La pregunta metafísica.
A lo largo de su historia milenaria la filosofía se ha planteado una y otra vez, y ha puesto siempre al centro de todas sus búsquedas, una sola pregunta fundamental e inevitable: ¿Qué es la realidad? o ¿qué es el ser? Es la denominada pregunta ontológica, cuyos intentos de respuesta han dado lugar a la metafísica.
Los filósofos se han puesto también muchas otras preguntas: ¿qué es el hombre, existe Dios, cuál es el sentido de la vida, y el de la muerte, qué es el tiempo, qué es la naturaleza, cuál es el sentido de la historia, en qué se funda el orden moral, qué es la razón, y la consciencia, y el conocimiento, y la libertad, y la verdad, y la belleza, y los valores? Pero todas estas interrogantes aparecen como secundarias respecto a la pregunta por el ser, pues derivan de ésta o son formas particulares de la misma. En efecto, en cuanto preguntas filosóficas todas hacen referencia al ser o realidad de lo preguntado, pudiendo ser enunciadas así: ¿qué es la realidad o el ser del hombre, de Dios, de la vida, de la muerte, del tiempo, de la naturaleza, de la historia, de la moral, de la razón, de la consciencia, del conocimiento, de la libertad, de la verdad, de la belleza, de los valores?
Cualquier afirmación filosófica es siempre un enunciado sobre el ser o realidad de aquello sobre lo cual se pregunta. Esto es, en efecto, lo que distingue a la filosofía de las otras formas del conocimiento y de las demás ciencias, que no se preguntan qué es la realidad o el ser de las cosas, sino cómo son ellas, para qué sirven, cómo se relacionan unas con otras, de qué modo funcionan, cómo actúan e interactúan, etc. Cuando muchos de los que hoy continúan llamándose filósofos parecen no interesarse ya en la pregunta por el ser y se abocan a reflexionar sobre las grandes cuestiones de la cultura y de la historia y de la vida humana en sus diversas manifestaciones, ellos despliegan un saber que puede alcanzar profundidades notables; pero no hacen auténtica filosofía si su pensamiento no hace referencia al ser o no supone una determinada metafísica, aunque inserten su pensamiento en la tradición filosófica.
Muchos piensan que las búsquedas intelectuales importantes para el hombre son las que indagan cómo son y cómo operan y cómo se relacionan las realidades entre sí, y que son éstas las que nos proporcionan los conocimientos que necesitamos para orientarnos en la vida cotidiana y resolver todos los problemas prácticos. Lo que la sociedad parece necesitar es una reflexión seria y profunda sobre el sentido de la historia y de la vida humana, sobre los alcances de la ciencia y la validez de la ética, sobre las bases culturales de las instituciones políticas, sobre el estado de nuestra civilización, etc. La pregunta por el ser, o por la realidad en cuanto tal, tiende a considerarse una interrogante superflua que ocupa sólo las mentes de unos pocos que se complican planteándose preguntas difíciles e inútiles para alcanzar los objetivos que razonablemente podemos proponernos los seres humanos y las sociedades.
No nos basta, pues, saber que lo esencial de la filosofía se ha elaborado alrededor de la pregunta por el ser, para pensar que es necesario continuar buscándole respuesta. Es preciso comprender por qué las mentes reconocidas como las más lúcidas y profundas que ha generado la humanidad -hombres como Aristóteles, Platón, Plotino, Santo Tomás de Aquino, Descartes, Kant, Hegel, Heidegger y otros como ellos-, concentraron todo su genio y dedicaron su mejor esfuerzo intelectual a la pregunta metafísica y a las cuestiones que ella levanta. ¿Por qué ellos creyeron que abordando esta pregunta realizaban la contribución más grande que podían hacer a la humanidad? ¿Por qué, de hecho, se reconoce que los sistemas filosóficos que elaboraron a partir de esa pregunta contribuyeron decisivamente a configurar las más altas culturas y las más extendidas civilizaciones humanas? ¿Y por qué se atribuye la mayor responsabilidad respecto a los límites e insuficiencias de las culturas, las instituciones, las ciencias, la moral, las religiones y las civilizaciones, a los errores e insuficiencias en que pudieron haber incurrido esos filósofos?
Advertimos, por otro lado, que una vez que el hombre se pregunta seriamente por el ser ya no puede prescindir de buscar una respuesta que considere verdadera. En efecto, quien se plantea la pregunta se da cuenta de que todo otro conocimiento pierde consistencia y se torna inseguro si no se funda en una concepción metafísica del ser. ¿Podemos saber verdaderamente cómo es una cosa sin saber qué es, o cómo es la realidad si no tenemos una idea exacta de qué es la realidad en cuanto tal? ¿Podemos identificar las relaciones entre realidades que desconocemos qué son? ¿Podemos discernir cuando una acción o un comportamiento son verdaderamente humanos si no sabemos qué es el ser del hombre? Sin referir al ser lo que se piensa sobre la historia, el hombre, la cultura, las instituciones, las religiones, la libertad, la moral, etc., todo lo que se diga, por interesante y valioso que sea, nos resulta insuficientemente fundado y no satisface la necesidad de alcanzar conocimientos ciertos y seguros sobre aquello que versa la reflexión.
Que todas las demás preguntas derivan de la interrogante por el ser; que de la respuesta que demos a ésta depende la que podamos darnos sobre las otras; por qué la cuestión metafísica condiciona todo otro conocimiento y ciencia; y cuán serias son las consecuencias que tiene carecer de respuesta a la pregunta filosófica fundamental, lo habremos de comprender en profundidad introduciéndonos en la pregunta misma.
La pregunta filosófica que enunciamos interrogando ¿qué es el ser? o ¿qué es la realidad? se presenta en estas formulaciones de un modo tan simple y claro que pareciera no requerir mayor explicación; sin embargo ella precisa ser planteada con rigor filosófico para entender su exacto sentido, comprender su importancia y descubrir todas sus implicaciones. Formular la pregunta por el ser es ya un trabajo filosófico delicado, y a ello debemos abocarnos en primer lugar.
El origen de la pregunta y sus raíces existenciales.
Conviene partir examinando cómo aparece la pregunta y por qué se plantea. Es una pregunta muy antigua que siempre vuelve a presentarse como nueva; ella surge de la perenne y siempre renovada sorpresa que provoca el tomar conciencia de que el universo existe y de que nosotros mismos existimos, formando parte de un todo que llamamos realidad. Sorpresa es, en verdad, una palabra demasiado débil para expresar el sentimiento que provoca el descubrir la existencia de la realidad. Decir que se trata de un sentimiento es también reductivo del hondo impacto de una experiencia singular que detiene el andar y el pensar cotidianos al hacernos concientes del existir de la realidad, en que todo lo demás se fundamenta.
Esta no es, sin embargo, una experiencia común y permanente. Como estamos inmersos en la realidad, que está siempre ahí frente a nosotros y en nosotros mismos, nos habituamos al hecho de existir y ser parte de la realidad, que nos parece lo más natural del mundo y que solemos asumir sin mayor cuestionamiento. Pero algunos hombres, o tal vez todos en algún momento de sus vidas, toman conciencia de que aquello tan natural es en verdad sorprendente, esconde un misterio insondable y plantea interrogantes muy profundos.
La pregunta por el ser y la búsqueda de respuesta surge también desde la experiencia opuesta, a saber, cuando la consistencia del ser se nos diluye y su conocimiento se nos torna incierto. En este caso la pregunta se hace presente como una necesidad experimentada vivencialmente, que se manifiesta como desasosiego interior, carencia de sentido e incluso angustia. En efecto, la ausencia de la experiencia y conocimiento del ser genera en las personas un cierto vacío espiritual, y el vivir se torna leve, superficial, carente de plenitud e incluso de auténtico sentido. Faltando el enraizamiento de la propia existencia en una dimensión del ser que todo lo abarque e integre, el discurrir cotidiano de los acontecimientos y de las acciones se despliega en el horizonte limitado de hechos y realidades que parecen no tener densidad, consistencia, dirección y significado suficientes. Así, quien carece de la experiencia y el conocimiento del ser experimenta una insatisfacción que, al tomarse conciencia profunda de ella, genera también la necesidad de encontrarlo.
Sea claro que con esto no estamos fundamentando la necesidad de la metafísica sobre bases puramente psicológicas. Tal como aparece, sea en la experiencia del ser como en la de su ausencia, la cuestión del ser se constituye como una necesidad epistemológica (cognoscitiva) que hunde sus raíces en la experiencia existencial, desde la cual surge como pregunta filosófica. En todo caso, e independientemente de la experiencia existencial del ser o del sentir su ausencia como un vacío, la pregunta por la realidad se presenta como un hecho intelectual inevitable. Es que naturalmente tenemos algún nivel de conciencia de la realidad, que adquirimos por el contacto que establecemos con las cosas a través del cuerpo, y en particular mediante los sentidos del tacto, la vista, el oído, el olfato y el gusto, todo ello acompañado por la percepción interna de nuestra mente que percibe y siente, que piensa, se emociona y actúa, que imagina y sueña.
Pensamos en esa realidad como algo que existe porque tenemos experiencias cognitivas de ella; pero apenas nos detenemos a reflexionar sobre los contenidos de nuestro conocimiento, dejamos de estar seguros de que lo que conocemos sea la verdadera realidad, pues el mismo conocimiento nos hace ver que mucho de lo que conocemos y creemos real no lo es, que nuestros sentidos a menudo nos engañan, y tal vez siempre lo hacen. En ciertos estados de consciencia, cuando soñamos, cuando alucinamos, cuando imaginamos, lo que creemos tan real como lo que percibimos en estado de vigilia se nos muestra en ésta no tener más realidad que la que nuestra mente ha inventado por sí misma, pues desaparece junto con desvanecerse el estado de consciencia en que se nos presentó. Entonces distinguimos estados de consciencia que nos ponen ante ilusiones y sueños y otros que nos ponen en presencia de realidades; pero ¿por qué podemos estar seguros de que algunos estados de consciencia nos presenten la realidad verdadera y otros no? ¿Acaso los mismos estados de consciencia “realistas” no nos hacen creer reales cosas que luego descubrimos no serlo? ¿No es que también lo que consideramos real en estado de vigilia se desvanece cuando pasamos a otro estado de consciencia? ¿Y podemos estar seguros de que lo que tenemos en la consciencia cuando soñamos, imaginamos o alucinamos nada tiene de real?
No obstante estas interrogantes y dudas, la conciencia de que algo existe como realidad se asienta establemente en nuestra mente, incluso reforzada por la misma distinción que hacemos entre lo que consideramos real y lo que no sería tal. Y decimos que lo real es, y aquello que es lo consideramos ser. Pero es el ser mismo el que nos sorprende en la existencia de una realidad que no logramos aferrar ni comprender.
Más preguntas.
La realidad con que hacemos contacto y de la que tenemos conciencia se nos escurre y, por decirlo así, desrealiza y pierde consistencia, toda vez que los seres que pensamos que existen -el universo y nosotros mismos en él- parecen estar constantemente dejando de ser lo que son: todo se sumerge inevitablemente en el pasado y desaparece en el instante mismo en que se presenta. Pero aquello mismo que pasa sigue siendo de algún modo, y parece irreductible a la nada absoluta, porque incluso lo que fue y ya no es continúa teniendo una presencia que no puede ser negada sin negar lo que continúa existiendo, que también pasa. Lo que aún no es pero llega a ser, ¿era ya algo antes de estar presente, y de dónde viene?; y lo que era y ya pasó ¿sigue siendo real, y a dónde fue? Y aún si lo que en un momento es dejare completamente de ser en el instante en que pasa, de modo que ya no podamos considerarlo realmente ser, lo que aún no es pero viene de algo que llamamos futuro inexorablemente llega a ser y se presenta, imponiendo su ser aunque sea también por un instante. El instante que transcurre y se desplaza dando lugar a lo que llamamos tiempo tiene siempre alguna realidad que lo llena con su presencia; pero ¿cómo es que lo que es deja de ser constantemente, y lo que aún no es llega a ser, también constantemente?
La pregunta por el ser conlleva, así, aparejada, la interrogante sobre algo tan misterioso como el mismo ser, a saber, la pregunta sobre aquello que llamamos tiempo y que nos sorprende no solamente por su inherente transcurrir entre el ser y la nada, sin que sepamos lo que es, sino también porque pone ante nuestra conciencia, como realidades inexorables, seres nuevos y distintos a los que fueron, cambios constantes en el ser mismo, novedades que no cesan de ocurrir. Todo cambia, deviene, transcurre, pero queremos saber si hay algo que permanezca y subsista en la cambiante realidad, en su trasfondo o quizás más allá de ella, y desde lo cual el cambio incesante adquiera sentido. Porque, ¿cómo es que el ser, supuestamente la base de todo y presente en todo, nos parece precario e incierto? ¿Se agota el ser en esta realidad que pasa? ¿Es ésto todo? ¿Se limita el ser a ese transcurrir de la cambiante realidad en el tiempo, o hay algo más que la trasciende, o que la sostiene en el ser, o que la mueve?
En la experiencia del pensar y el preguntarnos aparece la cuestión de la realidad que tenga el propio sujeto que piensa, que es conciente de sí mismo y de una realidad que se le presenta como externa. ¿Debe distinguirse en la realidad un lado interno y otro externo, una dimensión subjetiva y otra objetiva? ¿Es la consciencia un ser del mismo tipo que la realidad que ella conoce y piensa, o se trata de realidades completamente distintas? ¿Es real el pensamiento mismo, o es solamente un reflejo inconsistente?
Por otro lado, no podemos dejar de preguntarnos si todo aquello que nos parece real o que se nos impone como realidad, exista realmente como algo exterior e independiente de nuestra conciencia, o acaso sea sólo algo que ésta crea y pone por sí y ante sí como real. Tal vez el tiempo no sea sino el movimiento de la realidad que cambia, o quizás solamente la conciencia que tenemos del devenir en que se constituye el ser como existente. ¿O será que la realidad está siempre ahí, como un inmutable ser, y que es sólo nuestra consciencia la que transcurre en él recorriéndolo en un tiempo que es sólo subjetivo, esto es, creado por la consciencia al efectuar su recorrido por el ser? ¿O la realidad y el tiempo y las cosas que cambian las creamos nosotros al nombrarlas con palabras, al pensarlas?
Las anteriores preguntas nos llevan a otras: ¿Podemos hablar de la realidad como una sola, interrelacionada en todas sus partes y componentes, o debemos más bien reconocer que hay muchas realidades, distintas unas de otras, conectadas entre sí de algún modo, o independientes? ¿Existen seres puramente espirituales? ¿Cuál realidad es más consistente y real: nuestra mente que percibe las cosas, capta las vivencias y concibe las ideas, o las cosas, las vivencias o las ideas percibidas, captadas y concebidas por ella? ¿El perceptor o lo percibido? ¿El cognoscente o lo conocido? ¿Es la consciencia un ser espiritual distinto del cuerpo? ¿Depende la consciencia de la realidad que ella conoce, de modo que sin ésta no sería nada, o es la realidad conocida la que depende de la consciencia, de modo que si no fuera conocida nada sería? ¿Es que una realidad funda a la otra, siendo la realidad conocida un puro hecho de consciencia, o siendo la consciencia un simple reflejo de la realidad conocida? ¿Es la consciencia independiente de la realidad que percibimos como externa? ¿Podemos esperar que siga siendo aunque desaparezca aquella realidad externa, como un ser que permanece aunque deje de estar en contacto con la realidad percibida (lo que ocurriría con la muerte del cuerpo), y que pervive a los cambios de ésta, no cambiando ella misma o haciéndolo conforme a un devenir suyo que no corresponde al cambio de las cosas sino a un cambio propio suyo? ¿Procede la consciencia de la realidad percibida, apareciendo en un momento de la evolución y organización de ésta, o viene de otra consciencia, o aparece cuando aparece el conocimiento, o nace junto con el cuerpo en que parece estar situada? ¿Hay interacción entre la consciencia y la realidad material, tal que ésta pueda ser modificada por aquella sin intervención de fuerzas materiales, o aquella ser modificada, o quizás degradada por ésta?
Multitud de respuestas insatisfactorias.
Todas estas preguntas se las plantean los filósofos, pero no sólo ellos. También lo hacen los científicos, los religiosos, los hombres comunes y corrientes, al ponerse a pensar en la realidad. Y las respuestas que nos ofrecen unos y otros y que circulan en la cultura no hacen más que complejizar la pregunta sobre lo que sea el ser o la realidad. En efecto, algunos sostienen que la realidad percibida sensitivamente es real, e incluso que es la única realidad verdadera, mientras otros sostienen que sería solamente apariencia, realidad engañosa, sombra, maya, realidad de bajo contenido real, reflejo insignificante de otra realidad verdadera, la realidad espiritual. Pero “realidad empírica” y “realidad espiritual” ¿qué son? Decimos que la realidad empírica es la que percibimos con los sentidos, ¿pero qué nos garantiza que los sentidos nos pongan en contacto con la realidad? ¿Acaso no sabemos que los sentidos tienen un rango muy limitado de sensibilidad a los estímulos externos? ¿Y acaso las ciencias físico-matemáticas no nos llevan a cuestionar todo lo que percibimos con los sentidos, y nos ponen ante una realidad sorprendentemente extraña, estructurada matemáticamente, en que el tiempo y el espacio son relativos, en que la materia es pura energía, constituida de quantos inaprensibles e imposibles de determinar en un lugar y velocidad definidos, y que no son cosas sino más bien probabilidades matemáticas? Pero las ciencias físico-matemáticas mismas ¿no se basan en la observación empírica que procede de los sentidos de los que ellas mismas desconfían? ¿Y por qué debemos creer en lo que concluye el pensamiento racional aplicado a los datos empíricos, si el propio pensamiento racional ha sido cuestionado por la filosofía, y tenemos consciencia de que a menudo nos confunde y nos conduce a errores? ¿Cómo podemos distinguir con seguridad un conocimiento verdadero de uno erróneo o falso?
Respecto a la consciencia que se capta a sí misma y que razona, algunos dicen que es un ser sustancial, y otros que no es más que una superestructura, un epifenómeno, un puro reflejo de la realidad externa. Las ciencias psicológicas, los estudios de la mente y del cerebro, la neuropsicología, la biología del conocimiento y las disciplinas que analizan la consciencia en diversos planos, están cuestionando las más arraigadas convicciones sobre la subjetividad y la objetividad. Si antes parecía sencillo distinguir entre lo que es real y lo que no lo es, la cuestión se ha confundido hasta el punto que tal distinción se presenta hoy como una de las más difíciles de hacer. ¿Debemos reconocer como real solamente aquello que podemos percibir empíricamente? ¿Es la consciencia parte de una realidad material en que la distinción entre lo físico, lo biológico y lo cosciente corresponde sólo a grados de organización y complejidad estructural, o es ella inmaterial, por lo que es preciso reconocer como distintos lo espiritual y lo material? Para algunos la consciencia permanece más allá de la muerte, mientras para otros deja de ser junto con el término de la organización vital del cuerpo humano; hay quienes creen que se instala transitoriamente en un cuerpo y luego trasmigra a otro. Para unos la consciencia es una sola, compartida por todos los hombres, e incluso presente en toda la naturaleza, mientras para otros es individual y distinta en cada ser humano. Para unos toda la realidad, sea empírica o consciente, es creada por un Ser superior y absoluto, y que frente a ese Ser absoluto la realidad que percibimos es casi la nada misma, mientras otros afirman que ese Ser supremo no existe en absoluto, siendo una pura invención de la consciencia.
Las interrogantes, así, parecen multiplicarse llevándonos a pensar que no sabemos nada con certeza mientras tenemos sólo innumerables preguntas sin respuesta; pero si atendemos al fondo de cada una de ellas nos percatamos que la pregunta decisiva, sobre la cual se levantan nuestras diversas interrogaciones referidas a la realidad y el cambio, al devenir y el tiempo, al sujeto y el objeto, a la consciencia y a lo que ella concibe, a la realidad empírica y al Ser absoluto, la pregunta que subyace en todas ellas y en cuya respuesta han de ser todas simultáneamente respondidas, es siempre la que inquiere por el ser, en la cual se centra entera la filosofía.
Negaciones de la pregunta.
Hay filósofos, sin embargo, que niegan validez a la pregunta por el ser, reteniéndola una falsa pregunta. La niegan, descartando con ello la necesidad de aquella ciencia que le busca respuesta y que ha sido llamada metafísica, aduciendo dos razones principales.
La primera razón por la que se niega que la pregunta por el ser se constituya como verdadera pregunta es porque ya sabríamos intuitivamente, siempre, lo que es el ser, que sería evidente por sí mismo. Ser es, simplemente, ser, y lo que no es simplemente es no-ser; y aunque no sepamos nada más con certeza y la mente se llene de interrogantes, la única pregunta que tendría respuesta evidente sería aquella sobre el ser. El ser lo captaríamos y expresaríamos cabalmente en cada afirmación que hacemos, pues en todas ellas referimos algo a la existencia mediante el vocablo “es” que empleamos en su enunciación; por ejemplo, cuando afirmamos que la tierra es redonda, o que el hombre es racional, estamos estableciendo la existencia (de la tierra, del hombre, de la redondez y de la racionalidad) como algo que sabemos exactamente qué significa.
La segunda razón, opuesta a la anterior, es que no podemos definir el ser, no podemos saber lo que es ser, porque conocemos mediante conceptos, y el ser no es posible de conceptualizar, porque todo concepto se comprende por su definición, y toda definición implica identificar algo por su género y su diferencia específica; pero como el ser es lo más general, lo que trasciende a todo género y a toda diferencia, no podemos tener de él una definición que nos diga lo que es. Como todo lo que sea género o diferencia es atribuido a los seres, siendo el ser lo que es común a todos los géneros y diferencias, ningún género o diferencia es capaz de determinarlo ni nos sirve para definirlo. Y si no podemos conocer lo que es el ser, ni conceptualizarlo ni definirlo, la pregunta es una falsa pregunta. La pregunta por el ser sería no solamente irrespondible, sino incluso no formulable, pues su formulación implica ya hacer uso de otros conceptos, que deberemos definir por su género y su diferencia específica, que en ningún caso corresponden al ser y que, más bien, lo suponen.
Las dos razones, así formuladas, parecen contradictorias, pues una afirma que el ser es incognoscible y la otra que es autoevidente, o sea conocido intuitivamente de modo inmediato. Pero esto no implica que debamos aceptar una de las dos, o que si una es verdadera la otra es falsa. En efecto, ambas podrían ser falsas, o también ambas verdaderas (el ser podría ser indefinible pero cognoscible por intuición), o contener cada una algo de verdad y algo de falsedad, y en cualquiera de estos casos negarse la posibilidad de la metafísica, como también no extraerse de ellas tal negación. Es necesario, pues, examinar ambas razones en su propio mérito.
La primera razón, a saber, que el ser es evidente por sí mismo y que sabemos intuitivamente qué significa que algo sea real, nada nos dice sobre lo que sean el ser y la realidad, ni qué significa el existir mismo, o que la realidad sea real, ni nos ayuda a distinguir lo real de lo que no lo sea, ni a identificar grados diferentes (si los hay) de realidad. Se trataría de una intuición que no proporciona conocimiento, o de una evidencia de algo que no sabemos qué es. Además, empleamos el vocablo “es” como una simple cópula verbal, esto es, como una forma gramatical necesaria para expresar las ideas. La prueba de ello es que no siempre el “es” de una afirmación, incluso si explicitamos su contenido como un “ser”, implica hacer referencia a algo realmente existente. En efecto, afirmamos que un centauro es un ser que es mitad hombre y mitad caballo, sin que con ello afirmemos que el centauro exista realmente. Si afirmamos que dos más dos es cuatro, no ponemos el dos y el cuatro en el orden de los seres realmente existentes. Pero no es solamente ésto, pues incluso cuando en una afirmación empleamos el vocablo “es” expresando así que lo afirmado existe (si afirmamos, por ejemplo, “el hombre es un ser real”), no con ello el ser del hombre en cuanto real se nos hace inteligible. Y aunque la afirmación se refiera a la realidad en general, o sea a todo el ser, y sostengamos que “el ser es”, se trata solamente de una tautología: afirmar que “el ser es” es afirmar que “el ser es ser”, que la “realidad es real”; pero con ello no sabemos qué es el ser, qué es la realidad del ser, o qué es el ser de la realidad, de modo que seguimos sin saber qué estamos exactamente afirmando y qué significa que algo exista realmente. Y aún suponiendo que cuando afirmamos que algo es real y que existe sepamos lo que queremos decir con ello, seguimos sin saber si el ser o el existir es un pasar instantáneo por el tiempo, si la realidad es independiente de nuestra consciencia, etc. No podemos, pues, conformarnos con la afirmación escueta de la realidad y abandonar, sin más, la pregunta por el ser; negando de este modo a la pregunta por el ser la calidad de verdadera pregunta, quedarán sin respuesta todas las interrogantes que el ser o realidad nos suscita. La pregunta metafísica sigue en pié.
La segunda razón, a saber, que no podemos definir el concepto del ser, resulta solamente de sustituir la pregunta por el ser con otra distinta, que interroga si el “concepto de ser” tenga o no contenidos definibles. Pero la pregunta por el ser no busca definir el concepto de ser sino precisar qué es la realidad que conocemos. La pregunta sigue siendo auténtica pregunta aunque sepamos que la respuesta no habremos de formularla como una definición conceptual determinada por un género y una diferencia. En realidad, ninguna definición hace referencia al existir del ser definido, porque definir es sólo explicitar lo que diferencia y distingue una cosa de otra, independientemente de si es real o no (de hecho, podemos definir conceptos que no se refieren a realidades existentes). Mediante definiciones expresamos lo que es cada cosa, pero no su existencia y realidad.
Ha sido precisamente para evitar la confusión entre el ser real al que se refiere la pregunta metafísica, y el ser en cuanto aparece en el concepto o en la afirmación lógica, que hemos formulado la pregunta metafísica utilizando la palabra “realidad” como sinónimo de “ser”. Intentamos con ello impedir la reducción del ser, al ser que aparece en la afirmación que utiliza el verbo ser. El estudioso de la filosofía, habituado a concebir el objeto de la metafísica como el ser, podrá sorprenderse de que lo identifiquemos con la realidad, y sentirse incómodo ante lo que pareciera una desviación o incerteza respecto a la auténtica pregunta metafísica. Pero tal como la hemos formulado, el sentido de la pregunta es uno sólo y el mismo en ambas formulaciones. Por lo demás, en casi todas las formulaciones de la pregunta metafísica que leemos en los textos filosóficos, las palabras “ser” y “real” suelen ir juntas y utilizarse indistintamente para clarificar el significado de la pregunta única. Si alguna diferencia entre “ser” y “realidad” deba hacerse, ello resultará de la propia indagación filosófica que busca responderla, y no tiene sentido presuponerla desde el inicio.
El problema de la verdad.
Cualquiera sea la formulación, lo que sí pretendemos es una respuesta unívoca, clara, verdadera. Junto a la pregunta por el ser se instala, pues, también inevitable, la pregunta, o mejor, el problema de la verdad; pero la cuestión de la verdad está subordinada a la pregunta por el ser, de modo que poco podremos decir sobre la verdad sin antes haber examinado la cuestión del ser. Que la pregunta “¿qué es la verdad?” sea correlativa y esté unida a la pregunta “¿qué es la realidad o el ser”?, siendo sin embargo una pregunta distinta y subordinada a ésta, se manifiesta en el hecho que al decir que algo es verdad queremos significar antes de cualquier otra cosa que ese algo es real, y secundariamente o dependiendo de aquello, que lo que digamos o pensemos o afirmemos sobre esa realidad corresponda a lo que ella es en sí misma.
Para que sea verdad lo que pensamos sobre el ser es necesario que hayamos captado el ser en nuestro pensamiento, o que nuestra comprensión del ser coincida con lo que realmente sea el ser. Pero si dudamos de que sea posible la verdad, o de tener un conocimiento verdadero de la realidad, dudaremos con ello de la realidad misma, que no podríamos establecer como tal en una afirmación verdadera. Miramos una piedra y un vaso y decimos “ésas son una piedra y un vaso”; pero si pensamos que nuestras ideas de piedra y de vaso podrían no corresponder realmente a los objetos que designamos con ellas, estaremos dudando no sólo de la verdad objetiva de nuestras ideas y afirmaciones, sino también de la realidad independiente y objetiva de lo que concebimos y llamamos piedra o vaso. Esto vale para cualquier idea y afirmación que efectuemos sobre cualquier cosa.
El problema es que la duda sobre la verdad de nuestras ideas y afirmaciones es razonable. En efecto, que lo que vemos sean una piedra y un vaso lo reconocemos solamente porque en nuestra mente tenemos las ideas de piedra y de vaso; quien no tenga esas ideas en la mente no podrá reconocer la piedra y el vaso, o sea aquellos objetos que para nosotros son una piedra y un vaso. Podrá reconocer en ellos, por ejemplo, solamente cosas, siempre que tenga la idea de cosa, o cualesquiera otras realidades diferentes en la medida que los conciba y reconozca con ideas determinadas distintas. Parece, pues, que fueran nuestras ideas de piedra y de vaso las que los realizan como piedra y como vaso, y que la verdad depende de cada sujeto. Pero si fuera así, ocurrirá lo mismo con cualesquiera otras cosas que reconozcamos, incluso con la realidad, con el ser, que podrían ser solamente configuraciones nuestras, subjetivas. Podremos reconocer la realidad, el ser, sólo si la pensamos como realidad y lo pensamos como ser. Pero si esos pensamientos nuestros no fueran verdaderos, ¿cómo podemos saber que la realidad y el ser existen? Y si la realidad la configura nuestra mente, ¿qué era la realidad cuando ninguna mente la pensaba, cuando no había mentes pensantes? ¿Y seguirá siendo real cuando no existan más hombres en el mundo que la piensen como real?
El asunto se complica aún más, porque si lo que pensamos no depende de la cosa pensada en sí, sino del sujeto que piensa, y si cada sujeto tiene su propia idea o su propia verdad, distinta a la de otros sujetos, ya no existe la verdad como tal, sino sólo ideas que nos ilusionamos sean verdaderas y ciertas, correspondientes a algo objetivo. Si pensamos que nuestras ideas y afirmaciones no son verdaderas más allá de toda duda, no podemos afirmar que exista la realidad en sí, objetivamente, más allá de toda duda. Si no estoy en condiciones de discernir con certeza cuándo mis pensamientos y no los de otra persona que piensa distinto a mi (o que lo hace desde una cultura completamente diferente a la nuestra) correspondan objetivamente a la realidad, lo que pensamos sea un vaso podría no ser un vaso, y lo que pensamos sea la realidad podría no ser la realidad.
Para que haya verdad en nuestros pensamientos tiene que haber realidades que objetivamente correspondan a ellos. Para reconocer que haya realidad en la realidad tendría que haber verdad en nuestro pensamiento sobre ella. Cuando, actualmente, muchos no conciben que las ideas puedan ser verdaderas fuera de toda duda, las realidades que se piensa con esas ideas -y que dependerían de nuestro pensamiento sobre ellas para ser y para ser lo que son-, no pueden ser consideradas reales fuera de toda duda, y más bien deben entenderse sólo como reflejos, expresiones, construcciones subjetivas resultantes de ideas, que no sabemos si sean verdaderas o no. Si no hubiera verdades objetivas en el pensamiento, podría no haber realidades objetivas fuera de él; y si no hubiera realidades objetivas y verdaderas independientes de cómo las pensamos, no habría verdades posibles en nuestro pensamiento. Verdad y realidad se afirman mutuamente o se disuelven juntas en la nada.
Tenemos, pues, que el ser y la verdad han de buscarse juntos. Y podemos decir que la verdad sobre el ser se constituye en, y es no otra cosa que, la respuesta cierta y fuera de toda duda a la pregunta por el ser, esto es, el haber alcanzado el conocimiento de lo que es el ser. (No es que exista una sola verdad, aquella que dice lo que es el ser. Esta es, si la alcanzamos, la verdad filosófica fundamental, de la cual dependen todas las otras. Verdades filosóficas podrán ser también todas aquellas que identifiquen el ser de realidades específicas o particulares; y podremos reconocer como verdades también aquellas ideas y afirmaciones que expongan el cómo de las cosas, pero estas últimas ya no serán verdades propiamente filosóficas).
Solamente en la verdad metafísica la pregunta por la realidad o por el ser desaparece como pregunta, por haber nuestra consciencia alcanzado la respuesta a lo preguntado. Pero sólo desaparece la pregunta cuando la respuesta es completa y nos satisface plenamente, lo cual implica que la respuesta nos haya proporcionado certeza respecto a lo preguntado. No hay verdadera verdad sin certeza, pues donde haya incerteza la pregunta permanece como pregunta, la consciencia mantiene la duda y la inquietud sobre lo preguntado. La verdad se nos presenta, así, como quietud de la consciencia, o en otras palabras, como la satisfacción del intelecto que produce la sustitución de la pregunta por una respuesta segura y cierta.
La pregunta que permanece como pregunta se convierte en una búsqueda de respuesta, porque tal respuesta no se posee y sin embargo se quiere tener. Para que la búsqueda tenga sentido y se justifique, no basta sin embargo con no poseer lo que se quiere tener, siendo preciso, además, al menos suponer que lo que se busca existe. Se busca siempre algo que se puede suponer que existe, aunque no se esté seguro de ello; se busca cuando se supone también que lo buscado es posible de ser encontrado, aunque tampoco se esté seguro de esta suposición. Como en la búsqueda de un tesoro, para ponerse en camino basta suponer que lo que se busca tal vez exista y que tal vez sea posible encontrarse. En este caso, podemos ponernos en búsqueda de la verdad del ser porque suponemos que el ser existe aunque no sabemos lo que es (si lo supiéramos no tendría sentido esta búsqueda), y podemos hacerlo aunque no estemos ciertos de encontrar la respuesta verdadera (porque tampoco podemos estar absolutamente seguros de que no seamos capaces de alcanzarla). Y aunque sea muy tenue la posibilidad de que nuestra búsqueda sea coronada por el éxito, es tan importante, prioritaria y necesaria la respuesta, que bien vale la pena intentarlo. En realidad, no podemos dejar de hacerlo sin renunciar con ello a todo conocimiento, que implica renunciar también a lo que creemos que somos: seres conscientes, cognoscentes, inteligentes.
Con todo lo importante que sea la verdad, no debemos olvidar que al fondo y más allá de su búsqueda lo que se persigue es el ser mismo, cuyo encuentro se espera constituir como conocimiento seguro y cierto, como verdad y certeza. No se trata, pues, de una pura inquietud racional sino, más amplia y profundamente, de un problema existencial, del cual la búsqueda de la verdad metafísica es su dimensión intelectiva.
Al decir esto estamos lejos de justificar una cierta actitud espiritual muy corriente en nuestra época, conforme a la cual se cree que es posible prescindir de la verdad y la certeza y que basta con sentir, vivenciar o intuir interiormente el ser. En efecto, cuando tengamos dicha vivencia, sentimiento o intuición será siempre necesario saber si ella nos ponga en contacto con el verdadero ser, y sea algo más que un hecho puramente psicológico. Por lo demás, sentir, vivenciar e intuir son experiencias cognitivas, aunque puedan ser de un tipo distinto al del conocimiento racional, y en cuanto experiencias cognitivas es inevitable preguntarse si lo que ellas ponen en nuestra consciencia sea verdadero o falso.
La búsqueda existencial del ser se manifiesta inevitablemente como conocimiento porque somos existencialmente intelectivos, esto es, sujetos que experimentamos cognitivamente la realidad. Es por ello que solamente en la verdad podremos encontrar el verdadero ser y satisfacer la necesidad existencial que de él tengamos. Pretender que pueda prescindirse del esfuerzo cognitivo y accederse al ser directamente, fuera de la verdad y la certeza, no es sino ilusión y autoengaño, o un acto voluntario de renuncia al conocimiento del cual es preciso al menos estar conscientes.
La importancia práctica de la metafísica.
Cabe insistir en que la pregunta por el ser y la respuesta que alcancemos no deja de tener consecuencias prácticas inmensas. En efecto, la práctica es siempre un transformar la realidad, una secuencia de múltiples acciones guiadas por el conocimiento, de la que se esperan cambios tanto en la realidad sobre la que recae la acción como en la del sujeto actuante. El conocimiento del ser es necesario para identificar qué es su transformación, qué alteraciones puede tener la realidad por sí misma, qué cambios son posibles de hacerse mediante intervenciones activas, y cuáles son imposibles.
La verdad es necesaria para orientar adecuadamente las acciones tendientes a lograr cualquier objetivo que nos propongamos. Para obtener un desarrollo o expansión de la consciencia decisivo será conocer qué sea la consciencia, y sólo si ese conocimiento es verdadero se podrá esperar que la acción guiada por él logre el pretendido desarrollo o expansión. Si pienso que la consciencia es un ser espiritual distinto y separado de la realidad material, no pretenderé su expansión y desarrollo mediante ejercicios corporales, que en cambio serían efectivos si la consciencia fuera una realidad dependiente y conectada a la corporeidad.
Si la realidad tal como es en sí misma fuese inaccesible al conocimiento y a la acción, que sólo pueden alcanzarla en sus modos de aparecer subjetivos, o en sus relaciones empíricamente perceptibles, las pretensiones de cambiarla quedan limitadas a intervenir sobre esas apariencias al interior de la consciencia, o a las modificaciones posibles al nivel de las relaciones y estructuras empíricas.
Si la coherencia de la razón es la misma en todas las mentes, podremos esperar convencer mediante la comunicación de argumentos racionales, resultando ello inútil si la coherencia fuese solamente una construcción subjetiva. Si no se puede acceder a la verdad de las cosas, y todo pensamiento es un constructo mental con que cada sujeto ordena su experiencia, no cabe esperar que mediante el ejercicio de la razón pueda llegarse a certezas compartidas, tan importantes para la vida social. Sólo cabría buscar consensos mediante un esfuerzo de seducción de las conciencias con las propias ideas, y habrá que reconocer entonces conciencias seductoras y consciencias seducidas, consciencias dominantes y consciencias subordinadas, convicciones generales que se alcanzan mediante el conformismo de muchos, o acuerdos que se establecen como “pactos sociales” en que cada consciencia debe renunciar a algo íntimo muy precioso, a algo que es nada menos que lo que considera verdadero, y aceptar con humillante humildad algo que íntimamente retiene falso o erróneo.
Al contrario, podrá decirse que cualquiera que piense o pretenda haber accedido a la verdad asume una actitud de arrogancia desmedida. Pero, ¿acaso no hay más arrogancia en pensar que puesto que “mi” verdad es la mía nadie puede pretender llevarme mediante razonamientos a cambiarla, que sostener que la verdad no es mía ni de nadie, y que sólo cabe buscarla mediante el ejercicio de una razón común, que compartimos todos, poniendo a disposición de todos nuestras propias experiencias y razones? Esta actitud supone que, con plena y auténtica humildad, se esté dispuesto a reconocer que “mi verdad” no sea la verdad sino que pueda esconder o implicar un grave error.
Estamos, pues, ante éticas muy distintas, que derivan directamente de concepciones diferentes sobre el ser y la verdad. Este es un buen ejemplo de la importancia ética de la metafísica. Pues ¿en qué puede fundarse la ética si carecemos de verdad y de acceso seguro al ser? Si la justicia y el bien dependen de lo que cada uno conciba como justicia y como bien, no habiendo nada justo y nada bueno en sí, nada que pueda afirmarse como verdaderamente justo y bueno, cada individuo humano está en su derecho de considerar justo y bueno lo que convenga a sí mismo, y el único “orden social” posible será el que impongan los más fuertes y audaces y seductores.
En realidad, toda acción humana individual o social está guiada, implícita o explícitamente, por alguna concepción del ser, siendo la verdad o falsedad de ésta decisivo para sus procesos y sus resultados. Vemos, pues, que la metafísica es tarea necesaria tanto para el individuo como para la sociedad, y que emprender esta búsqueda es tal vez el más grande servicio que una persona pueda hacer a los demás seres humanos y a la humanidad entera, aunque no logre el resultado que busca, aunque su contribución no sea más que un eslabón pequeño en un proceso milenario.
Aunque muchas personas no se cuestionan el ser y la verdad y, más aún, prescinden de la reflexión filosófica, cabe advertir que no por ello carecen de ideas filosóficas y dejan de actuar y vivir conforme a ellas. Creer o no creer en Dios, pensar que la propia existencia termina en la muerte o que continúa después separada del cuerpo, suponer que no hay más verdad que la que cada uno concibe en sí mismo o que la verdad es objetiva e independiente de la subjetividad de cada uno, admitir que todo se reduce a la realidad material o que lo fundamental es lo que ocurre en el alma, que los hombres tengamos una misma naturaleza esencial o que no exista tal naturaleza común, y tantas otras convicciones o ideas de las que cada persona está más o menos firmemente persuadida o dubitante, son todas concepciones de carácter filosófico.
Estas ideas, afirmaciones, dudas, opiniones o creencias, débil o firmemente arraigadas en la consciencia, las reciben y recogen las personas por distintos conductos y de diversas fuentes: la familia en que han crecido, la educación en que se formaron, las instituciones religiosas con las que han estado en contacto, la cultura en que se encuentran inmersas, las lecturas efectuadas, las conversaciones sostenidas, las propias experiencias psicológicas, el sentido común de los grupos humanos en que participan, lo que escucharon de tal o cual otra persona, etc. Naturalmente, cada uno piensa por sí mismo, pero utiliza en ese pensar las ideas y creencias recibidas de otros, recombinándolas rara vez con rigor intelectual. Así se forma y estructura en toda persona, de modo más o menos rígido o flexible, un mundo interior de ideas y convicciones filosóficas. Estas, sin embargo, no permanecen siempre las mismas sino que van cambiando y sustituyéndose en la consciencia al vaivén de las mismas cambiantes influencias que continúa recibiendo de su entorno social y cultural, que cada cual reelabora o integra pasivamente. En base a esas ideas, opiniones y creencias que dan forma a su consciencia, cada persona actúa y se orienta en la vida, con mayor o menor consecuencia y coherencia dependiendo de la fuerza de la convicción y de la coherencia interna entre las ideas, opiniones y creencias asumidas. En cada momento y circunstancia de la vida cada uno puede sentir que lo que piensa, opina y cree es suficiente para orientarse y efectuar las opciones correspondientes; a la mayor parte de las personas no les importa mucho que hoy piensen algo distinto a lo que pensaban ayer, y que mañana cambien otra vez su modo de concebir el mundo y la vida y a sí mismos y a la realidad. Como el ser humano tiene necesidad de creer en algo, de pensar de algún modo, en cada momento tiende a afirmar y creer que lo que piensa en ese momento es verdadero. Pero ¿y si está equivocado? ¿Qué le garantiza que lo que piensa ahora es verdadero y lo que pensó antes era falso? ¿Cómo puede estar cierto de que toda su vida y sus opciones, orientadas en cada situación por las ideas y creencias del momento, recibidas de distintas fuentes y modos, no estén basadas en una sucesión de errores o de ideas falsas e inconsistentes? ¿No le ocurre acaso constantemente que la realidad sobre la que actúa no reacciona a su acción como esperaba en base al conocimiento que tiene de ella? El estar formada su consciencia y sus ideas y creencias desde fuera y por otros ¿le asegura acaso estar bien orientado?
Muchas personas, cuando en momentos de incertidumbre o de angustia llegan a plantearse estas preguntas inquietantes, sienten desaliento respecto a la posibilidad de responderlas, entendiendo que conocer la verdad y el ser no ha de ser tarea fácil. Ello las lleva a desechar la pregunta sobre la verdad de lo que piensan, como si fuera solamente la expresión de un mal momento interior, de un desasosiego transitorio que es preciso superar; así, en vez de buscar respuestas expulsan las preguntas filosóficas de la consciencia, y siguen viviendo conforme a las ideas que reciben y asumen más o menos pasivamente.
Están también los que, sin haberse dado el trabajo filosófico de fundamentarlas rigurosamente, han estructurado su consciencia y sus vidas conforme a unas pocas ideas filosóficas recogidas aquí o allá que consideran fundamentales, respecto a las cuales experimentan seguridad absoluta, y que no están dispuestos a poner en duda ni a cambiar por otras. Tal vez temen que cuestionar su veracidad podría hundirlos en el vacío, o que sus vidas perderían el sentido y la orientación que creen haber alcanzado con ellas; y como les parece que esas ideas les son necesarias para vivir y que de ellas obtienen satisfacción (liberándolos de paso también de la que en su ausencia sería una ardua tarea intelectual), se aferran a ellas con una convicción psicológicamente reforzada. Como a lo largo del tiempo se han encontrado con personas que dudan de esas ideas o que directamente se las han cuestionado, han sabido acumular una cierta cantidad de argumentos, recogidos también éstos aquí y allá, con los que creen disponer de razones suficientes para pensar lo que piensan y creer lo que creen y rebatir a todo aquél que pretenda pensar algo distinto. El suyo llega a ser de este modo un pensamiento dogmático. Y mientras más fuerte sea la convicción porque más fuerte es el temor a perder la seguridad, más se juntan y hacen amistad con quienes piensan parecido y se distancian de quienes tengan otras creencias, opiniones y pensamiento. Así, además de ser dogmáticos se vuelven sectarios. Tales dogmatismo y sectarismo constituyen formas de esclavitud de la consciencia, que se conforma a un pensamiento ajeno cuya fundamentación se desconoce o no se cuestiona. Cabe advertir que puede ser esclava la consciencia que afirma algo como aquella que lo niega; son igualmente dogmáticos el que dice: “ésta es una verdad absoluta”, y el que afirma: “no hay verdad alguna que sea segura y cierta”, quien dice que hay Dios y quien dice que no lo hay, si una u otra idea han sido aceptadas acríticamente y afirmadas con tanta certeza volitiva como ausencia de fundamentación racional.
Sin embargo, de ambas afirmaciones, una es verdadera y la otra falsa: o hay acceso a la verdad o no lo hay, Dios existe o bien no existe. La consciencia filosófica busca una respuesta y pretende alcanzar la certeza. No hay dogmatismo en la búsqueda libre e independiente de la verdad, ni lo habrá en la verdad y certeza que lleguen a establecerse como resultado filosófico construido sobre fundamentos cognitivos rigurosos. Cualquiera sea el caso, se alcance o no la verdad y la certeza, de la filosofía no es posible prescindir. La alternativa es, solamente, entre ser filosóficamente dependiente o ser filosóficamente autónomo.
La necesidad de plantearse y buscar respuesta a la pregunta por el ser no es solamente individual, y ello se presenta en el momento actual quizás con mayor fuerza que nunca antes en la historia. En efecto, muchos son los indicios de que vivimos el final de una civilización, de aquella civilización llamada moderna que se basó en una concepción filosófica que, habiendo fallado en la formulación de una ciencia metafísica del ser en cuanto ser, distinguió en la realidad dos partes separadas: la materia y la consciencia, y convirtió la primera en objeto exclusivo de las ciencias positivas, y la segunda en objeto reservado a las ciencias fenomenológicas. El hecho es que las primeras, que avanzan sin pausa en el conocimiento de cómo son y cómo funcionan la materia, la vida, la psiquis humana, y la organización social, proporcionan a los hombres poderes gigantescos de transformación de la realidad, los cuales se emplean sin suficiente comprensión y control de los efectos y procesos que desencadenan, a menudo indeseados, peligrosos para el hombre y la naturaleza, y que suscitan consistentes temores respecto al futuro que anticipan. Nadie sabe adonde tales ciencias y las tecnologías que generan nos conducen al realizar todo aquello que pueden, ajenas y desentendidas de una filosofía profunda que pudiera señalarles lo que deban o no realizar. Por su parte, las ciencias fenomenológicas sumergidas en la exploración de las complejidades de la consciencia humana, parecen estar a la deriva, multiplicando enfoques y concepciones que se niegan y contradicen mutuamente, que encantan y desencantan en rápida sucesión, y que parecen conducir a los individuos, a los grupos sociales y a las culturas al más completo relativismo moral. Nadie sabe dar respuestas convincentes y seguras sobre el sentido de la vida y de las cosas, perdiendo con ello la vida y las cosas sentido consistente y verdadero, el que tal vez podría encontrarse a partir de una filosofía que dilucidando lo que es el ser, nos ponga en contacto con el ser de la realidad, del hombre, de la consciencia, de la naturaleza y de la sociedad.
No con esto estamos afirmando que, por razones éticas y de conveniencia social, o de necesidad subjetiva, sea verdad que podamos acceder cognitivamente al ser y a la verdad. Mientras la metafísica no nos asegure, sobre bases firmes e inconmovibles, que la búsqueda del ser y de la verdad ha sido coronada por el éxito y que la tarea filosófica está cumplida, de manera tal que cualquier persona que siga el curso del pensamiento que ha conducido a tal resultado lo alcance por sí mismo, toda pretensión de afirmar como verdad metafísica lo que no lo sea, esconderá una intención, o tendrá un efecto inconsciente o no, de dominación de consciencias.
Si esta búsqueda sea algo que cada uno deba hacer absolutamente solo y por sí mismo de principio a fin, o se trate de un proceso que envuelve a toda la humanidad, o de una elaboración que efectuada por un filósofo pueda ser reelaborada por quien siga los pasos y caminos de sus razonamientos, o una suerte de ascenso en que los fundamentos puestos por unos sean peldaños o bases consistentes para que otros continúen una construcción coherente, es algo que la propia filosofía deberá aclarar. En efecto, la primera tarea filosófica es y ha sido siempre la de establecer su punto de partida, sus primeros principios, y las formas de continuar la búsqueda y avanzar a partir de ellos.