Desde los tiempos más remotos la especia humana ha debido recurrir a la solidaridad y la cooperación para avanzar como especie. Desde sus orígenes, el ser humano tuvo que sortear enormes dificultades de su entorno para satisfacer sus necesidades. Como vimos en la lección anterior, no es cierto que el egoísmo haya sido el motor de la economía en los pueblos antiguos. De hecho, una vez que comprendamos la pluralidad de relaciones económicas contemporáneas, podremos coincidir en que tampoco es el egoísmo, actualmente, el motor de nuestros comportamientos económicos, a pesar de tener el individualismo hoy, una presencia mucho más significativa que siglos atrás.
La sociología y la economía también han contribuido a valorar las relaciones de cooperación en las sociedades antiguas. Karl Marx, por ejemplo, cuando da cuenta del modo de producción asiático, señala el papel que la propiedad colectiva de la tierra tenía entre las aldeas orientales durante siglos. Y es que justamente el “comunismo primitivo” caracterizó la vida económica de la mayor parte de los pueblos antiguos durante mucho tiempo.
Entre las numerosas experiencias de prácticas comunitarias, podemos mencionar el caso de los
- esenios, una comunidad religiosa que ya en el Siglo II AC reunía a miles de palestinos en las orillas del Mar Muerto, y que practicaban valores como la ayuda mutua y la cooperación, así como el reparto de bienes.
- Artels, asociaciones cooperativas de trabajadores rusos, reunidos en oficios, con gran incidencia entre pescadores, leñadores y campesinos en la Rusia del S.XIV
- Guildas, organizaciones que nucleaban a comerciantes y artesanos en la Edad Media, con el fin de regular el comportamiento mercantil, asegurar la calidad de los productos e impedir la especulación de los bienes básicos.
- Zadruga, asociación comunitaria entre los servios, basada en la cooperación y en el uso de fondos solidarios que se repartían con criterios de justicia social.
- Minga, institución hindoamericana de trabajo comunitario
- República de los Guaraníes, experiencia histórica iniciada a principios del S. XVII y culminada a mediados del S. XVIII, donde jesuitas y guaraníes se organizaron comunitariamente para dar inicio a una verdadera potencia económica de la época, basada en la reciprocidad, con ausencia de dinero, y con acento en la tupambaé, esto es, la Tierra de Dios, o tierra comunal.
En todos estos casos, las experiencias de cooperación, ayuda mutua, y solidaridad, tuvieron cabida en contextos donde los mercados no fueron más que accesorios de la vida económica, y donde lo económico queda subsumido frente a lo social. Al decir de Polanyi, "por regla general, el sistema económico quedaba absorbido en el sistema social, y cualquiera que fuese el principio de comportamiento que predominara en la economía, la presencia del patrón de mercado resultaba compatible con el sistema social"[1].
En el caso del trueque y de los intercambios, éstos, incluso bajo el sistema mercantilista, prosperaban bajo una administración centralizada que promovía la autarquía en el ámbito familiar y nacional. Esto significa para Polanyi que mercado y regulación crecieron juntos, y que el mercado autoregulado no estaba en esa lógica.
Tal mercado autoregulado funcionará en una economía donde los sujetos se comporten de manera de alcanzar las máximas ganancias monetarias. Ello ocurre con la existencia de mercados de bienes y servicios disponibles a un precio dado que sea igual a la demanda por ese precio. Supone por tanto, la presencia del dinero. "La autoregulación implica que toda la producción se destine a la venta en el mercado, y que todos los ingresos deriven de tales ventas"; por lo tanto habrá mercados no solo para los bienes, sino también para la mano de obra, la tierra, etc.
El Estado en esta lógica de mercado se inhibirá de interferir, de modo que ninguna política influya en la acción de los mismos.
Pero, ¿cómo se llego a ello?. Bajo el sistema feudalista, la tierra y la mano de obra formaban parte de la propia organización social. La tierra, por ejemplo, era el elemento central del orden feudal y de las instituciones de la época: todo lo referido a su propiedad, administración, etc., estaba alejado de la lógica de la compra y la venta, y sometido a un conjunto de regulaciones institucionales enteramente diferentes.
Lo mismo con la mano de obra: con el sistema gremial las relaciones del maestro - oficial - aprendiz; y sus salarios, estaban regulados por las costumbres y leyes del gremio y la ciudad. Ejemplos en el campo jurídico de salvaguardar a la tierra y el trabajo del circuito mercantil fueron el Estatuto de Artífices (1563) y la Ley de Pobres (1601), además de las políticas de anticercamientos de los Tudor y los primeros Estuardo en Inglaterra.[2]
Los mercados autoregulados se sirven de una separación clara de la esfera económica y política, y como vimos, ni bajo las condiciones tribales, ni feudales, ni mercantilistas, había un sistema económico separado de la sociedad.
Esto significa que recién en el Siglo XIX la sociedad se subordinó a la economía; o dicho con palabras de Polanyi, "una economía de mercado solo puede existir en una sociedad de mercado". En ese caso, todos los componentes de la economía, incluida la tierra y la mano de obra, estarán incluidos en el sistema de mercado. Para Polanyi, un humanista nato, eso significa que los seres humanos mismos y el ambiente natural de la sociedad se subordinarán a las leyes del mercado.
En una economía de mercado todos los "elementos de la industria" (factores de producción, diríamos nosotros), serán mercancías destinadas a la venta, y sujetas al mecanismo de la oferta y demanda interactuando con los precios. De esta forma, tierra, mano de obra y dinero deben organizarse en mercados. Esto a pesar que la tierra y la mano de obra no son mercancías; ni siquiera el dinero que es un símbolo del poder de compra que por lo general no se produce, sino que surge a través de mecanismos tan diversos como la banca, las finanzas estatales, o incluso antes, por medio de decisiones sociales en ambientes locales. Sin embargo el mercado actúa con esta ficción[3].
Ahora bien, indudablemente la supuesta mercancía "fuerza de trabajo" no podría dejarse librada a los caprichos del mercado, ya que atrás de ella, hay una persona. Privados de sus derechos y protecciones una vez rotos los tejidos sociales, el trabajador quedaba a un paso de ser devorado por ese mecanismo de mercado que comenzaba a operar. Y esto, además de trágico para los humanistas, sería trágico a la larga, para el propio funcionamiento de la economía.
La mano de obra pasa a constituir un mercado específico, con la introducción del sistema de producción en fábricas. A diferencia de la producción en los hogares, donde el capitalista - comerciante proveía de materias primas y controlaba el proceso como empresa puramente comercial, en el sistema de fábricas, ya involucraba una inversión importante que ameritaba asegurarse de una necesaria continuidad de la producción. Esto sería posible volviendo disponible los factores de producción, ofrecidos como mercancías: "la mano de obra, la tierra y el dinero debían transformarse en mercancías para mantener en marcha la producción". Lentamente la sociedad humana se iría convirtiendo en un accesorio del sistema económico. El período de la Revolución Industrial mostró como la "dislocación” o “desimbricación” social impactó fuertemente en las sociedades. A partir de entonces, a manera de "anti-cuerpos", la propia sociedad intentaría protegerse, con buenas y malas, contra los peligros y fatalidades del mercado autoregulado.
En efecto, la constitución de un mercado de mano de obra, destruiría toda la urdimbre tradicional de la sociedad. En ese sentido se comprende la Ley de Speenhamland, tan olvidada por los historiadores de la época, y que contribuiría a impedir la creación de ese mercado.
En tal sentido, Polanyi sostiene que el mercado de trabajo fue el último en convertirse, y que tuvo lugar solamente cuando su ausencia se convertía en un mal mayor, incluso para la gente común, que en determinado momento sufría calamidades mayores a las que provocaría su introducción.
Para que las ventajas económicas del mercado pudieran al menos compensar en parte la destrucción del tejido social, tenía que introducirse un nuevo tipo de regulación. En esa lógica es que surge la Ley de Speenhamland. En Inglaterra, la mano de obra no podía movilizarse ya que por disposiciones legales los trabajadores estaban prácticamente atados a sus parroquias. Esta Ley, llamada de "asentamientos" fue promulgada en 1662, y "aflojada" en 1795. Esta medida habría posibilitado la creación de un mercado nacional de mano de obra si no fuera por que en ese mismo año se promulgaba justamente la citada Ley de Speenhamland con su "sistema de subsidios". Esta ley establecía subsidios en ayuda de los salarios, de acuerdo a una escala que se establecía a partir del precio del pan, e independientemente de los salarios.
Ello condujo a que el ingreso de los trabajadores fuera el mismo, independientemente del salario que ganaran, lo que llevó –siempre según Polanyi- a que "ningún trabajador se interesara realmente por satisfacer a su empleador". Evidentemente con el paso de los años la productividad fue cayendo lo que contribuyó a que los empresarios no elevaran sus salarios por encima de la escala. "Ninguna medida fue tan popular. Los padres se liberaban del cuidado de sus hijos, y los hijos ya no dependían de sus padres; los empleadores podían reducir los salarios a su antojo y los trabajadores estaban seguros contra el hambre, independientemente de que estuviesen ociosos; los humanitarios aplaudieron la medida como un acto de misericordia, aunque no de justicia, y los egoístas se consolaron gustosamente pensando que no era una medida liberal, aunque fuese misericordiosa; y hasta los contribuyentes tardaron en advertir lo que ocurriría con los impuestos bajo un sistema que proclamaba el 'derecho a la vida' independientemente de que un hombre ganara un salario suficiente para subsistir o no"[4].
Sin embargo a la larga, el resultado fue "espantoso" como dice Polanyi. Ello lleva al Decreto de reforma de 1832 y la Enmienda de la ley de pobres en 1834; lo que se considerará como el punto de partida del capitalismo moderno: "el intento de creación de un orden capitalista sin un mercado de mano de obra había fracasado desastrosamente". Esto pues, bajo esta Ley, por un lado, se privaba a la gente de su posición anterior, obligándola a ganarse la vida vendiendo su trabajo; y por otro lado que privaba a éste de un valor de mercado. A partir de entonces, se afirmaría la incompatibilidad entre el sistema salarial y el "derecho a la vida".
Polanyi marca entonces tres períodos históricos concretos con relación a la temática: 1) el período de Speenhamland, hasta 1834; antecedente de la economía de mercado; 2) Período de las penurias ocasionadas por la reforma de las leyes de pobres, en el decenio siguiente, caracterizado como período de transición; 3) Período de los efectos nocivos del mercado de trabajo, hasta 1870 en que la acción sindical permite nuevas protecciones. Es el período de la economía de mercado propiamente dicha; que traería nuevamente consigo enormes consecuencias sociales.
Veamos como describe Polanyi las diferencias entre el primer y tercer período:
"Si Speenhamland había impedido el surgimiento de una clase trabajadora, ahora los pobres trabajadores estaban conformando tal clase por la presión de un mecanismo insensible. Si bajo Speenhamland se había cuidado de la gente como bestias no demasiado preciosas, ahora se esperaba que se cuidara sola, con todas las probabilidades en su contra. Si Speenhamland significaba la miseria tranquila de la degradación, ahora el trabajador se encontraba sin hogar en la sociedad. Si Speenhamland había exagerado los valores de la vecindad, la familia y el ambiente rural, ahora se encontraba el hombre separado de su hogar y sus parientes, separado de sus raíces y de todo ambiente significativo. En suma, si Speenhamland significó la pudrición de la inmovilidad, el peligro era ahora el de la muerte por desamparo"[5].
Bajo el sistema mercantilista, la organización laboral inglesa descansaba en torno a dos grandes legislaciones: la Ley de pobres (en realidad un conjunto de leyes aplicadas entre 1536 y 1601) y el Estatuto de artífices (1563). Estas dos legislaciones conformaban la legislación laboral de la época.
Comenzando por el Estatuto, éste descansaba en tres pilares: obligatoriedad del trabajo; un aprendizaje de siete años; y evaluaciones salariales por parte de los funcionarios públicos. Esto tuvo efecto durante ochenta años. Luego se fue diluyendo. Finalmente para 1813 ya no tuvieron más aplicación. Figuras como la del aprendizaje fueron avanzando hasta nuestros días en diversas esferas laborales.
La ley de pobres, por su lado, encargaba a las parroquias brindar lo necesario para la subsistencia de los indigentes, además de facilitarles trabajo a quienes podían trabajar. Estas leyes fueron complementadas luego en 1662 con la promulgación de la Ley de asentamientos que "protegía" a las parroquias más eficientes contra la llegada de indigentes foráneos. Evidentemente esta ley era cuestionada por los liberales, entre quienes, Adam Smith, quien consideraba que por esta vía, el empresario se veía obstaculizado a encontrar empleados. Por todo ello, se puede decir que en la época, si bien el hombre era considerado libre, no podía elegir donde asentarse, y estaba obligado a trabajar.
Para la Revolución Industrial, la Ley de 1662 es parcialmente derogada a los efectos de permitir la necesaria (para el capital) movilidad obrera. Con la movilidad física de los trabajadores se podría construir un mercado laboral de escala nacional.
Ahora bien, con la Ley de Speenhamland se generalizaron los subsidios sin la contrapartida del trabajo. El fin del S XVIII mostraba una gran paradoja: por un lado, se derogaba la Ley de Asentamientos, lo que favoreció la lógica del mercado autoregulado; pero por otro lado surge la Ley de Speenhamland, lo que iba contra la política industrial. ¿Porqué esta aparente contradicción?. Simplemente, porque en el marco histórico en que surge la ley de Speenhamland, la pobreza era muy alta, y como señalaron autores de la época, sin esa institución, las rebeliones y revoluciones sociales eran inminentes.
Evidentemente desde el punto de vista administrativo, la Ley de Speenhamland era un error, al no distinguir entre sus beneficiarios, los desempleados capacitados para trabajar, de los ancianos, enfermos y niños por otro lado. La parroquia, en ese sentido, además, era un ámbito muy pequeño para poder soportar todos los costes que esto explicaba. Por ello, conforme pasaba el tiempo, sucesivas legislaciones fueron permitiendo la unión de parroquias para hacer frente en común a sus desafíos, aunque sin mejores resultados.
La sociedad moderna, por su lado, presenta desde sus orígenes un desarrollo importante de los mecanismos de mercado, pero -ya que el mismo hubiera aniquilado a los hombres y la tierra si se dejaban a su criterio- debe convivir con las fuerzas del intervencionismo.
Ante ello se eleva la fuerza del liberalismo, que defendiendo el principio del laissez - faire contaba con el apoyo de las clases comerciales. Por otro lado, dice Polanyi, se elevaba el principio de la protección social que buscaba la conservación del hombre y la naturaleza.
El liberalismo económico surgiría hacia el 1830, cuando se necesitaba imperiosamente de una clase trabajadora cuyo ingreso dependiera de su trabajo, para lo cuál era indispensable eliminar la Ley de Speenhamland. Su superioridad durará un siglo, ya que comenzado el siglo XX el liberalismo empezaba a mostrar de nuevo sus limitaciones, fruto de lo que el propio Polanyi llamaría en su oportunidad el “doble-movimiento” de acción (liberal y economizante) y respuesta (por parte de los trabajadores, y socializante).
Sin embargo, la década del setenta de nuestro pasado siglo, mostró un nuevo aluvión del liberalismo, ahora reconocido como neoliberalismo, y junto a éste, un nuevo auge del paradigma mercantilista como el más apropiado para reactivar las economías supuestamente degradadas por las fuerzas interventoras. Tras el fracaso del neoliberalismo allí donde fue aplicado, queda pendiente la pregunta para los cientistas sociales, si acaso las relaciones de reciprocidad, unidas a una mayor implicancia de la redistribución, no se convertirán en las fuerzas motoras de un nuevo paradigma de desarrollo que coloque los objetivos sociales por sobre los propiamente económicos.
La economía moral de la multitud
El análisis que el historiador E.P. Thompson hace de las revueltas generadas por la clase trabajadora en la Revolución Industrial, descartando las interpretaciones más mecanicistas y economicistas, van también en la línea expuesta por Polanyi.
En efecto, la categoría central en Thompson, de la "economía moral", debemos considerarla también como fundamento para nuestras elaboraciones. La tesis del historiador inglés es que las revueltas de la Revolución Industrial obedecían a un consenso popular en cuanto "a qué prácticas eran legítimas y cuáles ilegítimas en la comercialización, en la elaboración del pan, etc. Esto estaba basado a su vez, en una idea tradicional de las normas y obligaciones sociales, de las funciones económicas propias de los distintos sectores dentro de la comunidad que, tomadas en conjunto, puede decirse que constituían la ´economía moral´ de los pobres"[6].
En Manchester, por ejemplo, la regulación de los mercados en el S. XVIII, era tal que se llegaron a crear vigilantes cuya misión era impedir el "monopolio, acaparamiento y regateo" de los bienes básicos, que debían llevarse al mercado local y venderse de acuerdo a las normas sociales y jurídicas dispuestas. Para esquivar estas regulaciones, los grandes agricultores vendían a toda hora (práctica deshonesta y por lo tanto prohibida) en sus graneros, haciendo actuar, en consecuencia, la ley de oferta y demanda.
Prestemos atención al juicio que hace Thompson del análisis retrospectivo de esta realidad: "Los paternalistas y los pobres, continuaron lamentándose del desarrollo de estas prácticas de mercado que nosotros, en visión retrospectiva, tendemos a aceptar como inevitables y naturales. Pero lo que puede parecer ahora como inevitable no era, necesariamente, en el Siglo XVIII, materia aprobable. Un panfleto característico de 1768, clamaba indignado, contra la supuesta libertad de cada agricultor para hacer lo que quisiera con sus cosas; esto sería libertad ´natural´, pero no ´civil´"[7].
Uno de los hitos conducentes a la liberalización, es la revocación de la legislación contra el acaparamiento por parte de los agricultores, en 1772. Esta libertad de comercio, sería luego exigida por Smith.
El S. XVIII además es testigo de la decadencia de los viejos mercados, regulados socialmente, y los pobres por tanto terminan comprando más caro en los pequeños almacenes. Girdler, un autor de la época, contaba que "si un cliente intentaba comprar un solo queso o un pedazo de tocino, está seguro de que le contestan con un insulto, y le comunican que todo el lote ha sido comprado por algún contratista londinense".
Estos tipos de conductas cada vez más habituales, como se comprenderá, iban a contramano de las viejas ordenanzas de Isabel I (1630), que exigían a los magistrados la asistencia a los mercados locales, "y donde encuentre que es insuficiente la cantidad traída para abastecer y atender a dichos mercados y especialmente a las clases más pobres, se dirigirá a las casas de los agricultores y otros dedicados a las labranzas y verá qué depósitos y provisiones de grano han retenido tanto trillando como no trillando"[8]. No se podía por tanto, vender el grano por fuera del mercado público, y a precios "convenientes". El lector debe fijarse el doble uso que tiene este último término. "Con-veniente", en el uso cotidiano de nuestros días, corresponde a un precio "accesible", sin embargo, ese acceso al bien ha sido posible por la forma a la que se llegó: de forma "con-venida", esto es, no dejado al arbitrio de las leyes del mercado, sino negociado públicamente, o lo que es lo mismo, políticamente (Thompson, en tal sentido, señala que el precio quedaba "en casos de emergencia, a mitad de camino entre la imposición y la persuasión").
Junto al citado autor, podemos compartir que "lo importante aquí no es solamente que los precios, en momentos de escasez, estuvieran determinados por muchos otros factores además de las simples fuerzas de mercado... Es más importante observar todo el contexto socioeconómico dentro del cuál operaba el mercado, y la lógica de la presión popular"[9]. Tamaña conclusión para el caso de la revolución industrial, probablemente contenga alguna pista para analizar en estos tiempos que corren, los nuevos "motines" que caracterizaron el cierre del siglo XX y comienzo del siglo XXI, en sendas reuniones de la OMC, del FMI, BM, o del Foro de Davos, por ejemplo.
[1] Cfr. Polanyi, K. Op. Cit., p. 88.
[2] Esto duró justamente hasta la Revolución Industrial. Los gremios de oficios se abolieron en Francia en 1790; el estatuto de Artífices se derogó en 1813-1814; y la Ley de Pobres en 1831. La creación de un mercado libre de mano de obra no se discutió en Europa sino hasta finales del S. XVIII.
[3] Para un buen análisis del trabajo como mercancía ficticia, aunque no se utilice esta categoría polanyiana, Cfr. Ocaña. A.: “Interés, gratuidad y ley”, en JC Scannone y G. Remolina (comp): Etica y Economía, Bs.As., Bonum, 1998, p. 227 – 312.
[4] Cfr. Polanyi, Op. Cit., p. 119-120.
[5] Idem. Ant., p. 123-124.
[6] Cfr. Thompson, E.P.: Tradición, revuelta y consciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial, Barcelona, Crítica, 1979, p. 66.
[7] Idem. ant., p. 75.
[8] Idem. Ant., p. 100.
[9] Idem. Ant., p. 120.
Preguntas:
- Defina con sus propias palabras qué es la economía moral de la multitud
- ¿Qué ejemplo concreto y actual de su país conoce sobre mercancías cuyos precios estén determinados por instrumentos ajenos a la pura economía de mercado?