Comunicar, promover, difundir los conocimientos y creaciones que hayamos elaborado, o que hayamos descubierto o encontrado, y que habiéndonos sido útiles y valiosos para nuestro propio desarrollo y perfeccionamiento, nos parezca que puedan también servir y ser útiles para el desarrollo de otros. Pero es necesario ser atenta y cuidadosamente selectivos, y suficientemente autocríticos de las propias ideas y apreciaciones, para no exceder en la comunicación y difusión de mensajes y obras de contenido discutible o de valor insuficiente, que ya sobreabundan en los medios, en las redes y en las comunicaciones actuales.
Cuando desarrollemos una idea, o elaboremos una obra, o recibamos un mensaje, y estemos seguros de su valor y utilidad, no dudemos en difundirlos y ponerlos a disposición de quienes puedan obtener beneficio y provecho de ellos. No se enciende una luz para ponerla bajo la cama sino para que alumbre e ilumine nuestro caminar. Especialmente en nuestro mundo contemporáneo donde hay tanta confusión y desorientación, comunicar lo que clarifica y orienta, cualquiera sea su origen y quien quiera sea su autor, es un deber de solidaridad.
En este sentido tenemos actualmente a disposición y podemos utilizar tantos modos de compartir y de comunicarnos recíprocamente lo que nos ayuda y favorece nuestro desarrollo, transformación y perfeccionamiento personal, y lo que sirve a la comunidad humana para acceder a formas mejores de vida y convivencia.
Pero por la misma sobreabundancia de mensajes e informaciones que nos llegan por tales medios, hay que ser extremadamente selectivos en lo que se aprende y en lo que se comunica. Pues la gigantesca multitud y diversidad de informaciones, de palabras e imágenes, de textos y videos, que circulan en los medios de comunicación y en las redes sociales, hace muy difícil discernir lo importante de lo secundario, lo valioso de lo superfluo, lo profundo de lo superficial, lo verdadero de lo falso.
El fin de la cultura, del saber y de las artes es elevar el espíritu; pero si las obras que asimilamos son mediocres, nos sumergimos en la mediocridad. El objetivo de la información y de la comunicación es orientarnos en la realidad compleja y ayudarnos a tomar decisiones en un contexto de incertidumbre. Pero la exagerada sobreabundancia de informaciones genera exactamente lo contrario: nos confunde, nos distancia de la realidad efectiva, nos hace más difícil decidir, acrecienta la incertidumbre con que vivimos y actuamos. Incluso puede saturar las mentes y atrofiar las capacidades creativas, si el receptor no se detiene a interiorizar selectivamente lo que recibe y aprende.
La nueva realidad cultural en que nos encontramos comporta un evidente y difícil problema de selectividad, pues cada persona en cuanto público y lector, limitado en su capacidad de recepción y aprendizaje, debe hacerse cargo de la tarea complejísima de escoger entre la multitud de los contenidos y formas que quedan a su alcance. De ahí la importancia de seleccionar cuidadosamente, de entre la multitud de informaciones, ideas e imágenes que son trasmitidas y que nos llegan por distintos medios, aquellas que verdaderamente nos orientan y nos sirven en nuestro desarrollo y buen vivir. Y pudiera ocurrir que, sin querer ni darnos cuenta, estemos contribuyendo a la confusión al multiplicar y difundir nosotros mismos informaciones y mensajes de poco valor.
La maravilla de internet es haber ofrecido a todos la posibilidad de comunicar y ser emisor de contenidos. Este hecho da lugar a la más grande revolución cultural que se haya dado en la historia, a la más increíble democratización de las comunicaciones y de la cultura. Hasta hace apenas 20 años, la publicación de un libro debía pasar por el cedazo de los lectores especializados que tenían las editoriales; la difusión de noticias estaba reservada a los periodistas profesionales; la enseñanza y ofrecimiento de cursos suponía superar los procesos de selección docente de las universidades; la realización de una obra audio-visual requería superar complejos procesos de producción; las obras de arte eran escogidas por los especialistas de las galerías y los museos. Los lectores, el público de todas las obras, nos encontrábamos en tal modo con materiales seleccionados, y podíamos contar, además, con la opinión de los críticos literarios y de arte que proporcionaban permanentemente juicios refinados sobre casi todo lo que se producía en el ámbito de la cultura.
La revolución de la internet está reemplazando todo eso, y poniendo a todo el mundo, emisores y receptores, escritores y lectores, artistas y gustadores del arte, ante una situación completamente nueva, en que las cantidades de obras se multiplican por miles, y la selección de la calidad de lo que se comunica ha dejado de existir. La extraordinaria y maravillosa democratización de las comunicaciones y de la cultura comporta un problema de calidad, y consiguientemente, de selectividad, que recae directamente sobre cada uno de nosotros. Pues cada persona en cuanto público y lector, limitado en la capacidad de recepción y de aprendizaje, debe hacerse cargo de escoger entre la multitud de los contenidos y formas que llegan a su alcance.
El asunto es que no es fácil discernir lo importante de lo secundario, lo valioso de lo que carece de valor. Mientras estamos inmersos en el magma de las informaciones innumerables y caóticas, no podemos discernir lo valioso de lo superfluo. Es necesario salir del magma, tomar distancia y acceder a un punto de vista más amplio y más alto, comprensivo, desde el cual, por decirlo de algún modo, los diamantes comienzan a distinguirse de los carbones.
Mientras más elevado sea el punto de observación alcanzado, más amplia y profunda la mirada. Y a medida que vayamos ascendiendo nos daremos cuenta que son menos los ‘mensajes’ y las obras a los que vale la pena prestar atención y comunicar a otros. Dada la multitud y consiguiente mediocridad de tanta información circulante, no nos equivocaremos si adoptamos como criterio la máxima selectividad. En tal sentido, cuando creamos que una sobre cinco informaciones recibidas vale la pena atender y comunicar, nuestro discernimiento estará siendo con alta probabilidad menos lúcido y profundo que si pensamos que sólo uno sobre diez, o sobre veinte o sobre cien, merecen realmente que les prestemos atención y los comuniquemos a otros.
De un modo similar, habrá que controlar y superar conscientemente en nosotros mismos, aquella disposición de conciencia que Nefeli Misuraca ha llamado ‘hipertrofia de la voluntad de comunicación’, una actitud mental que aflige actualmente a muchísimas personas, que se complacen en multiplicar sus propios mensajes y en compartir muy poco selectivamente los que reciben de otros.
Tomar cabal conciencia de la necesidad de una atenta y cuidadosa selección no debe en absoluto inhibirnos de comunicar y compartir lo más ampliamente que podamos, aquello que - después de cuidadoso discernimiento - creamos que es realmente valioso e importante, y que precisamente a causa de la sobreabundancia de las informaciones, conocimientos y obras circulantes, arriesga perderse y pasar desapercibido para muchos que podrían obtener importante provecho si llegan a conocerlo.