ÉTICA Y EDUCACIÓN. ¿ES POSIBLE LA COHERENCIA?

Juan Miguel Batalloso Navas

 

 

RESUMEN

 

En un mundo en que la Educación va perdiendo su carácter de Derecho Humano Universal para convertirse en una mercancía u objeto de consumo, es inevitable interrogarse por las relaciones entre Ética y Educación, y por el carácter ético, sociopolítico y de desarrollo humano integral de todo fenómeno educativo.

La actual crisis civilizatoria no abarca solamente lo educativo en su carácter más formal, escolarizado y profesional, sino también la actividad educadora en su sentido formativo, madurativo y de desarrollo personal y social.

El problema fundamental que está en la base de la actual crisis educativa no es sólo un asunto de medios y recursos. Tampoco se reduce a una cuestión de finalidades siempre expresadas en los discursos y en los preámbulos de las leyes, que por lo general son la expresión de una incoherencia enajenante y adocenadora. El problema fundamental, reside en el carácter complejo de nuestra humana condición, y en que todo proceso o hecho educativo no puede ser reducido a interpretaciones lineales, unidimensionales, o al carácter meramente instrumental y prosaico de nuestra vida.

Estamos ante una situación en la que conviven deslumbrantes ideas y excelentes proyectos, con estructuras educativas fosilizadas y prácticas docentes y (des)educativas marcadas por la aceptación y la obediencia al orden social y burocrático institucional establecido. Ante esta situación, más que una urgente y nueva reforma educativa, tenemos que apuntar hacia un nuevo paradigma educativo más coherente con las necesidades humanas de nuestro tiempo, y más acorde con todas las dimensiones del desarrollo humano.

Así pues, la crisis de la educación de nuestro tiempo es una crisis paradigmática en la que pueden apreciarse dos grandes insuficiencias. Por una lado, el divorcio creciente entre Educación y Ética, provocado por la industrialización, el profesionalismo, la especialización, la burocracia y el mercantilismo, así como también por la escasa atención y presencia de la Ética en fondo y forma en el conjunto de los sistemas educativos y en los programas de formación inicial y permanente del profesorado. Y por otro, una visión ontológica, epistemológica y metodológica mecanicista, lineal, dualista, reduccionista e incapaz de establecer estrategias más acordes con nuestras necesidades, la complejidad de nuestro mundo, nuestros contextos y nuestra propia condición humana.

 

«...¿Es suficiente la Ética para ser ético? »

Esteban Velázquez. 2013.

 

 

 

1. Los rasgos de un divorcio.

 

En el momento en que iniciamos estas reflexiones, varias preguntas nos hemos planteado desde que escuchamos decir al jesuita Esteban Velázquez que la Ética no es suficiente para ser éticos, porque más que una palabra hermosa y perfectamente expresada, o un concepto brillantemente perfilado, lo que necesitamos más allá de la urgencia de propuestas a corto plazo, son palabras transformadoras.

¿Es suficiente estar acreditado y titulado para ser educado? ¿Son suficientes los esfuerzos económicos, sociales, políticos e institucionales que estamos realizando para ayudar a construir y desarrollar en todos los individuos, una ética profesional, ciudadana y personal?  ¿Existe correspondencia y coherencia entre nuestras declaradas finalidades educativas fundadas en principios éticos, y las prácticas que se realizan cotidianamente en nuestras escuelas e instituciones? ¿Qué papel y qué impacto tiene realmente la Ética en nuestras instituciones educativas? ¿Es posible la armonía, la unidad y la coherencia estratégica y táctica entre Ética y Educación? ¿Por dónde podemos comenzar para mejorar la actual situación de desencuentro?

Estamos convencidos de que el problema fundamental que está en la base de lo insatisfactorio de nuestra situación actual educativa, no es exclusivamente un asunto de medios y recursos, aunque también, dado que todavía quedan en el mundo centenares de millones de personas que no tienen acceso a la educación primaria y gratuita. Tampoco creemos que sea una cuestión de finalidades siempre expresadas en las buenas intenciones de los discursos y  en los preámbulos de las leyes, que por lo general son la expresión de una incoherencia brutalmente enajenante y adocenadora. El problema fundamental, reside a nuestro juicio en el carácter complejo de nuestra humana condición y de que todo fenómeno, proceso o hecho educativo no puede ser reducido a interpretaciones lineales, unidimensionales, o al carácter incierto de nuestros actos, sobre todo porque «...toda acción escapa cada vez más a la voluntad de su autor a medida que entra en el juego de las interretroacciones del medio en el que interviene. Así, la acción no sólo corre el riesgo de fracasar, sino también de que su sentido se vea desviado o pervertido...» (MORIN, E., 2006: 47).

Nunca antes en la Historia de la Educación y de la Ética, hemos tenido a nuestra disposición tanto conocimiento en forma de infinitas publicaciones y de numerosísimos tratados acerca de lo que debe o no hacerse o pensarse, acerca de las relaciones indisolubles entre Ética y Educación. Y nunca antes tampoco, hemos podido tener a nuestro alcance tan enriquecedoras experiencias y reflexiones educativas en las que la Ética ha sido el eje articulador estratégico de las prácticas curriculares, organizativas y formativas. Sin embargo, una especie de indolente y somnolienta conformidad producto de multiplicidad de factores, pero debida especialmente a la profunda crisis del ser y del estar de nuestro tiempo (BATALLOSO, J.M.; 2012), así como de nuestra propia tendencia a la repetición, a la rutina y a la autocomplacencia, nos ha conducido a una ceguera teleológica, epistemológica y metodológica que nos bloquea y paraliza. Una ceguera que nos ha llevado a aceptar como verdades, creencias pedagógicas y educativas que han sido radicalmente cuestionadas y demostradas como inservibles tanto por los grandes constructores de la educación liberadora y personalizada del siglo XX, como por los mismos educadores y educadoras que día a día de forma siempre anónima y heroica, entregan lo mejor de sí mismos por la Educación y por la Ética.

Estamos, pues, ante una situación en la que conviven deslumbrantes ideas y excelentes proyectos, con estructuras educativas fosilizadas y prácticas docentes y (des)educativas marcadas por la aceptación y la obediencia al orden burocrático institucional establecido. Ante esta situación, más que una urgente y nueva reforma educativa, llena de palabras brillantes y sofisticados términos que acaban por olvidarse y disolverse en prácticas rutinarias y puramente superficiales, tenemos que apuntar hacia un nuevo paradigma educativo más coherente con las necesidades humanas de nuestro tiempo y más acorde con todas las dimensiones del desarrollo humano (MORAES, M.C.; 1997 y BATALLOSO, J.M.; 2006).

Son muchas las voces individuales, institucionales, académicas  e internacionales, entre ellas la Unesco, que desde hace casi medio siglo vienen realizando informes y declaraciones dirigidos a proclamar y justificar con todo tipo de argumentos, una transformación profunda de la Educación en el sentido de vincular de forma más coherente las necesidades humanas, las necesidades del planeta y las necesidades de la sociedad. No obstante y a estas alturas del siglo XXI, vemos como el desajuste y la discordancia entre el discurso y la vida cotidiana de nuestras escuelas primarias, secundarias y superiores es cada vez mayor. Disponemos de excelentes diagnósticos y alentadores informes, sin embargo, estamos todavía presos y bloqueados en prácticas organizativas, académicas y docentes cuyo horizonte está cada vez más subordinado si cabe a una ética mercantil que lo ha deshumanizado todo, condenando la Educación al destino de ser un objeto más en el infinito shopping del mercado de consumo.

Ya no interesan mentes críticas y bien pertrechadas de convicciones firmes fundadas en una ética fuerte y radical capaz de hacer frente de forma autónoma y creadora a los complejos problemas a los que estamos enfrentados. Por el contrario, lo útil, lo eficaz, lo productivo, lo exitoso, es que los sistemas educativos sigan produciendo individuos vulnerables, miedosos, obedientes, inseguros que disfruten sin descanso de los placeres prometeicos que les proporciona la sociedad del ocio, y la industria de la conciencia edulcorada con una ética indolora destinada a confundir perpetuamente euforia con alegría, placer con felicidad, y opiniones con convicciones.

Estamos pues ante una crisis de la educación sin precedentes, que bajo los avances conseguidos por la escolarización, la extensión de la alfabetización y los progresos de la formación técnico-profesional, todavía hoy netamente insuficientes para el conjunto del planeta y en especial para los países más pobres (UNESCO; 2012), ha ido poco a poco erosionando la íntima y profunda conexión entre Educación y Ética, hasta reducirla a la mínima expresión especializada y curricularizada, que cada vez aporta menos a la formación de actitudes y valores permanentes de responsabilidad y solidaridad personal y social. Por ello podemos hablar sin rubor de un divorcio entre los saberes y prácticas educativas y los saberes y prácticas éticas.

Tanto desde un punto de vista ontológico como epistemológico, los saberes educativos son necesariamente saberes críticos, sea por el carácter inestable e incierto de los procesos educativos en relación con los contextos sociales de cambio y conservación, como por la naturaleza compleja de los sujetos que hacen y participan en la educación. Pero además, este carácter crítico, que procede de la complejidad de los contextos y de los sujetos que participan, posee a su vez un carácter práctico. Un carácter práctico, porque educar es ante todo y sobre todo un hacer en, con, para los sujetos que se educan, por lo que exige continuas acciones y reflexiones de recreación, reconstrucción y reorientación. Decir por tanto que la educación está en crisis, es algo obvio, porque su propia naturaleza es de por sí crítica.

Sin embargo, uno de los problemas educativos más transcendentales que ahora tenemos planteado, no procede tanto de la naturaleza crítica de la educación, sino de su naturaleza práctica. Es la práctica de la educación formal e informal, la que se está convirtiendo, si no lo ha hecho totalmente ya, en puro utilitarismo y en exclusiva acción movida por la razón técnico-instrumental. Ya no interesan los fundamentos ni los criterios que justifican y legitiman el hacer educativo o que nos orientan sobre aquello que vale realmente la pena ser aprendido. Ahora lo predominante es lo útil, lo rentable a corto plazo, lo eficaz, lo técnicamente sofisticado, económicamente competitivo y generador de ganancias, o lo que en cada momento sea considerado como urgente y políticamente más acorde con los intereses partidistas de las jerarquías administrativas y políticas de los sistemas educativos.

Estamos pues ante un divorcio real entre Ética y Educación que intencionadamente se enmascara y oculta bajo grandilocuentes preámbulos legislativos y metafísicas finalidades educativas, con las que es imposible estar en desacuerdo dada su generalidad, pero que en la práctica cotidiana son negadas. Una ocultación que se realiza también mediante  refinados conceptos y propuestas abstractas acerca de la Educación en Valores y la Transversalidad, de escasísima significación e impacto en la burocrática organización escolar y en el fragmentado tiempo lectivo y curricular que obedientemente imparte un profesorado, muchas veces más cercano en la práctica al papel de funcionario docente especializado, que al de educador y servidor del desarrollo integral de sus alumnos.

De alguna manera, hemos olvidado que para la acción educativa no basta la argumentación racional y mucho menos la exclusivamente utilitaria o técnica. Lo queramos o no, los seres humanos somos una compleja mezcla de locura y sabiduría, de rutinas prosaicas y construcciones poéticas, de admirables actos heroicos y grandes incoherencias y contradicciones, pero que al existir e interaccionar permanentemente en el bucle individuo-sociedad-naturaleza, estamos continuamente tomando decisiones más o menos condicionadas, estamos en suma abocados al ejercicio de la libertad, ya sea de acción o de omisión. Y si la educación es una práctica humana, es necesariamente también una práctica de libertad (FREIRE, P.; 1976) que lleva implícita de forma continua y permanente, la búsqueda y elección de razones y criterios para tomar decisiones y vivir una vida buena. Por ello la educación no es puro saber utilitario para dar satisfacción a nuestra condición prosaica o animal, sino sobre todo una práctica constructora, permanente y expansiva de verdad, bondad y belleza. No son sólo el homo sapiens movido por la verdad del logos, ni el homo faber constructor de máquinas y herramientas, los que aportan sentido a la educación, sino sobre todo el homo ethicus y el  homo estheticus,  que movidos por el afecto, las emociones, la bondad, el bien, la justicia y la experiencia singular de la belleza, los que más auténtica y permanentemente aportan sentido a la existencia humana incluyendo a su vez, la dimensión cognitiva productora de conocimiento y su dimensión técnico-instrumental.

El divorcio entre la Ética y la Educación de nuestro tiempo se caracteriza por la marginación, el extrañamiento, la minusvaloración e incluso el desprecio de los saberes éticos y estéticos, que son reducidos por lo general a espacios restringidos, a tareas menores, a juegos infantiles de la escuela primaria, o en su defecto a la condena de su propia negación mediante prácticas docentes enajenantes y formas de organización opresoras y reproductoras de arbitrariedad, injusticia y desigualdad. Marginación y extrañamiento de lo ético que se manifiesta también en hechos como los siguientes:

a) Existencia de una progresiva especialización y división técnica del trabajo educativo junto a una creciente y enmarañada red de leyes, decretos y reglamentos, así como una jerarquización funcional y laboral que opera una separación entre el trabajo docente directo con los alumnos y el trabajo no docente de dirección, asesoramiento, supervisión, ordenamiento jurídico y construcción de conocimiento educativo y pedagógico, ya que unos son los que piensan la educación y otros los que la ejecutan (GIROUX, H.; 1990). Una especialización que además de desprofesionalizar el trabajo docente y educativo incapacitándolo para la autonomía y desresponsabilizándolo de toda tarea que no sea la estrictamente funcional y utilitaria exigida por los marcos administrativos, desdemocratiza y anula en la vida cotidiana de las instituciones educativas las posibilidades de cooperación, colaboración y participación, generando prácticas individualistas y gremiales alejadas del necesario sentido comunitario que entraña cualquier proceso educativo.

b) Pérdida del valor del aprendizaje por sí mismo y del valor intrínseco que comporta la autosatisfacción por la tarea bien hecha. Dominancia de las motivaciones extrínsecas ajenas a los valores intrínsecos del proceso de enseñanza-aprendizaje y del propio hecho educativo. Rentabilidad del sistema medida en cantidad de acreditaciones. Sustitución progresiva de la educación por la instrucción, de la formación por la adquisición de automatismos. Preeminencia de las competencias necesarias para la industria y el mercado sobre el desarrollo de la conciencia humana integral que es al mismo tiempo planetaria, ecológica, corporal, cognitiva, emocional, espiritual, social y política.

c) Población escolar distribuida en grandes establecimientos y edificios en los que resulta cada vez más difícil establecer lazos de convivencia, trabajar en equipo y conformar una comunidad educativa y tutelar de forma más personal e individualizada a la diversidad del alumnado. La arquitectura de las instituciones educativas se parece a las grandes instalaciones de la industria e incluso a los establecimientos carcelarios en los que el contacto y la interacción con la naturaleza, el movimiento espontáneo y libre, o el trabajo cooperativo y al mismo tiempo autónomo, no son posibles.

d) Vida escolar de apariencias democráticas. Escasa existencia e impacto real de contenidos, actividades y procedimientos de educación democrática. Permanencia de rutinas escolares que han perdido significación educativa. Obsolescencia o mera representación ritual de la participación del profesorado,  las familias y el alumnado en la gestión y control de los centros educativos. Reducción del concepto de Escuela Pública a cuestiones puramente formales de financiamiento estatal y escolarización, e inexistencia de prácticas de participación efectiva y de empoderamiento de los actores y sujetos que forman parte de la comunidad educativa.

e) Lógicas escolares dominantes presididas por procesos de burocratización, jerarquización y reglamentismo. Jerarquías educativas obsesionadas por centralizar, legislar, reglamentar y ordenar la actividad educativa a partir de un programa establecido. Creación de un modelo escolar que favorece el desarrollo de personalidades dóciles y escasamente capaces de desarrollar plenamente sus aptitudes de creatividad, innovación y autonomía. Devaluación de la función y la imagen social de los docentes provocada en gran medida por las administraciones escolares que infantilizan, minusvaloran y discriminan al profesorado de la enseñanza básica, promoviendo un concepto de carrera docente basado en la acumulación de diplomas, títulos y certificados que en nada tienen relación con las prácticas, la experiencia y los proyectos educativos que día a día se desarrollan en las escuelas.

f) Desarrollo organizativo y gestión de las instituciones educativas, con base en modelos de delegación de poder. Control refinado de los individuos. Importancia de las normas y reglamentos. Rigidez de la organización escolar e incapacidad de ésta para aprender de sí misma mediante la investigación-acción-participativa o cualquier otro modelo de trabajo cooperativo y/o colaborativo.

g) Funciones educativas y docentes, sumamente fragmentadas, especializadas y orientadas por la eficacia y la rentabilidad a corto plazo. Aparente neutralidad científico-técnica que hace que los profesionales de la educación (funcionarios docentes especializados) se presenten muchas veces como técnicos independientes que forman parte de un nuevo grupo o clase social a los que es imposible controlar o exigir garantías por el servicio que prestan, especialmente cuando se trata de instituciones altamente jerarquizadas.

h) Dosis variables de conformidad y subordinación, actitudes que pueden obtenerse bien por la violencia administrativa o simbólica, la amenaza o la disuasión, o por formas más refinadas en las que el aprendizaje de la docilidad requiere de un cierto grado de tolerancia para aquellas desviaciones que no ponen en juego los pilares de la estructura del poder de los gestores de la organización escolar. Conformidad, obediencia y subordinación que también pasa por las aulas, excesivamente apegadas a metodologías autoritarias y patriarcales muchas veces presentadas como democráticas y dialógicas bajo el disfraz de las nuevas tecnologías de la comunicación.

i) Tecnocracia educativa. Huida progresiva de profesionales a niveles y estratos más altos de la burocracia escolar. Carrera docente concebida como ascenso hacia trabajos separados de la docencia. Transformación de la docencia y la educación como conducta, actitud y compromiso de vocación y servicio, a la docencia como rutina burocrática y trabajo de estricto cumplimiento funcionarial.

j) Inexistencia del sentido de comunidad educativa. Por lo general nuestras escuelas e instituciones académicas son agencias en las que profesores y alumnos van a cumplir con rituales administrativos, guiados unos por la necesidad de salarios y otros por la necesidad de títulos y ambos por motivaciones muchas veces alejadas de la vocación humana y profesional de aprender, enseñar y construir conocimiento.

k) Ausencia de modelos de identificación comunitaria y personal que permitan orientar a los alumnos en el autoaprendizaje de su propia existencia como seres humanos. Ausencia que está asociada tanto a los déficits de vinculación e implicación de los funcionarios docentes y no-docentes en el centro educativo; a la percepción de la falta de sentido de su actividad, pero sobre todo, a la escasa atención social y política dirigida a proteger y estimular el necesario prestigio y vocación del profesorado, especialmente el de niveles de enseñanza obligatoria.

l) Desaparición de las dimensiones creativas y lúdicas del desarrollo humano. Al desaparecer las actividades expresivas, de comunicación, lúdicas, festivas y de creación de nuestras escuelas, estamos propiciando climas organizativos antipedagógicos ya que no son posibles en ellos la interacción, la autogestión organizativa, la corresponsabilidad y sobre todo el clima psicosocial de afecto, cariño, aceptación y respeto mutuo. Música, poesía, fiesta, juego, paseo, convivencia, interacción, diálogo, son actividades a extinguir en nombre de las nuevas competencias curriculares, de los nuevos medios tecnológicos, o de los nuevos horarios en los que únicamente se contemplan actividades puramente utilitarias al servicio del mercado y de la sociedad de consumo.

m) Motivaciones individuales y sociales dominantes presididas por el valor del triunfo rápido y el éxito fácil, que provocan que nuestras prácticas organizativas y pedagógicas no vayan más allá de los estrechos límites del coyunturalismo y el pragmatismo. Lo importante es que la institución funcione y siga su curso de rutinas presuntamente eficaces, pero que funcione

n) Triunfo de la eficacia, del credencialismo y el utilitarismo, unido al olvido de las dimensiones emocionales y espirituales de la educación. Al convertirse los centros educativos en agencias de gestión de credenciales o academias de oposiciones, todo lo que sean actividades para el aprendizaje del vivir plenamente como seres humanos, o estrategias de intervención orientadas a la búsqueda del ser humano interior, carecen de interés.

A todo esto, hay que añadir el hecho que los saberes éticos han quedado restringidos al uso y conocimiento de los especialistas en Filosofía y/o Psicopedagogía, presentándose escolarmente como saberes ajenos a la ciencia, a la metodología, a la práctica concreta en el aula, a los saberes pedagógicos y a la vida cotidiana. De una parte su presencia en tiempo lectivo y curricular es cada vez menor en favor de otras disciplinas supuestamente más útiles y eficaces para el mercado, y de otra, su consideración como un conocimiento más a ser recordado exclusivamente como recurso para superar pruebas y exámenes. La Ética se ha separado de la vida real de nuestras instituciones escolares, se ha divorciado de la práctica educativa, en el sentido de ser reducida a mera disciplina académica de segundo o tercer orden y de no ser vivida como algo tan natural como el Sol que nos alumbra o el aire que respiramos.

 

 

2. Buscando vínculos.

 

Los seres humanos no estamos perfectamente ajustados a nuestro medio ambiente como lo podría estar un animal o un árbol; nuestros códigos genéticos no nos permiten respuestas únicas y precisas ante situaciones diferentes y peculiares, ni incluso ante situaciones semejantes. Somos lo que somos, porque estamos obligados a interaccionar permanentemente con nuestro medio natural y social de una forma siempre original e impredecible. Estamos insertos en una dinámica ecológica permanente que incluye la ecología medioambiental, la ecología social y la ecología mental (GUATTARI, F.; 1996), que nos obligan a auto-eco-organizarnos continuamente. Y estos movimientos de interacción, al ser ecológicos, sistémicos y hologramáticos, hacen imposible que tengamos respuestas cerradas genéticamente programadas. Hacen que nuestra vida sea un proceso continuo de toma de decisiones en el que estamos obligados a elegir siempre; por ello nuestra existencia está irremisiblemente abocada al ejercicio de la libertad y a encontrar razones que justifiquen y funden nuestras elecciones.

Los humanos somos seres dotados de razón y libertad, y si todos los actos humanos pueden realizarse libremente conforme a criterios o razones, podría decirse que todos los actos humanos son actos justificados con base en los valores que sostienen o motivan nuestras elecciones. Unos valores que no necesariamente son explícitos o manifiestos, sino que pueden también presentarse de una forma oculta y condicionada bajo la apariencia de que estamos actuando por motivaciones diferentes. Como dice Adela Cortina, los actos humanos en sí, no son ni buenos ni malos, porque lo que califica a un acto como bueno o como malo es su coherencia, acuerdo o subordinación a normas que se consideran como buenas o conformes a valores por los que previamente hemos optado. Sin embargo nuestros actos, dada la naturaleza de nuestra existencia como seres abocados a elegir, no podrán situarse nunca más allá de los límites del bien y del mal, no podrán salirse fuera del marco de lo ético-moral1  porque siempre llevarán dentro de ellos los criterios y  las razones por los que se realizan: nuestra conducta podrá estar referida a unas razones o a otras, a unos sistemas de creencias morales o a otros,  pero nunca podrán ser axiológicamente neutrales o moralmente vacías (CORTINA, A.; 1994: 102).

La Ética surge de la necesidad de dar buenas razones a nuestros actos y, como consecuencia, del problema de la responsabilidad derivada de nuestras decisiones. La tarea entonces consiste en encontrar las razones más adecuadas y justificadas para que nuestros actos puedan ser considerados como buenos. Por ello y dependiendo de cuáles sean las razones o criterios que adoptemos, nacerán los diferentes sistemas éticos que conocemos, sistemas que han proporcionado siempre el substrato y el fundamento de cualquier teleología o antropología educativa, que son, como es sabido, los grandes espacios de la Filosofía de la Educación en los que se constatan de manera más nítida, los inseparables vínculos con la Ética.

A la pregunta “¿Qué debo hacer para vivir una vida buena?” se han dado muchas respuestas a lo largo de la historia, y así en los orígenes de nuestra cultura occidental, aparece Sócrates para decirnos que la tarea del ser humano es la búsqueda de sí mismo, el conocimiento de su ser. Para

 

 

1.- En este trabajo, hemos optado intencionadamente por utilizar los términos “ética” y “moral” indistintamente de forma sinónima, si bien dichos vocablos no significan conceptualmente lo mismo, ya que lo moral hace referencia a normas y prácticas de conducta, y complementariamente lo ético supone una reflexión sobre el hecho moral, que intenta buscar criterios, razones y fundamentos, tanto de las normas como de la conducta. No puede concebirse una educación ética sin una educación moral y tampoco una educación moral sin una educación ética; esta es la razón por la que educativamente hablando preferimos utilizar los dos términos indistintamente. entendiendo que ambos son complementarios desde un punto de vista educativo y pedagógico.

Sócrates, corresponde al mismo ser humano la tarea de buscar su “deber”, tanto en lo que toca su “ser”, como en su “hacer”, por lo que aquí, “sabiduría” y “virtud” se identifican. El sabio es entonces el ser humano virtuoso, aquel que conociéndose a sí mismo y sabiendo que no sabe nada, es capaz de escoger el bien a través de la interrogación y la duda permanente (ironía) y  la investigación, el diálogo, la justicia y la solidaridad con los demás (mayéutica).

Fue Sócrates el que inauguró el papel de la razón y el conocimiento en las decisiones morales. Podría decirse que con él arranca lo que se denomina “intelectualis¬mo moral”, según el cual ningún ser humano comete errores intencionadamente, es decir, que quien actúa mal lo hace por ignorancia, ya que desconoce en qué consiste su bien. Desde esta posición, es necesario convertirse en un especialista en las elecciones de cosas buenas o de aquello que represente el bien para el ser humano, de ahí el énfasis en la técnica para conocer lo bueno (ironía y mayéutica), puesto que se parte de la certeza de que para hacer el bien basta únicamente con conocerlo y automáticamente se derivará la elección y la acción. Sin embargo, ¿es suficiente conocer el bien para poder aplicarlo y practicarlo? ¿Basta con autoconocerse, interrogarse y dialogar? ¿Es suficiente la Ética para ser éticos?, como nos pregunta Esteban Velázquez.

Posteriormente Aristóteles nos dirá que el fin último del hombre es la felicidad (eudaimonía), pero lo que nos hace felices no es sólo el placer, ni los bienes materiales. Lo que nos hace felices es “la actividad del alma”, que es la que nos identifica plenamente como seres humanos y al mismo tiempo la que nos ofrece la posibilidad de llegar a ser seres humanos buenos. No obstante, para que sea buena la actividad humana debe ser conforme a una virtud perfecta, y de este modo la racionalidad ética tendrá dos dimensiones, una teórica y otra práctica. Teórica en cuanto el ser humano mediante su actividad podrá descubrir la verdad o la falsedad de los hechos, y práctica en cuanto podrá orientarse por lo bueno o por lo malo. El fin último entonces, reside en escoger la virtud como armonía entre lo que se considera verdadero y bueno a la vez, es decir lo perfecto. Por un lado consistirá en un cálculo, en buscar el término medio, y por otro en aspirar a la máxima perfección. Desde esta perspectiva podría decirse que la moral aristotélica está basada en un esquema teleológico que se sitúa entre el ser humano real, tal como es, y el ser humano ideal, tal como debería ser. De aquí que la ética aristotélica sea en realidad una ética aristocrática porque su ideal de perfección humana es la “tarea del héroe” (CORTINA, A.: 1994: 76).

La aportación de Sócrates nos ha permitido descubrir la necesidad de interrogarnos y dialogar sobre la razón de nuestros actos, y saber que no basta con conocer lo bueno para que automáticamente lo traduzcamos en acción. A su vez, la virtud no puede consistir en el conocimiento, sino en algo más permanente que influya de forma más decisiva en los actos morales, como señala Aristóteles. Con estas contribuciones de la Grecia clásica, los dos primeros sistemas éticos y de teleología educativa que van a tener una profunda influencia en nuestro tiempo aparecen ya esbozados:  por un lado el utilitarismo y por otro las éticas de la perfección. Por un lado la enseñanza y la instrucción en conceptos y habilidades, y por otro la educación moral y el acceso al conocimiento y ejercicio de la virtud.

En la actualidad, la moral no consiste ya en la tarea del héroe que lleva al máximo su perfectibilidad. La ética dominante no está basada en la perfección sino en la satisfacción, en la búsqueda y realización de deseos, necesidades y preferencias. Ahora vivimos en la denominada por Gilles Lipovetsky la «sociedad del hiperconsumo» y de la «felicidad paradójica» que al mismo tiempo que genera infelicidad existencial en la opulencia de “los de arriba” produce infelicidad material y psíquica en “los de abajo” (LIPOVETSKY, G.; 2007: 189-191). Es la herencia del hedonismo anglosajón, cuyo afán consiste en fundamentar la moral en hechos más que en antropologías que señalen las metas humanas de perfección, y que ha sido debida, entre otras, a dos causas generales. (CORTINA, A.; 1994: 48-59).

Por un lado, si se comprueba que el ser humano no es un ser sobrenaturalmente dotado, que es un ser limitado por la naturaleza y que está caracterizado por deseos que necesita satisfacer, el principio de utilidad moral vendrá a ocuparse, no de la satisfacción de los deseos individuales, sino de la maximización de los deseos de todos los hombres, es decir de los deseos sociales. Lo fundamental ahora reside en buscar el máximo de felicidad para el mayor número de seres humanos, entendiendo la felicidad como la satisfacción de las aspiraciones y deseos de todos los seres humanos.

Esta idea que fundamenta en gran medida la globalización neoliberal, la  creencia en el progreso-consumo incesante e infinito, e incluso el mismo concepto del Estado del Bienestar, hace aguas cuando en el devenir y en la práctica cotidiana de las relaciones sociales, se comprueba que hay deseos objetivamente opuestos y antagónicos y que la consecución de unos por parte de un determinado grupo social, por lo general minoritario, impide la satisfacción de los mismos u otros deseos a otros grupos sociales mayoritarios. O también cuando se constata que la consecución de deseos no puede ser infinita, dado el carácter finito de nuestro planeta y la necesidad del cuidado y sostenimiento medioambiental y ecológico para su supervivencia. Esto obviamente supone, que en la práctica se choque con el concepto de justicia y de vida en su dimensión ecológica y planetaria, y por tanto esta ética utilitarista se manifiesta radicalmente incapaz de resolver los problemas fundamentales que tienen hoy planteados los seres humanos. Consecuentemente, no puede ser esta ética la que fundamente la Educación, dados los límites y contradicciones que plantea para la justicia y para la vida.

Paralelamente y como respuesta al individualismo inherente al utilitarismo anglosajón y a su expresión liberal en lo económico y en lo político, surge a partir de Marx la que podría denominarse “ética marxista”, que si bien también persigue la satisfacción de deseos sociales, se diferencia nítidamente del utilitarismo en que pone su énfasis en la idea de igualdad y de justicia, en la necesidad de hacer imposible que una minoría privilegiada se apropie de los derechos y de los deseos de una mayoría explotada y oprimida. Sin embargo, aunque el comunismo tal como lo formulaban Marx y Engels como estadio final en el que las clases sociales no existirían, tenía un sentido más solidario que igualitario, ya que la armonía social e individual  consistiría en que cada individuo aportase según su capacidad y obtuviese según su necesidad, lo cierto es que esta ética además de fracasar en los modelos políticos del siglo XX conocidos, tampoco resulta satisfactoria para aportar criterios suficientemente válidos para fundamentar una vida buena. Al margen de que se ignora que los seres humanos también necesitan otro tipo de compensaciones y satisfacciones por lo que hacen, no exclusivamente materiales.

La práctica social ha demostrado que este tipo de ética no ha sabido resolver tres importantes problemas: el problema de la libertad, el de los dogmas, y el problema de la sostenibilidad del planeta. En la práctica, ha sido también una minoría de expertos la que se ha asignado el poder de decidir lo que es bueno y necesario  para todos, al mismo tiempo que se inculca y adoctrina un monismo moral que reclama extraordinarias dosis de obediencia y sumisión. Si el fundamento de la moralidad reside en la posibilidad de elegir lo que se considera como bueno, es obvio que para su educación y desarrollo se necesitan unos mínimos de libertad. Pero a su vez, el sistema económico productivo, aunque fuese estatal o colectivizado, estaba igualmente basado en un modelo industrial depredador, contaminante e insostenible, al mismo tiempo que autoritario y patriarcal.

En el contexto del mundo bipolar y de la política de bloques bélicos del siglo pasado, aparece en la década de los sesenta, de la mano de Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas lo que se ha venido en llamar “ética dialógica”, o también conocida como “ética del discurso” o “ética comunicativa”, que parte del principio fundamental de que cualquier fin que se considere bueno para un ser humano, debe estar prefigurado en los medios que se utilicen para su consecución, para lo cual se parte al menos de tres supuestos. Uno, que todos los seres humanos somos iguales en derechos y que por tanto en cualquier decisión moral se necesita partir de los intereses de los afectados. Dos, que para la consecución y/o consideración de estos intereses es necesario desarrollar nuestras habilidades comunicativas mediante el diálogo. Y tres, que para tomar en consideración los intereses de todos los afectados, es necesario llegar a un consenso fruto de la argumentación de todos los que han intervenido.

Desde la perspectiva de la ética dialógica, la validez de una decisión moral no procede del informe objetivista de un grupo de expertos (vanguardia de la clase obrera, minoría dirigente, representantes políticos, espectadores imparciales, o técnicos especialistas...) sino de la elección que adopten los sujetos afectados por la decisión moral, únicos depositarios de su responsabilidad. Evidentemente este tipo de ética se encuentra con una dificultad: ¿Es posible encontrar una situación de diálogo en la que puedan expresarse todas las argumentaciones en posición de igualdad? Sabemos que el desarrollo de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y su uso extendido a los más diversos lugares del mundo, puede contribuir a superar este obstáculo, sin embargo el problema no reside exactamente ahí; el problema está en que si una vez conseguidas la condiciones técnicas que permitan el diálogo y el consenso,  exista la voluntad de avanzar éticamente en principios universales de valor que tomen en consideración el máximo de intereses para el máximo de afectados, incluyendo obviamente los intereses del planeta Tierra.

La necesidad de fundamentar la moral y en consecuencia la educación, ya sea en la perfección individual o en los intereses de los afectados, no puede separarse de dos elementos esenciales de la vida de los seres humanos: su experiencia personal-biográfica-histórica y la concreción de la misma en determinadas condiciones materiales de existencia. Son precisamente estos elementos, los que toma la “ética de la liberación” para establecer los criterios morales y la validez de los mismos. Lo que verdaderamente importa es que la experiencia de opresión, de violencia institucional y de injusticia acumulada a lo largo de siglos de expropiación de derechos sea desbloqueada, eliminada y liberada. De este modo, la virtud, y la validez del criterio ético, residirá en la capacidad de responder a esa experiencia concreta por la que atraviesan grandes mayorías de seres humanos.

En gran medida, se trata de una ética ontológica porque pone el acento en la presencia del otro, en la alteridad que da sentido a la existencia individual; pero también de una ética de responsabilidad social, porque es la realidad de la injusticia permanente sufrida en carne propia,  la que ilumina y alumbra la necesidad de utopía y de liberación. (DUSSEL, E.; 1980 y REBELLATO, J.L.; 2000). Obviamente aquí, el diálogo y la consideración de los intereses de los afectados no puede ser una abstracción, y habrá de constituirse como una responsabilidad social que es al mismo tiempo individual y que se funda en un imperativo categórico por el cual, bajo ningún concepto y en ninguna circunstancia, ningún ser humano podrá ser humillado, despreciado, oprimido o explotado. La liberación por tanto, no se construye en abstracto ya sea de forma especulativa, espiritualista o discursiva, sino a partir de unas condiciones concretas y sociohistóricas de opresión. Para la “ética de la liberación”, la acción no puede estar desconectada de la reflexión, por ello se hace praxis liberadora, que se expresa en la transformación de las condiciones sociohistóricas dadas, en la intervención directa sobre las estructuras políticas y sociales con objeto de cambiarlas y hacer así imposible que los seres humanos sean aplastados y violados en su humanidad.

La crisis civilizatoria en la que nos encontramos, es también la expresión de una profunda crisis ética consistente en el debilitamiento de la responsabilidad y la disminución de la solidaridad. Como señala Bauman, las sociedades y las relaciones se han hecho líquidas y con ello también las instituciones de acogida (familia, escuela, universidad, ciudad, barrio, partidos, sindicatos...), así como los dispositivos productores de sentido de etapas anteriores (educación, religión, ética, arte, sentimientos...). Por ello vivimos en un estado de inseguridad, incertidumbre y desorientación de enorme impacto para la Educación y sus instituciones (BAUMAN, Z.; 2007). De una u otra manera se han ido deshaciendo los vínculos del bucle individuo-especie-sociedad (MORIN, E.; 2006: 32); en consecuencia, una ética de la liberación, pasa necesariamente por la regeneración de este bucle y por el desarrollo y fortalecimiento de los valores de responsabilidad y solidaridad individual y colectiva. Y esto obviamente tiene unas importantísimas consecuencias para la educación, tanto en el plano de sus finalidades y de sus principios ontológicos, epistemológicos y metodológicos, como en el plano de la práctica concreta y de la responsabilidad social de educadores e instituciones educativas.

La educación ya no puede consistir en acumular conocimientos que nada dicen sobre la realidad que viven alumnos y profesores; ni tampoco puede desarrollarse con métodos contradictorios a los fines y valores perseguidos, puesto que ni se puede enseñar la democracia por métodos autoritarios, ni la justicia por procedimientos injustos. Y si los valores esenciales que la sostienen son la solidaridad y la responsabilidad, el problema ya no puede resolverse mediante paquetes curriculares especializados y descontextualizados, sometidos a tiempos limitados por criterios completamente ajenos a las necesidades humanas. Ni la solidaridad, ni la responsabilidad pueden ya enseñarse mediante lecciones magistrales y lecturas de textos y mucho menos por métodos competitivos en los que se promueve la rivalidad y el individualismo.

La primera tarea por tanto de un proceso educativo fundado en la responsabilidad y en la solidaridad, tendrá que consistir en el descubrimiento y la investigación analítica de todos aquellos factores y contradicciones que inciden o causan la deshumanización de educadores y educandos. Unos factores que habrá que buscar en el ambiente y la situación real concreta en la que existen, conviven y se desenvuelven, para seguidamente continuar con un análisis reflexivo más pormenorizado, que dé cuenta del grado de importancia de dichos factores deshumanizadores, y todo ello con el fin de devolver ese análisis a la propia comunidad, para que sea ella y sólo ella la que adopte aquellas medidas más adecuadas para su humanización.

Pero además, se trata también de liberarse de cualquier forma de paternalismo, dependencia, dirigismo, burocratismo, dogmatismo o fatalismo. Educar en la responsabilidad y en la solidaridad, exige al mismo tiempo educar en la dignidad y en la autonomía porque «Ser digno es exigir el reconocimiento como sujetos, reencontrarse consigo mismo, confiar en nuestras propias capacidades y potencialidades de vivir y luchar. La dignidad es un valor fundamental de una ética de la autonomía y de la liberación, sobre todo en un momento histórico donde la victimización y la negación de la vida trastocan todos los valores...» (REBELLATO, J.L.; 2000: 299).

Llegados a este punto y si la Educación es un proceso permanente de transformación personal y social, ligado a condiciones materiales sociohistóricas concretas, a concepciones filosóficas y propuestas culturales, así como también a experiencias de vida personal insertas en el bucle individuo-especie-sociedad, es obvio que su íntima conexión y vinculación con la Ética es muy profunda y al mismo tiempo muy ramificada o complejamente enredada. Ya sean los saberes pedagógicos, que son sobre todo saberes prácticos producto de la reflexión sobre la acción, o ya sea la conducta profesional concreta de cualquier educador, o cualquier forma de proyecto, programa o actividad curricular, o también cualquier estructura, organización o institución académica, estará irremisiblemente sustentada, alimentada o relacionada de algún modo con la Ética.

Esta es la razón por la cual ningún saber educativo o perteneciente a las Ciencias de la Educación puede ser neutral, ya que necesariamente obedecerá a valores y criterios éticos que son los que justifican y explican los motivos últimos de los hechos educativos. No existe pues una Educación neutral, aséptica y libre de valores, por ello cuando se habla de “Educación en Valores” estamos de alguna manera dando por supuesta la posibilidad de existencia de una educación sin valores, lo cual es sin duda un aberrante contrasentido. La Educación es, pues, de naturaleza Ética y por ello necesariamente también de naturaleza Política (FREIRE, P.; 1990), y esto significa que toda pedagogía, o toda forma de pensar y hacer Educación, implica al mismo tiempo una pedagogía de la conciencia y del compromiso, de la reflexión y de la acción, o de la convicción y la encarnación, lo cual exige plantearse al menos tres grandes y ambiciosos objetivos generales:

1. Hacer posible que las personas asuman personal y colectivamente la responsabilidad de desarrollarse como seres humanos, de mejorar y aumentar su nivel de humanización,  y esto implica necesariamente, como nos enseña Edgar Morin, nuevos saberes educativos tales como enseñar y aprender la condición y comprensión humana, nuestra identidad terrenal, la ética del género humano así como la toma de conciencia de nuestras cegueras y errores (MORIN, E.; 1999).

2. Denunciar todo intento manipulador, autoritario, adoctrinador o adormecedor de nuestras conciencias. Impedir que se nos engañe, se nos mienta o se nos oculten las situaciones deshumanizadoras y las causas que las originan. Favorecer la expresión de alternativas, opciones, propuestas porque lo esencial no está en denunciar, sino en anunciar y posibilitar lo que todavía no es visible pero es perfectamente probable a partir de nuestro esfuerzo y compromiso, o como decía Freire: «La cuestión está en cómo transformar las dificultades en posibilidades» (FREIRE, P.; 1997: 63).

3. Aprender una metodología del conocimiento, que se haga y rehaga a sí misma en permanente diálogo de acción y reflexión con la realidad en la que intervengo y con los demás con los que convivo, coopero y me solidarizo. Una metodología que sea coherente con la Ética de la justicia y la Ética del cuidado o con la dimensión política y compasiva del amor, como diría Esteban Velázquez. Una metodología  que apunte a la transformación profunda de nuestras formas de sentir, pensar y hacer. Una metodología dirigida a la transformación y el desarrollo integral de todas las dimensiones de nuestra conciencia, asumiendo creadoramente el hecho de que somos seres insertos permanentemente en la dinámica individuo-naturaleza-sociedad, y que por tanto trabaja y se esfuerza en restaurar las separaciones producidas por las cegueras del conocimiento e intenta construir una nueva visión más acorde con las necesidades de la vida.

Por todas las razones y argumentos que hemos brevemente esbozado, la Educación que necesitamos para este momento que nos ha tocado vivir requiere de un cambio de paradigma, de una reforma paradigmática, de una “reforma planetaria de las mentalidades” (MORIN, E.; 1999: 57), de un cambio de concepciones y de prácticas capaces por un lado de cooperar en el aumento del bienestar de todos los seres humanos sin exclusión, pero también capaces de construir un mundo, una sociedad o una comunidad local más humana y fraterna.

Necesitamos de una reforma paradigmática de la educación (MORAES, M.C.; 1997 y MORIN, E.; 2000) y esto significa que las transformaciones y cambios que los sistemas educativos del presente deben afrontar no son exclusivamente de naturaleza curricular, organizativa, tecnológica o metodológica, sino sobre todo de carácter ético y estético, puesto que no solamente necesitamos de seres humanos dotados para el conocer, el hacer o el producir, sino sobre todo de personas capaces de vivir, convivir y amar (BATALLOSO, J.M.; 2006: 337). Consecuentemente, aunque la realidad nos muestre que las relaciones y vínculos entre Ética y Educación están pasando por una época de crisis o por una perniciosa y peligrosa desvinculación, lo cierto es que la Educación tiene que volver a situar de una forma nueva y creadora a la Ética como fuente permanente de carácter ontológico, epistemológico y metodológico.

 

 

 

 

3. Hacia un nuevo paradigma educativo.

 

Dice Fritjof Capra en su conocida obra «El punto crucial», que el pensamiento científico y social dominante está caracterizado todavía por la influencia del paradigma mecanicista cartesiano/newtoniano; un paradigma que ha conformado una visión de la naturaleza y de la historia sustentada en la dominación del planeta Tierra y de las personas a través de la fuerza y la violencia. Sin embargo, para garantizar la sostenibilidad y la supervivencia de nuestro pequeño planeta es necesario fundar nuevas visiones más acordes con el funcionamiento de los sistemas vivos.

Hace falta un equilibrio y una armonía capaces de integrar las fuerzas que sostienen la vida humana en sus más amplios sentidos. De una parte habrá que limitar las fuerzas de autoafirmación que conforman el pensamiento analítico, fragmentario y lineal que ha generado el actual modelo civilizatorio, fuerzas que se expresan en la competitividad, la agresión y la violencia y que caracterizan también al modelo patriarcal de convivencia y relaciones sociales. Y de otra, habrá que promover las fuerzas que sostienen la integración en la naturaleza y que alimentan la convivencia social, que son las que conforman el pensamiento global, complejo y creativo, las únicas que pueden ser capaces de hacer emerger la cooperación, la ternura y la paz.

Para Capra, la distinción que hizo Descartes entre la mente y el cuerpo ha fundado toda la civilización occidental instaurando todo un mundo de separaciones. Se nos ha enseñado a cada uno de nosotros a pensar como individuos aislados, lo que nos ha llevado a privilegiar el trabajo intelectual sobre el trabajo manual, produciendo también la sobrevaloración del pensamiento racional y analítico en detrimento del pensamiento intuitivo y sintético (CAPRA, F.; 1986: 52-63).

De lo que se trata entonces, siguiendo este razonamiento, es de conseguir una nueva visión más integradora y global que sea capaz de incluir la conciencia humana y los valores éticos en la observación, descripción y transformación del mundo, visión que nos permitiría afrontar los cinco cambios fundamentales que según Capra caracterizan el nuevo paradigma científico, y para nosotros también el educativo (CAPRA, F.; 143-165):

 

1. El cambio de la parte al todo. En el paradigma cartesiano/newtoniano se cree que la dinámica y el funcionamiento de cualquier sistema complejo pueden comprenderse a partir de las propiedades de las partes. Por el contrario en el nuevo paradigma, la relación entre las parte y el todo se invierte, en el sentido en que las propiedades de las partes únicamente pueden comprenderse a partir de la dinámica del todo. En última instancia, no existen las partes, lo que denominamos una parte no es más que la configuración de una red indivisible de relaciones. A efectos educativos, ya no podemos educar al individuo aislado, ni mucho menos en capacidades exclusivamente cognitivas. Habrá necesariamente que afrontar la tarea de educar a la persona entera en todas sus dimensiones y potencialidades, pero especialmente en su relación con los demás, en sus posibilidades de vinculación y de desarrollo comunitario. Paralelamente los contenidos escolares de aprendizaje no pueden seguir siendo abordados desde las estrechas perspectivas de las disciplinas; será necesario abordar nuevas formas de gestionar y desarrollar el currículum y la organización escolar, más globales, creativas e integrales, con mayor capacidad para comprender las relaciones, el dinamismo y la complejidad de los fenómenos.

 

2. El cambio de la estructura al proceso. En el viejo paradigma se piensa que existen estructuras y pilares fundamentales, así como fuerzas y mecanismos a través de los cuales éstas interactúan, dando nacimiento así a procesos. En el nuevo paradigma cada estructura es tomada como la manifestación de un proceso subyacente, ya que toda red de relaciones es intrínsecamente dinámica. Frente a la tradición burocrática del aprendizaje que todo lo reduce a la liturgia de las acreditaciones, a la rutina de los exámenes, habrá que buscar estrategias educativas más coherentes con el desarrollo personal y comunitario y más capaces de garantizar el diálogo, la comunicación, el ejercicio democrático y la continua reflexión y acción sobre los procesos educativos que se viven a diario, que son en última instancia los que prefiguran el fin anunciado.

 

3. El cambio de la ciencia objetiva a la “ciencia epistémica”. El paradigma mecanicista considera que las descripciones científicas son objetivas, independientemente del observador humano y del proceso del conocimiento. Opuestamente, el nuevo paradigma parte de que la epistemología es parte esencial del proceso de descripción y explicación de la realidad. Si hasta ahora las ciencias de la educación han intentado buscar un espacio de diferenciación epistemológica que hiciera posible su identidad como ciencia, ahora el problema no reside en obtener garantías de legitimidad, sino en buscar cooperativa y reflexivamente nuevos caminos más coherentes con las necesidades reales de los seres humanos. No se trata, pues, de refundar un nuevo conocimiento, sino de construirlo colectivamente a partir de implicaciones sociales, políticas y culturales en las que participan todos los sujetos sin excepción, lo que significa asumir que todo proyecto educativo es al mismo tiempo un proyecto político a construir por todos los afectados. Se trata de hacer visible en lo cotidiano y en la creación de nuevas formas de conocimiento pedagógico el legado de Paulo Freire cuando nos dice que «nadie educa a nadie y nadie se educa solo, todos nos educamos en comunión».

 

4. El cambio de la construcción a la red como metáfora del conocimiento. El paradigma mecanicista puede ser comprendido a partir de la metáfora del relojero o del arquitecto: la realidad puede ser conocida a través de sus diferentes elementos que se relacionan entre sí mediante leyes básicas, principios básicos y estructuras fundamentales. Un modo de comprensión que ha sido utilizado en la ciencia y la filosofía occidentales por miles de años, de tal manera que cuando se daban cambios de paradigma se hundían los cimientos del conocimiento. Por el contrario, si la realidad se percibe como una red de relaciones, nuestras descripciones también forman una red interconectada que representa los fenómenos observados. En tal red no existen jerarquías ni bases fundacionales. Cambiar de la construcción a la red también implica abandonar la idea de las ciencias físico-naturales como el ideal con relación al cual se modelan y juzgan todas las demás ciencias, y como la fuente principal de metáforas para el conocimiento de la realidad. Esta nueva dimensión epistemológica necesariamente llevaría a las ciencias de la educación a concebir nuevas formas de aprendizaje inter, multi y transdisciplinares, porque ya no habría a partir de este principio materias blandas o materias duras, sino que todas las disciplinas tendrían su lugar en la red curricular, y todas jugarían un papel indispensable en el desarrollo personal y comunitario.

 

5. El cambio de la verdad a las descripciones aproximativas. El paradigma cartesiano se basa en la convicción de que el conocimiento podía lograr la certeza absoluta y final. De forma opuesta, el nuevo paradigma reconoce que todos los conceptos, teorías y descubrimientos son limitados y aproximativos y que la ciencia nunca puede aportar una comprensión completa y definitiva de la realidad. Si la objetividad científica no existe, si todo conocimiento es provisional, nuestro conocimiento pedagógico no puede dar nada por definitivo ni por sentado. Será entonces la acción reflexiva éticamente informada la que señalará el camino del trabajo educativo, y de la que obtendremos el conocimiento pedagógico necesario para seguir respondiendo de forma concreta a los problemas que se nos presenten en nuestro diario quehacer.

Está emergiendo, pues, un nuevo paradigma educativo que considera la interconexión de todos los problemas y necesidades educativas; las relaciones y conexiones de los procesos de enseñanza-aprendizaje, de orientación-desarrollo y vitales-espirituales, con los contextos específicos y globales en los que se realizan; la importancia y la influencia cada vez mayor de las redes de construcción de conocimiento que surgen gracias a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación; el papel activo de los sujetos que intervienen en los procesos; la caducidad y transitoriedad de los conocimientos y teorías. Un nuevo paradigma en el que la educación y sus procesos no puede ser considerada ya como un sistema cerrado, uniformado y reducido a las burocracias escolares, sino que por el contrario se constituye y auto-organiza como un sistema abierto, lo que se constata en que no solamente aprendemos a partir de lo planificado curricularmente, sino también a partir de la experiencia y de la acción, por lo que estamos siempre ante procesos interminables, en los que el principio y el final nunca están predeterminados (MORAES, Maria C.; 1997: 99).

Un nuevo paradigma educativo, que como señala la profesora Maria Cândida Moraes, considera al ser humano en su integridad, en su multidimensionalidad y en su unidad, al mismo tiempo que lo sitúa vinculado a su contexto a partir del cual pueden generarse nuevas, originales y creativas posibilidades de desarrollo. Un nuevo paradigma que es al mismo tiempo constructivista, interaccionista, sociocultural y trascendente (MORAES, M.C.; 1997: 197-207), pero también sociopolítico, fundado en la Ética de la justicia y en la Ética del cuidado, orientado desde y hacia la responsabilidad social y planetaria de cada individuo y de las instituciones formativas, educativas y académicas, de forma que ayude a educandos y educadores a transformar el mundo al mismo tiempo que se transforman a sí mismos «…creando ambientes educativos que extrapolen las cuestiones pedagógicas, que busquen el entendimiento de la condición humana, la preparación del ciudadano para ejercer su ciudadanía, para una participación más responsable en la comunidad local y planetaria, teniendo como prioridad el cultivo de valores humanitarios, ecológicos y espirituales, Maria C.; 1997: 109-112).

 

 

4. Aprender a comprometerse.

 

La educación para este momento presente, para el siglo XXI y para crear las condiciones que hagan posible la emergencia de una nueva civilización, exige necesariamente un cambio paradigmático. Exige un cambio de visiones y acciones que integre cambios ontológicos, epistemológicos y metodológicos cuya finalidad sea la transformación personal asociada e indisolublemente unida a la transformación social y a la modificación de nuestras relaciones y vínculos con la Naturaleza.

Necesitamos un nuevo paradigma educativo capaz de poner en marcha en las instituciones escolares, académicas y profesionales, cambios profundos, cambios de carácter pedagógico, curricular, metodológico, evaluativo, organizativo, profesional, cultural, sociopolítico, pero especialmente cambios de naturaleza práctica, ética y espiritual. Se trata de construir a través de la Educación, una «cultura psíquica» o «autoética» capaz de enfrentar «el problema ético central para cada individuo, que es el de su  propia barbarie interior» y esto exige considerar nuevos fines y prácticas educativas tales como «1) La ética de sí a sí que comporta autoxamen, autocrítica, honor, tolerancia, práctica de la recursión ética, lucha contra la moralina, resistencia al talión y al sacrificio del prójimo, un hacerse cargo responsable. 2) Una ética de la comprensión con la consciencia de la complejidad y las derivas humanas, con la apertura a la magnanimidad y a1 perdón. 3) Una ética de la cordialidad con cortesía y civilidad. 4) Una ética de la amistad. Una ética de sí a sí que desemboca naturalmente en una ética para el prójimo y que exige a la vez “trabajar para bien pensar” y  “para bien pensarse” la integración del observador en su observación, la vuelta sobre sí para objetivarse, comprenderse y corregirse constituyen a la vez un principio de pensamiento y una necesidad ética» (MORIN, E.; 2006: 101 y 102).

Se trata de un nuevo tipo de educación basada en la responsabilidad individual y social. Una educación que se nutre del proceso permanente de toma de conciencia sobre nuestro balance de coherencia personal, que al arrancar de lo más sencillo, de las pequeñas cosas, de lo más fácil, llega así, en dialéctica con la realidad, a lo más complejo, difícil y estructural. Y es a este proceso de construcción de la responsabilidad, que va más allá del aprendizaje de nociones axiológicas abstractas o puramente emocionales, al que puede llamarse propiamente Educación. Una Educación que supone la construcción del propio proceso de maduración personal, porque es en los procesos de autonomía, empoderamiento y responsabilidad como únicamente pueden recuperarse coherentemente el valor de lo subjetivo, lo sentimental y lo espiritual.

En una sociedad neurótica, presa de numerosas psicopatologías (BATALLOSO, J.M.; 2012a) y en plena exaltación de la ética indolora y del crepúsculo del deber (LIPOVESTSKY, G.; 2002), necesitamos más que nunca de una educación liberadora, que esté dirigida tanto a liberarnos de nuestras opresiones externas e internas, como a dotarnos de conciencia y voluntad para establecer aquellos límites que no podemos en ningún caso rebasar. Hablar de educación liberadora y de saberes educativos para el siglo XXI y para una nueva civilización, no es pues sólo una cuestión de puntuales cambios individuales y sociales, sino sobre todo una cuestión de responsabilidad personal, social, comunitaria y planetaria que, repetimos, arranca de lo más simple, sencillo, humilde o fácil, que siempre encontramos en el metro cuadrado que pisamos y en el momento presente de nuestra existencia cotidiana. El aprendizaje de la responsabilidad y el compromiso, en el sentido de asegurar el libre ejercicio de la autonomía y la voluntad, a estas alturas del siglo XXI, es más una cuestión de supervivencia que un asunto exclusivamente pedagógico. Por ello, uno de los saberes para la educación para una nueva civilización y tal vez el más indispensable, dado que sin él todos los demás se diluyen, sea precisamente éste, el de aprender a comprometerse y a ser responsable.

En el aprendizaje de la responsabilidad y el compromiso, existen al menos cinco grandes corrientes pedagógicas o tradiciones metodológicas:

 

1. Inculcación y adoctrinamiento. Las que ponen el acento en la transmisión de principios y normas, mediante la intervención directa en los procesos de socialización que estimulan la aceptación incondicional de  valores y reglas. Se basan en procedimientos de transmisión caracterizados por la obediencia a la autoridad formal que procede de jerarquías que patrimonializan supuestas verdades indiscutibles y reveladas. El papel del sujeto que aprende mediante estos procedimientos, es por lo general pasivo y sin participación en el proceso de aprendizaje y sin que los principios y normas puedan ser criticados o sometidos a evaluación sosegada y rigurosa.

 

2. Desarrollo moral. Las que colocan el centro de atención en la idea de desarrollo moral entendido como evolución o maduración del razonamiento y/o del juicio moral. Se corresponden con las teorías de Piaget y Kholberg, y reducen el acto voluntario a un proceso de deliberación cognitiva interior del que supuestamente se derivará por pura lógica, la conducta cuya motivación siempre progresa desde la heteronomía a la autonomía moral.  Se basan en procedimientos de reflexión, deliberación, discusión y diálogo sobre dilemas morales, procedentes de situaciones hipotéticas o reales en los que hay que optar por determinados valores que se corresponden con  niveles de desarrollo moral cada vez más integradores, y que evolucionan desde una moral heterónoma, individual y de la obediencia hasta una moral autónoma, social y de la desobediencia entendida como obediencia a principios universales de valor. El énfasis se coloca en el desarrollo cognitivo y en la deliberación argumentativa olvidando en gran medida que la interiorización de valores y principios éticos se produce como consecuencia de la interiorización transformadora de vivencias en experiencias de aprendizaje.

 

3. Clarificación de valores. Cuando el énfasis se pone en la idea de libertad y de neutralidad, entendida como capacidad de autopercibir, clarificar y elegir reflexivamente aquellos valores en los que fundamentamos nuestras decisiones y conductas, independientemente de que los mismos puedan estar más o menos justificados mediante criterios éticos. Están basadas en las aportaciones  de Rahts, Harmin y Simon y su enfoque es también de carácter cognitivo, dado que el énfasis se coloca en el proceso de toma de decisiones y en el análisis de ventajas e inconvenientes de las mismas. Se basan igualmente en procedimientos discursivos y argumentativos, pero a diferencia de la corriente del desarrollo moral, la clarificación de valores se mantiene en la neutralidad en cuanto que no pretende hacer evolucionar al sujeto hacia niveles más integradores de desarrollo moral, sino sencillamente ayudar al sujeto a que visualice mejor las opciones que tiene para decidir libremente.

 

4. Formativo-evolutiva. Aquellas cuyo enfoque se basa en la idea de aptitud y en la necesidad de facilitar la adquisición de actitudes, hábitos y virtudes, desde las primeras etapas del desarrollo y que consideran la educación ético-moral como promoción formativa orientada al desarrollo de aptitudes y hábitos virtuosos. Parten del principio aristotélico de que la virtud se adquiere ejercitándola y por tanto procuran proporcionar al sujeto que aprende, experiencias y actividades formativas en las que mediante su realización, compromiso y participación se puedan experimentar valores y principios éticos.

5. Liberadora. Cuando lo que sobresale en las actuaciones educativas es el esfuerzo dirigido a despertar la conciencia crítica de enseñantes y aprendientes para desvelar y analizar su situación existencial y vital, así como las contradicciones y problemas de su contexto social concreto, con el objetivo de comprometerse en la transformación del mismo en la perspectiva de alcanzar cotas cada vez mayores y mejores de dignidad y justicia. Aquí se encuentran todas las corrientes que giran en torno al paradigma de Educación Popular y Liberadora de Paulo Freire, que acentúan la naturaleza política y la responsabilidad social de la Educación en la tarea de hacer y construir un mundo más justo, fraterno y solidario. Como es obvio, para este asunto tan transcendental de aprender a comprometerse y a ser responsables y solidarios, necesitamos de una integración crítica de todas las aportaciones existentes, y en este sentido no podemos en ningún caso olvidar que el aprendizaje del compromiso y la responsabilidad se favorece o dificulta mediante la presencia o ausencia de procesos o hechos como los siguientes:

1. La estimulación o influencia positiva producida por ambientes y climas psicosociales cálidamente afectivos y acogedores, capaces de estimular y reforzar pensamientos y conductas positivas y basadas en motivaciones intrínsecas.

2. El aprendizaje por modelamiento o mediante el influjo de testimonios vividos y experimentados con personas emocional y socialmente significativas para el aprendiz, que de una forma explícita, consciente e intencionada, o implícita e involuntaria, muestran, condicionan, influyen y de alguna manera inducen a la imitación de conductas y posteriormente a la interiorización de valores.

3. El condicionamiento mediante premios y castigos o con motivaciones extrínsecas, que puede producir aparentes resultados positivos inmediatos, pero que a la larga provocan sentimientos de angustia, culpabilidad y dependencia que incapacitan al aprendiz para el ejercicio de la autonomía y la libertad, bien por miedo a tomar decisiones o por apego y dependencia de alguna autoridad personal o institucional que le guíe y lo libere de la ansiedad y el miedo a la libertad.

4. La necesidad de establecer conexiones y vinculaciones entre la conducta y sus consecuencias, o la conciencia de la relación entre la acción y sus efectos, comprendiendo que esta relación se configura y expresa no exclusivamente en consecuencias inmediatas o reactivas, sino también en retroacciones, recursiones y también mediante el principio de ecología de la acción.

Para José Antonio Marina, el aprendizaje de la responsabilidad de nuestros actos y decisiones, o para lo que llama «educación de la voluntad», requiere al menos adquirir cuatro hábitos esenciales sin los cuales no es posible conseguir un carácter lo suficientemente sólido y maduro para tomar decisiones y asumir sus consecuencias. Estos cuatro hábitos son (MARINA, J. A.; 2004: 146-151):

1. Inhibir el impulso. Ser capaz de bloquear la acción en el mismo momento en que el sujeto se siente impulsado a realizarla. Se trata de no dejarnos llevar por nuestros deseos imperiosos o nuestras emociones, siendo capaz de resistir la potente energía del estímulo. Más que de una autorrepresión,  se trata de un cortocircuito necesario para no permitir que nuestros impulsos se conviertan inmediatamente en actos. Se trata de abrir un espacio que aunque en principio resulta muy pequeño, puede terminar por expandirse dando cabida a otras posibilidades, que aunque no necesariamente conduzcan a la acción adecuada, al menos permite visualizar la existencia de un hueco por el que pueden penetrar opciones diferentes a las de satisfacción del impulso.

2. Deliberar. Una vez bloqueada la acción, se trata de aprovechar la parada para visualizar o darse cuenta de las ventajas e inconvenientes de la acción que íbamos a ejecutar. Es por tanto una especie de anticipación del futuro, un acto de imaginación en el que utilizamos la información y los conocimientos de los que disponemos. De alguna manera es un proceso de creación, investigación y evaluación. Como dice Marina «deliberar es inventar las alternativas, o al menos buscarlas entre los guiones de acción que hemos aprendido o que nos brinda nuestra cultura. Por eso deliberar supone buscar…» (MARINA, J.M.; 2004: 147).

3. Decidir. Es la raíz y la base del acto de autodeterminación, es decir, ser capaz de optar, no sólo mentalmente o potencialmente, sino efectiva y realmente por la alternativa que se ha considerado más satisfactoria ejecutando la decisión. Se trata de una especie de salto, en el que hacemos real lo que la deliberación nos ha presentado como ideal y que no necesariamente obedece en exclusiva al proceso de deliberación, sino que puede verse condicionado o inducido por otros motivos.

4. Ejecución del Proyecto. Es comenzar la acción o acciones que conducen a las metas deseadas en el proceso de deliberación y que fueron interferidas por los impulsos iniciales y han iniciado ya el camino de realización mediante la decisión. Para ello se considera que es necesario desarrollar tres capacidades esenciales: la capacidad de retrasar la recompensa o de mediatizar el deseo, la capacidad de tolerar errores, frustraciones y fracasos, y sobre todo la capacidad de soportar y sostener el esfuerzo.

Como dice Marina «la voluntad no es un misterio, es un hábito fuerte, aprendido, para inhibir la motivación, movilizar recursos cognitivos, apelar a un criterio superior de evaluación, comparar y aceptar o rechazar. La voluntad se mantiene sobre un núcleo duro: el hábito de obedecer a una norma propia que funciona además como criterio de evaluación. » (MARINA, J.M.; 2004: 150).

 

 

5. Ética, educación y espiritualidad.

 

La propuesta de José Antonio Marina es sin duda muy útil para aprender a ser responsable, educar la voluntad, tomar decisiones de forma no reactiva y aprender a ser coherentes con motivaciones intrínsecas y valores éticos. Sin embargo, lo que esta propuesta no nos aclara es el complejo y misterioso procedimiento por el cual, aun habiendo movilizado todos los recursos cognitivos a nuestra disposición y los criterios que fundan nuestras decisiones, y aun viendo perfectamente claras las ventajas e inconvenientes de nuestros actos, los seres humanos volvemos caer en los mismos errores. Errores unos, producto de la indolencia, la apatía, el aburrimiento o el hastío, otros como consecuencia de nuestra deliberada persistencia en dar rienda suelta al impulso o al deseo, pero ambos reflejo de nuestra compleja y misteriosa condición humana que siempre encuentra mil y una formas de racionalización y justificación que los disfrazan hasta el punto de llegar a ser considerados convincentemente como aciertos.

¿Qué es lo que falla entonces? ¿No será que no podemos identificar con precisión las auténticas causas de nuestra conducta, dado que nuestra compleja condición humana es una mezcla inexplicable de contradicciones irresolubles? ¿No será que somos seres impredecibles imposibles de ser reducidos a automatismos y a esquemas simples del tipo conductista estímulo-respuesta? ¿Acaso no somos seres tricerebrados en los que el impulso instintivo procedente de nuestro cerebro reptiliano, se mezcla complejamente con nuestro cerebro sensible, afectivo y amoroso en el que están grabadas también nuestras experiencias, sombras y hábitos del corazón, al mismo tiempo que con nuestra razón y cognición? De la misma manera que la Ética no es suficiente para ser ético como nos dice Esteban Velázquez, creemos que tampoco son suficientes los procedimientos que a modo de receta o de excelentes consejos procuran ayudarnos a conformar un carácter firme y una voluntad fuerte. A menudo ignoramos que el propio hecho de ser humanos nos hace vulnerables, contingentes, impredecibles y siempre abiertos a la posibilidad de cometer errores en cualquier momento, aunque hayamos llevado largos años de voluntarioso y firme esfuerzo por ser responsables y comprometidos. Como dice Ernesto Sabato «...La dura realidad es una desoladora confusión de hermosos ideales y torpes realizaciones, pero siempre habrá algunos empecinados, héroes, santos y artistas, que en sus vidas y en sus obras alcanzan pedazos de lo Absoluto, que nos ayudan a soportar las repugnantes relatividades...» (SABATO, E.; 1999: 35). Necesitamos pues, también, investigar y profundizar en esas razones, motivos e intuiciones que están en la base tanto de conductas amorales e inmorales, como de conductas plenamente bondadosas, amorosas y éticamente excelsas. De aquí que coincidamos plenamente con Edgar Morin en afirmar la imprescindible, sumamente necesaria y urgente enseñanza de la condición humana. (MORIN, E.; 1999).

Aprender a ser responsables, no sólo exige un buen método para proceder en nuestras deliberaciones y decisiones, sino también la puesta en escena de nuestra condición humana, que es sapiens/demens, pero también racional, cognitiva, emocional, afectiva, amorosa, espiritual, al mismo tiempo que social y de religación. Nos hace falta pues, una ética de la religación total que implica a su vez, una ética del reconocimiento del otro, una ética de la tolerancia, de la cortesía como respeto al prójimo, una ética de la libertad y una ética de la afectividad y el amor (MORIN, E.; 2006: 113-121). Pero también una ética de la comprensión humana que nos permita  «…Reconocer el error, el descarrío, el delirio ideológico, las derivas. Comprendernos a nosotros mismos, reconocer nuestras insuficiencias, nuestras carencias, sustituir la consciencia suficiente por la consciencia de nuestras insuficiencias. Argumentar refutar, en lugar de excomulgar y anatemizar en el conflicto de ideas. Resistir al talión, a la venganza, al castigo, que tan profundamente escritos están en nuestras mentes. Resistir a la barbarie interior y a la barbarie exterior, en particular en los periodos de histeria colectiva…» (MORIN, E.; 2006: 134).

Para aprender a ser responsables y a comprometernos con nosotros mismos, con los demás y con el metro cuadrado que cada uno ocupamos, no son suficientes los preceptos y los códigos éticos. Necesitamos ir mucho más allá y sin prisas, porque el motivo fundamental que nos moviliza no puede ser la obediencia a una voluntad extrínseca, sea divina o sea política; ni tampoco la seguridad de que nuestra tarea o nuestros sueños más deseados vayan a tener éxito en cualquier momento, porque eso es ignorar que el fracaso forma parte de la condición humana y que cuando se busca ansiosamente la inmediatez de resultados a base de instrucciones y sin las dosis necesarias de crítica y autocrítica, paciencia, perseverancia y humildad, se está abocado  irremisiblemente al hundimiento total (VELÁZQUEZ, E.; 2013).

Creemos que el motivo principal que funda nuestros esfuerzos, nuestros sacrificios y nuestra persistencia en el compromiso transformador y en la responsabilidad individual y social, siempre nace de nuestro centro personal más profundo, íntimo y singular; siempre brota y fluye del pathos y no del logos, como nos dice Leonardo Boff: «…el corazón es el centro del ser humano, el centro que unifica el espíritu, la mente, el cuerpo, el corazón que siente y vibra, sufre, ama (…) Lo más profundo no es ni la inteligencia, ni la voluntad, lo más profundo del ser humano es el afecto, es la capacidad de afectar, de sentir, es el pathos, no el logos (…) Tener corazón es tener esa capacidad de sentir al otro, capacidad de indignarse, llenarse de la iracundia sagrada de los profetas y decir eso no es posible, que haya una humanidad en la cual el 20 por ciento de la misma consume el 80 por ciento de todos los recursos de la tierra, eso no es digno, eso no es humano (BOFF, L.; 2008: 40).

El compromiso, o es un  hábito que nace y se desarrolla a partir del corazón, de nuestra estructura emocional y de los rincones más profundos de nuestro ser, o no puede sostenerse ni mantenerse en el tiempo. Se trata de «…una llamada que tampoco es extrínseca a mi naturaleza o estructura personal, sino que es el sentimiento más noble que nace en mi interior y que no encuentro otra palabra para definirlo que la palabra amor o sentimiento solidario. Es una llamada interior que me impulsa a convocar o convoca a la búsqueda desinteresada del bien de mis semejantes, de todo ser humano, especialmente el más sufriente y excluido. Por ese mismo impulso me siento convocado a luchar para cambiar todas aquellas estructuras sociales y políticas de las que dependen en buena medida la felicidad o el sufrimiento de esos seres que creo amar…» (VELÁZQUEZ, E.; 2013).A partir de aquí, creemos que el problema del aprendizaje de la responsabilidad y del compromiso es irresoluble si no va acompañado del aprendizaje de la condición humana, si no está integrado en un proceso de desarrollo integral y expansivo de nuestra conciencia que implique aspectos tales como el autoconocimiento, el trabajo de la sombra, el trabajo del ego, el desarrollo de nuestra sensibilidad estética y compasiva, así como de nuestras relaciones de afecto, cariño, amistad y amor con nuestros semejantes y también, la conciencia de nuestra vulnerabilidad y nuestras contingencias siendo capaces de afrontar el dolor y el sufrimiento (BATALLOSO, J.M; 2011).

Y todo esto, no nos parece posible conseguirlo si no está todo integrado y atravesado por el reconocimiento de que somos seres espirituales y que la dimensión espiritual ha sido por lo general la gran olvidada de nuestras instituciones educativas, tanto por haber sido sustituida por aprendizajes puramente procedimentales y utilitarios, o por sucedáneos en forma de dogmas religiosos o de verdades supuestamente reveladas enseñadas o impuestas a base de inculcación y adoctrinamiento.

Dice Lipovetsky, que el siglo XXI es el tiempo de la multiplicación y proliferación de nuevas formas de espiritualidad y religiosidad, de nuevas terapias psicoespirituales dirigidas a la consecución del equilibrio, la armonía y el bienestar psicológico, de lo cual dan muestra la infinita variedad de terapias psicofísicas y psicoesotéricas, o la explosión de nuevas formas de espiritualidad e incluso de nuevas religiones de reciente creación que en muy corto espacio de tiempo consiguen un gran número de adeptos y un ingente patrimonio económico. Tanto en los países opulentos de Occidente, como en los países empobrecidos, vivimos tiempos de suavidad, equilibrio, búsqueda de armonía psicofísica, de bienestar y salud corporal y emocional en los que emergen multitud de empresas que venden la alegría, la felicidad individual y una ansiada paz interior acompañada de numerosos ritos, fórmulas y “nuevos sacramentos” que suavizan y aligeran la carga de estrés y sufrimiento, de vacío existencial y sinsentido que la posmodernidad y el nuevo desorden flexible, dinámico y adaptado a la singularización y diferenciación del mercado, han originado (LIPOVETSKY, G.; 2007: 334).

Lo que resulta también sorprendente es que este tipo de espiritualidad light o de «microutopía espiritual» que Lipovetsky denuncia, o esta nueva ola posmoderna del new age que preconiza el “estar bien” mediante el aislamiento, la abstracción, la meditación y el consumo de todo tipo de psicoterapias y productos esotéricos, donde precisamente más abunda, es en las clases medias y altas. Son los grupos y capas sociales de un cierto poder adquisitivo, las que movidas por su vacío y frustración existencial buscan afanosamente islotes de paz y de buena conciencia, puesto que las grandes mayorías no disponen de la capacidad para pagar los variados gurús y exquisitos centros de relajación, spa, meditación que prometen la felicidad. Se trata pues de una huida, de una compleja racionalización que por la vía del psicologismo y la espiritualización intenta justificar la dimisión y la abstención de los problemas comunitarios, locales y nacionales, propiciando de una forma más o menos directa la despolitización y la ausencia de responsabilidad social e individual ante las graves injusticias que afectan a las grandes mayorías de nuestra sociedad y de nuestros contextos locales. Y también de una fragmentación, de una reducción que aunque paradójicamente se presenta como holística, integral o transdisciplinar, desintegra, no sólo nuestra capacidad de conectar con lo sagrado que cada ser humano contiene, sino que minusvalora y margina nuestro compromiso social, ético y político al reducir la espiritualidad a una mero estado orgiástico de percepción, o a un sencillo mapa que en nada se corresponde con la vitalidad y la complejidad del ser humano y de la realidad.

Por el contrario, las clases populares, las condenadas al desempleo, las de bajos salarios, las que viven en la precariedad, la inseguridad y la incertidumbre de no saber qué van a comer o cómo van a vivir el día o en el mes siguiente, optan por otra vía para buscar el alivio de sus sufrimientos. O bien deciden volver a las viejas tradiciones religiosas milagreras y opiáceas que se rearman de nuevo con viejos dogmas y ropajes; o bien deciden abrazar incondicionalmente a cualquier flautista de Hamelín que les prometa la felicidad a corto plazo y bajo costo; o sencillamente se entregan fervorosamente al circo mediático de los grandes espectáculos de masas, consiguiendo así la cuota de identificación y de sentimiento de pertenencia y normalidad necesarios para ir soportando las contrariedades, dificultades y penurias de su vida cotidiana.

El extraordinario florecimiento de las tecnologías esotéricas, espiritualistas,  psicologistas y de autoayuda, asociadas al carácter hirperconsumista de nuestra época, ha contribuido en gran medida a llevarnos a un tipo especial de dimisión, abstención y desvinculación de la comunidad, del contexto social inmediato en que existimos y de nuestra responsabilidad social y política. Ha conseguido que olvidemos e incluso despreciemos, a aquel sujeto fuerte de antaño, de convicciones profundas, de lealtad insobornable a causas nobles, de firmeza y valentía ante el reto de afrontar dificultades y situaciones injustas, para sustituirlo por un sujeto débil, terriblemente asustado por sus conflictos internos y egocéntricos, aterrado por sus enfermedades y dolencias físicas, abrumado por su responsabilidad social y por las exigencias y compromisos de sus vinculaciones y relaciones con los demás. Un sujeto débil, refugiado en un mundo interior que le proporciona una singular sensación de serenidad y tranquilidad, que confunde con la auténtica paz que los grandes maestros como Gandhi, Luther King, Pedro Casaldáliga, Desmond Tutu, Teresa de Calcuta, Monseñor Romero o Ignacio Ellacuría, entre otros, nos han enseñado.

Este tipo de sabiduría light, esta espiritualidad de andar por casa que compra libros de autoayuda y meditación sin practicarlos; que acude a cursillos para vivir experiencias orgiásticas y alucinatorias; o que asiste sometida al encanto seductor de gurús y grandes sacerdotes laicos y religiosos, es la que a la postre nos hace caer en una de las tal vez más peligrosas psicosociopatías. La psicosociopatía de creer que únicamente con el cambio mental de percepción de la realidad o con el desarrollo de nuestra conciencia individual es posible alcanzar el paraíso terrenal y la felicidad perenne. Una enfermedad social que por lo general se nutre de pensamiento mágico, de conciencia ingenua, de ausencia de pensamiento crítico y de un profundo e intenso miedo a ser uno mismo con todas las consecuencias. Liberarse, pues, del miedo en todas sus formas, tal vez sea el más fundamental y transcendente de los caminos para comenzar a despertar e iniciar nuevamente el proceso-proyecto permanente de nuestra propia liberación personal, comunitaria, social y planetaria (BATALLOSO, J.M.; 2012a).

Estos argumentos nos llevan a considerar que el aprendizaje de la responsabilidad y el compromiso son en definitiva inseparables de una educación del corazón, de una educación de base emocional y orientada al desarrollo espiritual como tarea permanente dirigida a la práctica de la sensibilidad, que implica a su vez el ejercicio de la ética de la responsabilidad y de la ética del cuidado, teniendo en cuenta siempre, que el lugar donde nace la ética, como nos dice Boff, no es la razón, sino el corazón.

Trans-formación de nuestras mentes, inseparable de la trans-formación de nuestras conductas en la conciencia de nuestra vulnerabilidad, así como de nuestras contradicciones e incoherencias, sabiendo que nuestra razón genera al mismo tiempo monstruos y obras excelsas, pero interiorizando de forma singular e íntima que ante tanto desorden exterior e interior, siempre hay una pequeña y tenue llama o una insignificante brizna de energía, capaz de poner en marcha y activar lo más humano de lo humano y hacer emerger la vida.

Además de una educación ética, hasta ahora marginal y reducida a pura fórmula jurídica o a abstractas declaraciones de buena voluntad expresadas en formas de organización social fosilizadas y etiquetadas pomposa y fraudulentamente como democráticas, necesitamos sobre todo de una educación espiritual. Una educación espiritual, que no puede ser lo que hemos conocido hasta ahora como educación religiosa, por lo general siempre impuesta o privilegiada por el Estado, hecha a base de preceptos doctrinarios, dogmas supraterrenales y ritos opiáceos que reproducen el desorden social establecido de carácter mercantil y patriarcal, sino que necesariamente tiene que ser algo bien diferente, porque como dice Esteban Velázquez «El centro de la democracia no está ni en el Estado, ni en la economía, ni en el mundo de las leyes, sino en el mundo de la vida, en el mundo cotidiano, en el mundo social, pero para ello tenemos que transformar el ser, porque antes del deber ser, está el ser (... y también porque...) El espíritu es lo que produce vida. Todo lo que produce vida es espiritual y todo lo que produce cualquier tipo de muerte o caducidad o maldad, es contrario a lo espiritual (...) Lo espiritual es la capacidad de situarnos en comunión activa con el todo al que llamamos vida. Esa capacidad de situarnos en comunión activa con ese Todo del que formamos parte, con lo que llamamos vida, ¿Y cómo? Amándola, cuidándola, interiorizándola, potenciándola, favoreciendo el acceso universal a ella de todos los seres vivos, resistiéndose con terca indignación a todo lo que impide, la reduce o la mata. Amar la vida, cuidar la vida, interiorizar la vida, potenciar la vida, universalizar la vida y resistir con indignación a todo lo que impide la vida, eso le llamo espiritualidad...» (VELÁZQUEZ, E.; 2013).

 

 

6. ¿Es posible la coherencia?

 

Sí, sí. La coherencia entre Ética y Educación es posible, como así lo han demostrado numerosas experiencias educativas del pasado y del presente, realizadas generalmente por educadores y educadoras que aunque ahora conocemos, fueron en su día personas anónimas comprometidas consigo mismas, con valores éticos y con su contexto social y político inmediato. Sin embargo no podemos perder de vista que tanto la Educación como la Ética son saberes complejos que se generan en organizaciones complejas y que son realizadas por seres cuya condición humana también es compleja. Y esto quiere decir básicamente que son saberes teórico/prácticos que se desarrollan a partir de interacciones permanentes, retroacciones, recursiones, ambivalencias, azar, efectos secundarios e imprevistos, procesos no lineales y sometidos al principio de ecología de la acción.

Nada podemos dar por concluido y cerrado, y tampoco nada podemos considerar como modelo perfecto de coherencia. Podemos aprender mucho del pasado, aunque la historia, como decía Paulo Freire, no es, la historia está siendo. Sin embargo, creer en la posibilidad de otro mundo o de una nueva civilización ignorando que somos producto de nuestro propio producto, o que todo podemos construirlo a partir de cero a base de abstracciones idealistas, es ignorar que la complejidad de nuestra condición humana siempre está presente, sometiéndolo todo a errores imprevisibles.

¿Podemos imaginar comunidades educativas con proyectos y prácticas pedagógicas en los que Educación y Ética formen parte de la misma dinámica existencial en la vida cotidiana? ¿Cómo afrontar las tareas para visibilizar el nacimiento de un nuevo paradigma educativo? O mejor ¿qué pueden hacer los y las profesionales de la docencia en todas las instituciones educativas formales e informales, para trabajar en una visión más integradora y coherente entre Ética y Educación? ¿Cuáles serían los requisitos mínimos para iniciar el cambio? ¿Por dónde podríamos empezar? ¿A qué dimensiones y aspectos deberíamos atender?

Nuestra experiencia nos ha enseñado que siempre se han realizado y se siguen realizando numerosos y variados esfuerzos para hacer visible en la vida cotidiana de los grupos, organizaciones e instituciones, la coherencia entre Ética y Educación. Allí donde una profesora o un profesor acoge, escucha, cuida, aconseja. atiende, ayuda, estimula, corrige, personaliza y da a cada persona lo que necesita para que ésta sea más autónoma, existe en realidad un educador integral y auténtico. Y es que en Educación, la atención de las necesidades individuales, la ayuda al desarrollo de la persona entera, siempre ligada e inseparable a su contexto, son parte inherente a la función docente, independientemente de que esa función esté centrada en una disciplina escolar o académica determinada.

Así pues, el hecho de que el vínculo de coherencia entre Ética y Educación esté atravesando por un tiempo lleno de obstáculos y dificultades, o que entendamos que no es suficiente la Ética para ser éticos, ni estar acreditados y titulados para ser educados, no determina que este vínculo sea inexistente o imposible. Sucede más bien lo contrario, dado que a mayores dificultades, mayor y mejor es la percepción de la existencia y la realidad de este vínculo, aunque para agudizar esta percepción es necesario adoptar lo que se conoce como una visión transdisciplinar.

Dice Manfred Max-Neef que la Ética es el saber humano mediante el cual podemos percibir con mayor claridad el concepto de transdisciplinariedad, porque la Ética es la que atraviesa y preside en última instancia todos los saberes ya que es la que define aquello que debemos hacer: «...transitamos desde un nivel “empírico”, hacia un nivel “propositivo”, para continuar hacia un nivel, “normativo”, para terminar en un nivel “valórico”. Cualesquiera de las múltiples relaciones verticales posibles entre los cuatro niveles, definen una acción transdisciplinaria.» (MAX-NEEF, M.; 2004: 8).

Así por ejemplo en Educación, caminamos también desde un nivel concreto, empírico y reducido, a otro más abstracto, teórico y general más inclusivo. Primero nos encontramos con el hecho educativo de carácter instructivo concreto expresado en enseñanza-aprendizaje de algo, sea saber teórico o práctico, intelectual o manual, en el que se encontrarían lo que conocemos como disciplinas escolares (Matemáticas, Biología, Filosofía, Tecnología... o los diferentes tipos de materias de las instituciones educativas sean o no profesionalizadoras). En segundo lugar estarían los saberes metodológicos y técnicos, aquellos que nos proporcionan herramientas, máquinas y métodos y que responden al cómo enseñar, entre los que estarían las diferentes Didácticas específicas y los principios metodológicos generales. En tercer lugar estaría el nivel pedagógico o el de las Ciencias de la Educación con sus diferentes y complementarias disciplinas (Sociología, Psicología, Política, Organización Escolar, Didáctica...). Y por último estaría el nivel correspondiente a la Ética y a la Filosofía de la Educación que es el que justifica. argumenta y determina lo que debe ser enseñado o aquello que vale realmente la pena ser aprendido y que atraviesa todos los demás niveles.

¿Qué cambios podemos sugerir entonces para hacer más coherente y profunda esta íntima e indisoluble vinculación última entre Ética y Educación? ¿A qué dimensiones o aspectos habría que prestar una mayor atención para hacer posible la coherencia? Veamos algunos de ellos.

 

7. Visión y estrategia transdisciplinar.

 

Adoptar una visión y una estrategia transdisciplinar significa en primer lugar asumir que la Ética atraviesa y penetra todos los saberes y todas nuestras acciones, y que por tanto la Ética es el saber educativo más transcendente y práctico de todos. Ética a todo momento y en todo lugar.

Ante la fragmentación curricular y especializada de la docencia o ante una gestión de los tiempos y espacios escolares burocrática y mercantil, hay que oponer necesariamente la enseñanza y el aprendizaje de la Ética en cada instante de la acción educativa y en cada espacio social o físico en que se desarrolle. No se trata de colocar una materia más de las habituales disciplinares escolares, sino de redimensionar cada una de ellas incorporando prácticas y conocimientos éticos, haciendo posible la reflexión educativa a partir de fundamentos y criterios éticos. Todo contenido curricular por muy especializado que sea, debe incorporar saberes éticos, destinando espacios, tiempos y actividades que den sentido y significado ético al currículum. La propia práctica profesional docente o el propio aprendizaje y conducta del alumnado, deben estar basados en criterios y razones éticas, porque son precisamente estos criterios los que fundan la naturaleza educativa de la práctica de enseñar o aprender.

 

Contenidos y actividades curriculares de ética.

No puede entenderse la coherencia entre Ética y Educación, si no existen espacios y tiempos específicos destinados a la acción, la reflexión y el estudio desde una perspectiva sociocrítica y autocrítica de nuestra realidad, ya sea personal, social, política, ecológica, institucional, escolar, internacional, nacional o municipal. Espacios y tiempos que hay que aumentar y mejorar porque todo profesor especializado siempre lleva implícito en su aparente y exclusiva competencia disciplinar, tres tipos de funciones que frecuentemente son olvidadas: es profesor de expresión oral y escrita; es profesor de ética, valores y conducta, y al mismo tiempo es profesor tutor que acompaña, ayuda y orienta. Funciones que como es sabido no son convenientemente contempladas en los planes de formación del profesorado.

Hay que aumentar y mejorar la profundidad y el tratamiento de los asuntos éticos que a todos los seres humanos nos conciernen, tanto en cada de  uno los tramos de los sistemas educativos formales (infantil, primario, secundario, profesional, superior y popular), como en todas las iniciativas sociales e institucionales de carácter formativo y/o educativo. Y aumentar la profundidad y el tratamiento educativo de la Ética, supone igualmente tres tipos de acciones estratégicas simultáneas e integradas. De una parte, incrementar en calidad y cantidad la reflexión crítica de carácter filosófico, el estudio personal de estos saberes, el conocimiento del pasado y el presente de los sistemas éticos. De otra, la incorporación e integración de las dimensiones, aspectos y temáticas éticas en cada una de las disciplinas curriculares o especializadas de cada una de las instituciones. Y finalmente promover y realizar acciones comunitarias, participativas y de compromiso y desarrollo humano sociocomunitario que permitan ejercitar, vivir y experimentar la responsabilidad y solidaridad individual y colectiva, siendo capaces de afrontar cualquier tipo de situación antiética, amoral o inmoral.

 

Organización y gestión escolar éticas.

La Ética nos ha enseñado que siempre el fin está prefigurado en los medios, y si la finalidad general de la Educación consiste en formar personas autónomas, libres, sin miedos, creativas, responsables y solidarias, la organización y la gestión escolar tienen necesariamente que encarnar estos valores. Esto exige transformaciones en que primen culturas profesionales de cooperación, colaboración, compromiso y responsabilidad, porque un centro educativo no es una suma de funcionarios docentes especializados aislados y cada uno encerrado en su jaula epistemológica y de competencias, sino una comunidad que comparte finalidades, objetivos, experiencias y vida cotidiana. Exige en suma transformaciones democráticas en las que se prime el diálogo, la participación, la rotación de liderazgos, la evaluación colectiva, el aprendizaje organizativo y la responsabilidad con las necesidades de la comunidad a la que sirve.

La coherencia entre Ética y Educación no es completa ni posible si no hacemos todo lo necesario por abrir los centros educativos a la comunidad, a sus problemas, a sus situaciones insatisfactorias y a sus necesidades. La Educación es un servicio y la organización escolar no puede ser contraria a ese servicio, y no puede ser autoritaria, jerarquizada, unipersonal y rutinaria; exige estructuras y organigramas flexibles y adaptados a las necesidades y con rasgos visibles de que sus fundamentos son éticos.

 

Formación inicial y permanente del profesorado.

No puede concebirse tampoco un aumento y mejora de la coherencia entre Ética y Educación si no hay una profunda revisión y transformación ética de los planes de formación inicial y continua del profesorado en todas las etapas y niveles educativos. Esto implica tanto el conocimiento y la reflexión sobre la vinculación general y específica de la Pedagogía y la Didáctica con la Ética, como la aplicación  práctica de procedimientos para su enseñanza y evaluación. La Ética debe ocupar el lugar central y transversal de todas las disciplinas escolares y académicas, entre otras razones porque es la que debe fundamentar nuestro vivir, nuestro conocer, nuestro sentir y nuestro hacer. Corresponde, pues, a las administraciones educativas proyectar y poner en marcha iniciativas y planes que garanticen el tratamiento ético de todo lo que se hace, se enseña y se aprende en las instituciones, sin olvidar que la Ética se enseña mediante la práctica y el análisis crítico-reflexivo de nuestras acciones, lo cual exige tanto una Deontología de la profesión docente, como un compromiso de responsabilidad social y personal por la mejora de aquellas situaciones contrarias a la Ética.

 

Educación social y política.

La Educación además de ser de naturaleza Ética, es también de naturaleza Política en cuanto se dirige a la transformación y a la mejora de las estructuras sociales y políticas en la perspectiva de garantizar que los Derechos Humanos sean realmente Universales. No puede entenderse el vínculo entre Ética y Educación si no se desarrollan estructuras, procesos y aprendizajes dirigidos a la Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos y esto no es un asunto reducible ni al conocimento normativo y jurídico, ni a la descripción y recuerdo de hechos históricos, sino al desarrollo de actitudes éticas profundamente enraizadas en la vida cotidiana y en la conciencia individual y colectiva, capaces de hacer posible en cada instante, la justicia, la paz, la igualdad y la no discriminación.

Educar social y políticamente a la ciudadanía exige el aprendizaje y la práctica del pensamiento crítico reflexivo alumbrado por la Ética, pero también de acciones educativas concretas que permitan aprender de las vivencias, de las experiencias y del compromiso activo en propuestas concretas de democratización, transparencia, diálogo, responsabilidad y solidaridad, lo cual evidentemente implica poner en marcha proyectos, procesos y recursos metodológicos enfocados a la autonomía y al empoderamiento de la ciudadanía. Exige educar para, en y con la democracia, considerándola, no como un rito o procedimiento aritmético para resolver conflictos y tomar decisiones, sino como una profunda actitud personal enraizada en la Ética, como una necesidad social de primer orden y una responsabilidad social de todas las instituciones, especialmente de las escolares, ya que es por medio y a través de la democracia como únicamente podemos garantizar los derechos humanos, la libertad, la justicia y el desarrollo material y espiritual.

Educar social y políticamente es educar para la convivencia, la solidaridad y la compasión, pero también para la valentía y el coraje para reivindicar y denunciar injusticias, así como la generosidad para construir consensos y unidad, sin dejarnos llevar por partidismos y sectarismos excluyentes y dogmáticos. Exige en definitiva extender los valores y las prácticas democráticas a cada una de las situaciones y decisiones que se presentan en la vida cotidiana de nuestras instituciones educativas, dando la voz a los que han sido o son silenciados por las injusticias, el autoritarismo, la soberbia, la vanidad, las jerarquías y las estructuras burocráticas presentes en las instituciones. Y todo esto tiene que ir acompañado de políticas municipales, estatales, nacionales e internacionales basadas en el principio de que la Educación es un Derecho Humano Universal y no una mercancía, negocio u objeto de consumo más.

La educación social es en realidad una educación para la igualdad esencial en dignidad y derechos de todos los seres humanos sin excepción, que necesariamente tiene que afrontar las situaciones de injusticia, opresión, marginación, infravaloración, xenofobia y racismo y cualquier tipo de discriminación, especialmente las de aquellos grupos sociales más débiles y vulnerables (niños, mujeres, inmigrantes, ancianos, desempleados...), teniendo en cuenta la situación secular de marginación e infravaloración en que histórica y actualmente se encuentran las mujeres. La educación social es por tanto una educación superadora del patriarcado que debe orientarse a valores como el cuidado, el afecto, la sensibilidad, la ternura, el amor y todos aquellos valores esenciales que están insertos e implícitos en la madre que acoge, protege, nutre, cría, comprende y ama incondicionalmente.

 

Educación espiritual.

La espiritualidad no es un rito litúrgico tranquilizador de conciencias o una técnica para provocar estados alterados de conciencia, ni tampoco la adscripción a un determinado dogma o religión institucionalizada. La espiritualidad es una dimensión del desarrollo humano que se aprende de una forma singular a partir de experiencias muy diversas, ya sean de carácter amoroso, doloroso, religioso, laico, creyente, ateo, contemplativo, compasivo, comunitario, participativo, estético, meditativo, etc. La espiritualidad se desarrolla y expresa en múltiples formas, pero todas tienen en común un singular e íntimo sentimiento en el que se mezclan agradecimiento y vinculación con todo, alegría profunda y paz interior, conciencia de que somos seres misteriosos y complejos, comprensión de que nuestra naturaleza es vulnerable e incompleta y al mismo tiempo llamada a transcender, a ser más plenamente humanos a través y por medio de los afectos, el cariño y el amor. En consecuencia, toda actividad de carácter estético y artístico, ecológico y vital o dirigida a rescatar y aprovechar las grandes tradiciones espirituales de Oriente y Occidente como fuente primordial de la Ética, siempre quedará justificada educativamente porque en definitiva, uno de los grandes objetivos de la Educación es la paciente y constante búsqueda de un sentido para nuestras vidas que nos libere y redima de nuestra naturaleza más oscura y negativa.

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