Intentaremos en esta lección mostrar cómo tanto el comunitarismo como la socioeconomía de la solidaridad, nacen y se desarrollan como corrientes dentro de las ciencias sociales que efectivamente valoran y apuestan por un verdadero desarrollo integral, o dicho de otra manera para ser fieles a la feliz expresión de Max Neef, Hopenhayn y Elizalde, apuestan por un verdadero desarrollo a escala humana.
Dividiremos nuestro exposición en tres partes. En primer lugar, analizaremos el concepto de desarrollo en el contexto de la historia de esta idea en el Siglo XX, con el propósito de observar las limitaciones de los enfoques clásicos y la imperiosidad de nuevos aportes. En segundo lugar, analizaremos el esfuerzo académico por construir nociones e indicadores alternativos; y finalmente compartiremos algunas reflexiones sobre el desarrollo desde la vertiente del pensamiento comunitarista
Sobre los conceptos de desarrollo, progreso y crecimiento.
En las ciencias sociales y económicas, el concepto de desarrollo comienza a ser utilizado para dar cuenta de los países más empobrecidos luego de la II Guerra Mundial, muchos de los cuáles recién entonces iniciaban su vida como países independientes. Estos países, considerados “subdesarrollados” según la terminología de la época, se caracterizaban –siempre según las posiciones más hegemónicas en la época- por tener un bajo nivel de vida (entendido como el conjunto de bienes y servicios de los que dispone un país en un momento dado) en comparación con el nivel de vida elevado de los países ricos, en razón, según se explicaba entonces, fundamentalmente de un considerable atraso en materia tecnológica (Suavet, T.: 1970, 104) que redundaba en bajos estándares en la productividad de la economía en términos generales, lo que a su vez conducía, supuestamente, a menores tasas de crecimiento económico. Nótese como los conceptos claves aquí son nivel de vida, tecnología, productividad, y crecimiento económico.
Esta visión, a nuestro entender excesivamente economicista del desarrollo, continúa vigente hasta hoy en día. Es así, por ejemplo, que algunas de las definiciones más clásicas del desarrollo lo señalan como “un proceso de crecimiento económico continuado que asegura unos excedentes duraderos de toda clase de bienes, que pueden ser dedicados a cubrir las necesidades humanas y a potenciar un mayor bienestar...” (Puyol: 1986). En este tipo de definiciones el hincapié se hace en la materia “crecimiento económico”, algo que como veremos luego, el tiempo se ha encargado de cuestionar seriamente. Llegado a este punto, entonces, correspondería hacer las primeras aclaraciones: el desarrollo debemos entenderlo como un concepto mucho más complejo y multidimensional que el concepto de crecimiento o el concepto de progreso, confundidos todos ellos, por buena parte de la literatura en estas materias.
Mientras que el crecimiento es un concepto arraigado en la tradición biologicista, donde se describe una evolución destinada a concluir en una etapa final, el desarrollo remite a un proceso más complejo y cualitativo que descarta la linealidad y el mecanicismo, y que no tiene un fin preciso. Finalmente, el tercer concepto clave en estos asuntos es el “progreso”, de raíz iluminista y positivista que se vincula a la noción del avance uniformizante y civilizado que oficiara de punta de lanza durante tantos siglos para destruir todo aquello que estuviera asociado a su contracara, esto es, lo bárbaro, lo atrasado, lo autóctono, lo primitivo, lo indígena, lo rural o lo artesanal, en los países del tercer mundo. En este contexto de modernidad racionalista es que podemos entender al desarrollo como “la palabra maestra en la cual se encontraron todas las vulgatas ideológicas de la segunda mitad del siglo XX. Se percibe claramente que en el fondo de la idea de desarrollo se encuentra el gran paradigma occidental del progreso. El desarrollo debe asegurar el progreso el cual debe asegurar el desarrollo” (Morin, E. y Kern, A.: 1993, 89).
No es extraño entonces que las primeras elaboraciones para dar cuenta del fenómeno del “subdesarrollo”, tendieran a hacer sinónimos la tríada compuesta por los citados conceptos de desarrollo – crecimiento – progreso. Con ello, se estaba generando entonces una idea hasta hoy en día dominante, caracterizada entre otros por los siguientes elementos citados por Capalbo:
Desarrollo caracterizado por el mecanicismo y la linealidad, así como una firme fe en el racionalismo para el control del proceso. El futuro aparecería entonces como una extrapolación ingenua de las posibilidades tecnológicas del presente.
Desarrollo caracterizado por los aspectos cuantitativos del crecimiento económico, soslayando las complejidades no lineales de estos procesos, y poniendo como objeto de desarrollo, por lo tanto, a la materia.
Desarrollo caracterizado por una visión determinista e ilimitada a partir de las posibilidades que generan los conocimientos científicos y técnicos.
Desarrollo caracterizado por una concepción fragmentaria, al creer que la realidad total es igual a la yuxtaposición de las partes analizadas.
Finalmente, desarrollo uniformizante y centralizador, que se orienta como proceso emulativo de aquellas naciones presumiblemente “avanzadas”, arrasando en consecuencia con toda posible diversidad cultural (Capalbo, L.: 2000, 19).
Se comprenderá entonces, cómo el concepto de desarrollo nació académicamente subdesarrollado.
Esta visión tan limitada sobre el desarrollo socioeconómico, con más peso en lo económico que en lo social, tuvo un especial impacto en varias escuelas originadas luego de la II Guerra Mundial, así como en las recetas neoliberales de comienzo de los años ochenta. Sin embargo, recogen antecedentes en la lectura que hacían los clásicos de la economía acerca de las razones que explicaban la riqueza o pobreza de las distintas naciones. A grandes rasgos, los clásicos de la economía, por ejemplo, partían de la idea que los países pobres se caracterizaban por su “bajo nivel de civilización”, y por carecer de economías con alta productividad que solo podían funcionar en el marco de una serie de libertades básicas, proponiendo por tanto, programas de liberalismo económico. Adam Smith, en La Riqueza de las Naciones, partía de la base que la fuente de la riqueza consistía en la división del trabajo, distinguiendo entre el trabajo productivo y el trabajo improductivo, siendo el primero, aquel “que permite la acumulación de la riqueza material” (Smith, Adam: 1979, 299), conforme lo cuál, “así como la acumulación del capital, según el orden natural de las cosas, debe proceder a la división del trabajo, de la misma manera, la subdivisión de éste, sólo puede progresar en la medida en que el capital haya ido acumulándose previamente” (Ibídem, 251). Malthus, por su parte, expone en su Principios de Economía Política, una postura favorable al interés por el estudio de las causas que impiden “el progreso de la riqueza en distintos países” (Malthus: 1946). En esta obra, no explora tanto la relación entre producción y crecimiento demográfico que expondrá en su Ensayos sobre el principio de la población, también de gran receptividad entre los contemporáneos neomalthusianos; sino fundamentalmente las respuestas a porqué existen países ricos y países pobres en el contexto mundial. En tal sentido termina deduciendo que los países pobres se caracterizan por hacer un escaso uso de sus recursos, tantos naturales (baja productividad) como humanos (factores culturales como el ocio de los trabajadores, o la escasa propensión al ahorro e inversión por parte de los comerciantes). Le corresponderá al Estado, por tanto, remover los obstáculos tradicionales que impidan el libre comercio, y de su mano el progreso económico de las naciones. Las posturas de estos y otros economistas clásicos, influirán de gran manera en los economistas ortodoxos que harán resurgir los estudios vinculados al desarrollo en la segunda mitad del Siglo XX.
En tal sentido, sin duda el autor que más explicitó la visión del desarrollo como un proceso unidireccional de sucesión de etapas, fue el norteamericano Rostow. Para este autor, las “sociedades tradicionales” debían pasar por las etapas de las condiciones previas para el despegue, el despegue, la marcha hacia la madurez y la etapa del consumo de masas, que caracteriza a los países más adelantados. No es el caso ahora dar cuenta de las múltiples críticas que se levantaron en contra de estas visiones, entre otros, por parte de Myrdal, uno de los autores que en los años sesenta intentó analizar con mayor seriedad asuntos tan complejos[1]. De hecho los años cincuenta, sesenta y en menor medida en los setenta, fueron escenarios de interesantes debates acerca de las posibilidades y vías hacia el desarrollo de los países más “atrasados”. Surgen con especial notoriedad, en tal sentido, las específicas lecturas de la CEPAL, liderada por Raúl Prebisch quien haría hincapié en las desiguales relaciones entre países del centro y países de la periferia y la necesidad de incorporar un desarrollo endógeno; las elaboraciones de la teoría de la dependencia, con fuerte presencia de marxistas heterodoxos latinoamericanos con diversidad de enfoques, como es el caso de Dos Santos, Cardoso, Faleto, Gunder Frank, Furtado, etc., pero que en lo sustancial cuestionaban la capacidad de desarrollo de los países de la periferia si no cambiaban las relaciones de dependencia para con los países centrales, en el marco de una división internacional del trabajo capitalista considerada clave para entender estos asuntos; los enfoques neomarxistas (Samir Amin, Poulantzas, etc.), que veían en las estructuras semifeudales de las economías del tercer mundo una explicación clara para la dificultad de avanzar en los estadios capitalistas; o la escuela de la economía humana del dominico Lebret, de gran influencia entre cristianos progresistas del tercer mundo, para cambiar aquellas estructuras que limitaban el desarrollo “de toda la persona y de todas las personas”, como luego expresara Pablo VI en su Populorum Progressio; entre otras corrientes que tuvieron especial relieve en estas materias durante tanto tiempo.
Entre tantos puntos de vista, responder sobre cuál sería la causa del atraso económico de algunos países no resulta tarea sencilla. Algunos harán hincapié en la ausencia de modernas tecnologías y por lo tanto en el problema de la escasa productividad de esos países; otros harán hincapié en la ausencia de clases empresariales propensas a generar inversiones productivas; unos terceros señalarán que la división internacional del trabajo lleva a que existan países tomadores de precios y otros detentores del poder de comercialización que han ido minando la relación entre las materias primas y los productos elaborados; otros dirán que básicamente hay un problema estructural derivado del período de colonización; en fin, tampoco faltaron quienes creyeron ver como causa del subdesarrollo económico, factores culturales como la escasa propensión al trabajo de los nativos, la institución de la “siesta” en los países del trópico, etc. Lo cierto es que más allá de las razones esgrimidas, en la mayoría de los casos cuando se hacía mención al desarrollo, se estaba pensando en el desarrollo de los bienes (fundamentalmente industriales, creyendo que allí residía el factor estratégico desencadenante de la producción de riquezas), más que en el desarrollo de las personas, como nos lo recuerda Max Neef. Desde este punto de vista, será más desarrollado un país que logre producir más, aunque no se tengan en cuenta las externalidades, ya se ambientales, ya sea sociales, que esa mayor producción genera.
A comienzos de los ochenta, por su parte, cuando la deuda externa comenzaba a golpear fuertemente a los países del tercer mundo, luego de una inesperada suba de las tasas de interés promovida por el gobierno de Reagan en los Estados Unidos de América, se genera el caldo de cultivo para una nueva oleada neoliberal en las políticas tendientes a explicar y solucionar los problemas del subdesarrollo. Amparados en los estudios de los Chicago Boys, como se conoce a los intelectuales egresados de las escuelas de economía de la Universidad de Chicago, de corte neoliberal, e impulsado por los organismos internacionales (fundamentalmente el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial), comienzan a ser aplicadas algunas recetas de apertura económica, desregulación de los mercados y privatización de las empresas públicas que inauguran una nueva etapa en el pensamiento del desarrollo. Este recetario puede rezar más o menos de la siguiente manera: los problemas del subdesarrollo se solucionan con crecimiento económico. El crecimiento económico solo es posible con inversiones productivas. Las inversiones productivas solo vienen de la mano de los capitales privados. Ergo: solo se atraen capitales privados si se asegura el libre funcionamiento del mercado. El mal llamado consenso de Washington de comienzo de los noventa, propugnaba entonces un nuevo fortalecimiento de las esferas mercantiles, esta vez no en oposición a las redes sociales extramercantiles que caracterizaron la vida de nuestros pueblos por siglos (y que en el marco de otras corrientes de pensamiento, eran consideradas como trabas al progreso), sino en franca oposición a un Estado que se decía intervencionista de más, y causante de los grandes problemas del “desarrollo económico” en las décadas anteriores.
El mero aumento del PIB, a pesar de parapetarse como el gran objetivo de los Gobiernos, sobre todo alumbrados por las nociones más materialistas, no necesariamente conduce a mayores tasas de empleo, o a mejorar la calidad de los mismos, a la vez que suele poner en jaque la sustentabilidad del planeta[2]. A pesar de ello, para las posiciones dominantes en estas materias, lo que importa observar es la evolución del PIB (al cuál no se le discute su pertinencia), la inflación, el déficit fiscal, como los indicadores más importantes. Los instrumentos privilegiados aquí son el mercado, la propiedad privada y la desregulación. Efectivamente, estos tres instrumentos están absolutamente ligados: los mecanismos de mercado sólo tenderán a la perfección en la medida que no existan trabas a la propiedad privada y a los comportamientos privados de los participantes en el mercado. De allí la importancia que el neoliberalismo le ha asignado a la desregulación estatal: toda intervención es perjudicial para los intereses del mercado, y por esa vía de todos sus participantes, alardeando por una libertad económica, que permite precisamente (a quien tenga recursos) comprar y vender todo aquello que tenga una demanda potencial; y menospreciando por lo tanto la destrucción del medio ambiente, la marginalización (producto del escaso papel de las políticas sociales) de crecientes sectores de la sociedad; y la creciente desigualdad que sigue presentándose como el talón de Aquiles de este tipo de modelo[3].
Lo anterior ha conducido a una interesante y relativamente reciente polémica sobre los alcances del crecimiento económico en el seno del Banco Mundial, luego de la publicación en 2000, de “The quality of growth”, donde se incursiona en una visión sobre el desarrollo mucho más amplia que los recetarios de mera liberalización que le caracterizó durante tanto tiempo. Atendiendo a factores como el medio ambiente, la educación, la lucha contra la pobreza, o la corrupción, el Banco admite que “la calidad del crecimiento es tan importante como la cantidad”, o dicho de otra manera: el mero crecimiento de las economías no necesariamente reduce la pobreza, pero además, puede destruir el medio ambiente y favorecer la corrupción; de allí la importancia que tienen las políticas sociales y/o específicas implementadas en situación de crecimiento. Dice el Vicepresidente del organismo internacional: “La experiencia tanto en países en desarrollo como industriales demuestra que no es solo el crecimiento sino un crecimiento de mayor calidad lo que determina cuánto mejora el bienestar, y a quienes llega” (Vinod, T.: 2000). Por supuesto que estas afirmaciones no fueron del gusto de numerosas corrientes neoliberales. La revista The Economist, por ejemplo, publicaría una nota editorial donde denuncia al Banco Mundial de distorsionar las conclusiones del estudio. La posición economicista es clara: “cuanto mayor sea la cantidad de crecimiento, mejor será, especialmente para los pobres, y según algunos indicadores, también para el medio ambiente” (The Economist: 2000), desconociendo el hecho de países con similares niveles de crecimiento que por orientar de manera distinta los ingresos, por ejemplo en salud o educación, logran resultados diferentes en términos de bienestar. La discusión, como se comprenderá, es más compleja que admitir una dimensión cualitativa y otra cuantitativa del crecimiento. En realidad, una de las contribuciones más importantes de las ciencias sociales en estas materias, es advertir sobre la importancia no solo del capital natural y físico de las naciones, sino también del capital humano primero, y del capital social luego. Ambos términos, si bien no me conforman[4], dan cuenta de aspectos que si bien son fundamentales para comprender el desarrollo, han estado, sobre todo el último, muy menospreciados en los estudios más divulgados sobre el tema. Valga señalar en tal sentido, entre otros, el esfuerzo realizado por Bernardo Kliksberg, en el seno del BID, intentando divulgar las nociones de capital social y los vínculos entre ética y desarrollo en América Latina durante los últimos años[5].
Los esfuerzos por construir nociones e indicadores alternativos.
El conjunto de estas y otras visiones críticas ha conducido necesariamente a la elaboración de teorías y categorías analíticas alternativas al discurso más convencional en materia de desarrollo, así como a la construcción de nuevos indicadores del desarrollo. La labor de los ecologistas y de los académicos y decisores más sensibles a los problemas ambientales, pueden considerarse claves en tal sentido.
En Europa, la labor del Club de Roma, las elaboraciones de Schumacher, y la difusión del concepto de desarrollo sustentable han ido en esa línea.
El Club de Roma nace en 1968 con la reunión de 35 personalidades de 30 países entre los que se cuentan académicos, científicos, investigadores y políticos, compartiendo su preocupación por la modificaciones del entorno ambiental y sus consecuencias en nuestras sociedades, tomando como eje de sus reflexiones la interdependencia entre distintos aspectos políticos con aspectos energéticos, alimentarios y demográficos entre otros.
Su primer informe de trabajo, titulado “Los límites del crecimiento”, sería editado en los EE.UU. durante 1972 y tendría desde entonces una amplia difusión, despertando preocupación y polémicas por sus vaticinios, tildados por sus críticos, como alarmistas y deterministas. Sin embargo, las posturas del Club de Roma, acerca de esos límites al crecimiento, continúan hoy especialmente presentes cuando se observa la evolución que han tenido en el tiempo, ciertos indicadores ambientales que ponen en cuestionamiento cuánto realmente hemos avanzado en el cuidado del planeta.
Schumacher en su obra Small is beautiful, publicada por primera vez en 1973, generaría otra visión muy singular sobre el desarrollo, que ha tenido desde entonces muchas adhesiones. El autor alemán comienza su obra cuestionando el sistema de producción moderno alimentado por diferentes adelantos tecnológicos y científicos, en tanto sistema que descuida la naturaleza y por tanto la capacidad de sustento de nuestras economías. Pero Schumacher va más allá de la crítica materialista, preguntándose si acaso los métodos actuales de producción no estaban “carcomiendo la sustancia misma del hombre moderno”, sustancia que afirma, “no puede ser medida por el PNB”, sino por ciertas “desviaciones” sintomáticas como el crimen, el uso de drogas, el vandalismo, etc. (Schumacher, E.: 1983, 20). Desde este punto de vista, el desafío del desarrollo no es tanto aumentar la riqueza monetarizable, sino “desarrollar un nuevo estilo de vida diseñado para la permanencia”.
La crítica de este autor a la forma como se ha comportado la ciencia economía en estos asuntos es clave para comprender nuestro punto: la mayoría de los economistas se fijan en el avance del PNB, sin importar qué fue lo que creció o a quienes benefició. Desde esta visión estrecha, señala que “la idea de que puede haber un crecimiento patológico, un crecimiento enfermizo, un crecimiento desordenado o destructivo, es una idea perversa a la que no debe permitirse aflorar” (Idem, 48). De esta manera, la clasificación de las mercancías según su contribución a un verdadero desarrollo resulta una tarea fundamental, que este autor no llevó a cabo, pero que si realizaron otros, como es el caso de Max Neef o de Razeto en América Latina.
Una de las primeras consecuencias de este tipo de corrientes analíticas, es que si partimos de una pluralidad de necesidades humanas, entonces deberíamos deducir que buena parte de ellas no son satisfechas únicamente por mercancías (recordemos que el PIB solo mide mercancías). Una tal pluralidad, entonces, necesita de una clasificación adecuada, como las recogidas tanto en la literatura sobre desarrollo a escala humana, así como en materia de economía de la solidaridad. Así entonces, haciendo un juego de palabras, podremos darnos cuenta que la economía no solo produce “bienes”, sino que también produce “males”.
Es en tal sentido que más recientemente en el tiempo, surge la noción de la Salud Social, promovida desde el ámbito académico del comunitarismo y la socioeconomía, por José Pérez Adán. El catedrático español acuñó este término con el ánimo de re - interpretar la idea del progreso y del desarrollo, partiendo de la base que “la afirmación de que nunca hemos tenido más dinero y nunca hemos tenido más poder, aunque sin embargo, nunca antes hemos estado peor, es defendible con datos empíricos”. Si bien reconoce los avances científicos de notoriedad en ciertas áreas, considera que “no ha ido en beneficio de la gran mayoría de la población de la tierra”, lo que obliga por tanto a reconducir el desarrollo por causes distintos. Propone en tal sentido medir la felicidad colectiva o salud social, por medio de cinco indicadores:
equidad generacional, “que supone medir los índices de solidaridad entre generaciones a través del examen de baremos de calidad de vida y soporte efectivo próximo en la primera y en la llamada tercera edad”;
desigualdad, “en la que a la sociometría competen dos niveles de análisis. Por un lado, los grados de bienestar estandarizable, donde se mezclan datos econométricos y sociométricos; y, por otro, los grados de seguridad, proyectados también en el futuro a través de la esperanza de vida”;
la deuda filial diacrónica, “que supone, principalmente, la baremación de acciones sociales de efectos diferidos catalogados como perjudiciales, y que se centrarían sobremanera en la cuantificación de la deuda ambiental”;
conciencia cívica, “en la que tendríamos que medir tres pautas sociales: la corresponsabilidad fiscal y la prestación social, por un lado, el respeto mutuo medible por defecto en el índice de criminalidad, por otro, y la participación entendida tanto formal como informalmente en todos los ámbitos de relación por otro”;
y la pluralidad social, “medible en la capacidad de libre adscripción y circulación entre comunidades y sociedades intermedias, así como la permeabilidad de las barreras sociopolíticas” (Pérez Adán, J.: 1999, 17).
El Indice de Desarrollo Humano que divulga año tras año el PNUD, desde 1990, por su parte, es otro de los esfuerzos por incluir variables sociales, además de variables económicas para dar cuenta del concepto del desarrollo humano. Desde el año pasado, por su parte, “The Economist” propuso un nuevo índice de calidad de vida de los países, donde se incluyen variables relevantes como la tasa de desempleo, o los comportamientos familiares, entre otras, en un nuevo esfuerzo por ampliar las plurales dimensiones del desarrollo humano.
El desarrollo para el pensamiento comunitarista
Para el pensamiento comunitarista, efectivamente, el desarrollo es mucho más (e incluso a veces algo menos), que crecimiento económico. Valga señalar en tal sentido que el comunitarismo sensible, aquel propuesto por el sociólogo judío - norteamericano Amitai Etzioni, nace en el marco de la abundancia materialista y del apogeo económico de principio de los años ochenta en EUA, donde la ausencia de valores en los discursos y en la práctica de la economía, por ejemplo, era un mal que envolvía incluso a las perspectivas más “progresistas” de la época. Cuenta Etzioni en su autobiografía, que con ocasión del dictado de unas clases en la Universidad de Harvard, los hombres de negocios le pedían por favor que no les hablara ni de la familia ni de la moral, pues estas cosas más valía desconocerlas que manejarlas en el mundo de la economía, donde el único valor que debería existir es el de dejar actuar en el marco de la más absoluta libertad. Sucesos como esos, le llevan a conformar junto a muchos otros académicos, entre quienes por ejemplo, Amartya Sen, una Plataforma Comunitaria en 1990 inicialmente firmada por cien académicos norteamericanos, que luego da lugar a una Red de Comunitaristas que reúne actualmente a unos 4000 de todas las nacionalidades y desde todos los rincones del mundo. Dicha Plataforma Comunitaria estaba basada en los siguientes asuntos:
La importancia del sistema democrático fundamentalmente para construir valores compartidos mediante el permanente diálogo, la mayor participación posible, y la mayor cantidad de información y medios de expresión para la ciudadanía.
Entender a la familia como la principal institución de la sociedad civil, encargada de funciones intransferibles. Para ello, la sociedad toda debe velar por el mejor cumplimiento posible de esas funciones, especialmente en lo referido a atender las necesidades de los niños.
Entender a la escuela como una institución fundamental a la hora de formar en valores, como ser, según reza en el texto original: “la dignidad de cada persona debe respetarse; la tolerancia es una virtud y la discriminación un pecado; la resolución pacífica de los conflictos es superior a la violencia; decir la verdad es moralmente superior a la mentira; un gobierno democrático es moralmente superior a uno totalitario y a uno autoritario; se debe ahorrar para el futuro propio y el del país, lo que es mejor que derrochar los ingresos y que depender de los otros para satisfacer las necesidades futuras”.
La defensa de los principios de solidaridad y subsidiaridad.
El deber cívico de la participación política, revalorizando los espacios propiamente políticos.
El deber de la justicia social.
Obviamente que esta Plataforma es muy norteamericana, y más allá de los puntos de acuerdo, los comunitaristas latinoamericanos estamos llamados a construir nuestra propia agenda y definiciones. Es así que desde hace algunos años, bajo el liderazgo del Profesor José Pérez Adán, un grupo de iberoamericanos hemos asumido el reto de divulgar estas ideas desde nuestra propia realidad social y cultural. Más allá de ciertos esfuerzos editoriales, como ser las publicaciones de varios libros colectivos en estas materias, el paso más desafiante ocurre en el 2003, cuando creamos la Asociación Iberoamericana de Comunitaristas (AIC), que actualmente coordinamos junto al citado Pérez Adán, y a la Dra. Alicia Ocampo, de México. Desde esta Asociación bregamos entonces por una mirada específica de nuestros propios retos desde una perspectiva comunitaria, a la par que asumimos ciertos presupuestos comunes al pensamiento comunitarista universal, a saber:.
Creemos que nuestro principal contrareferente es la cultura individualista post moderna, esquiva, entre otras cosas, a establecer prioridades desde el punto de vista valorativo. Compartimos en tal sentido, que el reconocimiento, por ejemplo, del derecho a la vida por encima del derecho a la propiedad, es la garantía básica de un ordenamiento jurídico justo en lo que atañe a la equidad entre las personas (PEREZ ADAN, J.: 2000). Del mismo modo ocurre con el derecho a la protección del ambiente frente al derecho de emprender cualquier actividad económica, o respecto de la importancia de la comunidad Cruz Roja sobre la comunidad de Club de Admiradores de Ricky Martin, para poner un ejemplo categórico en la materia.
Discernir prioridades desde el punto de vista normativo, implica discutir qué entendemos por una buena sociedad. Para los comunitaristas, este es un debate que debe interrogarnos desde la perspectiva del bien común, para lo cuál es necesario mucho diálogo y determinados consensos mínimos que puedan garantizar la mayor convivencia posible[6].
Una buena sociedad para los comunitaristas supone equilibrio en tres puntos de apoyo cuyas magnitudes particulares dependerá de cada caso: el estado, la comunidad, y el mercado. Los comunitaristas rechazamos la idea de una sociedad de mercado, y preferimos hablar de una economía con mercado. Asimismo, los comunitaristas creemos en la primacía de lo social sobre lo económico, un dominio imprescindible desde el punto de vista de la sustentabilidad social de cualquier modelo, que como explica Polanyi se revierte con los principios liberales de la economía pura de mercado. Para los comunitaristas, las diversas fórmulas de economía de la solidaridad son desde muchos puntos de vista, superiores a las experiencias tantas veces alienantes que persiguen solo la maximización de utilidades. Por fortuna, hay que decirlo, siempre han surgido desde muchas empresas pertenecientes al sector mercantil, fórmulas e instrumentos que auto limitan su racionalidad maximizadora de ganancias, generando propuestas concretas que permiten la participación de los trabajadores en la gestión, ganancia e incluso propiedad de las empresas; o que permitan la elevación de miras, incluyendo entre sus objetivos aquellos que derivan de su responsabilidad social, más allá de lo que dictaminen las respectivas normas legales.
Es así entonces, que todos los actores de la sociedad civil y de la sociedad política están llamados a construir la buena sociedad, aportando cada uno de acuerdo a su propia racionalidad con miras a potenciar sus virtudes. El comunitarismo no es excluyente sino incluyente, y no lo hace por mera especulación filosófica, sino que aquí nos auxilian las ciencias sociales, que en diversos estudios sobre el desarrollo han demostrado cómo la correcta articulación entre los diversos actores lleva a crear SINERGIA SOCIAL y a desarrollar FACTOR COMUNITARIO. En el plano estrictamente económico, descartamos la idea del libre mercado así como la idea del estado totalitario y omnipresente, y defendemos la idea utópica de un mercado democrático y justo[7], donde Estado, Mercado, y Tercer Sector no solo convivan, sino que además se potencien en delicada armonía.
Una buena sociedad, implicará definir qué valores, actitudes, comportamientos, e instituciones ayudan a crear “salud social”, y cuáles contribuyen a debilitarla. Luego, el comunitarista confía más en la persuasión y en la educación, que en la pena y la represión para avanzar en la conquista de determinados objetivos, aunque estas últimas sin duda tienen y tendrán siempre un rol significativo para el mejor ordenamiento social.
Una buena sociedad, al decir de Etzioni, supone reconocer derechos individuales inalienables, así como responsabilidades sociales para con los demás. Nuestra cultura hegemónica, como se comprenderá, gira en torno a los derechos, pero raramente hace hincapié en las responsabilidades que nos corresponden.
Una buena sociedad, finalmente debe basarse en un correcto equilibrio entre libertad y orden. Muchas sociedades contemporáneas, por ejemplo, viven en un permanente autoritarismo y por lo tanto necesitan de fuertes dosis de libertades, públicas y privadas. Otras, sin embargo, se han corrido desde la libertad hacia cierto libertinaje, de donde se deduce que lo que necesitan es cierta dosis de orden. Comprenderá nuestro auditorio que este binomio libertades – orden, es de particular importancia en cualquier ámbito social: las familias deben decidir sobre la dosis adecuada de cada uno de estos elementos, así como los partidos políticos, las organizaciones civiles, y por ende también la sociedad en su conjunto.
Los principales retos para los comunitaristas contemporáneos que vivimos en el sur del mundo, vienen, sin embargo, de la certeza de estar casi en las antípodas de esa buena sociedad en muchos aspectos.
Queremos ser contundentes en afirmar que una sociedad comunitaria implica trabajar constantemente para defender una cultura de la paz: con guerras y violencia interna no hay comunitarismo posible.
Una sociedad comunitaria implica trabajar con mucha fuerza y dedicación para garantizar un nivel de vida mínimamente decoroso para todos: con indigencia y pobreza generalizada no hay comunitarismo posible.
Una sociedad comunitaria implica apostar con fuerza por la lucha contra la segregación y marginalidad: con ciertos barrios para ricos y otros para pobres, con escuelas para ricos y otras para pobres, con trabajo para algunos y desempleo para otros, no hay comunitarismo posible.
Una sociedad comunitaria, entre otras cosas, implica una nueva cultura del servicio público: con corrupción generalizada y con gobernantes enriquecidos a costa del pueblo, -digámoslo claramente- no hay comunitarismo que se sostenga en el tiempo.
Los comunitaristas soñamos con una sociedad más igualitaria y justa, una sociedad más participativa, una sociedad más integrada y más dialogante, una sociedad más preocupada por el bien común. Todos estos valores pueden y deben generar políticas específicas. A manera de ejemplos:
Si definimos que un problema contemporáneo es la creciente privatización de nuestras vidas, entonces alentemos las actividades comunitarias y fortalezcamos las plazas y los espacios públicos.
Si definimos que otro problema es la distancia entre gobernantes y gobernados y la escasa participación ciudadana en los asuntos públicos, entonces propiciemos nuevos mecanismos que permitan un mayor ejercicio de la ciudadanía activa.
Si verdaderamente somos de la idea que la familia es una institución fundamental con funciones insustituibles, entonces diseñemos políticas para fortalecerla. Si la correcta crianza de los niños es una tarea difícil pero imprescindible para el futuro de cualquier sociedad, entonces transfiramos riquezas y recursos para poder hacerlo de la mejor forma posible.
Si realmente creemos en la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer, utilicemos todas las herramientas a nuestro alcance para velar por la equidad a nivel gubernamental, a nivel de mercados de trabajo, y también en el hogar. Esto último supone compartir roles y obligaciones, pero también derechos. Así como el varón deberá asumir más responsabilidades en las labores hogareñas, es de esperar pueda gozar también del derecho a una licencia por paternidad.
Si realmente el trabajo es fuente de ingresos, de identidad, de status social, y también de autoestima, entonces, es clave que nuestras políticas públicas estén orientadas a generar trabajo digno. Y si es mejor el trabajo asociativo que el trabajo aislado, si es mejor integrar fines comunitarios que meramente comerciales, si es mejor la responsabilidad social que la mera maximización de ganancias, entonces, se deberá apoyar especialmente a las economías solidarias.
Si miramos en nuestro continente, seguramente veremos pobreza material, violencia de todo tipo y corrupción más o menos generalizada, situaciones indignas de nuestra condición humana. Pero también observaremos una riqueza inestimable en términos de valores, de lazos comunitarios, de relaciones sociales y de cultura. Si queremos reflexionar sobre desarrollo humano, entonces preguntémonos qué es lo que nos hace ser más felices. Enseguida descubriremos que la mayor parte de nuestros anhelos más profundos no pueden conquistarse con dinero, y aún más, que la mayoría de los obstáculos para la felicidad colectiva no tienen respuestas desde los mecanismos de mercado[8]. En definitiva, habremos aprendido la primera lección en materia de desarrollo: discutamos qué sociedad queremos construir, y luego veamos cómo podemos dirigirnos hacia ella. Seguramente, todas y todos podremos aportar en ese sentido.
PREGUNTAS
- ¿Porqué cree Ud. que Sen siente especial atracción intelectual por Adan Smith?
- Encuentre en el pensamiento de Sen un elemento en común y otro discordante con los planteos y elaboraciones de la economía solidaria.
[1] Según Gunnar Myrdal, el desarrollo se encuentra condicionado por el conjunto del sistema social, destacando una serie de categorías condicionantes: producto y renta, condiciones de producción, niveles de vida, actitudes hacia la vida y el trabajo, instituciones, y políticas, donde “todas influyen y se relacionan” (Myrdal, G.: 1959).
[2] Todavía no hemos descubierto la clave para comprender la relación entre crecimiento económico y crecimiento del empleo. En las últimas décadas, sabemos de períodos y regiones que han aumentado el crecimiento del PBI y paralelamente han logrado aumentos considerables en las tasas de empleo. Otra tendencia es el aumento en el PBI sin aumento de empleo. Pero las estadísticas laborales muestran también períodos y regiones que combinan caída en las tasas de crecimiento de las economías con aumento en las tasas de empleo. La elasticidad del empleo en relación al PBI, por tanto, se ha mostrado más compleja de lo que cualquier teoría hubiera imaginado. En lo que no hay dudas, sin embargo, es que el crecimiento del empleo en las últimas décadas se ha concentrado en el llamado sector informal de la economía, lo que nos obliga a dirigir las miradas sobre la calidad de los empleos creados. En América Latina, por ejemplo, en la década del noventa, 7 de cada 10 nuevos puestos de trabajo fueron creados en el llamado sector informal urbano (CEPAL: 2001).
[3] De hecho, la reunión del Banco Mundial en Hong Kong, en Noviembre de 1997, llamativamente comenzó sus deliberaciones poniendo sobre la mesa el problema de un mundo con cada día mayores desigualdades en los ingresos. En la década de los ochenta, por ejemplo, donde se ensayaron notoriamente políticas liberales en el continente latinoamericano, los niveles de concentración de las riquezas, medidos por el coeficiente Gini, mostraron una tendencia regresiva que no pudo corregirse en la década de los noventa: el Gini de latinoamérica sigue manteniéndose en torno a 0.58, siendo la región con más injusta distribución de los ingresos en el mundo (BID: 1999).
[4] Prefiero hablar en tal sentido de factores educativos y factores comunitarios respectivamente, para dar cuenta de esos fenómenos. El término “capital”, a mi entender, tiene una historia muy precisa como factor independiente primero y hegemónico luego. Su uso indiscriminado para dar cuenta de diversos aspectos sociales me parece, por lo tanto, desafortunado.
[5] Sobre los vínculos entre capital social y desarrollo, Cfr. Kliksberg, B.: “Capital social y cultura. Claves olvidadas del desarrollo”, en Jornadas sobre el desarrollo de las economías del MERCOSUR, Montevideo, SID, Abril de 2000.
[6] Sin descartar ciertamente la importancia del conflicto en las sociedades contemporáneas.
[7] Sobre el concepto de mercado democrático y justo, Cfr. Guerra, Pablo: Socioeconomía de la Solidaridad, Montevideo, Nordan, 2000.
[8] Tal afirmación no pretende ignorar la importancia de los factores materiales, eso sería una tontería para el caso de los países latinoamericanos. Más bien pretendemos decir que la base material de nuestras sociedades deberían estar supeditadas al modelo de sociedad que pretendamos construir.