Compartir lo que se tiene en abundancia, y estar dispuestos a regalar cuanto exceda lo que nos sirve para satisfacer nuestras necesidades y para realizar los proyectos personales o colectivos que queramos emprender. Pero estar atentos y analizar cuidadosamente a quiénes damos nuestras energías y nuestros recursos, nuestro tiempo y nuestro dinero. Es conveniente también exigir que se aproveche saludablemente lo donado o compartido. Y no hay que temer pedir, a cambio de lo que se entrega, un adecuado y correspondiente retorno, pues mejor relación entre las personas es la reciprocidad que la donación unidireccional.
Todos hemos escuchado infinidad de veces llamados e invitaciones a compartir, a desprenderse de lo que se posee y a regalar con generosidad, para atender las necesidades de quienes no pueden satisfacerlas con sus propios medios. Se insiste mucho en que debemos donar especialmente a los pobres e indigentes, lo cual sería un deber de caridad y de solidaridad humana básica. Se sostiene que actuar de ese modo es la mejor demostración de la ética superior que evidencian las personas, y que tal comportamiento merece nuestra más elevada admiración. Suele suceder también que después de regalar a los necesitados, los donantes se sientan complacidos y tranquilos en su conciencia por haber sido generosos.
Pues bien, en relación con este tema de las donaciones, la actitud metodológica que recomendamos es más compleja que todo aquello, pues demasiado a menudo las donaciones ocultan graves errores y daños morales, tanto para los donantes como para los beneficiarios. Compartir, donar y ser generosos es una actitud destacable y un comportamiento positivo, que hace grandes a las personas que lo ejercitan; pero hacerlo de un modo que sea realmente bueno no es algo simple, y requiere un atento y cuidadoso análisis de cada circunstancia y caso en que nos veamos llamados a ofrecer gratuitamente nuestros bienes y recursos.
Lo que ha de guiar las donaciones no es el sentimiento de piedad o compasión que se despierta ante el dolor y el mal que sufren personas que encontramos en el camino. Sentir el dolor ajeno como propio es expresión de auténtica fraternidad humana y da sentido a la misericordia generosa, especialmente cuando el dolor, el sufrimiento y la pobreza son vividos con dignidad. Pero la pura compasión no es una guía ni suficiente ni adecuada, porque a menudo se hace ostentación de la miseria para exigir donaciones, escondiendo tras la miseria ostentada y exigente el engaño y el vicio acumulado durante años de vida licenciosa, egoísta e inútil. Lamentablemente el chantaje emocional suele tener éxito, envileciendo cada vez más a quienes lo practican, y en cada ocasión en que lo ejercitan.
Nuestras donaciones y la generosidad deben estar guiadas inteligentemente por el deseo de aportar al más elevado bien del hombre y de la humanidad. “Porque -como escribe Saint-Exupéry- he visto extraviarse la piedad con demasiada frecuencia, y (...) hemos aprendido a sondar el corazón de los hombres y a otorgar nuestra solicitud sólo al sujeto digno de atención. Y niego esta piedad a las heridas ostentosas que atormentan el corazón de las mujeres”. Y porque - como señala Dante Alighieri - “dar en provecho de un individuo es un bien; mas dar en provecho de muchos es un bien mayor, en cuanto esta forma de donar toma semejanza de los beneficios de Dios, que es el bienhechor universal por excelencia”. Y porque, como afirma aún más duramente Jesús de Nazareth, “al que tiene se le dará, y al que no tiene, lo poco que tiene le será quitado”.
Me hago acompañar en esta reflexión por estos sublimes maestros de humanidad que cito, porque lo que sostengo como conveniente actitud metodológica contradice la creencia infinidad de veces predicada -hasta el punto de convertirse en opinión de sentido común- por quienes desde siempre vienen ensalzando la caridad ciega hacia los pobres como la más alta virtud del ser humano, cuando en los hechos, ellos mismos que predican son verdaderos culpables de que la pobreza se mantenga y se reproduzca, sabiendo ellos muy bien que la limosna no ha llevado a ningún pobre a superar su condición, mientras que con ella más bien se extiende el círculo de los mendicantes que se convierten en clientes de los que mantienen (y se sostienen en) tales obras caritativas.
Lo recomendable, lo que constituye efectivamente la más alta cualidad y virtud que enriquece y honra a una persona, es indudablemente el amor, la generosidad, la capacidad de darse y de dar, la disposición a ofrecer gratuitamente lo más que nos sea posible, para beneficio de la humanidad y del mundo. Pero precisamente esto, implica que en la misma donación y en la propia generosidad, en la decisión y en el acto mismo de amar y de donar, hay que aplicar la mayor inteligencia y conocimiento pertinente. Esto, dicho de modo más concreto y práctico, significa que hay que buscar en la ecuación que maximiza y optimiza las donaciones, que éstas sean las mayores posibles en cantidad y las mejores en la calidad de lo que se ofrece, y al mismo tiempo que el beneficio que se genere con lo que se regala sea también el máximo y el óptimo.
Ello implica buscar siempre el mejor uso de los recursos que uno tenga, y evitar la falsa generosidad que despilfarra recursos valiosos poniéndolos en manos de quienes no los sabrán aprovechar. Lo dijo hermosamente Dante: “La virtud debe llevar las cosas cada vez a mejor. Así como sería obra vituperable hacer un azadón de una hermosa espada o hacer una alcuza de una hermosa cítara, del mismo modo es vituperable quitar una cosa de un lugar donde sea útil y llevarla adonde sea menos útil. De aquí que para que sea laudable el mudar las cosas, conviene siempre que sea a mejor, lo que lo hace ser sobremanera laudable; y esto no puede hacerlo la dádiva, si al transferirse lo que se dona no se hace más valioso; ni puede hacerse más valioso, si no le es más útil su uso al que lo recibe que al que lo da.”
La verdadera y más profunda solidaridad implica pensar universalmente, atendiendo a lo que nos parezca en cada caso que sea lo mejor para la humanidad o el bien común. Pero esto no significa hacer de la donación algo abstracto, o que se ofrece ‘al mundo’ en general o de manera impersonal. Los bienes, sean materiales, intelectuales, morales o espirituales, son activos y operantes por la actividad de las personas que los emplean en la realización de las obras y de los proyectos que con ellos emprenden y realizan. Por esto es importante pensar, en cada caso, qué es lo que se ofrece y regala, y a quién o a quienes se le entrega.
Y en tal discernimiento es natural y conforme a la razón comenzar por uno mismo, seguir por los cercanos, e ir ampliando progresivamente el campo de los sujetos a quienes aportar y favorecer con nuestros recursos, siempre pensando en encontrar para éstos el mejor uso posible en orden al mayor beneficio general.
Partir de uno mismo, significa crecer y perfeccionarnos para que nuestra contribución a los demás, a la sociedad y al mundo, sean los más amplios y los mejores posibles. Tal desarrollo personal necesita recursos, y en tal sentido lo que hagamos con nuestro dinero, tiempo y recursos en función de nuestro propio perfeccionamiento, orientado conforme a criterios éticos y de bien, constituye una contribución a la sociedad y al mundo. Significa esto, en concreto, que no debemos donar aquello que nosotros mismos podamos emplear con adecuada eficiencia y generando reales beneficios para la sociedad. Es imprescindible, justo y solidario, destinar recursos, tiempo y medios al propio estudio, al aprendizaje y a la expansión del conocimiento; al desarrollo personal y a la extensión de nuestras relaciones de convivialidad; a la realización de actividades recreativas que nos hagan personas más alegres y felices.
Pero actuar en orden al bien común nos implicará también dejar de utilizar dineros y recursos nuestros en usos y consumos que no nos generan adecuado desarrollo y perfeccionamiento efectivo, y así liberarlos y obligarnos a nosotros mismos a ponerlos a disposición de otros que puedan darles mejor utilidad. Esto probablemente nos llevará a dejar de efectuar variados gastos que a menudo realizamos por imitación, egoísmo y espíritu consumista. Examinar cada uno, y decidir en consecuencia, cuáles y cuántos hábitos de consumo, empleos del tiempo y uso de recursos y capacidades propias, convendría cambiar y reorientar, cuáles otros reforzar y proveer convenientemente en orden a fortalecer nuestra propia autonomía, creatividad y solidaridad, y cuáles y cuántos recursos propios destinar al desarrollo de iniciativas, actividades y proyectos que sabemos que otros realizan con elevados valores éticos y propósitos de bien universal.
Si realizamos tal discernimiento con honestidad y responsabilidad es muy probable que nuestras donaciones a terceros se incrementen significativamente, multiplicándose los beneficios y la utilidad que nuestros recursos y capacidades presten al bien de nuestros hermanos y de toda la humanidad.
Otro aspecto importante a considerar en las donaciones es el modo de realizarlas, pues es sabido que uno de los problemas inherentes a muchas de ellas es que generan dependencia en quienes las reciben. El problema no se presenta cuando los receptores de las donaciones son personas o entidades sociales emprendedoras y autónomas, a las que con nuestros aportes reforzamos y potenciamos. Pero cuando se hacen donaciones que benefician a personas carentes y necesitadas de ser sostenidos externamente para subsistir (niños, ancianos, desvalidos), hay que saber cómo realizarlas para que sean de provecho. Pues bien sabemos que las donaciones de beneficencia pueden agravar la situación de los beneficiarios al generar dependencia e implicar la humillación que siempre acompaña a la limosna.
Por eso es importante, al efectuar donaciones de beneficencia básica, acompañarlas de alguna exigencia al beneficiario respecto al uso que deba hacer de lo que se le entrega, ayudándolo a discernir lo que le conviene y lo que puede servirle para salir de su precariedad.
En este mismo sentido hay que tener presente que es mejor la reciprocidad que la pura donación, porque la reciprocidad implica apreciar al receptor y ponerse con él en condiciones de igualdad, que es lo que justifica esperar del otro una acción consecuente, alguna retribución; lo cual implica además, reconocer y atribuir, por parte de ambos, el justo valor a lo que se ofrece y a lo que se recibe. Y no hay tampoco que temer cobrar el justo valor de lo que se oferta, porque en el intercambio entre iguales, cuando lo que se entrega tiene un valor mayor que lo que se solicita a cambio, igualmente se constituye y efectúa una generosa e inteligente donación.