LIBERTAD INDIVIDUAL Y ESTADO
El primer número de la revista Estudios Públicos (diciembre 1980), a través de una serie de artículos de F. A. Hayek, K. Brunner, A. Fontaine, H. Cortés, M. Friedman, G. Tullok y J. Buchanan, ha puesto al centro de la atención de los ambientes intelectuales y políticos chilenos el problema de las relaciones entre economía y política y entre libertad y Estado.
La evidente relevancia del tema, tanto en general como en el contexto del proceso económico-político chileno, y la seriedad y altura intelectual en que ha sido planteado, hacen oportuno reflexionar sobre las posiciones fundamentales asumidas por la mencionada revista, que promete ser una importante tribuna y centro de elaboración de una línea de pensamiento que tiene en nuestro país un elevado poder decisional.
Ahora bien, la discusión teórica y la crítica científica pueden tener un interés específico, que no sea puramente propagandista sino que sirva a la efectiva comprensión de los problemas, sólo si existe o se logra establecer un espacio teórico compartido entre la crítica y su objeto, o sea, entre quienes sostienen posiciones diferentes sobre la temática del debate. De no ser así, la crítica permanece externa y es estéril a los efectos de avanzar en el conocimiento, limitándose a la reafirmación de las propias posiciones.
En nuestro caso, el espacio de coincidencia puede establecerse en torno a tres afirmaciones de distinto tipo. La primera es un juicio de valor: la libertad individual es un principio fundamental de la convivencia humana, cuya realización histórica y defensa debe ser objeto de preocupación prioritaria de quienes están interesados en los asuntos públicos. La segunda es una constatación: la democracia, como forma de organización del Estado construida históricamente para garantizar la vigencia de la libertad individual, está en crisis en las sociedades contemporáneas. La tercera afirmación define un proyecto o propósito de acción: para defender la libertad individual amenazada y superar la crisis de la democracia, es preciso reducir el tamaño y el poder del Estado.
Como estas afirmaciones pueden no tener un significado unívoco, es conveniente precisar ulteriormente su contenido, siendo probable que en tal esfuerzo de especificación comiencen a aparecer las diferencias conceptuales y los elementos de crítica más significativos.
La libertad individual
La libertad individual es el valor constitutivo de la persona humana en cuanto tal, fundamento de sus deberes y derechos, conforme al cual cada uno puede decidir autónomamente sobre las cuestiones esenciales de su vida, haciéndose responsable ante la sociedad de las consecuencias de sus decisiones y de los resultados de su propia acción. En las distintas épocas y contextos históricos la libertad de las personas tiene expresiones y formas de realización diferentes, más o menos profundas, dando también lugar a distintos tipos de exceso y distorsiones. En la época moderna la libertad individual se presenta fundamentalmente en tres niveles de actividad: la libertad de pensamiento y de opinión, la libertad política y de asociación, y la libertad de trabajo e iniciativa económica.
No cabe duda que a la afirmación progresiva de estas libertades se puede atribuir el inmenso desarrollo, profundamente revolucionario en su contenido, que han tenido las ciencias, la política y la producción en las sociedades modernas y contemporáneas. Cabe observar, al mismo tiempo que este desarrollo multifacético ha dado lugar a crecientes procesos de socialización de las mismas ciencias, política y producción; socialización que implica tanto la distribución de los beneficios (conocimientos, poder, bienes y servicios) de tales actividades entre los miembros de la sociedad, como también el despliegue de éstas a través de grandes asociaciones y organizaciones. La socialización –hija legítima y complemento necesario de la libertad individual- ha tenido, sin embargo, límites y distorsiones relevantes (desigualdades, masificación, relaciones de dominio, antagonismos) cuya raíz puede encontrarse en el hecho que la libertad individual no ha sido nunca un bien generalizado, que grandes grupos humanos han llegado apenas a los umbrales de su ejercicio, quedando sus vidas condicionadas por los efectos de las libertades de otros más que por la actuación de la libertad propia.
Además, la afirmación irrestricta de la libertad individual no acompañada suficientemente del reconocimiento y promoción de otros valores esenciales de la persona humana como ser social, cuales son la fraternidad y solidaridad, puede conducir y de hecho ha conducido a menudo a un empobrecimiento de la dimensión moral de las actividades y comportamientos individuales y colectivos, a la acentuación de las injusticias y desigualdades sociales, a una conflictualidad permanente y no siempre constructiva. En las sociedades con un grado de desarrollo limitado y desigualdad –como la nuestra- el énfasis que se ha de poner en estos valores de solidaridad y ayuda mutua deriva fundamentalmente de la necesidad de encontrar soluciones globales y rápidas al problema de la satisfacción de las necesidades básicas en extendidos sectores sociales, lo cual es una condición necesaria para la existencia misma de la libertad individual.
En lo dicho están implícitas una serie de anotaciones críticas respecto de los planteamientos de varios de los autores de la revista que comentamos. Se aprecia en ellos una cierta unilateralidad, en cuanto a la preocupación principal pareciera ser la afirmación de la libertad de iniciativa económica, quedando en segundo lugar la preocupación por la libertad de pensamiento, y bastante oscurecida la libertad política y de asociación. Son afirmadas como garantía principal de la libertad individual, la propiedad privada y la ausencia de interferencias gubernamentales en el libre juego del mercado, sin considerar que la concentración excesiva de la propiedad a que puede conducir el mercado atenta contra la libertad de quienes quedan excluidos de la propiedad de sus medios de trabajo. Sin considerar que la asociación política crea espacios de libertad alternativos para quienes no pueden fundarla sobre la propiedad que no tienen. Sin considerar que la vía de acceso hacia una libertad más profunda y definitiva es la búsqueda de la verdad, y que el apoyo institucional, jurídico y económico de esta búsqueda es la condición principal para la construcción de una sociedad de hombre libres.
En algunos de los planteamientos que comentamos se puede apreciar, además, un cierto anacronismo en la consideración del problema. En cuanto hacen un reconocimiento –por decir lo menos- muy parcial del valor de la socialización, que es vista no como un resultado y complemento de la libertad individual sino como su negación, no parecen percibir adecuadamente el hecho que en las sociedades organizadas y complejas actuales, la defensa de la libertad individual consiste, en gran medida, en garantizar el desarrollo de las iniciativas personales en el seno de las asociaciones y organizaciones (incluido el Estado) de las que los hombres forman parte. La historia, en efecto, no ha transcurrido en vano, y el problema es hoy inmensamente más complejo que hace dos siglos cuando consistía principalmente en la afirmación jurídica del individuo autodirigido y sujeto de iniciativa. Especialmente en F. A Hayek es manifiesta la tendencia a considerar nuestro actual problema de la libertad con los mismos conceptos y modelos que fueron válidos en una época sobrepasada y que dieron lugar al proyecto liberal clásico. Esto nos lleva a la segunda afirmación.
El “Modelo” del Estado Democrático Moderno
La democracia es un método y una organización de Gobierno de la sociedad. Ella surgió históricamente como una manera de construir el orden social en una sociedad que reconoce a los individuos la libertad de pensamiento, de asociación y de trabajo. Disueltos los vínculos tradicionales (medioevales) entre los hombres, dados por la adhesión de todos a un mismo sistema de ideas y creencia, por la adscripción a funciones productivas predefinidas que se heredaban de padres a hijos y por la pertenencia estable a grupos jerárquicamente ordenados, la sociedad adquirió en los albores del mundo moderno una movilidad y dinamismo tal que el problema del orden social necesario se presentó en un nivel cualitativamente superior y más complejo que el que había tenido en todas las sociedades anteriores. Surgieron formas de pensamiento diferentes y opuestas, se formaron intereses económicos individuales y de grupos que se contraponen entre sí, los hombres se organizaron por afinidades ideológicas y de intereses, dando lugar a múltiples asociaciones que se proponen objetivos contrastantes. En estas nuevas condiciones el problema era: ¿cómo unificar a los hombres en torno a objetivos comunes, como articular los distintos intereses a un proyecto compartido, cómo integrar funcionalmente las distintas organizaciones y asociaciones en un sistema institucional coherente? ¿Cómo hacer compatible la libertad individual y el orden social, impidiendo que un exceso de ordenamiento comprima las libertades, o que la liberación de las actividades humanas disuelva el orden general? Pero éste es sólo un nivel del problema, y quedarse en él sería una simplificación.
En el orden social anterior, entre el sistema de dirección y poder (la “sociedad política”, como la llamó Hegel) y el sistema de actividades económicas, sociales y culturales (en el lenguaje hegeliano, la “sociedad civil”), existía organicidad: se trataba de un orden jerárquicamente dispuesto, donde cada grupo social y cada tipo de actividad se mantenía en su propio espacio vital, y donde los dirigentes y los dirigidos tenían una misma moral y un mismo cuerpo de ideas, de carácter fundamentalmente religioso, que los vinculaba entre sí y los ligaba en una fidelidad superior. (Este era, por cierto, el “modelo” teórico del orden social medioeval; su realización práctica distaba de corresponder plenamente).
La sucesiva disolución del orden medioeval, y la paulatina afirmación de las libertades fueron provocando una escisión o separación entre la sociedad civil y la sociedad política. Por un lado, la sociedad civil se transformaba completamente, con el desarrollo de las ciencias, del racionalismo y del empirismo, con la expansión de nuevos métodos de producción y organización industrial, con la formación de la burguesía y de nuevas clases sociales, con el despliegue de las ideologías y de los partidos políticos que las impulsaban. Por otro lado, el poder político reacciona autoritariamente en su esfuerzo por conservar o restaurar el antiguo orden, trata de asegurar para sí, por lo menos, el monopolio de la violencia y de la administración burocrática. Los fenómenos históricos a través de los cuales se despliega este proceso son conocidos: Renacimiento, Reforma, ciencias positivas, ideologías, asociaciones, industrialismo, mercantilismo, por un lado; formación de ejércitos permanentes, desarrollo de la burocracia, contrarreforma, absolutismo, por el otro. El surgimiento de las Monarquías absolutas, del Estado absoluto como forma de gobierno, es el primer intento de recomponer el orden social sin comprimir la libertad económica, en dimensiones nacionales y en forma autoritaria; pero el Estado absoluto fracasa, pues en realidad no hace sino cristalizar la separación entre sociedad civil y sociedad política, entre dirigentes y dirigidos.
¿Cómo construir una nueva organicidad, cómo superar la separación entre la sociedad civil y la sociedad política, cómo elaborar una nueva unidad entre dirigentes y dirigidos en un nuevo orden social que no niegue la recién conquistada libertad individual y tenga en cuenta la enorme diferenciación que se ha producido a todo nivel en la vida social? Son estos los interrogantes que, sumados a los que indicamos anteriormente, se plantean una serie de pensadores políticos que elaboran el proyecto de un Estado democrático moderno.
El “modelo” que construyen, y que progresivamente, a través de largos y complejos procesos revolucionarios se va estructurando primero en Europa y que se va extendiendo luego a otras regiones del mundo, contiene los siguientes elementos fundamentales, que delimitan lo que hoy podemos entender por democracia moderna.
Autonomía de la sociedad civil respecto de la sociedad política. Las actividades culturales, religiosas, científicas, políticas y económicas tienen en la sociedad civil su espacio de desarrollo libre y competitivo, de modo que en su desarrollo abierto a todas las búsquedas y expresiones creativas se va definiendo el curso de la historia y la evolución de la sociedad. Garantía de la autonomía de la sociedad civil es la sujeción del Gobierno a un orden constitucional que establece los límites de su poder y los derechos de los ciudadanos.
Representación de la sociedad política y de los poderes públicos. El poder político debe ser representativo de la sociedad civil en sus distintas y múltiples expresiones, de manera que la legitimidad de los poderes se construye en la sociedad civil y se manifiesta a través de la expresión de la voluntad soberana del pueblo. Instrumento principal de la representatividad del estado es el voto libre, universal y secreto, a través del cual se escoge a los gobernantes y se delegan los poderes legislativos en una Asamblea en la que tienen expresión proporcional todos los intereses, corrientes de pensamiento y tendencias políticas que tengan relevancia en la sociedad civil.
Gobierno de las mayorías, con reconocimiento de los derechos de las minorías. La institucionalidad del Estado no es monolítica, sino que tiene la estructura dual que contempla el Gobierno de las mayorías y la oposición legítima de las minorías.
Carácter no-ideológico del Estado. El Estado no tiene una ideología oficial permanente; es institucional y formalmente neutro respecto de las ideologías y formas de pensamiento (incluidas las concepciones religiosas) que se desarrollan en la sociedad civil. Estas formas ideológicamente vacías del Estado, se llenan de aquellos contenidos intelectuales y morales que se desarrollan autónomamente en la sociedad civil, siendo el Estado orientado, cada vez, por aquellas concepciones que logren en aquélla un desarrollo mayoritario o hegemónico. Sólo así las distintas expresiones culturales podrán sentir que el Estado no las excluye a priori, pudiendo confiar en que su expansión en la sociedad civil las puede llevar a cumplir funciones políticas dirigentes. (La neutralidad ideológica del Estado democrático evidentemente no puede ser absoluta, pues las formas mismas de la institucionalidad democrática implican contenido intelectual y moral importante, cual es la igualdad ante la ley, los derechos humanos, el pluralismo etc., que es tarea del mismo Estado difundir. Hay también un conjunto de ideas y valores generales compartidos por todos o que son patrimonio cultural adquirido por la humanidad y la nación, que el Estado democrático debe asumir y desarrollar).
Separación institucional de los poderes públicos. Con el objeto de impedir los excesos del poder y su autorreproducción por parte de un grupo determinado puesto en condiciones de manejar todos los instrumentos decisivos, los poderes legislativo, ejecutivo y judicial están institucionalmente separados y son independientes en su funcionamiento, existiendo instancias de coordinación y de control recíproco.
Ahora bien, este modelo teórico de la democracia moderna tuvo, en su desarrollo históricamente concreto, una evolución significativa como consecuencia de una serie de problemas que se fueron presentando en su implementación práctica. Dos son los nudos problemáticos más significativos, que podemos denominar sistemáticamente “problema de la representatividad” o legitimidad y “problema de la eficiencia”.
La representación de la sociedad civil en el Estado es un principio simple, pero su concreción práctica es asunto extremadamente complejo. La complejidad deriva de dos órdenes de problemas interrelacionados.
Por un lado, del hecho que en la sociedad civil no existen solamente individuos libres y sujetos de derechos, sino que se constituyen también grupos de personas vinculados por comunidad de intereses y por afinidad de ideas. Dependiendo del lugar que ocupen en la producción y de la división técnica y social del trabajo se han formado en la sociedad moderna las grandes clases sociales y numerosas categorías y agrupaciones menores, cada una con funciones e intereses particulares, y con muy distintas cuotas de poder económico y social. La relativamente libre circulación de las ideas ha dado lugar, a su vez, a la formación de distintos tipos de agrupaciones ideológicas, religiosas, culturales y políticas, que ofrecen cada una proyectos de sociedad diferentes y respuestas y soluciones alternativas frente a los problemas del desarrollo histórico. La representación de esta sociedad civil compleja en un Estado unitario plantea, pues, problemas más complicados que aquellos que los teóricos fundadores de la democracia creyeron resolver definitivamente con la institución del voto individual y universal.
Por otro lado, la representación de intereses e ideas particulares (individuales y de grupos) en un Estado coherente e integrado cuyos objetivos no son los de ningún individuo o grupo particular sino los del conjunto de la sociedad (el bien común), plantea la necesidad de que cada uno de los intereses y concepciones particulares, al entrar a formar parte del Estado representativo, se muten (como dice Hegel) en el interés general, o sea, que se transformen a través de un proceso de universalización; lo cual significa que tales intereses e ideas, en cuanto presentes en la sociedad política, no pueden ser idénticos a como se expresan en la sociedad civil.
Ambos aspectos del problema (la necesidad de representar grupos de intereses e ideas, y la necesidad de universalización de los intereses e ideas particulares) obtienen en el modelo democrático una solución orgánica a través del sistema de los partidos políticos. Función primordial de los partidos políticos en un sistema democrático pluralista es, en efecto, la representación política (en el Estado) de los intereses y concepciones de los grupos sociales y de las corrientes de pensamiento que se han formado en la sociedad civil; representación que no implica la simple afirmación de tales intereses e ideas particulares en el seno del Estado, sino su transformación, su elevación a interés general, su compatibilización con el bien común. Estos son los aspectos más altos e importantes de la política en una democracia representativa moderna, dependiendo la calidad y perfección de un sistema democrático, más que de las normas jurídicas y de las preocupaciones institucionales y constitucionales establecidas, de la calidad y perfección con que los órganos de la representación (los partidos) cumplan sus funciones políticas específicas.
El otro problema, que hemos denominado "problema de la eficiencia", tiene también una específica complejidad. La doctrina liberal clásica suponía que el libre juego del mercado determinaba espontáneamente la asignación óptima de los recursos, quedando garantizada la eficiencia del conjunto por su funcionamiento sin interferencias gubernamentales; pero la realidad histórica vino a contradecir esta creencia, demostrando que la coordinación de los objetos particulares y parciales en un proyecto nacional de desarrollo es una necesidad del sistema. Además, hay un problema específico de eficiencia de los poderes públicos en el ejercicio de sus funciones propias que no puede ser desconocido, frente al cual el complejo sistema de la representación manifiesta insuficiencias: el movimiento de la sociedad civil es más rápido que la capacidad de composición y mediación que ofrece el sistema representativo.
El problema de la eficiencia de las democracias ha encontrado respuesta en la configuración de un Estado que tiene dos principios de organización paralelos y complementarios y consecuentemente dos estructuras interrelacionadas en un sistema de poder y dirección complejo. Junto al principio y al sistema de la representación (cuyos órganos principales son los partidos políticos, el parlamento, los medios de comunicación, etc.) se configura un principio y un sistema burocrático (cuyos órganos, relativamente independientes de la opinión pública, son todos los aparatos de la burocracia civil y militar).
Mientras el lado representativo del Estado se legitima a través de las expresiones políticas de la voluntad ciudadana, el lado burocrático obtiene su legitimidad en base a la eficiencia que muestre en el ejercicio de sus funciones y a las competencias técnicas que manifiesta poseer.
Todas las formas de Estado moderno son de hecho una combinación de representación y burocracia, siendo lo característico de los Estados democráticos la subordinación de los órganos y poderes burocráticos a los órganos y poderes representativos. Así, las democracias modernas asumen de hecho la forma de un Estado representativo-burocrático en que predomina el elemento representativo, mientras que los regímenes autoritarios se constituyen como Estados donde predomina el elemento burocrático, quedando subordinado o, al límite, negado, el factor representativo.
La crisis de la Democracia.
Nos hemos extendido en la caracterización de las democracias modernas pues sólo la consideración de su compleja estructura y de sus múltiples problemas permite comprender adecuadamente la crisis que se manifiesta en las sociedades contemporáneas. Los autores cuyos planteamientos han sugerido estas reflexiones críticas, especialmente F. A. Hayek que parece constituir uno de los puntos de referencia principales de varias de las contribuciones de la revista, tienden a concentrarse en uno solo de los aspectos de esta crisis: el crecimiento desproporcionado del poder del Estado causado por la atribución concedida a la asamblea legislativa de dictar leyes positivas y particulares y de interferir en el libre juego de mercado con políticas redistributivas y organizativas.
La crisis de la democracia es, en cambio, un fenómeno complejo que tiene múltiples manifestaciones y causas históricas, económicas y políticas. No podemos pretender en este artículo hacer un análisis exhaustivo del problema, debiendo limitarnos a la indicación de algunas de sus dimensiones generales más relevantes:
Un primer elemento de la crisis, que fuera anotado hace ya cincuenta años por A. Gramsci, entre otros, consiste en el hecho que mientras la vida económica tiende cada vez más aceleradamente al internacionalismo, la vida política se ha desarrollado en el sentido del nacionalismo. Las políticas económicas proteccionistas son una de las expresiones de esta contradicción, pero no la única; el militarismo y las carreras armamentistas entre los Estados, que han incidido aún más fuertemente sobre las economías y la producción de las naciones, son quizá la consecuencia negativa más relevante. Cabe notar que este primer elemento de la crisis no es un problema específico de las democracias sino de todas las formas estatales contemporáneas, pero ha tenido efectos especialmente sobre ellas dado que ha sido en las democracias donde la tendencia al cosmopolitismo (no sólo de la economía sino de toda la sociedad civil: ciencias, artes, cultura, tendencias políticas, etc.) ha alcanzado su desarrollo más alto.
Un segundo elemento de la crisis es la masificación de los comportamientos y de los grupos sociales que no han accedido a aquellas condiciones económicas, culturales y políticas que permiten la expansión de las libertades individuales. La afirmación restringida de éstas en ciertos sectores elitistas ha comportado una distorsión de sus naturales y benéficos efectos de socialización, dando lugar a la masificación de las mayorías: consumo de masas, opinión de masas, movimientos masivos, recreación de masas, etc. El Estado ha debido hacer frente a las presiones de las multitudes inorgánicas, llegando a constituir su problema principal el control de las masas. También aquí el problema no es exclusivo de las democracias, pero sus efectos han sido más relevantes en éstas, pues se trata de un modelo de organización que no fue elaborado para dirigir una sociedad de masas sino una sociedad de hombres y comunidades libres.
Un tercer elemento de la crisis tiene su origen en las profundas desigualdades sociales y de poder real que ha producido la economía industrial concentradora de cantidades inmensas de recursos, y consiste básicamente en el hecho de que muy grandes grupos sociales subalternos perciben que sus intereses, aspiraciones y cultura están muy insuficientemente representados en el Estado. Esto ha dado lugar al desarrollo de amplios y poderosos movimientos sociales y políticos que rechazan la democracia representativa y que luchan por proyectos estatales alternativos (especialmente socialistas). La división que se ha producido en la sociedad civil es tan profunda que las capacidades de composición política de los intereses y proyectos diferentes se han visto sobrepasadas: el Estado logra su unidad y coherencia (precaria) recurriendo a transacciones, compromisos, demagogias, coerción.
Un cuarto elemento de la crisis consiste en el conflicto que se ha venido verificando y acentuando progresivamente entre el lado representativo y el lado burocrático del Estado. La raíz del conflicto es estructural, en cuanto ambos sistemas de autoridad legitiman su poder conforme a principios y por vías diferentes, generándose un permanente conflicto por los espacios de competencia de cada uno. Lo paradójico es que en este conflicto ambos lados del sistema de poder se acusan recíprocamente de no cumplir los requisitos que están a la base de la propia legitimidad, con lo cual se desprestigian recíprocamente sin colaborar a su mutuo perfeccionamiento: el lado burocrático denuncia la ineficiencia del lado representativo, mientras éste subraya la no-representatividad del lado burocrático. Pero el problema principal es otro, y consiste en el hecho de que mientras la burocracia (civil y militar) tiene una tendencia a separarse como un cuerpo social aparte, los órganos de la representación tienden a quedarse en los niveles particulares en que los intereses e ideas se presentan en la sociedad civil, no cumpliendo adecuadamente la necesaria elaboración universal de los mismos. De este modo, los dos mecanismos que el Estado democrático tiene para vincular la sociedad civil y la sociedad política y relacionar gobernantes y gobernados, cumplen mal sus funciones de nexo: la burocracia constituyendo un cuerpo interno a la sociedad política, los órganos de la representación permaneciendo en los límites de la sociedad civil.
El problema del tamaño del Estado y de la “Contención del Poder”.
La crisis de los Estados democráticos modernos, tal como la hemos considerado en sus elementos más sobresalientes, aparece como un problema y un proceso epocal, de largo período, que no puede encontrar una solución simple y coyuntural. Si la democracia es, como creemos, la forma de organización del Estado más perfecta y civilizada que haya existido históricamente, la comprensión profunda de su crisis no debe llevarnos a descartarla reemplazándola por bárbaras alternativas dictatoriales sino a repensarla, a renovarla, a corregirla y adaptarla a las nuevas condiciones históricas. Afirman coincidir en esto los autores que comentamos, pero el remedio, el proyecto que ofrecen es demasiado simple.
La reducción del tamaño del estado y la contención del poder político es un aspecto relevante en su elaboración de una solución orgánica al problema; pero ella tiene validez solamente si es integrada en un proyecto coherente de transición hacia una nueva civilización integral, integral en el sentido que abarque conjuntamente las actividades y estructuras económicas, políticas y culturales.
Si fuera, por el contrario, sólo un intento de liberar el mercado y las actividades económicas privadas de todo control social o público y la reafirmación simple de los postulados democráticos con que fueron fundados los Estados representativos modernos, es más que probable que el resultado sea una acentuación de la crisis que se quiere enfrentar. Sería injusto afirmar que es éste el propósito de los distintos autores de “Libertad y Leviatán”; en particular, el trabajo de A. Fontaine, por su riqueza de consideraciones históricas y teóricas se distancia más claramente de este reduccionismo. Pero es posible que en espíritus menos refinados quede aquélla como la conclusión práctica más relevante.
Los elementos de la crisis de la democracia que hemos destacado permiten percibirla en su esencia como el resultado de un proceso progresivo de separación entre dirigentes y dirigidos, entre la sociedad política y la sociedad civil. El problema histórico-político que el proyecto del Estado democrático se proponía resolver, se ha vuelto a presentar, en nuevas formas, con otros contenidos, en condiciones históricas diferentes. Las elaboraciones teóricas que se necesitan para enfrentarlo han de ser tanto más profundas y realistas que las de los fundadores intelectuales de las democracias modernas.
En todo caso, parece evidente que la elaboración que se necesita debe comenzar por la superación de la estadolatría (como la llama A. Gramsci) que ha caracterizado el pensamiento de la mayoría de los intelectuales de este siglo. Las soluciones que se han propuesto desde las primeras décadas para hacer frente a las distintas manifestaciones de la separación entre la sociedad política y la sociedad civil han estado, en efecto, dominadas por la tendencia a la absorción de la sociedad civil en la sociedad política, con la consiguiente hipertrofia del Estado y de las burocracias, y la sobrepolitización de las actividades humanas. La construcción de una nueva sociedad "a medida humana" requiere un proceso inverso, de progresiva reabsorción de la política en la sociedad civil; pero tal proceso puede tener consecuencias políticas contrarias a las deseadas, y concretamente fortalecer las tendencias autoritarias del Estado, si no está acompañado de una transformación de la sociedad civil –en sus actividades económicas, sociales y culturales- a través de un vigoroso proceso de democratización, y de una profunda vitalización del carácter representativo del Estado.
Una última observación es necesaria. Toda la problemática que hemos enfocado en este artículo general se presenta siempre en contextos históricos diferentes que la cualifican y especifican conforme al grado de desarrollo económico, el tipo de cultura, las tradiciones nacionales y regionales, las experiencias sociales y políticas, etc., de las sociedades determinadas. Cualquier aplicación mecánica a las situaciones particulares de cada país, del análisis, conceptos, modelos y proyectos elaborados a nivel general no sólo es teóricamente errónea sino también políticamente arbitraria y en cuanto tal antidemocrática en la medida en que no se funda en la realidad, la mentalidad y las experiencias de cada pueblo. La teoría general es sólo un instrumento para el análisis concreto de las realidades particulares y para la proyectación histórico-política de las soluciones apropiadas de los problemas nacionales específicos.
Luis Razeto
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