerpo físico de Jesús, con sus huesos, músculos, estómago, pene, corazón y cerebro, pues, perdóneme usted, pero no tiene sentido alguno. Lo que vive es el espíritu de Jesús, y con su espíritu, quizás su humanidad entera, subsumida e integrada en su espíritu.
– ¿Existe, según usted, el infierno?
– ¿Un lugar donde los malos se queman eternamente? Pero, monseñor, eso no puede ser sino una metáfora, una alegoría. Lo contrario de la vida eterna con Dios no es el infierno eterno, sino la muerte. Los que no alcancen vida espiritual, mueren, y de ellos quedan las cenizas, los recuerdos, las obras que hayan realizado. Debemos esforzarnos, monseñor, si deseamos vida eterna. Nunca dice el Evangelio que se obtiene así no más.
– Entiendo lo que dice, padre Anselmo. No significa que esté de acuerdo con usted, ni que sea esa la doctrina católica. Pero, en fin, dejemos hasta aquí por hoy. Nuestra próxima sesión está programada para el martes a la misma hora.
– Pues, hasta el martes, monseñor.
Al salir del palacio y asomarse a la balaustrada de la Casina Pío IV para mirar los jardines, Anselmo vio a lo lejos un hombre de negro pasearse pausada y solemnemente, leyendo un libro igualmente negro. Reconoció al padre Kádenas que a la vista de quien quisiera observarlo recitaba el Breviario. ¿Cómo será el juicio que está enfrentando? ¿Será interrogado tan amablemente como Orsini lo hace conmigo? ¿Responderá Kádenas con la verdad? ¿O una denuncia por pedofilia sigue un cauce distinto? ¿Cómo saberlo?
Más tarde, mientras se encantaba mirando y sintiendo la alegría que emanaba de la Fontana de Trevi, sintió vibrar en su bolsillo el IAI. Lo abrió y escuchó la voz cálida y dulce de Vanessa.
– Anselmo ¿qué tal todo por allá?
– Hola Vanessa. Todo bien, muy bien, aquí me encuentras descubriendo y admirando lugares maravillosos de Roma. Aquí todo es muy bello. ¿Tú cómo estás?
– Contenta, en Hidalguía, saliendo de la piscina. Espera, tengo una idea. Espera.
Dos minutos después Anselmo vio aparecer en la pequeña pantalla la imagen de Vanessa que al borde de la piscina, espléndida con un pequeñísimo bikini del color exacto de sus labios, le sonreía alegremente, lo saludaba agitando las manos en alto y terminaba lanzándole un beso.
– Eso para que no olvides que eres de acá y que te esperamos, pase lo que pase contigo allá. Pero dime una cosa. ¿Has visto en toda Roma alguna chica tan bella como yo?
– La verdad que no, Vanessa. Claro que aquí hace harto frío y andan todas muy cubiertas y abrigadas.
– Mmm! Ahora tú. Te toca mandarme un video. Quiero verte en esa fontana.
– Uy! No sé como se usa este aparato.
– Dile a cualquiera que pase por ahí que te grabe y que me mande el video ¿ya?
No tardó mucho que Vanessa pudo ver a Anselmo de pie junto a la fontana, sonriendo, agitando los brazos y mandándole un beso, imitando los gestos que había hecho ella para él ante la piscina.
Conversaron largo rato. Vanessa quiso saber todo lo que Anselmo había hecho y conocido en Roma y en el Vaticano, y Anselmo le preguntó a ella por su marido Linconao y por la pequeña Mailén, por el Toño, por Antonella y por Alejandro.
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