«…El profesorado no nace, sino que se hace. Ese hacerse, es un proceso evolutivo que hasta podríamos retrotraerlo, hasta antes de que en sus vidas elijan, o se vean abocadas a ejercer la profesión. La docencia es una puesta en escena del sujeto-profesor que se expresa como persona y se comunica como tal y que requiere de cualidades y competencias que se apoyan en capacidades que se ejercen en otros momentos y en otras actividades de la vida fuera de los centros educativos. No solo saben enseñar y educar los profesores…»
José Gimeno Sacristán.
En busca del sentido de la educación
Como dice Mariano Fernández Enguita, la profesión de maestro de escuela tiene unas características singulares que en gran medida permiten identificarla con lo que se ha denominado como “semiprofesión”. Un término que se adopta frente a las clásicas profesiones liberales (abogacía, arquitectura, ingeniería, medicina, veterinaria, etc.) para diferenciar a aquellas profesiones de formación reducida y no universitaria, así como de alta ocupación asalariada femenina. Una situación que en las sociedades patriarcales y androcéntricas en las que prima la división social de género, permite naturalizar el hecho de que sea considerada de menor estatus y por tanto con menores compensaciones laborales (ENGUITA, M.; 2013: 52). Lo cierto, es que esta profesión siempre estuvo devaluada, bien porque era casi la única opción a la que podían acceder los jóvenes de las capas populares más pobres y/o procedentes del mundo rural viendo en ella una posibilidad de ascenso social, o sencillamente porque a ella accedían mayoritariamente la mujeres, las supuestamente elegidas naturalmente para responsabilizarse de la educación de los hijos conforme a las prescripciones de una sociedad patriarcal que siempre las marginó de las instancias más altas del poder y la academia.
Aunque si bien es cierto, como señala Enguita, que existe la tendencia de la profesión docente burocrática -funcionariado docente especializado- a compararse con las profesiones liberales y sus prerrogativas, especialmente en el profesorado de enseñanza secundaria, no es menos cierto que la realidad de esta diferenciación cumple una doble función. De un lado legitima una discriminación de estatus, y de otro naturaliza la creencia de que ejercer de maestra o maestro de escuela es una tarea de menor transcendencia e importancia social que las clásicas profesionales liberales y por tanto de menor prestigio social. Lo contradictorio en este sentido, reside en el hecho institucional y comúnmente aceptado de que curar a una vaca, diseñar un puente o construir un edificio, requiera muchísima más formación y dedicación que enseñar y educar a un niño, con lo cual de una u otra manera, se desprofesionaliza institucional y socialmente la valiosa e ingente tarea que esta profesión requiere (FERNÁNDEZ P., M.:1995). Una tarea en la que muchas de las maestras y los maestros que accedieron inicialmente a la profesión con escasa formación, han sacrificado gran parte de su tiempo y energías completando su formación con numerosos cursos, graduaciones y posgraduaciones. Aunque desconocemos si existen datos fiables y generalizables al respecto, en nuestro contexto, son numerosos los docentes de enseñanza primaria que han obtenido licenciaturas universitarias en Pedagogía, Psicología y otras especialidades afines a las Ciencias de la Educación, al mismo tiempo que han estado ejerciendo su labor profesional en las escuelas pagando, la mayoría de las veces, un precio personal demasiado alto, si se relaciona con las compensaciones institucionales y sociales que han recibido.
También es cierto, como denuncia Enguita, que no existe una correlación directa entre el hecho de pagar más a las maestras y los maestros y el aumento de la calidad del servicio educativo que prestan, sobre todo si únicamente se tienen en cuenta los resultados escolares medidos por informes de evaluación internacionales como el PISA. No obstante y aunque no existe una correspondencia automática entre mejora salarial y laboral y la mejora de la calidad docente, ya que gozar de un mayor salario no es el pasaporte de la calidad y la responsabilidad profesional, lo cierto es que aunque no podamos determinar con precisión este fenómeno, sus causas hay que buscarlas en la historia y en la sociología de la profesión docente. De una parte, en los procesos de burocratización y funcionarización, en las extraordinarias presiones sociales e institucionales a que diariamente están sometidos (la Escuela como la responsable de todos los males sociales), pero también en la propia percepción de discriminación que padece secularmente un colectivo, que de una u otra forma ha generado una imagen y una identidad de sí mismos de eterno marginado. Imagen, que da lugar en no pocas ocasiones a un encapsulamiento victimista, demasiado a menudo refractario a cualquier medida de autoevaluación y de autorresponsabilidad profesional y formativa. La situación es pues tremendamente compleja y en ella se juegan tanto las carencias de formación inicial y continua, como los problemas derivados de la desorientación o confusión del rol docente a desempeñar en una sociedad de tan acelerados e imprevisibles cambios.
Por ello en la base de todo este entramado tal vez haya un problema de identidad perdida o inadaptada que no ha sabido encontrar el marco socioprofesional más adecuado en el presente. De aquí que se haga necesario, no solamente repensar y reformular los programas de formación y acceso a la profesión, sino también reconstruir una nueva imagen y función del profesor, más acordes y armónicas con las necesidades educativas actuales.